«Probablemente un chiflado ha soltado pesticida o algo por el estilo»

TAKANORI ICHIBA (39)

El señor Ichiba trabaja para una conocida marca de ropa. Es posible que yo no esté muy al tanto de lo último en la industria de la moda, pero conozco perfectamente una de las tiendas que tienen en el exclusivo barrio tokiota de Aoyama, cerca de mi oficina. Recuerdo que en una ocasión me compré allí una corbata. Después de la entrevista volví a por un par de pantalones marrones que tenían rebajados. Creo que es una buena marca para mí, porque no venden la ultimísima moda ni diseños muy radicales. Es una línea de ropa informal con un toque tradicional, lo que los japoneses llamamos «soft trad».

Por alguna razón, la gente que trabaja en moda tiene siempre un aspecto juvenil. El señor Ichiba acaba de cumplir los cuarenta y su cara aún parece la de un chaval. No pertenece a ese tipo de hombre que parece deslizarse irremediablemente hacia la madurez. Es muy probable que su profesión demande de él no sólo un aspecto joven, sino que en su interior se sienta también así. Habla con suavidad. Su sonrisa resulta muy agradable. A pesar de todo, no es en absoluto un soñador. De hecho, es un hombre muy agudo. El día del atentado, nada más escuchar el aviso de emergencia por la megafonía de la estación de Tsukiji, pensó: «¿Tendrá esto algo que ver con el incidente Matsumoto?». Su aguda inteligencia y su capacidad de reacción quedaron patentes cuando salvó a un colega que se había derrumbado frente a la estación. Sin pensarlo dos veces se lo llevó a toda prisa al hospital. No es fácil tomar decisiones y valorar qué hacer en situaciones como aquélla.

«¿Qué sentido tiene entrevistar a alguien como yo que sólo padece ligeros síntomas?», me preguntó antes de aceptar la entrevista. «Hay casos mucho más importantes. El mío no es nada.» Le expliqué que no se trataba únicamente de la gravedad de las lesiones, sino de los distintos puntos de vista, de las diferentes experiencias. Eso es lo que importa.

Soy de Kumagaya, en la prefectura de Saitama (a unas dos horas al noroeste de Tokio). Empecé a trabajar para un fabricante de ropa nada más terminar los estudios. Después cambié a la empresa donde trabajo actualmente. Era la típica «marca de piso» de los años ochenta, es decir, esos fabricantes que empezaron sus negocios en pisos muy pequeños. Entonces éramos sólo diez empleados, aunque ahora ya somos una empresa mucho más grande.

Crear una empresa de ropa resulta fácil. No es extraño que cuando se tiene iniciativa termine en algo grande. Todo depende de la capacidad, de la visión del negocio de los diseñadores y de los propietarios. Si esa visión falla, todo el proyecto se echa a perder. Existen máquinas de precisión y la experiencia es un valor muy importante, lo cual ayuda a subsanar posibles errores por muy grandes que sean. Sin embargo, la visión de negocio y la creatividad no se acumulan, son algo perecedero, como la fruta fresca. Hacer algo grande no es garantía de éxito o de permanencia. Hay muchas empresas que han crecido mucho sólo para desaparecer después.

He trabajado en esta empresa durante trece años y la he visto crecer hasta donde está ahora. Tenemos nuestra propia red de tiendas con unos trescientos cincuenta empleados. Yo estoy en el departamento de planificación de negocio. Trabajamos con fabricación final, es decir, con la producción real. La oficina se halla en Hiro-o, al sudoeste del centro de Tokio.

Vivo en el este, en el municipio de Edogawa. La estación de metro más cercana es la de Nishi-kasai. Me casé hace diez años y nos compramos un apartamento allí hace cuatro. Tengo una hija que está en quinto de primaria y un hijo en tercero. Me gusta vivir en esa parte antigua de la ciudad, me relajo.

El 20 de marzo coincide con el pico de ventas que se produce en primavera. Traducido quiere decir mucho trabajo. Esa gente feliz y afortunada que puede disfrutar de un puente completo vive en un mundo al margen del nuestro. El día del atentado la reunión habitual de los lunes estaba prevista a las 8:45, cuarenta y cinco minutos antes de lo habitual. Por eso me pilló de lleno.

Hice transbordo en la estación de Kayabacho de la línea Tozai a la línea Hibiya para ir hasta Hiro-o. En el tren no noté nada fuera de lo normal. Creo que iba más o menos en la mitad del tren, en el sexto vagón. Después de Hatchobori, se produjo un comunicado por megafonía: «A causa del malestar de algunos pasajeros, este tren se detendrá brevemente en Tsukiji, la próxima estación».

Allí se produjo otro comunicado: «Uno… No, dos pasajeros se han desmayado». Como se lo digo. Un momento después se oyó: «¡Se han desmayado tres pasajeros!». Hablaba el conductor; parecía aterrorizado. Daba la impresión de que había querido cumplir con su obligación de informar a los viajeros, pero acabó por meterse en un lío del que no supo salir. En un momento determinado exclamó: «¡Eh! ¿Qué está pasando?». Le gritaba al micrófono. Era una situación muy extraña, pero nadie parecía especialmente preocupado. Si hoy volviera a suceder lo mismo, no lo dude, sería una pesadilla. Me acordé del incidente Matsumoto. No es que llegase al extremo de relacionarlo con un ataque con gas sarín, pero me vinieron a la mente dos palabras: «veneno esparcido». Un pensamiento me cruzó la mente: «Probablemente un chiflado ha soltado pesticida o algo por el estilo». Por aquel entonces, yo no sabía nada de la secta Aum. ¿No se les implicó en el atentado más tarde?

Nos pidieron que abandonásemos la estación por la salida trasera. Al parecer había algún problema en la de delante. Todo el mundo se comportó diligentemente y se dirigió hacia la salida. Por si acaso, yo tomé precauciones: me cubrí la boca con un pañuelo. Nadie más lo hizo. Tengo la impresión de que fui el único que intuyó el peligro.

En cualquier caso, sentía curiosidad por saber qué pasaba. Mientras la gente guardaba la cola para salir, me di la vuelta y vi en uno de los monitores de televisión a alguien inconsciente tumbado en el suelo del andén. Uno de los encargados de la estación se impacientó: «¿A qué espera? ¡Salga inmediatamente!».

En la calle había mucha gente agachada, tirada de cualquier manera. Parecía que algo les había afectado a los ojos. Tenía que enterarme de lo que pasaba por mí mismo. No podía marcharme de allí sin hacer nada. Me subí a una pasarela para tener una visión general. Ante semejante panorama pensé que la reunión se suspendería.

Llegó una ambulancia y bloqueó el tráfico de la calle. Instalaron una gran carpa de coordinación y atención de emergencia y empezaron a llevarse en camilla a todos los heridos. Me rodeó una masa de curiosos que se había juntado en la pasarela para ver qué pasaba. Me marché de allí.

No me quedaba más remedio que tomar el autobús para llegar a Hiro-o. Menos mal que me acordé de esa alternativa. La utilizaba en algunas ocasiones. La parada del bus estaba mucho más concurrida que de costumbre, debido, probablemente, a que la línea Hibiya no funcionaba. Fue allí donde vi a un compañero de trabajo más joven que yo. Tendría veinticuatro o veinticinco años. Estaba apoyado contra una reja. Otra compañera de la oficina trataba de sujetarlo. Ella no sabía nada de lo que había ocurrido en la línea Hibiya. Debió de pensar que se había mareado o algo así. No es raro que suceda por la mañana. Le frotaba la espalda, le preguntaba: «¿Te encuentras bien?». Había tomado la línea Tozai y después había cambiado a la Hibiya. Lo mismo que yo.

«¿Qué ha pasado?», le pregunté al chico. Sólo fue capaz de balbucear unas cuantas palabras: «En el metro…». Yo sabía que en Tsukiji se había desmayado mucha gente. En ese instante tuve una iluminación: «No es un desfallecimiento. Es algo más serio». Teníamos que llevarlo rápidamente al hospital. Fui a una cabina de teléfono y marqué el 119, el número de urgencias, pero lo único que me dijeron fue: «Todas las ambulancias están de servicio. No podemos enviarle ninguna. Por favor, quédese donde está y espere». Claro, estaban todas en Tsukiji y en Kasumigaseki.

Me dirigí al puesto de policía situado frente a la estación para pedir ayuda. Aún no sabían nada de lo ocurrido. Le expliqué al oficial al mando que había sucedido algo en el metro. Obviamente, no tenía ni idea de qué le hablaba y, por su actitud, diría que lo único que deseaba era perderme de vista. Me di cuenta de que no iba a conseguir nada. Decidí parar un taxi y llevar yo mismo a mi compañero al hospital. Lo levantamos entre la mujer y yo, lo metimos dentro y le dijimos al taxista que se dirigiera al Hospital de la Cruz Roja de Hiro-o, el más cercano. Tenía muy mal aspecto. No se mantenía en pie, parecía dolorido, era incapaz de pronunciar una sola palabra. No estaba en condiciones de explicar qué le había pasado. Si la casualidad no hubiera cruzado nuestros caminos, dudo mucho que alguien hubiera sabido hacer lo correcto. La gente que esperaba al autobús no tenía ni idea de lo que pasaba en el metro, y a mi compañera le habría resultado imposible arrastrarle ella sola hasta la parada de taxis.

Fuimos los primeros que llevamos a una víctima del gas sarín al Hospital de la Cruz Roja. Se organizó un auténtico revuelo, la gente se puso a gritar: «¡Tenemos al primero!». Hasta ese momento no se me había ocurrido que yo también podía haber resultado afectado. Mi nariz moqueaba, pero lo atribuí a un simple resfriado. No conocía los síntomas. En cuanto los médicos se hicieron cargo de él, llamé a sus padres para explicarles lo sucedido. No resultaba fácil hablar por teléfono y no llegaron hasta las dos. Para entonces, las víctimas del sarín colapsaban los pasillos del hospital. A todos ellos les habían puesto vías intravenosas.

Estuve en el hospital toda la mañana y ya conocía a las enfermeras. Una de ellas me sugirió hacerme las pruebas. «¿Por qué no?», me dije. Llevaba medio día en el hospital y aún no me había hecho una sola prueba… Era evidente que tenía las pupilas contraídas, aunque veía relativamente bien. Me pusieron una vía durante una hora. Sólo por si acaso.

Recuerdo la imagen de un carpintero que se había cortado un dedo. Llegó al hospital completamente empapado en sangre. Nadie pudo hacerse cargo de él, pobre hombre. Era como si le reprocharan que no se diera cuenta de la gravedad de la situación con las víctimas del sarín. No pude evitar sentir lástima por él, pues parecía mucho más grave.

En cuanto me quitaron la vía fui a la oficina. Aún moqueaba, pero eso no me impidió trabajar. Por la tarde regresé a casa como de costumbre.

El vagón en el que me había subido por la mañana quedaba muy lejos de donde habían derramado el sarín y gracias a eso mi caso no fue demasiado grave. Me encontré con mi compañero por pura casualidad y lo llevé al hospital. Como me hicieron las pruebas para saber si estaba afectado, al final mi nombre apareció en los periódicos. Por tanto, no creo que mi experiencia le resulte demasiado útil.

El chico ya no trabaja con nosotros. Dejó la empresa hace un año aunque no alegó ningún motivo relacionado con el atentado. En ese momento ya se encontraba bien. No sé qué ha sido de él.

En cuanto a mí, prácticamente salí ileso. Mis impresiones de lo ocurrido no difieren mucho de las del resto de la gente. (Es obvio que se trata de un hecho imperdonable, pero mi rencor no va mucho más allá…) Después de aquello, la Autoridad del Metro me envió un abono. Supongo que he debido de causarles muchos problemas porque no tenían ninguna necesidad de hacerlo.