«¡Basta ya de noticias que ponen a Aum por las nubes! Es absurdo»

ATSUSHI HIRANAKA (51)

El señor Hiranaka trabaja en una empresa dedicada a la moda en pleno centro de Tokio. Está a cargo de la administración general y la contabilidad. Es un contable con años de experiencia y no tiene relación directa con la producción ni con la venta de ropa. Pero quizá por dedicarse a ese sector viste con pulcritud y sencillez, haciendo gala de buen gusto. Es resuelto al hablar y se expresa con franqueza, lo que me recuerda el carácter de los tokiotas de los barrios populares. En ningún momento aprecié ambigüedad alguna en su conversación. Da la impresión de que por carácter no le gustan las cosas taimadas o retorcidas.

Su familia está compuesta por cinco miembros: su mujer, él y tres hijos. Asegura que, tanto personalmente como desde una perspectiva social, siente una furia sin reservas hacia la secta responsable del crimen del gas sarín. De igual manera, no se olvidó de lanzar mordaces comentarios dirigidos a los medios de comunicación y a la policía. Es posible que pueda dar la impresión de ser un tanto impaciente, pero en ningún momento dejé de pensar que era una persona honrada y franca.

Nos encontramos para realizar la entrevista un sábado por la tarde del mes de febrero en una cafetería de un hotel de Aoyama. Nevaba. Movía la cabeza como si aún estuviera atónito: «Al vivir en Japón, un país tan seguro, nunca pensé que podría ocurrir algo así, y sin embargo sucedió».

El recorrido que tengo que realizar a diario para ir a trabajar empieza en la estación X hasta Kayabacho en la línea Tozai. Allí hago transbordo a la línea Hibiya y continuó hasta la estación Y. Un desplazamiento aproximado de una hora. El tren siempre va atestado. Debería usted hacerlo algún día para probar. La línea Tozai es especialmente horrorosa. Si uno levanta el brazo, ya no lo puede bajar. Es posible que sea la línea más concurrida del metro de Tokio.

En general llego al metro a las 8:15 de la mañana. Sin embargo, los lunes tengo reunión, así que no me queda más remedio que salir antes de lo habitual, más o menos veinte minutos antes. Aquel día llegué a Kayabacho aproximadamente a las 8 y continué con la línea Hibiya en dirección a Naka-meguro sobre las 8:02. La reunión empieza a las 9:15, pero intento llegar a la oficina media hora antes.

La línea Hibiya iba llena, como siempre. No pude sentarme, por supuesto. Oí que habían derramado el sarín en el tercer vagón, pero yo viajaba en el cuarto, al fondo del todo, casi en el quinto de hecho. Leía un libro agarrado con una mano a la correa del pasamanos cerca de la parte trasera. No me acuerdo del título, creo que era una novela histórica. Sí recuerdo que me llegó un olor a disolvente. Estoy seguro de que era eso. Me acuerdo que empecé a notarlo cuando pasamos por Hatchobori.

El olor llegó hasta donde yo estaba, porque muchos pasajeros del tercer vagón empezaron a moverse hacia el cuarto. Al hacerlo abrían la puerta que hay entre los dos vagones y se colaba la corriente de aire. «Huele a algo», pensé. Hay chicas que se pintan las uñas en el tren e imaginé que era eso. Un olor parecido a quitaesmalte o a algún tipo de disolvente, pero no me molestó especialmente.

Cuando el tren entró en la estación de Tsukiji, oí un grito: «¡Socorro!». Era la voz de una mujer que debía de estar muy cerca, cuatro o cinco metros más adelante como mucho. Es decir, en el tercer vagón. Al principio pensé que se trataba de una pelea. «¿Ya desde por la mañana?», me pregunté. En el andén había tanta gente de pie que me impedía ver a la persona que había gritado.

Poco después dieron un aviso por la megafonía del tren: «Una pasajera ha sufrido un ataque repentino. Nos detendremos un momento en la estación». Mientras tanto, fuera del tren el tumulto no dejaba de aumentar. Aproveché para sentarme y continuar con la lectura de mi libro. Se produjo un nuevo aviso: «Ha tenido lugar un accidente. El tren se detiene en esta estación. Por favor, rogamos a todos los pasajeros que bajen del tren». No dieron más explicaciones.

Me apeé. En la parte de delante la gente estaba hacinada. Volví a notar el olor a disolvente. Un nuevo comunicado: «¡Gas tóxico! ¡Evacuen de inmediato el recinto de la estación!».

Como en la parte delantera del andén se había producido una aglomeración, todo el mundo se dirigió hacia los torniquetes situados en la parte posterior, hacia la salida de Kayabacho. Todavía se notaba el olor, pero el olfato humano se acostumbra rápido a todo y se insensibiliza.

Yo también caminé hacia la salida. Cerca de los torniquetes la gente se detenía como si no hubiesen abandonado del todo la esperanza de que pronto llegara otro tren. Por mi parte pensaba: «No sé qué hacer si no hay más trenes». En el área de descanso de los empleados de la estación y cerca de la zona de venta de billetes había tres o cuatro personas que parecían mareadas.

En el momento en que me disponía a pasar el torniquete, un hombre con gafas y aspecto de oficinista se puso a gritar: «Me encuentro fatal. ¡Ayúdenme! ¡Déjenme un sitio para tumbarme!». Pensé: «¡Qué exagerado!». A la mínima siempre hay gente que exagera y aprovecha para quejarse de todo. Pensaba que era uno de esos casos.

Como no tenía claro si el tren iba a funcionar de nuevo o no, me acerqué a ver las pantallas de información. No sabía qué hacer. En una de las pantallas de televisión pasaban imágenes de personas tiradas en el andén. No quedaba claro si se trataba de hombres o mujeres. También se veía a una persona apoyada contra la pared. Sin embargo, no se veía a ningún empleado de la estación por ninguna parte. Estaban solos. Una escena extraña. Sin saber muy bien por qué pensé: «Está pasando algo grave».

Sin embargo, no sentí una tensión especial. Nada de eso. A pesar de que habían anunciado que se trataba de gas tóxico, no llegué a pensar que fuera cuestión de vida o muerte. Me preocupaba cómo llegar a la oficina. Se escucharon sirenas de policía y ambulancias por todas partes.

Llegué a la conclusión de que no me quedaba más remedio que ir hasta Ginza. Decidí caminar en dirección al mercado de pescado y, una vez allí, girar a la derecha para llegar a Kabukicho, pero cuando alcancé la salida de la estación, me sorprendió enormemente ver que justo delante habían extendido una especie de lona azul donde había mucha gente sentada. Había incluso tres o cuatro personas tumbadas. «¡Qué barbaridad! ¿Qué habrá pasado en realidad?» Uno de los empleados de la estación, de unos cuarenta años, tenía tan mal aspecto que daba lástima. Moqueaba mucho por la nariz. Seguramente tenía las membranas mucosas afectadas. Sin embargo, reconozco que lo primero que me vino a la cabeza nada más verlo fue preguntarme cómo era posible que no se sonara.

Al cabo de un rato me ocurrió lo mismo. Después de la reunión fui a almorzar ramen en un restaurante cerca de la empresa. Moqueaba sin parar. Si hace frío y comes ramen es normal, pero aquello era demasiado. No había pañuelo capaz de aplacarlo.

Al pasar frente a la gente tumbada en el suelo fuera de la estación Tsukiji me encontraba bien y lo único que se me ocurrió fue: «Vaya, lo siento. Esta gente ha tenido mala suerte». Me imaginé que el accidente sólo había consistido en un pequeño derrame de algún tipo de producto químico y que sólo había afectado a los que estaban más cerca.

Llegué a la oficina a las 9:15, justo para la reunión. Más tarde me dijeron que hablé extraordinariamente deprisa, sin parar un solo momento. A mí me dio la impresión de que lo hacía como de costumbre. También me dijeron que tenía los ojos muy brillantes. Todos los asistentes se preguntaron: «¿Por qué está tan activo tan temprano por la mañana?». No me comportaba como de costumbre, pero yo no apreciaba ningún síntoma. Sí tenía las pupilas contraídas. Nada más llegar a la oficina, pensé que todo estaba oscuro, aunque no tanto para sentirme incómodo. Apenas tengo necesidad de escribir; la mayor parte de mi trabajo consiste en revisar papeles y estampar el sello en ellos. Tampoco tenía nada pendiente por leer, así que no me molestó.

Uno de mis compañeros me dijo: «Han derramado sarín en el metro. Es un asunto serio. Deberías ir al médico». Fui al hospital X, por si acaso. Seguía sin apreciar ningún síntoma especial. Debían de ser aproximadamente las 15:30 de la tarde. Me examinaron las pupilas: «No es grave. De todos modos, ¿por qué no pasa aquí la noche por si acaso?». También «por si acaso» me pusieron un gota a gota.

Entre las 19 y las 20 no podía levantarme por mucho que lo intentara. Lo conseguía a duras penas a fuerza de agarrarme a algo. Me temblaban las piernas, tenía la impresión de que iba a caerme en cualquier momento… A la mañana siguiente no me encontraba bien. No tenía apetito. Tenía ganas de vomitar. Sólo podía tomar té o líquidos. No fui capaz de desayunar ni de comer. Además, empecé a darme cuenta de que no era capaz de articular bien. Por si no fuera suficiente, mi memoria tampoco funcionaba bien. Deben de ser algunos de los efectos secundarios. Creo recordar que al segundo día de estar ingresado vino mi mujer a visitarme. Mientras hablábamos, agarré mi cartera: «Por cierto, hay algo que quiero darte», le dije, pero mientras abría la cartera, me olvidé por completo de lo que quería darle. Me asusté. Mi mujer también se preocupó mucho.

Cada vez que iba al baño era incapaz de orinar. Normalmente, cuando uno tiene ganas acumuladas, no le cuesta nada, pero yo no conseguía nada por mucho que me esforzara. Fue un verdadero shock: empeoraba al segundo día de estar ingresado. A pesar de que en un principio me había dicho a mí mismo que no era nada grave… Me preocupó extraordinariamente la posibilidad de no recuperarme nunca. Al tercer día, sin embargo, ya estaba mucho mejor.

A raíz del atentado me canso con mucha más facilidad que antes, sin duda. Nunca me dormía en el metro, pero últimamente me pasa a menudo mientras leo. No estoy seguro de que se deba a un efecto del sarín. Hace algunos años me extirparon la vesícula biliar y eso sí que me preocupa, porque, al parecer, el sarín afecta al hígado. En este momento me encuentro bien, pero en el futuro…

La manera de pensar de los adeptos de Aum y del resto de la gente es fundamentalmente distinta. Nosotros estamos convencidos de que cometieron un crimen, pero desde su punto de vista los errados somos nosotros y por eso nos castigan. Si lo llevo al extremo, le diría que nos equivocamos al pensar que son como nosotros. Se han desviado de toda norma. No merecen ningún derecho, pues ellos mismos los rechazan y actúan en consecuencia. No creo que haga falta llevarlos a juicio. No tiene sentido invertir tiempo y dinero en eso.

¿Quiere decir que aunque se alcance cierta justicia no tiene sentido?

Eso es. No tiene sentido. Es innegable que son los autores materiales del crimen. Obviamente, el Estado tiene que juzgarlos, pero debería sacar conclusiones lo antes posible y actuar en consecuencia. En cuanto a ese Asahara, que le derramen sarín a él los familiares de las víctimas. Desde luego, le hablo con las tripas en la mano, pero probablemente merecería la pena hacer algo así. Veo la televisión y me parece imperdonable. ¡Basta ya de noticias que ponen a Aum por las nubes! Es absurdo. Me gustaría que pensaran en serio sobre las víctimas, que les dieran la misma importancia. El segundo día que pasé ingresado en el hospital no sabía qué iba a ser de mí en caso de no recuperar la salud.