KATSUMI NAKASHIMA (48)
La experiencia del señor Nakashima el 20 de marzo de 1995 se asemeja mucho, extrañamente, a la del señor Kozo Ishino. Ambos se vieron envueltos en el atentado en la estación de Kasumigaseki después de hacer un trayecto parecido, y ambos sufrieron, más o menos, las mismas lesiones. Hay cierta diferencia de edad entre ellos, pero los dos son mandos en las Fuerzas Aéreas de Autodefensa. Son miembros de una élite graduada en la Academia de Defensa. Hasta su trayectoria profesional es similar: ninguno de los dos consiguió ser piloto y no les quedó más remedio que desarrollar su carrera en el servicio en tierra. Se conocen, ya que trabajaron juntos en el mismo destino. Sin embargo, debo aclarar que las entrevistas a estas dos personas fueron casuales y nada tiene que ver con el hecho de que se conozcan.
Tienen una forma de hablar elegante, con buenos modales pero decidida. Sus experiencias en el atentado eran muy valiosas, precisamente por el hecho de pertenecer a las Fuerzas de Autodefensa. Quizá no sea la forma más adecuada de expresarlo, pero por su aspecto diría que parecen más «tecnócratas» aficionados al deporte que militares.
Después de realizar estas dos entrevistas me di cuenta de lo difícil que resulta hablar con funcionarios. Son muy discretos y lo más importante para ellos es el anonimato. Al producirse el atentado en la estación de Kasumigaseki debió de haber un considerable número de víctimas entre los funcionarios de las oficinas gubernamentales que abundan en esa zona. Por desgracia, no pude escuchar sus historias. Sin embargo, en el Ministerio de Defensa se mostraron en todo momento muy cooperativos y aceptaron mi petición de entrevista de buena gana. Quisiera aprovechar estas páginas para agradecérselo de nuevo.
Nos reunimos en la amplia y luminosa oficina que el señor Nakashima tiene en la base aérea de Iruma. No aparenta en absoluto sus cuarenta y nueve años. Tiene un físico juvenil, el pelo negro y una postura erguida. Es el jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas de Autodefensa.
El principal motivo por el que ingresé en la Academia de Defensa fue por haber suspendido el examen para entrar en la universidad donde pretendía estudiar. Otro motivo importante es que provengo de una familia de militares. Mi padre y mi abuelo se graduaron en la Academia, así que yo soy la tercera generación. El hermano menor de mi padre, ya jubilado, se graduó también en la Academia y prestó servicio en las Fuerzas Terrestres de Autodefensa durante la posguerra. Él me recomendó entrar en el Ejército.
Desde el primer momento quise ser piloto, pero antes de lograrlo me rechazaron. La formación comienza con un avión de un solo motor de hélice, después se pasa a uno de propulsión, también de un solo motor y, finalmente, a los de combate. En mi caso me declararon no apto durante el periodo de entrenamiento en el monomotor de propulsión. En los ejercicios de vuelo en solitario, de despegue y aterrizaje, lo hice bien, pero en formación me costaba mantener la posición. Me dijeron: «Eres más adecuado para el servicio en tierra». En formación se vuela a una distancia de un metro y es muy difícil mantenerse así.
Me supuso un disgusto tremendo. Estuve a punto de dejarlo, pero no tenía ninguna alternativa de trabajo si lo hacía. Fue en el año 47 de la era Showa (1972).
Mi primer destino en tierra fue en la base de radares de la prefectura de Chiba. Allí estuve destinado durante un año. Aún volaban unos aviones rusos que llamábamos los «Tokio Exprés». Venían por el Pacífico y su objetivo era interceptar las ondas radioeléctricas de Japón. Solían ser bombarderos o aviones de reconocimiento. Teníamos que codificar nuestras señales para que no las interceptasen. Ahora ya no vuelan tanto, pero antes era algo constante.
Después de aquello volví a la Academia de Defensa para formarme en guerra tecnológica. Me especialicé en ingeniería electrónica, concretamente en ondas radioeléctricas. El título era comparable al de un máster en la universidad. Después de eso me destinaron a la base de Iruma. Mi trabajo consistía en evaluar el rendimiento de un radar terrestre cuando se instala.
Todos los que utilizamos en las Fuerzas de Autodefensa de Japón son de fabricación nacional. Principalmente de Mitsubishi y NEC. Nosotros hacemos primero la especificación y ellos lo fabrican en función de eso. Cuando nos lo entregan, confirmamos que cumpla todos los puntos de la especificación. Normalmente no hay necesidad de volver a configurarlos, porque están muy bien hechos. Eso no quiere decir, sin embargo, que no encontremos algún fallo grave muy de vez en cuando, por ejemplo, errores en el software.
He estado destinado en varios lugares. En el Cuartel General del Aire de Fuchu, en Ichigaya… Al final me destinaron al departamento de personal del Cuartel General de Roppongi. Es un trabajo de mucha responsabilidad ya que tenía que decidir sobre traslados y ascensos de otras personas.
En ese mismo destino, trabajé también en la división técnica, en la de defensa y en el Centro de Investigación de Defensa. Me trasladaron dos años a la oficina de enlace provincial de Kochi. Me dedicaba, entre otras cosas, al reclutamiento para las Fuerzas de Autodefensa. ¿El reclutamiento? No era tan difícil. Hay un número asignado que se debe cubrir, pero en ese momento había tantos aspirantes que incluso teníamos que rechazar a muchos de ellos. Fue en la época del estallido de la burbuja. Antes de eso, los recién graduados en la universidad se colocaban sin problemas en las empresas privadas, los negocios marchaban bien, pero cuando la bonanza se acabó, muchos se reorientaron hacia trabajos en la Administración. En Kochi, además, es relativamente fácil convocar a aspirantes, pero, sin duda, donde más hay es en Kyushu. Allí existe una gran tradición militar y la aprecian mucho.
Después regresé a Roppongi y me asignaron al Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas de Autodefensa. Fue mientras trabajaba allí cuando ocurrió lo del sarín.
Me casé con veinticuatro años mientras aún estudiaba para piloto. La Academia de Defensa está en Yokosuka. Mi mujer es de allí. Tenemos dos hijos, una hija de veintitrés años y un hijo de veintiuno. La chica se va a casar el año que viene. Mi hijo aún estudia en la universidad, pero no parece que quiera ingresar en el Ejército.
Vivimos en Higashi-Kurume, en la línea Seibu-Ikebukuro. Compramos nuestra casa justo antes del comienzo de la burbuja, en el año 60 de Showa (1985). En aquel momento aún se podían comprar casas. Trabajo en Iruma o en Tokio indistintamente, por eso me pareció una buena idea comprar algo a mitad de camino. El centro de Tokio era prohibitivo, así que nos decidimos por las afueras. En ese momento era una zona asequible. Un año después de comprarla, la inmobiliaria nos dijo: «Ahora habría que añadir diez millones de yenes a su precio original, ¿por qué no nos la venden?». Podía haberlo hecho, pero si tenía que comprarme otra casa igual de cara, al final resultaba lo mismo. (Risas.)
Según lo que ha contado, prestó usted servicio en varios puestos en un periodo relativamente corto de tiempo. ¿Se puede decir que es parte del proceso de formación?
Sí, supongo que sí. Después de todo, no se puede entrar en el Estado Mayor con tan sólo una formación técnica. No obstante, no se lo puedo asegurar ya que estoy en una posición en la que me cambian de destino al margen de mi voluntad. (Risas.)
El día 20 de marzo del año pasado fui al trabajo desde Higashi-Kurume hasta Roppongi. Era un día como los demás, no había nada extraordinario. Únicamente salí de casa media hora antes de lo normal porque antes de empezar a trabajar debía informar de un asunto a mi superior, el director del departamento técnico. Por eso tenía intención de llegar a Roppongi aproximadamente a las ocho y media de la mañana. En condiciones normales basta con llegar a las nueve y cuarto.
Cuando voy a Tokio, tengo que caminar diez minutos hasta la estación de Kurume, de la línea Seibu. En Ikebukuro cambio a la línea Marunouchi hasta Kasumigaseki y luego vuelvo a hacer transbordo a la línea Hibiya, hasta Roppongi. Tardo aproximadamente dos horas. Es un trayecto agotador, pero es mi rutina y al final uno se acostumbra. Ahora mismo trabajo en Iruma, en dirección contraria, así que hay mucho más sitio en el tren y el desplazamiento es más corto y confortable. No gasto energía yendo en transporte público y la falta de ejercicio físico me preocupa.
Voy en traje al trabajo. Podría ponerme el uniforme, pero nos recomiendan que no lo hagamos en la medida de lo posible si vivimos en la ciudad. Los que viven en provincias sí lo llevan, pero ir así en un tren a rebosar de gente no parece lo más oportuno. No hay una regla escrita que nos diga cómo debemos vestir. Es una elección libre. Hay gente incluso que va sin corbata.
Cuando llegué a la estación de Kasumigaseki, escuché por la megafonía del recinto un anuncio que notificaba un accidente en Kayabacho o en alguna otra estación de la línea Hibiya, que había suspendido el servicio. No dijeron cuándo iba a quedar restablecido. Creo que fue alrededor de las 8:10 de la mañana. Llegué hasta el andén de la línea Hibiya y allí vi bastante gente. Esperaban con la esperanza de que pronto llegase el tren.
Esperé cinco minutos. Estaba al final del andén, en dirección a Nakameguro, como si dijéramos. No había ningún tren en ese momento. Poco después entró uno vacío por la vía de enfrente. Mi destino era Naka-meguro y aquel tren se dirigía a Kita-senju. Paró, abrieron las puertas y anunciaron: «Tren sin servicio. Este tren no presta servicio». A mí no me afectaba, ya que mi destino se hallaba en dirección contraria.
Por mucho que esperamos, el tren para Naka-meguro no llegó. Oí un nuevo anuncio por megafonía: «La línea Chiyoda funciona con normalidad». Pensé en esa alternativa para llegar hasta Nogizaka, ya que no parecía que hubiera otro remedio. Cambié al andén contrario para dirigirme a la salida que llevaba a la línea Chiyoda. Tuve que abrirme paso entre la multitud. Como estaba tan atestado, subí al tren para avanzar más rápidamente. Seguía allí parado con las puertas abiertas. No estuve dentro mucho tiempo, tan sólo unos segundos. Cuando al final llegué a la línea Chiyoda, vino el tren. Subí a toda prisa. En ese mismo momento me dio un extraño ataque de tos. No fue como cuando te hace toser el humo del tabaco, era algo más peculiar.
Supongo que se debió a la corriente de aire provocada por el tren al entrar en la estación. Eso debió de arrastrar el sarín, pero no llego a comprender de dónde vino.
No lo sé, pero puede que lo inhalase mientras esperaba en el andén de la línea Hibiya. Uno de los trenes procedentes de Naka-meguro causó graves daños en Kamiyacho a las 8:13 de la mañana. Fue el mismo que se dirigió después a Kasumigaseki. Si era ése, el suelo del primer vagón debía de estar impregnado de sarín. Llegó a Kasumigaseki con el primer vagón vacío, pero en los demás debía de haber algunos pasajeros.
Creo recordar que llegó sin pasajeros, pero puede que hubiera algunos. Yo esperaba justo aquí, en el andén de la línea Hibiya. (Señala el mapa.) Sí, ése era el primer vagón del tren de Naka-meguro, es decir, el vagón donde derramaron el gas.
Mientras esperaba, el tren entró en dirección contraria. Abrieron las puertas, el sarín salió y usted lo inhaló. En ese momento no percibió nada, pero mientras caminaba empezó a notar los síntomas. ¿Es posible que ocurriera así?
Sí, así sucedió. Fue cuestión de mala suerte esperar justo en aquel lugar, pero lo cierto es que no olía absolutamente a nada.
En la línea Chiyoda no ocurrió nada extraordinario. Sólo recuerdo que en el andén de la estación de Kokkaigijido-mae había dos mujeres sentadas en un banco con la cabeza agachada. Un encargado de la estación cuidaba de ellas. Pensé que sería una lipotimia o algo por el estilo. Las mujeres sufren a menudo cosas así. Lo que me extrañó es que les sucediera a dos al mismo tiempo. Por lo demás, no había nada raro.
Me bajé en la estación de Nogizaka y, nada más salir a la calle, me di cuenta de que estaba oscuro. Pensé que se había nublado. Miré al cielo. Estaba completamente despejado. «¡Qué raro!», pensé. Excepto esa sensación de oscuridad, no tenía ningún otro síntoma. Podía caminar con normalidad, en realidad fue sólo un momento de confusión y no le di mayor importancia.
En la oficina, la televisión estaba encendida. Se veía una gran agitación, ambulancias por todas partes. Me pareció que la sala también estaba en penumbra, pero no lo relacioné en ningún momento con lo que veía en la tele. Mi cuerpo estaba en perfecto estado.
Teníamos programada una reunión informativa a partir de las 9:30 de la mañana. Acudí con mi superior. Antes de que empezara, uno de los directores de departamento que estaba sentado frente a mí comentó: «He visto una de esas bolsas con sarín». Le había afectado a los ojos y lo veía todo oscuro. «Si le digo la verdad, yo también lo veo todo oscuro», dije yo. «Entonces también le ha afectado a usted.» En ese momento no pensamos que se tratase de algo grave. Por supuesto que sabía lo del incidente Matsumoto, pero ¿cómo iba yo a pensar que me vería envuelto en algo parecido?
Después del mediodía ingresé en el Hospital Central de las Fuerzas de Autodefensa de Japón, en Setagaya. Sólo por una noche. Al día siguiente me dieron el alta, pero seguía viendo borroso. La contracción de las pupilas duró un mes. Todo ese tiempo llevé gafas de sol. No sé si fue por el atentado, pero desde entonces llevo gafas graduadas.
A propósito, recuerdo que una semana antes del suceso vi un bolso sospechoso en la entrada de la estación de Sakuradamon, el pasillo que conecta la línea Marunouchi y la Hibiya. Presencié cómo prohibieron el paso por el pasillo. Acudieron los bomberos y la policía y los empleados de la estación acordonaron la zona. Ocurrió más o menos a las 8:30 de la mañana.
Tampoco me preocupé especialmente entonces, pero ahora me doy cuenta de que si hubiera sido una bomba y hubiera llegado a explotar, habría muerto mucha gente. No se puede impedir una explosión simplemente echando agua con la manguera de los bomberos. Aunque nos habían dicho que evacuáramos, nadie hizo mucho caso de la advertencia. Si no existe un peligro inminente, muchas amenazas nos pasan inadvertidas.