MICHAEL KENNEDY (63)
Michael Kennedy es un jinete irlandés ya retirado, ganador de innumerables carreras. Vino al país invitado por la Asociación Ecuestre Japonesa para entrenar a jóvenes jinetes en la escuela de Chiba, al este de Tokio.
Nacido en Irlanda, aún mantiene la casa familiar en los alrededores de Dublín. Tiene tres hijos y dos hijas, todos casados. Viven en un radio de quince kilómetros alrededor. Una gran familia con una excelente relación cuyo centro de reunión sigue siendo la casa de los padres. Ya tiene dos nietos. Es un hombre activo, se le ve en forma, extrovertido por naturaleza. Asegura que le encanta conocer gente nueva. Confiesa que, después de los cuatro años que ha vivido aquí, le gusta mucho Japón y que no tiene ninguna queja. Lo único que echa de menos de su país natal es la «conversación». Lejos de la gran ciudad, hay poca gente que hable inglés, viven distantes los unos de los otros y eso le provoca cierta sensación de soledad.
A pesar de todo, disfruta mucho de su experiencia como maestro de jóvenes promesas en la escuela de equitación. Siempre que sale el tema de sus alumnos, una sonrisa le ilumina la cara.
Realizamos la entrevista en inglés. Al escuchar más tarde la cinta, encontré una parte que no entendía bien. En ella, Michael hablaba sobre sus circunstancias concretas en el momento en el que estaba dentro del vagón. Al margen de ese pasaje, su inglés es claro y conciso, pero justo ahí se aceleraba y lucía un fuerte acento irlandés. Por si fuera poco, de vez en cuando dejaba frases a medias, sin concluir lo que decía. Escuché la grabación en varias ocasiones sin llegar a entenderlo del todo. No me quedó más remedio que recurrir a un conocido inglés que se crió en Irlanda.
Gracias a nuestra charla, descubrí que en Japón existen escuelas de jockeys. Me sorprendió enterarme de las instalaciones de las que disponen, especialmente la pista de entrenamiento.
Sin duda, el atentado supuso para el señor Kennedy un gran trauma del que no estoy seguro que haya logrado recuperarse del todo. Una tragedia de esa magnitud no distingue nacionalidades. Comprendo cómo debió de sentirse, atrapado por algo ajeno a él por completo, en un país que no es el suyo y donde ni siquiera se habla su misma lengua.
Unas semanas después de realizar esta entrevista, finalizó su contrato con la escuela de equitación y regresó a su Irlanda natal.
Ya llevo cuatro años en Japón. Es mucho tiempo y echo de menos a mi familia, pero como mínimo tengo la oportunidad de volver a Dublín dos veces al año. Mi mujer viene una, lo que da como resultado tres lunas de miel en un año. (Risas.) No está mal.
He sido jinete durante treinta años. Empecé como aprendiz a los catorce y me hice profesional a los veinte. Estuve seis años y medio de aprendiz. En condiciones normales, uno deja de serlo en cinco años, pero como mi calificación era buena, mi tutor me recomendó: «Aún eres joven y tienes buenas expectativas. Quédate un poco más y aprende bien». Fue una buena decisión a pesar de que estuve más tiempo que los demás. Cuando llegué a profesional, era más maduro que mis compañeros.
En aquella época no había escuelas de jinetes en ninguna parte. Entrenábamos en las mismas cuadras donde vivíamos. Al principio, me encargaba de los trabajos más sucios y duros: limpiar los excrementos de los caballos, los boxes, cosas así… Nos mandaban de aquí para allá hasta acabar exhaustos. Poco a poco, sin embargo, me dejaron montar cada vez más tiempo. En mi cuadra había un buen plantel de excelentes jinetes. Allí aprendí muchas cosas valiosas para la monta.
Como aprendiz no tenía derecho a sueldo, sólo a comida. Una vida dura y sin dinero. Las cosas más imprescindibles eran de segunda mano. Por ejemplo, nunca tuve más de dos camisas, aunque le hablo del pasado. Ya no ocurre eso. Antes, si querías ser jinete, tenías que empezar por lo más bajo, por lo peor de lo peor.
¿Por qué quise ser jockey? Porque cerca de mi casa se celebraban carreras de caballos y yo quería ser como los chicos que montaban. En Irlanda, las carreras son un buen negocio. En relación con la población, seguramente es el país del mundo donde más se celebran. Tenga en cuenta que no somos más que una pequeña isla. De aprendiz gané varias carreras importantes. Aún recuerdo claramente la primera. Fue en 1949. Yo tenía diecisiete años. Fue un miércoles, con potros de tres años. Una historia divertida. En mi cuadra éramos cuatro aprendices, yo el menor, así que me menospreciaban, me trataban como al chico de los recados. En ningún momento pensé que iban a dejar que participase en aquella carrera en concreto porque era bastante importante. Aquel día temprano por la mañana, estaba limpiando las cuadras como de costumbre. El entrenador se acercó a mí y me dijo: «Oye tú, vas a correr en la carrera de hoy. Date prisa y prepárate». Me sorprendió tanto que me quedé boquiabierto. No fui capaz de contestar. A duras penas alcancé a preguntar: «¿Por qué?». Él gritó: «Da igual la razón. Haz lo que te mando». Los entrenadores no explicaban nada. Sólo daban órdenes. Me temblaron las rodillas. Mis compañeros se quedaron atónitos. Se juntaron en una esquina para conspirar: «¿Cómo ha podido elegir a semejante mocoso…?».
Gané la carrera. El mocoso ganó, como en un cuento de hadas. Es algo que nunca olvidaré. Ocurrió hace mucho tiempo, pero es como si hubiera sido ayer.
Tenía usted talento de jockey. ¿Qué es lo más importante para ser un buen jinete?
Tener la capacidad de comunicarte con el caballo. Eso es lo más importante. Es un don. Es muy difícil de transmitir con palabras.
A mis alumnos japoneses les repito hasta el aburrimiento que hablen con los caballos, pero hay pocos que lo hagan de verdad. Los jinetes japoneses tienen tendencia a comportarse como «machos». Intentan dominar al caballo por la fuerza. Me gustan mis estudiantes y en general creo que son excelentes, pero debo admitir que ésa es la tendencia mayoritaria.
Es obvio que a un caballo se lo puede controlar por la fuerza. Es un animal que lo da todo y responde para no pasarlo mal, para huir de un fuego, por ejemplo, de algo que le asusta. Yo creo, sin embargo, que da buen resultado convencerles, explicarles las razones. Ser su compañero y su amigo para lograr juntos un objetivo común. Eso permite sumar fuerzas. Es lo mejor que puede pasar.
Claro que hay caballos tercos como mulas, con un carácter espantoso. Pero muchas veces es porque lo han pasado mal, es una reacción lógica. No hay muchos que por naturaleza tengan mal carácter. Con tiempo y paciencia se los puede convertir en buenos amigos.
En las carreras, todos los caballos alcanzan un punto de inflexión, es decir, un instante en el que sienten que ya no pueden más. Es un momento de crisis mental para ellos y así se lo transmiten al jockey. Es como si le gritaran. A pesar de todo, de la propia carrera, del ruido de la gente, del estrés del animal, el jinete tiene que comprender lo que pasa y animarlo. Yo al menos lo hacía. En ese momento de crisis, cuando tenía que hacer un último esfuerzo, le hablaba de corazón y mi voz le llegaba. Estoy convencido de ello. Era mucho más eficaz que la fusta. Si golpeas a tu montura, obviamente corre hasta la meta, pero yo prefiero que se les hable: «¡Vamos! Lo estás haciendo muy bien. Estamos juntos en esto». Siempre llega el momento en el que el caballo necesita palabras de ánimo. Yo sé dónde está ese punto, sé cómo transmitirle fuerza.
Desde joven tuve esa capacidad. Lo hacía de manera inconsciente. Es uno de esos dones naturales de la gente joven. Si le dices algo al caballo, te contesta. Yo siempre he sentido esa fuerza. Es un poder arrollador.
El caso es que me convertí en jockey profesional y, a partir de ese momento, mi vida consistió en viajar. Siempre estaba viajando. Era mi estilo de vida. En mi mejor época corría doscientas cincuenta carreras al año. No tenía mucho tiempo para mí, lo cual llegó a afectarme y me provocó un considerable estrés. Todos tenemos rachas buenas y malas, podemos ganar o perder. Yo siempre rondaba el peligro.
Nunca he tenido lesiones de gravedad, ha sido una suerte. Eso no quiere decir que mi cuerpo no esté roto por todas partes, los hombros, la cadera, las costillas… Por suerte, nada grave.
La carrera que más recuerdo es el Big Race de Washington. Montaba un caballo muy rápido y potente. Era la primera vez que había un presidente de origen irlandés en Estados Unidos, que, además, se apellidaba como yo. Tuve ocasión de conocerlo, pero me venció la timidez y al final no acudí a la recepción. Habían invitado casi a doscientos jockeys a la Casa Blanca. Yo me quedé encerrado en el hotel. En otoño de aquel mismo año lo asesinaron. Una desgracia.
Me retiré en 1979, con cuarenta y siete años. A partir de ese momento me convertí en gerente de un centro de entrenamiento en el condado de Kildare. Teníamos que entrenar mil quinientos caballos. Yo era responsable de las instalaciones, de los terrenos, de las pistas y las monturas. En mi tiempo libre me dedicaba a dar clase en una escuela de entrenamiento para aprendices, el Centro de Educación para Jinetes de Carreras, el RAC según sus siglas en inglés. Iba dos tardes por semana. Veía vídeos de carreras con los chicos. Los observaba cuando montaban para corregir defectos, les hablaba sobre distintos estilos y técnicas.
Actualmente la JRA, la Asociación Japonesa de Carreras, está asociada con el RAC. Gracias a eso conocí a muchos japoneses y les impartí algunas lecciones. No sabía nada sobre las carreras en Japón, pero en la JRA estaban ansiosos por contratar a un profesor. Por eso vine en marzo de 1992, para conocer la escuela. De paso aproveché para ver algunas carreras en Miho y Mito. También fui a Utsunomiya y a Tokio. Me quedé impresionado con las instalaciones, con la belleza de los lugares. La gente fue muy amable conmigo. Regresé a Irlanda y les dije a todos que me marchaba: había decidido aceptar el trabajo. ¡Vaya cara que se les quedó! (Risas.)
Vivo en una residencia para los entrenadores, un lugar estupendo. Ya me he acostumbrado a vivir por mi cuenta y me he convertido en un auténtico soltero. En los cuatro años que llevo en Japón he visto muchos cambios. El nivel de los jinetes ha mejorado mucho con relación a su estilo, que era un tanto anticuado cuando llegué. Los jinetes jóvenes tienen más imaginación, más ganas, pero creo que aún podrían mejorar si se comunicasen más con los caballos. ¿Es algo cultural considerar a los caballos algo inferior? Hay que entenderse con el caballo, no se trata sólo de técnica. Eso, precisamente, es lo más bonito que puede suceder entre el hombre y el animal.
El 20 de marzo estaba en Tokio. Había ido a celebrar el día de San Patricio. El baile esmeralda fue el viernes 17 y aproveché para quedarme con unos amigos en Omote-sando. Es mi pequeño ritual de todos los años. Le sorprendería saber la cantidad de irlandeses que hay en Tokio. El sábado me quedé en casa de un amigo en Setagaya. El domingo por la mañana fui a una pequeña iglesia franciscana y luego al desfile. Me encontré con el embajador irlandés, James Sharkey, que me invitó a cenar cerca de su casa en Roppongi. Estaba encantado. Cenamos en el Hard Rock Cafe, algo informal. Bebimos lo justo. Un par de copas es mi límite. El embajador me dijo: «No tienes necesidad de volver a la escuela. ¿Por qué no te quedas a dormir en casa?». Pasé la noche en Roppongi.
El lunes por la mañana me levanté a las 6:30. Le di las gracias al embajador y me preparé para marcharme, pero él insistió en que me quedara a desayunar. Me tomé mi tiempo y después decidí caminar hasta la estación de metro. Iba a tomar la línea Hibiya hasta Kayabacho. Allí haría el transbordo a la línea Tozai hasta Nishi-funabashi.
Nada más bajar las escaleras de la estación, vi un tren que se marchaba. Fue alrededor de las 7:30. Llegó el siguiente. El vagón delantero iba prácticamente vacío. No me lo podía creer. «¡Estupendo!», pensé. Entré por la puerta de atrás y vi una gran mancha en el suelo de algo parecido a una sustancia aceitosa cubierta por un montón de papeles de periódico.
«¿Qué demonios será eso?», pensé. Todo el mundo evitaba la mancha. Me extrañó, pero como no sabía lo que pasaba, yo también procuré pasar lo más lejos posible y ocupé uno de los asientos libres. Alguien abrió la ventana. Noté un olor no demasiado fuerte. Tengo buen olfato. No era un olor agradable. De pronto, los ojos me dolieron. Ya habían cerrado las puertas y el tren se movía. Poco después, una chica joven que estaba sentada a mi lado se desplomó. Tendría alrededor de veinte años. No sé si sobrevivió.
Cuando el tren llegó a Kamiyacho, salimos en tropel, nos precipitamos hacia el andén, como si estuviéramos a punto de desfallecer. Había mucha gente. Fue una auténtica estampida, un ataque de pánico colectivo, aunque debo aclarar que no por ello la gente dejó de ayudarse. Nos sentamos en el suelo. No sé por qué, pero pensé que me salvaría si me agachaba. Un sinsentido, obviamente, porque la estación también estaba contaminada.
Alguien habló con el conductor, que se acercó a echar un vistazo. Regresó a su puesto para llamar por radio. La estación se inundaba con los efluvios del gas, pero nadie se movía de allí. Los ojos empezaron a llorarme. No sabía qué pasaba. Había gente tendida en el suelo del andén. Yo permanecí sentado. Las lágrimas me salían a borbotones. Con una mano traté de sujetar la cartera que llevaba colgada al hombro y, con la otra, a la chica que estaba inconsciente. Teníamos que salir de allí como fuera. Lo veía todo oscuro, me daba la impresión de que había agujeros por todas partes. Fuimos en una dirección, luego en dirección contraria, así hasta que al final dimos con las escaleras. Llegamos al torniquete de salida, pero nos decían que esperásemos. Yo no dejaba de gritar en japonés: «¡Ayuda, ayuda, ayuda!». La chica estaba apoyada contra mí y la gente no hacía más que empujarme.
Nos quedamos apiñados en lo alto de las escaleras. De pronto, bajó un hombre con un maletín, pasó bajo la barrera, me arrancó a la chica de los brazos y la sacó a la calle. Alguien me ayudó a mí también. Una vez fuera nos dijeron que nos quedásemos sentados en el bordillo de la acera. Pensé: «¡Por fin, aire fresco! Ahora todo irá bien». Sin embargo, justo en ese instante empecé a sentirme muy mal. Si no hacía algo por remediarlo, iba a vomitarme encima. Me incliné hacia la izquierda y lo arrojé en plena calle. Me vacié por completo. Debía de tener muy mal aspecto porque se me acercaba mucha gente. Nadie sabía qué pasaba. Grité: «¡Socorro! ¡Llamen a una ambulancia, por favor!». Estaba al borde del pánico, no dejaba de preguntarme por qué diablos no venía nadie a ayudarnos. Llegaron seis o siete ambulancias diez minutos más tarde. A mi alrededor habría entre treinta y cuarenta personas. Me subieron a una camilla. Fui uno de los primeros en ingresar en el hospital.
Sabía que era gas porque me afectó mucho, me puse muy enfermo. Debía de ser algo muy serio porque cada vez me ponía peor. La gente que estaba sentada en la calle se tapaba la boca con pañuelos.
Todos los pasajeros que viajaban en el mismo vagón que yo se bajaron en Kamiyacho. El tren continuó. No creo que nadie se diera cuenta del verdadero alcance de lo que pasaba. Mi primer pensamiento fue sentarme y esperar al siguiente tren. Creía que estaba bien, pero no, en el fondo ya me había afectado el veneno. Es probable que al tren no le quedara más remedio que continuar su recorrido, pero aquella cosa seguía dentro.
A menudo me pregunto qué sucedió con la chica inconsciente a la que intenté ayudar. Parecía la más grave de todos. Era muy joven. Sólo Dios sabe cuánto tiempo había pasado allí dentro. Más tarde oí que había fallecido una chica de veintiún años. No dejo de preguntarme si era ella. Tenía aspecto de trabajar en una oficina, parecía simpática, una chica decente. También había otro extranjero. Un hombre grande y alto. Me pregunto qué sería de él.
Yo fui uno de los primeros a los que se llevaron en ambulancia. No recuerdo el nombre del hospital donde me ingresaron, pero no quedaba lejos de Kamiyacho. Me pusieron oxígeno, suero, un gotero intravenoso. Tenía un montón de agujas en el cuerpo. Estuve cuatro días en el hospital. La gente de la JRA me acompañó todo el tiempo, no me dejó solo en ningún momento, porque Kamiyacho está al lado de su oficina central. En cuanto pasé las primeras horas en el hospital, supe que me pondría bien. Enfermar de repente cuando se supone que estás bien es tremendo. Fue aterrador. La sensación de protección y seguridad del hospital me ayudó a mejorar rápidamente. Pronto supe que estaba fuera de peligro. Los ojos aún me picaban y me dolía mucho la cabeza. En realidad estaba bastante mal, pero se me pasó poco a poco. El problema vino después con mis riñones. Tuvieron que limpiármelos para sacar todos los agentes químicos que se habían infiltrado hasta allí.
Nada más darme el alta, volví a casa del embajador. Me quedé allí dos o tres días. Durante tres semanas apenas dormí. Me aterraba quedarme dormido porque, al hacerlo, imaginaba que alguien me golpeaba con un mazo. Siempre se repetía el mismo sueño. Con el paso del tiempo los golpes se redujeron hasta desaparecer. El gas sarín tiene ese efecto: te quedas dormido y te despiertas de repente. Me daba miedo la oscuridad. Dejaba la luz encendida y había noches enteras que no pegaba ojo.
A partir de entonces viví en una especie de trance. Continué con mi trabajo, traté de volver a la normalidad; iba a la oficina como si nada, pero en realidad nada era muy normal. Me llevó tiempo recuperarme, aunque al final lo logré. Los ojos me seguían picando y no me quedaba más remedio que usar gotas todo el tiempo. Fui dos veces al hospital para un chequeo. Me dijeron que me había recuperado del todo.
Cuando estuve ingresado, me derrumbé. Me preocupaba que mi mujer me hubiera visto en la tele, por eso llamé a casa a Irlanda. «Todo va bien», le dije. Mi hija estaba con ella. «Era tu padre. Ha tenido un accidente en el metro», le dijo mi mujer. Ella bajó corriendo para encender la televisión y me vio. ¡Menos mal que había llamado antes!
La gente se portó muy bien conmigo. Recibí cartas de apoyo de personas que apenas sabían escribir una frase en inglés. A pesar de todo, entendía lo que me decían. Fue un gesto muy hermoso.
Tokio tiene fama de ser una de las ciudades más seguras del mundo. Tuvo muy mala suerte de verse envuelto en el atentado.
En efecto. Mi opinión no ha cambiado. Tokio es una ciudad segura y Japón un país maravilloso donde se puede caminar por la calle sin ninguna sensación de amenaza. He vuelto a subir al metro en varias ocasiones. No tengo miedo.
No soy una persona que se asuste con facilidad. No hay muchas cosas que me den miedo, la verdad. A pesar de envejecer, los hombres como yo nunca sentimos el miedo, lo cual puede llegar a ser un problema. (Risas.) Piensas que aún puedes hacer las cosas como cuando eras joven. Sin embargo, todo aquello fue una experiencia aterradora.
¿Algo cambiaría en su vida después de aquella experiencia?
Le diré lo que ha cambiado en mi vida: me vi a mí mismo postrado en cama cuan largo soy. Me pregunté: «Michael, ¿de qué te preo cupas tanto?». Todos nos preocupamos por las cosas pequeñas de la vida y, de repente, sucede algo así…
No suelo pensar en la muerte. He montado a caballo toda mi vida. He estado siempre flirteando con ella. Mi vida son los caballos. He participado en muchas carreras y he ganado en numerosas ocasiones. Ahora me dedico a enseñar y eso me hace feliz. Creo que he tenido una vida maravillosa.