KOZO ISHINO (39)
El señor Ishino se licenció en las Fuerzas de Autodefensa de Japón para entrar más tarde en las Fuerzas Aéreas. Su actual graduación es la de comandante de segunda clase, lo que equivaldría a teniente según el antiguo sistema de graduación.
Nunca sintió verdadera vocación por el Ejército. No fue un joven comprometido, siempre se sintió al margen de cualquier movimiento político o estudiantil. Podría haber estudiado en una buena universidad y encontrar después un buen empleo, por muy mediocre que fuera. Cuando su hermano mayor entró en la academia de las Fuerzas de Autodefensa, asistió a la ceremonia de admisión y el lugar no le pareció «nada mal». Sin embargo, no se le ocurrió en ningún momento que también él fuera a ingresar allí. Cuando se sentó para realizar los exámenes de acceso, se lo planteó como «una especie de ejercicio».
A partir de cierto momento pensó que no estaría mal hacer algo distinto con su vida al margen del típico trabajo de oficinista. Por eso decidió alistarse a pesar de que no le movía un especial espíritu patriótico. Con la boca pequeña asegura que: «Actualmente no hay tanta gente en el Ejército que tenga ese espíritu».
Es una persona tan apacible que uno nunca diría de él que es militar. Viste traje en el trabajo, tiene facilidad de palabra y se expresa de un modo afable: la auténtica imagen del tecnócrata joven y competente. Es sincero y franco en lo que se refiere a su visión del mundo y a sus valores. No hay rastro de afectación en todo su ser. Estoy seguro de que si una persona como él tuviera problemas, todos los demás también los tendríamos.
Le agradezco sinceramente que me concediera esta entrevista en mitad de una vorágine de trabajo y falta de sueño crónica.
Siempre me han gustado los aviones, aunque nunca he coleccionado modelos a escala ni cosas de esas. El ser humano me parece tan pequeño, que yo al menos quería ver cosas más grandes. Por eso, si aprobaba el acceso a las Fuerzas de Autodefensa, quería ser piloto. Mi hermano mayor también pertenece al Ejército del Aire; es pura casualidad. Venimos de una familia que no ha tenido relación con el Ejército hasta ahora.
Desgraciadamente no pude convertirme en piloto. No es posible si uno tiene una vista inferior al 20/20. Son las reglas. Por alguna razón, durante los años que estuve en la academia, mi vista no hizo más que empeorar. Quise disimular y continuar, pero las cosas no salieron como quería. (Risas.) No me esforcé mucho en los estudios… Creo que perdí el tiempo, pero en fin, me suspendieron en los exámenes de vuelo. Me tuve que quedar en tierra en contra de mi voluntad.
A partir de ese momento, me destinaron a la Comandancia de Interceptación de Ataques. Existen veintiocho emplazamientos de radar en el territorio nacional que vigilan el espacio aéreo. En caso de detectar algo desconocido, ordenamos el despegue inmediato de nuestros cazas y los guiamos hasta el objetivo. Miramos el radar y enviamos a nuestros pilotos, ése es nuestro trabajo.
Se lo digo honestamente, cuando supe que no podría ser piloto, fue un golpe muy duro, pero después de reflexionar un poco me di cuenta de que todavía había un camino para mí. Mi primer destino fue un radar situado en Wajima, en la península de Noto, en la prefectura de Ishikawa. Es un destino al que envían a los novatos. Me gradué como subteniente. Allí pasé seis años.
En aquella época estábamos en plena guerra fría. Al encontrarnos frente al mar de Japón, todos los días se acercaban al espacio aéreo japonés aviones de procedencia desconocida. Ordenábamos la salida inmediata de patrullas para repeler la incursión. Empecé a trabajar en el 55 de Showa (1980), así que sería poco después de la invasión rusa de Afganistán. La situación era muy tensa.
Nada más empezar a trabajar, los rusos invadieron el espacio aéreo japonés en el mar de Japón. Cuando lo detecté en la pantalla del radar, sentí por primera vez la dura realidad de la situación internacional. Les avisamos de que cambiasen de rumbo para no sobrevolar el territorio de las islas. No sé si no lo oyeron, pero no hicieron caso. Se acercaron y, de hecho, lo sobrevolaron. Me sentí impotente.
Wajima es un lugar perdido. Cuando llegan los turistas, y las chicas, en verano está animado, pero en invierno no hay absolutamente nada que hacer. No hay más que niños y gente mayor. Es muy triste. Aunque pudiese disfrutar de un permiso, la ciudad no ofrecía ninguna diversión. Estaba solo, soltero. Mi nivel de estrés aumentaba día a día. Al principio, adaptarme a aquel entorno fue una auténtica lucha, pero Wajima es un lugar hermoso. Ahora lo siento como mi segunda casa.
Después de seis años de servicio en aquel destino me enviaron de un día para otro a Tokio. ¡Vaya cambio! (Risas.) ¿No cree? Desde entonces estoy en el departamento de reclutamiento del cuartel general del Ejército del Aire en Roppongi.
Entré en la escuela de formación continua del Ejército en Ichiya. Después de eso me destinaron al Ministerio de Asuntos Exteriores. Luego regresé a Roppongi y de nuevo otro destino, en este caso en Francia, para estudiar en el Centro de Defensa Nacional.
Entonces, ¿pertenece usted a lo que llamamos la «superélite»?
No. Sólo fue una casualidad. Las clases se impartían en francés y lo pasé mal con el idioma. En las conversaciones normales no tenía muchos problemas, pero debería estudiar economía europea, asuntos financieros, además de escribir mi tesis final.
Me casé hace diez años, poco después de que me destinasen a Tokio. Nos presentó el amigo de un amigo. Tenemos dos niños, un chico de ocho años y una niña de cinco. Hace seis años compramos una casa en Saitama, justo en el momento álgido de la burbuja…
Para ir al trabajo tomo la línea Yurakucho desde la estación de X. Si no llueve, me bajo en Sakuradamon y camino hasta Kasumigaseki. Después, tomo la línea Hibiya hasta Roppongi. En total, el trayecto me lleva una hora y quince minutos.
Nuestro trabajo en las Fuerzas de Autodefensa no tiene un horario tan estricto como el de las oficinas. Cada unidad tiene turnos de veinticuatro horas. Los turnos de noche están diseñados para hacer frente a cualquier imprevisto que pueda surgir. Trabajamos en dos turnos, que empiezan a las 8 y a las 9:15 de la mañana. Las primeras reuniones empiezan alrededor de las 9.
Vuelvo a casa tarde, generalmente alrededor de la medianoche. Los niños ya están dormidos, por supuesto, pero tenemos muchas cosas que hacer en el trabajo: mejorar nuestras capacidades defensivas, profundizar en la cooperación entre Japón y Estados Unidos, colaborar con las misiones de paz de Naciones Unidas, tanto en las más modestas como en los grandes despliegues. Nos hacemos cargo de todo. Nuestra responsabilidad va desde cosas pequeñas, como por ejemplo la adquisición de una fotocopiadora nueva, hasta la elección de un avión de combate. Todo ello pertenece al estado japonés. Tenemos adjudicado un presupuesto a costa del erario público y hemos de ajustarnos a él.
El 20 de marzo cae a finales del año fiscal, por eso hay menos carga de trabajo de lo normal. Muchos hombres de mi unidad se tomaron libre el puente. Yo también quería aprovechar un fin de semana largo y descansar, pero no nos podemos ir todos en el mismo momento, así que acudí a trabajar.
El tren iba más vacío de lo normal. Encontré un asiento libre e hice todo el trayecto sentado hasta Sakuradamon. Como aquel día no había ninguna reunión programada, me tomé mi tiempo. Llegué a Sakuradamon a eso de las 8:20. Caminé hasta Kasumigaseki y bajé de nuevo a la estación del metro.
Al acercarme a la entrada, vi un cartel luminoso que anunciaba la cancelación del servicio a causa de una bomba. Bajé de todos modos. Había mucha gente esperando en el andén. «Si toda esta gente espera», pensé, «seguro que viene un tren.» Me puse en la cola. No había señales de ningún tren. Renuncié y me dirigí al andén de la línea Chiyoda. Podía caminar desde la estación de Nogizaka. Pero cuando llegué al andén, estaba tan atestado que resultaba imposible moverse. El tren que había en la vía de enfrente estaba detenido. Esperaba con las puertas abiertas a que le dieran orden de continuar. Decidí subirme. Era un tren de la línea Hibiya procedente de Naka-meguro con destino a Kitasenju. Recorrí al menos cuatro o cinco vagones. No había un alma. Otros pasajeros hicieron lo mismo que yo. No sentí nada extraño al caminar solo por los vagones. Tampoco había nada sospechoso en el andén. Tan sólo parecía un tren corriente que se había detenido por algún fallo de suministro eléctrico.[10]
La línea Chiyoda aún funcionaba. Sufría algunos retrasos, pero esperé un rato y finalmente subí a uno de los trenes. Justo antes de llegar a la estación de Nogizaka empecé a sentirme apático, como aletargado. Cuando me bajé del tren tenía palpitaciones. Me costó un triunfo subir las escaleras, pero como mi trabajo es tan exigente, sufro falta de sueño crónica y a menudo descuido mi salud. Lo atribuí a que estaba fatigado por dormir poco, pero de pronto todo se oscureció. Pensé que quizás estaban probando las luces de la estación. Hasta que entré en el cuartel no pensé: «Aquí hay algo que no marcha bien».
Poco tiempo después vi, en la tele que había en la sala, las noticias sobre la enorme confusión que reinaba en Kasumigaseki. Se habían cancelado todos los trenes, todo estaba sumido en un enorme caos. Mi superior me dijo: «Debería llamar a casa para decirle a su mujer que se encuentra usted bien». Obedecí. Aún no se sabía nada en ese momento del sarín. Imaginé que sólo se trataba de un accidente. Me senté a la mesa y me puse a trabajar. Sin embargo, algo tan sencillo como escribir en el ordenador me resultó muy difícil. La pantalla estaba oscura. Poco después dijeron que se trataba de sarín. Inmediatamente pensé: «¿Sarín? Debo de haberlo inhalado».
No hace falta decir que no todos los oficiales de las Fuerzas de Autodefensa están instruidos sobre el sarín, pero cuando me destinaron al Ministerio de Asuntos Exteriores, estuvimos un tiempo con las negociaciones para la prohibición de armas químicas, por eso sabía algo al respecto. Y, por supuesto, había oído lo del incidente de Matsumoto, aunque no estaba demasiado interesado en ello. Si le soy sincero, no llegué a creerme del todo que fuera gas sarín. Pensé que quizá se trataba de otro tipo de gas tóxico. No creía que en Japón nadie estuviera capacitado para fabricar armas químicas. Por una sencilla razón, no son fáciles de conseguir.
Recordaba que el sarín provoca la contracción de las pupilas. Fui al baño a lavarme los ojos, me miré en el espejo y lo único que vi fue precisamente eso, mis pupilas, tan pequeñas como dos minúsculos puntos. Decidí ir al médico. En la consulta había otros compañeros que también habían resultado afectados por el gas. Sólo en el cuartel éramos muchos, de hecho, es posible que más que en otros lugares. Empezamos a trabajar temprano y muchos tomamos a diario la línea Hibiya o la Chiyoda. Por lo que yo sé, sin embargo, nadie sufrió heridas de consideración.[11]
Los atentados terroristas son más frecuentes en Europa, por mucho que no sean algo habitual. Hasta aquel día, en Japón nunca había sucedido nada parecido. Yo estudié en el extranjero durante un tiempo, en Francia, y recuerdo que allí me sentía afortunado de vivir en un país tan seguro como Japón. Todo el mundo me envidiaba y, después de regresar, sucedió eso. No sólo era un ataque aleatorio, indiscriminado, sino que se había perpetrado con un arma química como el gas sarín. Un doble golpe.
¿Por qué? No podía dejar de preguntarme la causa. Incluso en el caso del IRA, era capaz de ver las cosas desde su punto de vista, podía llegar a entender lo que pretendían conseguir, pero el atentado del metro estaba más allá de mi comprensión. Soy afortunado por haber sufrido sólo heridas leves, por no padecer efectos secundarios, aunque eso no me sirve de consuelo si pienso en la gente que murió o en los que aún sufren por aquello. Los muertos, muertos están, obviamente, pero tiene que haber formas de morir con más sentido.
Espero que se analice el atentado desde todos los ángulos posibles. De acuerdo, mi opinión personal es que la gente que lo hizo no tiene perdón. Japón, sin embargo, es un estado de derecho. Creo que deberíamos acometer un profundo debate que nos implicara y sirviera a todos, hacerlo para demostrar dónde está la responsabilidad de cada uno en casos así. Deberíamos pensar seriamente cómo extraer una lección positiva de semejante acto criminal, decidir qué pena se aplica a los responsables. Es evidente que se trata de un caso poco frecuente, pues incluye elementos sin precedentes, como el proceso de lavado de cerebro de los miembros de la secta, pero, a pesar de todo, tenemos que tratar de establecer unas normas generales para casos así. Con el fin de prevenir que algo tan terrible vuelva a repetirse, necesitaríamos un debate público para aclarar cómo debe enfrentarse una nación como la nuestra a este tipo de crisis.
Después de esa experiencia, debemos hacer un esfuerzo para asegurarnos de que nuestro próspero y pacífico país, construido con el esfuerzo de las generaciones precedentes, se preserve como tal y así poder entregárselo a las venideras. Lo más importante para Japón en este momento es buscar una nueva espiritualidad. No veo ningún futuro para el país si seguimos cegados por la consecución de objetivos puramente materiales.
¿Es usted pesimista u optimista respecto al futuro de Japón?
Diría que más bien pesimista. He cumplido los cuarenta y hasta ahora he vivido despreocupadamente. Después del atentado me he dado cuenta de que ha llegado el momento de tomar el control de mí mismo, de darle profundidad a mi vida. A pesar de tener un trabajo en el que debemos hacer frente a las amenazas externas, no había sentido miedo de verdad hasta ahora.