HIROSHIGE SUGAZAKI (58)
El señor Sugazaki es director ejecutivo de Corporación de Gestión de Edificios Myojo, una empresa subsidiaria de Seguros de Vida Meiji. Es el típico hombre de Kyushu, la más occidental de las islas principales de Japón, famosos por su ambición, por su franqueza y tenacidad. El señor Sugazaki siente un rechazo innato por cualquier actitud que considere deshonesta. Reconoce que siempre ha tenido mucho genio, lo cual explica, quizá, por qué tuvieron que cambiarlo de colegio en cinco ocasiones. Su padre era productor de sake y él, por alguna razón, apenas bebe.
No es muy alto, pero sí recio, delgado, con una postura asertiva y una voz que transmite confianza. Tiene una memoria asombrosa. El policía que le tomó declaración escribió ingenuamente en su informe: «Debe quedar algún cabo suelto a pesar de que alguien lo recuerde todo de una manera tan vívida». En su casa es el señor absoluto; un padre estricto que ha mantenido a raya a sus tres hijas, hasta el extremo de que nunca le han llevado la contraria. Es obvio que ya no quedan muchos hombres como él.
No pretendo dar la impresión de que es una persona inflexible. También tiene su faceta relajada: «Hace tiempo», asegura, «nunca hacía ninguna tontería, pero últimamente me he relajado. En la oficina procuro no asumir demasiadas responsabilidades. Más bien trato de reducir al mínimo mi trabajo y pasar inadvertido como si fuera una linterna encendida a plena luz del día».
El día del atentado lo ingresaron de urgencia en el hospital. Su corazón y sus pulmones habían dejado de funcionar. Tanto los médicos como su familia se resignaron a lo peor, pero, después de tres días en coma, volvió milagrosamente a la vida. La suya fue una auténtica lucha a vida o muerte.
Su hija pequeña viajaba en el mismo tren por pura casualidad, pero al estar en otro vagón no resultó herida.
Mi casa se halla cerca de la estación X, de la línea Toyoko. Nos mudamos el 37 de Showa (1962), hace ya más de treinta años. En realidad es una casa que construyó mi padre cuando me casé. Durante los nueve años que estuve estudiando me las arreglaba para engañar a mi padre para que me diera dinero. «En fin, no me queda más remedio. Yo hacía lo mismo que tú», decía resignado. Nos mudamos allí un año después de casarnos.
Me despierto a las 6:30 de la mañana, desayuno algo y salgo de casa a eso de las 7:05. Tomo la línea Toyoko hacia Naka-meguro, lo cual supone unos treinta minutos de trayecto. No suele haber mucha gente, aunque es difícil encontrar un sitio libre. Si por casualidad pasa un servicio exprés, de esos que sólo paran en algunas estaciones, me cambio. Soy un hombre impaciente. A veces, cuando llego al andén de la línea Hibiya, dejo pasar un tren para encontrar asiento libre en el siguiente. Si por casualidad lo encuentro, leo algo, aunque no he leído mucho desde el atentado… Me gustan los libros de historia. En aquella época estaba leyendo la obra de Akira Yoshimura sobre el avión de caza Zero. De joven soñaba con volar y aún me interesan los aviones. Devoraba una página tras otra, la lectura era fascinante, por eso no me di cuenta de cuándo llegamos a Naka-meguro.
En el andén de la línea Hibiya esperábamos en filas de a tres. Normalmente me pongo el primero de la tercera cola, pero estaba tan inmerso en la lectura del libro que acabé mucho más lejos, el sexto, lo que significa que resulta mucho más difícil sentarse. Tan pronto como se abrió la puerta del vagón, me dirigí hacia al lado derecho para ocupar un sitio libre. Una mujer se acopló como pudo en el hueco que quedaba en el asiento para tres, así que estábamos bastante apretados. «De acuerdo», pensé, «lo mejor es que saque el libro.» La gente se forma una idea falsa si empiezas a moverte más tarde. Extraje el libro y continué con la lectura. Me quedaban entre diez y veinte páginas para acabar y quería hacerlo antes de llegar a mi destino. No fui capaz de concentrarme en el libro más de dos o tres minutos, antes de llegar a la estación de Ebisu.
En la de Hiro-o, me fijé en el hombre que viajaba sentado a mi izquierda. Llevaba un abrigo de cuero. Seguía enfrascado en la lectura, pero empecé a ponerme nervioso. El cuero tiene un olor extraño, ¿no le parece? Parece desinfectante o antipolillas. Me dio la impresión de que el hombre apestaba y le miré directamente a los ojos. Él me devolvió la mirada como si me preguntase: «¿Tiene usted algún problema?».
Realmente apestaba. Seguí mirándole. Él ya no parecía interesado en mí. Se fijó en algo que había a mis espaldas. Me volví y vi algo del tamaño de una agenda tirado en el suelo junto a los pies de la persona sentada a mi derecha. En realidad era un paquete de plástico. En las noticias dijeron que los paquetes estaban envueltos en papel de periódico, pero yo vi plástico y un líquido que salía de su interior. «¡Vaya! Así que eso es lo que apesta», pensé sin moverme del sitio. La persona sentada a mi derecha se levantó para salir. Debió de ser entre Hiro-o y Roppongi cuando me di cuenta.
Poco tiempo después, todo el mundo empezó a quejarse de que olía mal. Empezaron a abrir las ventanas y en un instante estaban todas abiertas. Recuerdo que hacía frío. Me pregunté si no sería mejor soportar un poco de mal olor. Una mujer mayor se sentó a mi lado. Tenía aquella cosa justo debajo de ella. Se levantó para cambiarse al asiento de enfrente y al hacerlo caminó sobre el gas derramado en el suelo.
No quedaba nadie en la parte de atrás del vagón, todos se habían movido hacia delante. Se quejaban sin parar: «¡Apesta, apesta!». Aquello sucedió cuando el tren entraba en Roppongi. Para entonces la cabeza me daba vueltas. Por megafonía anunciaron la estación. Me sentía muy débil. Los síntomas era los mismos que los de otras víctimas: náuseas, problemas de visión, sudores. En cualquier caso, no llegué a relacionar lo que me pasaba con el olor. Estaba convencido de que se trataba de una hipoglucemia. Tengo muchos parientes médicos y por eso estoy familiarizado con el olor del alcohol y el cresol. Pensé que había subido al vagón algún médico o alguna enfermera y que se les había derramado por descuido aquel producto. Me preguntaba por qué no se tomaba alguien la molestia de recogerlo. Empezaba a estar enfadado. Sinceramente le digo que nuestro comportamiento y nuestra moral se han relajado mucho en los últimos tiempos. De haberme encontrado en mejores condiciones, yo mismo lo habría sacado al andén.
No. No pensé en cambiar de sitio. Estoy acostumbrado a ese tipo de olores y no me desagradaba. No entendía por qué todo el mundo se había alborotado tanto. Hacía frío. «¿Por qué no cierran las ventanas?», me pregunté. Por otra parte, me sentía muy fatigado.
Después de Roppongi, cuando el tren disminuyó la velocidad, supe que algo iba mal. Estaba tan débil que decidí bajarme en Kamiyacho para descansar un rato; dejaría pasar dos o tres trenes para continuar más tarde. Traté de levantarme pero fui incapaz. No me respondían las piernas. Me agarré del pasamanos y tiré con todas mis fuerzas para incorporarme. Fui de agarradera en agarradera hasta alcanzar la puerta. Finalmente, logré abandonar el vagón. Me preparé para salir y apoyarme en la pared del andén. Recuerdo que pensé: «Si no consigo apoyarme, me caeré y me haré daño en la cabeza». Después perdí el conocimiento.
En realidad no llegué a salir del tren. Nada más agarrarme al pasamanos metálico que había junto a la puerta, me caí al suelo. En lugar de apoyarme en la pared de la estación, me derrumbé en el suelo del vagón. Estaba frío. Publicaron una foto mía en los periódicos y gracias a eso pude ver lo que me había pasado. También me filmaron, salí en la tele. Estuve allí tirado al menos media hora, tranquilo y despatarrado. (Risas.) Al cabo de un rato me sacó el personal de la estación. Se puede ver todo en el vídeo del que le hablo.
Recuperé la conciencia durante unos segundos el mediodía de ese 20 de marzo en el Hospital Omori, de la Universidad de Toho. Luego volví a quedarme inconsciente. Cuando finalmente volví en mí, me dijeron que ya estaba lo bastante bien para dejar la unidad de cuidados intensivos. Fue el 23 de marzo. Yo estaba convencido de que era justo el día después del ataque (el 21 de marzo). No tenía conciencia de nada. No tenerla, le aseguro, era como hallarme en el paraíso: la auténtica nada.
Jamás había vivido una experiencia cercana a la muerte ni nada parecido a aquello. Tan sólo escuchaba el ligero rumor de unas voces que me llegaban de lo lejos, como las de los chicos cuando juegan al béisbol en un parque cercano, algo así, pero más amortiguado e indefinido, interrumpido de vez en cuando por el murmullo del viento…
Una de mis hijas estaba embarazada de cuatro meses, si no recuerdo mal. Yo estaba muy inquieto: Iba a nacer mi primer nieto. Tengo entendido que fue a verme y me preguntó: «¿Y si no llegas a ver la cara de tu nieto?». Hasta entonces no había reaccionado a ningún estímulo, a nada de lo que nadie me había dicho, pero cuando la oí a ella, recuperé la conciencia. Pasó mucho tiempo a mi lado. Me decía: «¡Aguanta, papá! ¡No te rindas!». Yo sólo oía un lejano rumor, sin embargo, su pregunta me tocó de lleno. Mi nieto nació en septiembre. Gracias a él regresé a la vida.
Estuve tres días inconsciente. Después, mi memoria no funcionaba demasiado bien. Si alguien me decía algo, media hora más tarde se me borraba de la cabeza. Creo que es una de las consecuencias del envenenamiento con gas sarín. El presidente de la compañía vino a visitarme en varias ocasiones, pero no lo recuerdo, ni tampoco sé de qué hablamos. Espero no haberle desairado. Me dijeron que estuvo unas diez veces. Yo no recuerdo ni una sola.
Ocho días después del atentado recuperé la memoria. Fue más o menos entonces cuando empecé a ingerir comida de verdad. No tenía síntomas físicos, no me dolían los ojos ni la cabeza, no tenía dolores ni picores. No me di cuenta de que me ocurría algo extraño en la vista.
Quizá no debería confesar esto, pero todas las enfermeras eran preciosas. Incluso se lo dije a mi mujer: «La enfermera tal es muy guapa. Dicen que las mujeres guapas son frías, pero ella es muy amable conmigo». Cuando recuperé la conciencia, estaba convencido de que todas las personas de este mundo se habían hecho muy hermosas. (Risas.)
A pesar de todo, las noches en el hospital fueron aterradoras. Tumbado en la cama, rozaba a veces su estructura metálica y sentía como si una mano fría estuviera a punto de arrastrarme hacia la oscuridad. De día siempre me acompañaba alguien, pero, a la hora de dormir, rozaba por descuido el metal de la cama y me invadía la impresión de que alguien tiraba de mí hacia abajo. Si estaba más despierto de lo normal, mi cabeza funcionaba bien y el temor empeoraba. No lo atribuía a ningún tipo de alucinación, tenía el convencimiento de que en la habitación había un muerto que me susurraba: «¡Ven conmigo! Por aquí, por aquí…». Estaba muerto de miedo, pero no se lo podía decir a nadie. Soy el cabeza de familia, no puedo admitir que tengo miedo. (Risas.)
Quería dejar el hospital lo antes posible. Si no era capaz de terminarme la comida que me daban, le pedía a mi mujer que la tirara disimuladamente para que pensaran que ya estaba recuperado. Al final forcé un poco la situación y logré que me dieran el alta en once días. Se suponía que debía haber estado ingresado al menos quince.
De vuelta en casa me pasó lo mismo. Pisaba el tatami, tocaba algo frío y reaparecía el miedo. Me sucedía incluso en la bañera. No me podía bañar solo, tenía demasiado miedo. Mi mujer era la que se encargaba de frotarme la espalda. «Quédate conmigo hasta que salga», le decía. «No quiero estar aquí solo.» (Risas.)
Ese miedo a tocar algo frío me duró todo el mes de abril y finalmente desapareció en mayo. Al caminar me mareaba, pero, por fortuna, también eso se terminó al cabo del tiempo. Podía leer sin mayores dificultades el periódico o un libro. Por el contrario, si se trataba de buscar algo en el diccionario, me enervaba. No soportaba tener que buscar las palabras por orden. Creo que ya lo he superado.
A muchas víctimas aún les da miedo volver a subirse al metro. Al principio a mí también. En la empresa pensaron que me pasaría y me dijeron que, en lugar de eso, utilizase el shinkansen, el tren bala. Se ofrecieron a pagarme un abono, pero lo rechacé. No quería un trato especial, tampoco quería huir y no enfrentarme a la realidad. Volví al trabajo el 10 de mayo. Desde el primer día tomé el mismo tren de la línea Hibiya, el de las 7:15 de la mañana, el que había sido objeto del atentado. Me aseguré incluso de subirme en el mismo vagón, de sentarme en el mismo sitio. Cuando el tren pasó por Kamiyacho, levanté la vista. «Aquí es donde sucedió», me dije. En un primer momento me sentí intranquilo, pero al verme obligado a pasar por aquello, mi ánimo se recuperó. Todas mis inquietudes desaparecieron.
Los que murieron como consecuencia de la inhalación del gas no tenían ni idea de que iban a morir. Ni siquiera tuvieron la oportunidad de pensar en sus mujeres o en sus hijos. Nadie podía imaginar que sucedería algo así. No había forma de saberlo. Lo que quiero decir es: ¿por qué demonios sacrificaron a aquella gente inocente?
Me gustaría que condenasen a la pena máxima a todos los que fueron capaces de cometer algo así. Lo digo por las once personas que murieron, lo hago porque yo sobreviví. ¿Qué iban a ganar con la muerte de gente inocente? Nada. «Yo no sabía nada de eso. Lo hicieron mis discípulos…» No es más que una excusa, basura. Matar gente como si fueran hormigas por puro egocentrismo, quizá sólo por antojo. Es imperdonable. Rezo para que los muertos descansen en paz.