IKUKO NAKAYAMA (en la treintena)
Me lo dejó clarísimo desde el primer momento: sin nombres, sin direcciones, sin detalles sobre la edad. Quería ocultar en la penumbra cualquier detalle que la pudiera identificar. Es extremadamente cauta con los adeptos de Aum, porque vive muy cerca de un centro de entrenamiento de la secta. Está convencida de que podría tener problemas si llegasen a localizarla.
Debe de andar por la treintena, está casada y no tiene hijos. Nada más terminar la universidad consiguió un trabajo corriente en el que estuvo durante un tiempo. Más tarde lo dejó para ocuparse de su casa, pero recientemente ha realizado una formación que la capacita como profesora de japonés para extranjeros. Le gusta mucho el trabajo, asegura que le resulta estimulante.
De entre todas las víctimas del atentado que entrevisté, ella es una de las pocas que en mitad del caos intuyó que podía tratarse de gas sarín. La mayor parte de la gente se vio arrastrada por la confusión, por la pesadilla en la que se convirtió el ataque sin saber exactamente qué estaba pasando. La señora Nakayama, sin embargo, fue una de las pocas personas que identificó de inmediato los síntomas: «¡Pupilas contraídas! ¡Tiene que ser sarín!». Al hablar con ella me sorprendió su calma, su racionalidad, su cauta perspicacia. Igual de impresionantes resultan su memoria y su capacidad de observación. Sin duda, todas esas virtudes la convierten en una profesora competente.
Se niega a aceptar lo que representa la secta Aum, algo que está en las antípodas de su mundo. «No se trata exactamente de miedo», explica. Sea lo que sea, le llevará un tiempo librarse de ello por completo.
Todo el mundo piensa que la enseñanza del japonés a extranjeros es muy difícil, pero en realidad no lo es tanto. En el curso para formarme como profesora me dijeron que el 60 por ciento se puede explicar de una manera lógica, aunque yo no estoy muy de acuerdo. Gracias a la experiencia del trabajo, aprendí lo que sí se puede hacer y lo que no. Actualmente trabajo tres días por semana. Depende de mis alumnos, pero en total suman unas siete clases. Son todas individuales y la duración es de entre una hora y una hora y media. Los estudiantes son todos empleados en empresas extranjeras que viven en Japón. La empresa para la que trabajo es la que se encarga de determinar el nivel de cada uno y qué clase le corresponde. Suelo ir a la oficina de mis alumnos y, en algunos casos, a su casa.
Cuando ocurrió el atentado en el mes de marzo, yo estaba muy liada en el trabajo. Tenía diez horas de clase repartidas en cuatro o cinco días a la semana. Por eso me vi envuelta en aquello. El alumno al que tenía que dar clase aquella mañana trabajaba en una empresa en Otemachi. Iba hasta allí en la línea Marunouchi. La clase empezaba a las 9 de la mañana. Sí, bastante pronto, pero la mayor parte de mis alumnos prefieren terminar las clases antes de que empiece el trabajo.
Salí de casa sobre las 8. Entré en la estación de Ikebukuro a las 8:32. Llegaría a clase justo a las 9. No tenía más que bajar en Otemachi, subir las escaleras y listo.
La estación de Ikebukuro es la última de la línea Marunouchi. Siempre hay trenes vacíos esperando en los dos andenes. Ya había mucha gente en el que estaba situado a la izquierda. En el de la derecha, sin embargo, la gente hacía cola porque el tren aún no había pasado. Aunque tuviese que esperar llegaría a tiempo. Los trenes entran en la estación a intervalos de dos o tres minutos. Estaba cansada, quería sentarme.
Me subí por la primera puerta del segundo vagón. Había un sitio libre en la fila de asientos de la derecha. El tren arrancó. Iba en dirección a Shin-otsuka. En los trenes japoneses, por la mañana no se oye un ruido, ¿no le parece? No habla nadie. A pesar del silencio reinante aquel día, había mucha gente que tosía. «¡Vaya!», pensé, «parece que todo el mundo está acatarrado.»
El tren avanzó bajo tierra. Dejamos atrás las estaciones de Shin-otsuka, Myogadani, Korakuen… En Myogadani, la salida para el transbordo a Ikebukuro está al final del andén, por eso en la hora punta de un día normal, la gente que va en la parte de delante no suele bajarse. Sin embargo, aquel día se bajó casi todo el mundo. Me extrañó, pero no presté mayor atención.
La gente no dejaba de toser. El interior del vagón estaba demasiado iluminado, o al menos eso me pareció. Era una especie de resplandor amarillo, quizá perla matizado de amarillo. Ya me había desmayado por culpa de la anemia en alguna ocasión y volvía a experimentar esa misma sensación. Uno tiene que vivir aquello para saber qué se siente.
Estaba sofocada. El vagón en el que viajaba era nuevo. Pensé que el olor que lo impregnaba todo tenía algo que ver con los materiales, con los acabados, no sé. Me volví para abrir la ventana. Fui la única persona que lo hizo. Esperé un poco y abrí otra.
Mi sistema respiratorio siempre ha sido delicado; padezco terribles dolores de garganta y toso mucho cuando me resfrío. Quizá por eso soy tan sensible a las cosas sintéticas. Aún estábamos en el mes de marzo, no hacía calor, pero yo no podía soportar el sofoco allí dentro sin abrir las ventanas. No entiendo cómo los demás pasajeros eran capaces de soportar aquel extraño olor. Aunque en realidad no era tan extraño… No era acre, ¿cómo explicarlo? Se trataba más de una sensación, una especie de ahogo. Abrí para ventilar. Debió de ser entre Myogadani y Korakuen. Cuando el tren se detuvo en ambas estaciones, bajó mucha gente. Nadie reaccionó cuando abrí las ventanas, nadie dijo nada, todo el mundo estaba callado.
¿Nadie le preguntó si le ocurría algo, si se encontraba bien? Es probable que los demás pasajeros también sintieran algo extraño en el ambiente.
No hubo respuesta cuando abrí las ventanas, no se produjo ningún tipo de comunicación. Viví en Estados Unidos un año y, créame, si allí hubiera ocurrido algo parecido, se habría organizado un verdadero escándalo, todo el mundo se hubiera puesto a gritar «¿Qué está pasando?». La gente habría hablado entre sí para tratar de descubrir la causa.
La policía me preguntó más adelante si no había cundido el pánico. Repasé la escena de nuevo mentalmente: «No, todo el mundo estaba callado. Nadie dijo una palabra», les expliqué. Los que se bajaron del tren se quedaron en el andén. Tosían sin parar. Pude verlos a través de la ventana.
Después de dejar atrás la estación de Korakuen, me sentía cada vez más sofocada, la intensidad del resplandor amarillo iba en aumento. Pensé que no podría dar mi clase. A pesar de todo, hice cuanto pude por llegar puntual. Decidí que me cambiaría de vagón en cuanto llegase a la estación de Hongo-sanchome. El tren se había quedado prácticamente vacío y había asientos libres por todas partes. Algo insólito de verdad: a esas horas de la mañana suelen ir hasta los topes.
Bajé por la puerta de atrás o por la del medio, no recuerdo bien. No podía soportarlo más. Un hombre que llevaba el uniforme de los empleados del metro y guantes blancos entró en el vagón por la puerta más próxima a donde yo me encontraba; recogió del suelo con las manos un paquete envuelto en papel de periódico y lo sacó del tren. Un compañero suyo esperaba en el andén. Lo metió todo en un cubo de plástico y se lo llevó. Había otros dos o tres empleados que se afanaban de acá para allá. Todo sucedió en el intervalo en el que salí del tren. Aún tengo grababa en la mente la imagen de aquel hombre con los guantes blancos recogiendo papeles de periódico.
El tren estuvo detenido mucho tiempo. Me trasladé dos vagones más atrás. No había prácticamente nadie. Podía contar a los pasajeros con los dedos de una mano. Me sentía fatal, se me contraían las pupilas, tenía la sensación de que sufría convulsiones musculares. No me dolía nada, pero lo seguía viendo todo amarillo.
En Awajicho sólo nos bajamos tres personas: una chica de unos veinte años, un hombre de unos cincuenta y yo. Por extraño que parezca, pensé que se trataba de gas sarín. Tenía las pupilas contraídas. Leo el periódico de arriba abajo todos los días y también veo las noticias en la tele. Sabía lo del incidente de Matsumoto. Fue en esa ocasión cuando leí por primera vez algo sobre pupilas contraídas.
Parece que mantuvo usted la calma todo el tiempo.
Por extraño que parezca, estaba muy tranquila. Sabía que era sarín. Me enfrentaba a una situación completamente desconocida para mí. Pensé que lo mejor que podía hacer era pensar con calma. En el andén éramos tres: la chica joven, el hombre de mediana edad y yo, lo cual es inaudito a esas horas en la línea Marunouchi. La chica se sentó; agachó la cabeza, se tapó la boca con un pañuelo. Parecía aquejada por algún dolor. El hombre no dejaba de repetir que algo no iba bien, caminaba sin descanso arriba y abajo por el andén. Al cabo de un rato se puso a gritar que no veía. (Me enteré más tarde de que una parte de su cuerpo se había quedado paralizada por completo, pero no llegué a verlo.)
«Esto es una insensatez», me dije. «Tenemos que ir a un hospital.» Ayudé a la chica a ponerse en pie como buenamente pude. Los tres nos dirigimos a las oficinas de la estación. El empleado que había allí se quedó de piedra al vernos, no sabía qué hacer. Al final llamó a una ambulancia. El problema era que nadie contestaba en los servicios de emergencia. La situación realmente asustaba. Fue en ese momento cuando me venció el miedo. Todo lo que me había propuesto hasta ese momento se derrumbó.
A partir de entonces, el caos fue total. Habían atacado varios trenes con sarín, lo cual había desatado el pánico. Nuestro tren había ido hasta Ikebukuro y desde allí había vuelto impregnado de gas, por eso hay una cosa que aún no entiendo y me molesta: en la estación de Ikebukuro cierran las puertas del tren para limpiar, inspeccionar y comprobar que nadie ha olvidado nada. Lo hacen antes de mandarlo de vuelta. ¿Cómo es posible que no vieran que había algo raro? Tendrían que haber prestado más atención, tendrían que haber mirado más a fondo.
No había manera de contactar con los servicios de emergencia. Al final, el empleado del metro decidió que lo mejor sería salir de allí por nuestro propio pie. El hospital más cercano estaba sólo a dos o tres minutos. Nos acompañaría otro empleado más joven. Fue un acierto salir del tren cuando lo hicimos. Si hubiésemos continuado hasta Hongo-sanchome, habría resultado catastrófico.
Si no me equivoco, usted estuvo ingresada cinco días en la UCI con un tratamiento especial.
Sí. Cuando me dieron el alta, me tomé varios meses libres en el trabajo. Sufría problemas respiratorios. En mi trabajo tengo que hablar mucho, y eso suponía un verdadero problema. También estaba furiosa, por supuesto. Como ya le he dicho antes, era obvio que Aum estaba involucrado en aquello… Pero si le digo la verdad, más fuerte que la rabia es el deseo de no volver a pensar en todo aquello. Durante el tiempo que estuve hospitalizada quise saber todo lo que había ocurrido, estaba enganchada a las noticias de la tele, pero ahora ya no puedo soportarlo más. Cuando vuelven a hablar del tema, cambio inmediatamente de canal. No quiero ver más imágenes del atentado. Se debe a la rabia que siento, por consideración hacia quienes murieron, hacia quienes aún sufren. Todavía hoy, cuando me topo con alguna noticia sobre los atentados, siento que algo me oprime el pecho. Sólo deseo que jamás vuelva a suceder algo parecido.
Cuantas más noticias escuchaba sobre Aum, cuantas más cosas descubría sobre ellos, más cuenta me daba de que no merecía la pena prestarles un minuto de atención. Al menos ya he conseguido dominar mi rabia y dejar de gritarle a la pantalla del televisor. Esa gente tiene una moral distinta por completo a la nuestra, piensa de otra manera, creen ciegamente en lo que hicieron. No saben qué es la tolerancia, no viven en este mundo, son de otra dimensión… Lo pienso y no soy capaz de contener la furia. Obviamente, mi mayor deseo es que los juzguen, que los condenen por lo que hicieron.
Lo que más detesto es que me pregunten si padezco efectos secundarios. Sigo adelante con mi vida, convencida de que estoy bien, me aseguran que desde el punto de vista médico no hay nada reseñable, pero es la primera vez que ha sucedido una cosa así y no creo que puedan estar completamente seguros de eso. Lo cierto es que no soporto que me lo pregunten y es probable que el disgusto que me provoca esa pregunta ya sea por sí mismo algún tipo de efecto secundario.
En alguna parte dentro de mí hay algo que desea borrar lo que pasó. Eliminarlo, traspasarlo a otra dimensión para dejarlo allí escondido. Quisiera hacerlo desaparecer de la faz de la tierra… Si únicamente hubiera transcurrido medio año desde el atentado, es probable que hubiese rechazado conceder esta entrevista, pero ahora es distinto. Al pensar de nuevo en todo aquello me doy cuenta de que no he vuelto a utilizar esa línea de metro. Hongo-sanchome es uno de mis lugares favoritos en Tokio, pero no he vuelto por allí. No es que me asuste hacerlo, es sólo que me supone un verdadero problema.