«El miedo que provoca el sarín era desconocido hasta ese momento»

KANZÔ NAKANO, psicólogo (nacido en 1947)

Cuando ocurrió el atentado, el doctor Nakano era jefe del departamento de psicología del Hospital San Lucas, localizado en la zona de Tsukiji. Allí atendieron a seiscientas cuarenta víctimas. Faltaban manos para ayudar a tanta gente, para prestar los tratamientos más urgentes. Algunas personas empezaron a quejarse poco después de dolencias psíquicas. Desde entonces atiende regularmente a más de cincuenta pacientes que sufren el conocido en términos médicos como TEPT, trastornos por estrés postraumático.

Al cabo de un tiempo dejó el hospital para abrir una clínica privada en la zona de Kudan. Le entrevisté en dos ocasiones, en febrero y en octubre de 1996. Las dos veces nuestra conversación resultó muy valiosa y clarificadora. Aseguró que le gustaría atender a más pacientes en su consulta, pero lo cierto es que ya tenía muchos y parecía bastante ocupado.

Es un hombre de aspecto apacible con una forma de hablar suave. Se expresa con seriedad, lo cual no oculta su evidente entusiasmo cuando se refiere a la ayuda que presta a los pacientes que padecen TEPT como consecuencia del atentado. Lucha para que se reconozca la existencia de esas secuelas psíquicas, que pueden llegar a constituir una auténtica minusvalía, para que la sociedad las acepte con naturalidad. Es evidente que sus pacientes confían mucho en él.

Primera entrevista, febrero de 1996

Los trastornos por estrés postraumático comenzaron a aparecer, más o menos, transcurrida una semana desde el atentado. El primer paciente que atendí me dijo: «Quería ir a trabajar el lunes siguiente, pero me quedé paralizado. Fui incapaz». Sucedió un 27 de marzo. Se trataba de un hombre que tan sólo había resultado levemente intoxicado.

El síntoma más común son los llamados flashbacks, es decir, analepsis que traen de vuelta lo ocurrido aquel día, sensaciones que se reviven con sumo realismo. No se trata de un recuerdo ordinario, es, más bien, la sensación de que algo extraño fluye en el interior del cuerpo. Tampoco se parece a las ensoñaciones. Cabría decir que es una «invasión de la memoria».

Los daños físicos puede que no guarden relación con estos trastornos. Para explicarlo brevemente, le diré que el problema reside en el grado del daño psíquico sufrido por el paciente. Por ejemplo, el caso de un herido leve que se hizo cargo de una persona malherida. Esa persona padeció enormes sufrimientos, expulsó espumarajos por la boca y, al final, murió en sus brazos. Es un hecho dramático, una escena violenta, como las que se pueden producir en un campo de batalla. La mayor parte de los pacientes que padecen trastornos han vivido situaciones parecidas.

Pongámonos en el caso de este atentado concreto: Un buen día, sin que nada permita preverlo, sin llegar a comprender nada de lo que sucede, la gente se encuentra cara a cara con la muerte. Imagino que para las personas que estuvieron presentes fue una experiencia que les produjo un miedo insondable. Por si fuera poco, el miedo que provoca el sarín era desconocido hasta ese momento. Fue un atentado sin precedentes, por lo que las víctimas, en mi opinión, aún no son capaces de expresar o digerir adecuadamente sus sentimientos y vivencias de aquel día. Al no encontrar las palabras adecuadas para hablar de ello, lo somatizan y terminan por aparecer dolencias físicas. No disponen de un sistema que permita transformar sentimientos en palabras, incorporarlo de manera racional a la conciencia. De ahí que irremediablemente traten de reprimirlos. Sin embargo, por mucho que uno quiera reprimirse, no puede evitar las reacciones espontáneas del cuerpo. A eso es a lo que me refiero cuando digo que los síntomas se somatizan en lo físico.

Básicamente, los síntomas son tres: insomnio, pesadillas y miedo. El miedo, por ejemplo, se refleja en actos cotidianos como subir al metro, atravesar un paso subterráneo, etcétera. También se produce inquietud, irritabilidad, falta de concentración, desidia, languidez. Toda la energía de la que dispone el paciente la utiliza para soportar el sufrimiento, lo cual elimina los márgenes necesarios para llevar a cabo otras actividades. Personalmente, tengo la convicción de que el tedio y la languidez son provocados por los flashbacks que traen de vuelta los síntomas de intoxicación producidos en el momento concreto del atentado.

Hay personas que se vieron obligadas a dejar sus trabajos. No se sentían capacitadas para seguir adelante con sus responsabilidades debido a que sufrían continuos dolores de cabeza y otras dolencias. Por si fuera poco, la gente que les rodeaba no comprendía nada: «Ya te has curado de la intoxicación, así que ya estás bien», era uno de los típicos comentarios. De ahí que ni siquiera les redujeran mínimamente la carga de trabajo. Muchos de ellos se quedaban a diario en el trabajo hasta casi la medianoche. Por mucho que se quejaran, nadie les ayudaba, nadie les prestaba atención. Una situación sencillamente insoportable.

Al no tratarse de síntomas visibles a ojos de los demás, como sucede con las heridas físicas, a quienes no los padecen les resulta muy difícil comprenderlos. Alguien se pone enfermo y la gente piensa a menudo: «éste abusa de su enfermedad» o «no se esfuerza lo suficiente».

En el caso del gran terremoto de Hanshin, por ejemplo, era fácil de comprender el alcance de los estragos. Hubo gente que resistió bajo los escombros durante muchos días. Se puede llegar a comprender bien su sufrimiento, su dolor. Sin embargo, en el caso del atentado con gas sarín, el miedo que provocó resulta difícil de comprender para los que no lo experimentaron, ¿verdad?

Sí, así es. También hay que tener en cuenta que la mayor parte de la gente vio en televisión lo que había pasado y se formaron una imagen superficial y simplificada que generó un prejuicio sobre lo ocurrido. Por ejemplo, las imágenes de gente caída en el suelo, casi amontonada en las salidas del metro. Sólo era la punta del iceberg de algo mucho más terrorífico que las cámaras de televisión no grabaron.

En cualquier caso, es fundamental recibir el tratamiento adecuado. Estoy convencido de que es crucial. La convalecencia depende de la persona. Hay gente que se recupera poco a poco y otros lo hacen rápido, motivados por algún acontecimiento. Existe infinidad de casos. Yo no aplico una terapia especial. Lo único que hago es escuchar, tratar de comprender los sentimientos de la gente, preguntar hasta el más mínimo detalle para llegar a la clave de la dolencia.

Le pondré un ejemplo. El día que detuvieron a Asahara, el líder de Aum, un paciente vino a verme aterrorizado porque estaba convencido de que iban a atentar de nuevo en el metro. Cuando se producen incidentes de cierta gravedad relacionados con el atentado, aparecen los flashbacks. Creo recordar que ese mismo paciente sufrió otro al ver en el metro a una persona que llevaba una mascarilla. Fue una ilusión, una alucinación. Sin embargo, en su cabeza ocurría realmente, se lo creía sin ningún género de duda. No me quedó más remedio que repetirle una y otra vez: «No es verdad, no ha ocurrido nada».

Esa persona en concreto se recuperó en cuanto admitió en voz alta que tenía miedo. Cuando quise darme cuenta, ya no vino más a la consulta. Los que se curan con mayor facilidad son los que admiten abiertamente tener miedo. Les escucho con atención, les demuestro mi simpatía, mi comprensión hacia lo que les pasa. Así consigo que disminuya su nivel de estrés. Cuando son capaces de admitir que sienten miedo, significa que han llegado a un punto en el que han puesto en orden sus emociones. Por poco que sea. Sin embargo, aún hay mucha gente incapaz de salir por sí misma de una situación que no comprenden, tan confundida que no son capaces de ordenar nada.

Es decir, hay mucha gente que padece traumas latentes. A los que acuden a su consulta, al menos se les puede ayudar, tienen conciencia de que algo sucede, voluntad de recuperarse.

Sí. Quienes padecen trastornos debido al atentado representarán entre el 30 o el 40 por ciento del total de las víctimas. En números totales asciende a más de cinco mil, así que son muchas personas. En el Hospital San Lucas hice una encuesta con una muestra de ochenta pacientes. Entre los tres y los seis meses posteriores al atentado, más del 30 por ciento de ellos había experimentado flashbacks. El número no disminuía con el tiempo. En algunos casos llegué incluso a sorprenderme: ¿cómo podían hacer vida normal?

Vivir sin admitir los profundos daños psicológicos y emocionales es, en algunos casos, muy peligroso. Hay personas que para huir de esos daños se refugian en el trabajo, en el alcohol.

Tengo un paciente que, cuando vio en televisión las imágenes de la primera guerra del Golfo, revivió un antiguo trauma que sufrió en la guerra sino-japonesa. En su memoria reapareció la escena de cuando mató a un enemigo chino con su bayoneta. Sucedió cincuenta años atrás. A partir de ese momento fue incapaz de dormir. Había revivido un acontecimiento escondido en las tinieblas de su conciencia durante cincuenta años. Las pesadillas no le dejaban pegar ojo. A las víctimas del sarín podría sucederles lo mismo. Por mucho que traten de enterrar lo ocurrido en su conciencia, algún día puede emerger inesperadamente.

Si alguien trata de arreglar por sí mismo los desórdenes que padece, la mayor parte de las veces acaba por empeorar las cosas y se encuentra con que no le queda más remedio que pedir ayuda. No es necesario que se trate siempre de un médico, puede bastar con que sea una persona comprensiva, lo cual sí es un requisito imprescindible. Pongamos un caso: la persona que sufre el trastorno le confía sus preocupaciones a alguien. Si éste le contesta o le da a entender que todo se debe exclusivamente a la debilidad de su carácter, la herida se profundiza. Hay mucha gente que ha vivido esa experiencia, sin ir más lejos una paciente que vino ayer a mi consulta por primera vez. Estaba abatida por completo, pues las personas a su alrededor le decían que era muy débil. De continuar así, su desconfianza hacia los demás no hará más que aumentar. Es uno de los rasgos comunes de las víctimas del atentado. Nadie las comprende de verdad, se sienten atrapadas en su soledad.

Existe un tipo de marginación invisible en nuestra sociedad. Me refiero a una marginación psicológica hacia las víctimas del gas sarín. Por eso hay personas que tratan de ocultarlo. Sucedió lo mismo con las víctimas de la bomba atómica. No es más que una suposición mía, pero quizás esté relacionado con el concepto de la impureza que impera en la sociedad japonesa. Desde la antigüedad, en Japón se creía que si uno se relacionaba con la muerte o con la desgracia, quedaba impuro y los impuros eran marginados de manera sistemática. Es una tradición que en su momento quizá tuviera sentido. Por mucho que los marginasen, la comunidad cuidaba de ellos. No podían realizar los mismos trabajos, es verdad, pero en cierto sentido les protegían. Existían rituales de purificación que poco a poco «curaban» esa impureza. El concepto funcionaba con cierta eficacia, ¿no cree?

En la actualidad ha desaparecido ese tipo de funcionamiento comunitario, pero la conciencia de la impureza existe en estado latente. Eso podría ser la causa de la marginación inconsciente. La reacción de la gente es, hasta cierto punto, inofensiva, pero para las víctimas eso es muy duro.

Segunda entrevista, octubre de 1996

Han transcurrido unos nueve meses desde la primera entrevista que mantuvimos. ¿Cómo progresa el tratamiento de los trastornos por estrés postraumático?

Hasta ahora he tratado aproximadamente a unos cincuenta pacientes. En consulta continúan unos veinte. Los hay que se han recuperado por completo y también los hay que han dejado de venir porque no les solucionaba gran cosa. No puedo afirmar de forma categórica que todos los que han pasado por aquí se hayan recuperado. No tengo una estadística exacta, pero calculo que será la mitad.

La mayor parte de la gente que he tratado padecía síntomas graves, por eso vinieron.

La mayoría de las personas que he entrevistado se queja de una notable pérdida de memoria. Es algo que me ha llamado mucho la atención. ¿Se puede atribuir a los trastornos?

Mucha gente se queja de falta de concentración y pérdida de energía vital. También hay personas que se quejan de una disminución de sus facultades mentales. La merma de la memoria puede ser una hipofunción derivada de los trastornos. Sepultan los recuerdos dolorosos en el fondo de su conciencia y, como consecuencia de ello, el cuerpo disminuye su actividad. De forma automática, la actividad retentiva se resiente.

Como se destina una enorme fuerza para oprimir a la memoria, la energía se consume en el esfuerzo. Eso puede explicar por qué no alimenta las funciones normales de los actos cotidianos. De ahí que se produzca un descenso generalizado del nivel de energía. Son características de los trastornos por estrés postraumático.

¿Quiere decir que no son permanentes, que si desaparece esa opresión, las funciones normales de la persona se recuperan?

Sí, eso es. Suele ser el comportamiento habitual. En algunos casos se produce una curación espontánea, en otros no. La cuestión fundamental es en qué grado existe el trauma o cómo se ha adherido al interior de la persona.

Francamente, mi impresión personal después de las entrevistas que he realizado hasta ahora es que atribuir todos los males que sufren las víctimas a los trastornos es exagerado. ¿No le parece?

Yo pienso que en su mayor parte provienen de esos trastornos, con la excepción de dolencias físicas como el dolor de ojos o la pérdida de visión, que no son efectos derivados de un daño psicológico. Sin embargo, el dolor de ojos puede llegar a atribuirse a los trastornos.

Otra de mis impresiones más fuertes es que la mayoría de las personas sufre en soledad. Tratan de convencerse a sí mismas con argumentos como: «He perdido memoria, pero tal vez se deba a mi edad», o «Me he debilitado físicamente porque me hago viejo». No existe un lugar donde las víctimas puedan compartir su experiencia, intercambiar información o consultar especialistas. Quizá por eso se guardan para sí sus preocupaciones y sufrimientos.

Tras el gran terremoto de Hanshin, pensé que se evacuaría a los damnificados a distintos lugares del país y que, por tanto, haría falta prepararse para atender a la gran cantidad de personas que sufrían trastornos por estrés postraumático. Fui al Ministerio de Sanidad y Seguridad Social para hablar del asunto, pero no me hicieron caso. Las autoridades aún no hacen lo suficiente para estar preparadas y poder tratar estos trastornos.

Aparte de mí, no hay muchos psicólogos especializados en la atención a las víctimas del sarín. Es extraño. Cuando tengo contacto con otros colegas, les pregunto si conocen a alguien. Me gustaría crear una red de comunicación entre nosotros.

En el Hospital San Lucas existía una especie de protocolo interior por el que pasaban los pacientes que precisaban atención psicológica cuando se detectaba en otra especialidad. Es probable que en otros hospitales no se haya establecido ese protocolo. A pesar de todo, mi impresión es que no funciona bien la comunicación entre especialidades. En los hospitales grandes están los casos de medicina interna, cirugía o psicología. Funcionan por separado. En San Lucas organizamos un equipo de atención para personas con trastornos por estrés postraumático a raíz del gran terremoto de Hanshin. Estaba compuesto por psicólogos, enfermeros, psicólogos clínicos. Funcionaba bastante bien. Por eso fuimos muy activos en el atentado. Cuando no existe un equipo de esas características, la atención resulta complicada.

La base de su tratamiento residía, como me dijo usted mismo en nuestra anterior entrevista, en escuchar a los pacientes. ¿Ha habido algún cambio al respecto?

No. Hay personas que ni siquiera admiten que tienen miedo. En la mayoría de los casos se debe al pánico que les produce pronunciar esa palabra. Si dicen: «Tengo miedo», es una prueba de que mejoran. En un principio están tan confusos que no entienden lo que les pasa, pero la confusión hay que tomársela como lo que es. No se trata de sacarla a la fuerza, sino de hacerlo con naturalidad. Una vez se serenan, por fin aparece el miedo.

Mi tratamiento se basa en escuchar con calma y atención, como le conté la última vez. Acepto su miedo y su dolor tal como lo sienten. Creo que ése es el camino. Me sirvo de algunos medicamentos que aumentan la eficacia del tratamiento.

Ha pasado un año y medio desde el atentado, pero aún hay muchas personas incapaces de romper con esa confusión que les atenaza. Salir de ese estado es un proceso gradual. Tengo pacientes que se han resignado desde el principio hasta que ya no pueden más y terminan por llamar a mi puerta. El último de ellos, por ejemplo, vino a finales del pasado mes de agosto. Estaba atormentado. La única salida que se le ocurría era dejar de trabajar. Le pedí que se tomara un descanso y, de momento, parece recuperado. Dentro de poco volverá al trabajo.

¿Tiene constancia de casos de ruptura familiar?

No, no tengo constancia. De momento, los mayores problemas surgen en el trabajo. La mayor parte de las empresas ni comprende ni admite esa enfermedad. Hay ocasiones en las que actúan con mucha crueldad al no conceder siquiera la indemnización por accidente laboral. Conozco dos casos. Desatienden los procedimientos y se retrasan por una u otra razón. Los afectados terminan por perder la paciencia y dejan el trabajo sin más. Cumplir el procedimiento establecido por ley no significa pagar de tu propio bolsillo. No hacerlo es un enorme perjuicio para la persona. Esos casos son reales, existen.

Hay una buena noticia, sin embargo. El Ministerio de Trabajo reconoció que en los casos de trastorno por estrés postraumático debe aplicarse una indemnización por accidente laboral. Yo mismo lo pedí y por fin está legalmente reconocido.

Aunque ya se empieza a reconocer el significado de los TEPT, aún no se han descubierto los síntomas concretos, el verdadero sufrimiento, dado que no son apreciables a simple vista. ¿No cree que por mucho que exista un reconocimiento oficial plasmado en la ley, es decir, un continente, si no se dispone del contenido, o sea, del adecuado reconocimiento y empatía hacia las víctimas en su más amplio sentido, no se podrán aplicar correctamente las disposiciones legales?

Tiene usted razón. Al no tratarse de algo físico, se hace más difícil alcanzar un verdadero conocimiento. Hay muchos trabajadores que ocultan sus síntomas e intentan continuar como si no hubiera pasado nada. Cuanto más lo esconden, más se agrava la enfermedad. Como ya he mencionado antes, si en el trabajo se produce algún tipo de vejación, la gente deja de ir a trabajar sin más, lo cual hiere doblemente a las víctimas. Por una parte está el propio atentado; por otra, la actitud de la empresa y de los compañeros. Cómo tender la mano a esas personas es una cuestión difícil, pero creo que se solucionaría si se aplicase con más diligencia el sistema de subsidios a las víctimas.

Ruego a todas las personas que sufren las secuelas del atentado que llamen por favor a nuestra puerta sin preocuparse por nada más. Si les digo que no se angustien, que están bien, será el primer paso en el camino para encontrar una solución. Si sienten cualquier tipo de inquietud, vengan cuando quieran. No piensen que su caso es menor. Por ligero que sea, cualquier sufrimiento debe consultarse con un especialista.

¿Cuál es el síntoma más evidente?

El miedo. Si alguien padece flashbacks, insomnio, pesadillas, si tiene dificultades para concentrarse o nota pérdida de memoria, si se irrita con facilidad, sufre dolores de cabeza, mareos o debilidad general (entre otros síntomas, pues éstos se manifiestan de múltiples formas), puede consultarnos.

Después de escucharle, entiendo que los trastornos por estrés postraumático son algo realmente grave.

Ha pasado un año y medio después del atentado. Cada caso que atiendo me da una nueva medida de la gravedad de lo ocurrido. Mucha gente dice: «¡Ay! No lo había comprendido bien», o «No era plenamente consciente de haber vivido una experiencia tan horrible».