«Dicen “lo siento”, pero en el fondo les encanta el morbo»

HIDEKI SONO (36)

El señor Sono trabaja en el departamento de ventas de un fabricante de alta costura. Su oficina está en el distrito de Aoyama. Tras el estallido de la burbuja y la recesión que le siguió en los años noventa, la mayor parte de los negocios relacionados con la moda empezaron a decaer o, como prefiere explicarlo él, «volvieron a entrar en razón». Cansado de los excesos de la década anterior, de hombres maduros que gastaban una fortuna en su imagen, en retozar con chicas jóvenes, cansado de vender ropa de marca sobrevalorada, ahora parece aliviado por el hecho de que la economía haya tocado fondo. «Al fin podemos volver a la vida normal», asegura.

Cree que está hecho para las ventas, pero no tiene el típico aspecto del vendedor agresivo. Al contrario, parece frío, incluso algo introvertido. No le gusta beber, los viajes en grupo, el golf, por muy importante que sea éste para su profesión. No se le da bien. Juega por obligación y, cuando lo hace, abre su bolsa de palos largo tiempo olvidada y le pregunta a sus compañeros cuál debe utilizar. Es de esa clase de jugador.

«Con una sociedad tan insípida como la nuestra, todo el mundo corriendo tras el dinero, puedo llegar a entender que la gente joven se sienta atraída por algo espiritual como la religión, aunque no es mi caso.» El señor Sono sufrió graves secuelas a raíz del atentado. Sin embargo, no alberga odio ni resentimiento contra los miembros de Aum. No sabe exactamente por qué. «Trabajo con ropa, pero no me interesa especialmente cuando se trata de mí», aclara. «Si veo algo que me gusta, me lo llevo. No le doy más vueltas.» De ser eso cierto, ¿cómo es que ha llegado a tener un estilo tan refinado?

Durante la época de la burbuja se vendía mucho, tanto que hasta daba risa. Año tras año la empresa nos pagaba viajes de incentivo a Hawai. Si lo comparo con entonces, la situación actual es miserable. He visto cómo quebraban muchos mayoristas, cómo cerraban tiendas por todas partes. En nuestro caso, por mucho que nos esforcemos, cada vez nos resulta más difícil cobrar.

Llevo diez años en esta empresa. Anteriormente trabajé cuatro años en Osaka en el sector de la construcción. Fue justo después de acabar la universidad. Estaba a cargo de la administración de la empresa que cotizaba en bolsa; un trabajo seguro pero muy aburrido. Al final lo dejé. Vi una oferta en mi actual empresa y, aunque no me atraía de manera especial el sector de la moda, me resultó interesante. No es que ahora me guste la ropa, pero como negocio aún me fascina. El trabajo en el sector de la construcción es muy sobrio; quiero decir, que uno no puede tomar sus propias decisiones ni iniciativas. Entiendo que una persona que empieza no puede hacer lo que le venga en gana, pero siempre me sentí constreñido. Con el tiempo he descubierto que, por mi temperamento, se me dan mejor las ventas que la administración. En la actualidad dirijo y coordino un equipo de seis personas. Como estamos en ventas, suelo ir a las tiendas y a los mayoristas. Un 60 por ciento de mi tiempo lo paso en la oficina y un 40 por ciento fuera. Me divierte más la relación con la gente que estar yo solo sentado a la mesa. Creo que me ayuda a no estresarme.

Mi mujer y yo vivimos solos. Hace ya trece años que me casé, con veinticuatro. Vivimos en Chiba. Salgo de casa a las 7:30 de la mañana y tomo la línea Chiyoda en la estación de Matsudo. No hace falta decir que jamás hay un asiento libre, por lo que no me queda más remedio que ir de pie los cuarenta y cinco minutos que dura el trayecto. A veces la cosa se despeja un poco en Otemachi. Como a esas horas aún estoy adormilado, me siento si se queda un sitio libre. Sentarse se traduce en quince minutos de descanso.

El 20 de marzo salí de casa treinta minutos antes de lo normal. Había un asunto que quería solucionar antes de ir al trabajo. Era la semana de presentación de la nueva temporada y tenía que hacerme cargo de muchos pequeños detalles. Una de nuestras responsabilidades es calcular los gastos e ingresos a fin de mes. Nos movemos con un presupuesto muy ajustado y, si no cuadra, deben replantearse las cosas. Tenía una semana para hacer números antes de llevarlos a la oficina central y presentarlos en una reunión.

El 20 de marzo fue precisamente el día en el que mi mujer dejó la empresa. Había trabajado durante seis años como editora en una revista de publicidad. Un puesto muy exigente que la consumía poco a poco. Quería dejarlo desde hacía tiempo para establecerse por su cuenta. Además, era su cumpleaños, por eso recuerdo los acontecimientos de aquel día con tanta claridad.

Siempre me subo al primer vagón. De esa manera me queda mejor la salida más próxima a la tienda del edificio Hanae Mori, en Omote-sando, pero me subo por la tercera puerta porque en las otras dos hay demasiado movimiento. Aquel día hice el trayecto sentado desde Shin-ochanomizu. Me había levantado pronto y quizá por eso estaba reventado. Cuando vi el asiento libre, pensé: «¡Qué alivio, menos mal!». Me senté y me quedé dormido al instante. Me desperté en Kasumigaseki, cuatro paradas después, por las ganas de toser. También había un olor extraño. Muchos pasajeros se cambiaron de vagón por la puerta interior.

En cuanto abrí los ojos vi a uno de los empleados de la estación con su uniforme verde que entraba y salía del vagón. El suelo estaba empapado. Yo me hallaría a unos cinco metros de aquella cosa. La persona que lo había derramado debía haber bajado en la estación de Shinochanomizu. En cualquier caso, estaba dormido y no vi nada. La policía me preguntó una y otra vez, pero si no lo vi, no lo vi. Supongo que me consideraron sospechoso. Me dirigía a Aoyama y el cuartel general de Aum está precisamente allí.

El tren continuó hasta la siguiente estación, Kokkai-gijidomae, donde nos obligaron a bajar a todos. Me dolía el cuerpo entero. Tosía, no podía respirar… A mi lado había gente que ni siquiera se podía mover. Entraron varios empleados del metro para levantar a una mujer de unos cincuenta años que no se movía. En el vagón habría unas diez personas en total. Algunos se tapaban la boca y la nariz con un pañuelo, pero no tosían.

«¿Qué está pasando aquí?», me pregunté. Tenía que ir a trabajar, tenía una larga lista de cosas por hacer. Salí a toda prisa. No sabría decirle cuánta gente habría allí. Los encargados de la estación se hacían cargo de los que estaban en peor estado. Calculo que serían unos cincuenta en total. Dos o tres estaban completamente inmóviles; otros, tumbados en el suelo del andén.

Puede parecer extraño, pero no sentí ninguna tensión. Estaba mal, tomaba aire y a pesar de todo no conseguía respirar. Tenía la sensación de que me ahogaba, pero como aún podía caminar, pensé que no era tan grave. En lugar de quedarme con el grupo de heridos, tomé el siguiente tren, que llegó enseguida. Tan pronto como subí, me empezaron a temblar las piernas, se me nubló la vista, parecía como si se hubiera hecho de noche. «¡Maldita sea!», pensé, «tendría que haberme quedado con los demás.»

Nada más llegar a la estación de Omote-sando me dirigí a un empleado y le dije: «No sé por qué, pero me encuentro muy mal… ¿Ha ocurrido algo?». Me contestó que se había producido una explosión en Hatchobori. «En mi tren también olía a algo raro», le dije. Me aseguró que habían derramado gasolina o algo por el estilo. Obviamente, era una información errónea. Insatisfecho con su aclaración, me dirigí al jefe de estación para explicarle de nuevo lo que me pasaba. Apenas veía nada. No tenían noticias de Omote-sando. Su única respuesta fue: «¿Por qué no se sienta un rato? ¿Quiere beber algo frío?». Fue muy amable, pero evidentemente no tenía ni idea de lo que pasaba.

«Esto no tiene sentido», pensé. Renuncié a mi propósito de informarme y me dirigí a la salida. Hacía una mañana estupenda, despejada por completo, pero de total oscuridad para mí. La cosa no pintaba bien. Fui al hospital que está cerca de la oficina, pero no pude contarles lo que me pasaba. «Probablemente se trata de una emergencia. Acabo de salir del metro y…» Les expliqué detalladamente hasta donde pude, pero no me atendieron. Llamé a la oficina para decir que me encontraba mal. Iba a llegar tarde. Esperé tres horas. ¡Tres horas en las que no hicieron nada! Cada vez me costaba más trabajo respirar, la vista se me debilitaba… Estaba fuera de mí. Llamé incluso a la Autoridad del Metro para que me dieran alguna explicación. Eran ellos, después de todo, los que se habían ocupado de las víctimas. Me preguntaba qué habría sido de ellos. No pude comunicar con nadie.

A las 11 de la mañana dijeron en las noticias que se trataba de un atentado con gas sarín. ¡Por fin iban a atenderme! Ya tenían una idea de lo que me pasaba. Enseguida llegaron las transfusiones, la hospitalización. Yo era la primera víctima de gas sarín que atendían. De pronto, los médicos estaban fascinados conmigo. Se reunieron en torno a mí, me miraron por todas partes para tratar de reconocer síntomas, hablaron entre sí: «¡Fíjate! Esto es lo que pasa…». Permanecí tres días ingresado.

Estaba tan exhausto que me pasé todo el tiempo durmiendo profundamente. Los tres meses siguientes fueron muy duros: siempre me sentía cansado, intentaba hacer algo y caía rendido. Mi vista se deterioró. No lograba enfocar, sólo veía un borrón y mi campo de visión quedó reducido a una estrecha franja. Por razones de trabajo tengo que conducir a menudo, y cuando se ponía el sol, no veía nada. Hasta ese momento nunca había tenido problemas de vista, pero ya no era capaz ni de leer las señales de tráfico. Imagínese, si no puedo trabajar con el ordenador, no puedo hacer nada.

Es probable que padeciese un punto de locura. En serio. Iba por ahí diciéndole a la gente: «¡Tened cuidado! Ahí fuera pasa algo. ¿No lo veis? Va a ocurrir algo». Llegué a comprar una navaja de esas de supervivencia en una tienda especializada. (Risas.) Cuando recuperé la cordura, me di cuenta de lo insensato de mi comportamiento. Había llegado a creerme mis delirios. Me preguntaba qué podía hacer yo con una navaja.

Es extraño, pero no siento rabia. Por supuesto que me enfurece pensar en las personas que murieron. Me entristece especialmente el caso de los empleados de la estación que tuvieron que limpiar el gas. De no haber estado ellos allí, probablemente yo también habría muerto. Sin embargo, no albergo odio ni resentimiento contra los criminales. Tengo más la sensación de haber sufrido un accidente. Es probable que usted esperase otra respuesta.

No, no esperaba nada en especial. No hay respuestas predeterminadas.

Lo que no puedo soportar es la cobertura informativa que le dieron a Aum. No quiero ni verlo. Sí, sin duda eso multiplicó mi desconfianza hacia los medios de comunicación. En resumidas cuentas, todos dicen «lo siento», pero en el fondo les encanta el morbo. La gente se entretiene con esas cosas y dice: «¡Oh, qué lástima!». He dejado de leer hasta las revistas.