MINORU MIYATA (54)
El señor Miyata trabaja como chófer para la televisión de Tokio desde hace seis años. Está contratado por una empresa externa de conductores profesionales. Hace largas guardias en la sede central de la televisión hasta que salta una noticia, momento en el cual se pone en marcha a toda prisa, arranca la furgoneta y sale a la calle con el equipo de cámaras y reporteros. En ocasiones, no le queda más remedio que pisar a fondo y conducir los más de mil seiscientos kilómetros que separan Tokio de Hokkaido. Un trabajo duro.
Conductor profesional desde mediados de la década de los sesenta, confiesa que se sentía atraído por los coches desde que era un niño. Se le ilumina la cara al hablar de ello. Nunca ha tenido un accidente ni le han puesto una multa, aunque admite que comete alguna infracción de vez en cuando, siempre por razones de peso. En condiciones normales, es un conductor respetuoso con las normas de circulación y con los otros vehículos: «Los accidentes no ocurren tan fácilmente si conduces atento a lo que pasa delante y detrás». El día del atentado, sin embargo, no tuvo más remedio que infringir varias normas cuando llevaba al hospital a algunas de las víctimas.
Nació y se crió en Tokio. Casado y con un hijo, no aparenta sus cincuenta y cinco años. Habla rápido, sin pensar mucho lo que dice. Es el ejemplo perfecto de una persona con capacidad de reacción inmediata, una rapidez que resultó decisiva en el escenario del atentado.
El día del atentado conducía una furgoneta Toyota modelo Hiace, rotulada con un logotipo de la televisión de Tokio en los laterales. Los equipos a los que llevo cambian constantemente, pero la furgoneta es siempre la misma. Suelo estar en una especie de sala de espera que se encuentra en la planta baja del edificio. Cuando sucede algo, cargo y salgo disparado al lugar de la noticia. Mi horario es de 9:30 de la mañana a 6:30 de la tarde, aunque suelo hacer horas extras. A veces también me llaman en mitad de la noche.
Hay que valer para este trabajo. Si otras televisiones llegan antes que tú al lugar de la noticia, es un problema. Como el tipo de vehículos que utilizamos no es muy rápido, al final se trata de elegir la mejor ruta, la menos congestionada, llegar lo antes posible. El tiempo libre del que dispongo lo utilizo para estudiar mapas o memorizar rutas. Pídame que vaya a cualquier lugar de Kanto, la región de Tokio, y verá como conozco la ruta aunque nunca haya estado allí.
En la tele todos los días pasa algo. No hay uno solo en el que no ocurra nada. Nunca puedo tomarme un descanso. (Risas.)
El 20 de marzo tenía una salida programada a las 8:30 con un operador de cámara para grabar en Ueda Harlow, una empresa del distrito financiero de Kabutocho. Pensé que lo mejor sería llegar hasta el cruce de la estación de Kamiyacho, para salir después por la avenida Showa. Sin embargo, cuando llegamos al cruce nos encontramos con una situación desastrosa. «¿Qué pasa aquí?», me pregunté. Reduje la velocidad. «Quizá nos llamen antes de llegar», dijo el operador de cámara. Íbamos tres, el operador, el realizador y yo. Seguimos adelante.
Justo antes de entrar en el túnel de Shimbashi, completamente atascado como era de esperar, nos llamaron de la redacción. Nos dijeron que fuéramos al cruce de Kasumigaseki. Es una zona abierta, muy amplia, donde hay varios ministerios, el de Asuntos Exteriores, el de Economía, el de Comercio e Industria, el de Agricultura y Pesca… Nada más llegar vi a varios trabajadores del metro tendidos en el suelo, junto a la salida, con el uniforme puesto: unos estaban inmóviles; otros, agachados en cuclillas. Había uno joven que no dejaba de gritar con todas sus fuerzas: «¡Rápido, que alguien llame a una ambulancia!».
Fuimos los primeros en llegar. Había una sola ambulancia. Se llevó a varias personas. Justo al lado, un policía llamaba por radio: «¡Envíen más ambulancias inmediatamente!». En ese momento ya se había desatado el pánico en Tsukiji y en otros lugares, por eso no llegaban vehículos de emergencia hasta donde nos encontrábamos nosotros. La situación era muy grave. Para transportar a los heridos se llegaron a utilizar incluso coches de la policía secreta. Todo el mundo gritaba. Ikeda, el operador de cámara, grababa toda la escena.
Alguien nos dijo: «En lugar de grabar podrían llevar a una o dos personas al hospital». Los equipos de emergencia no llegaban. Nosotros teníamos un vehículo, pero la furgoneta estaba cargada con equipos y no podíamos irnos sin más. Hablé con mis compañeros. Les pregunté qué debíamos hacer. «Si no ayudamos, va a ser mucho peor», dije. Al final me decidí: «Está bien. Iré yo». Corrí hacia el joven empleado del metro que no dejaba de gritar. Le pregunté adónde debía ir. «Llévelos al Hospital de Hibiya.» Me extrañó. El más cercano era el de Toranomon, pero el de Hibiya era el que tenía asignado la Autoridad del Metro.
Descargamos todo el equipo por si hacía falta. Como la furgoneta no tenía luces de emergencia, el joven se sentó a mi lado y se puso a agitar un pañuelo por la ventanilla. Se lo había dado una joven que atendía a los heridos para que todo el mundo pudiera identificarnos. Metimos en la furgoneta al señor Takahashi, el ayudante del jefe de estación que murió. También a otro joven cuyo nombre no recuerdo y que tendría unos treinta años. No parecía tan grave. Al llegar salió de la furgoneta por su propio pie. Los tumbamos a los dos en los asientos traseros. El más joven no dejaba de preguntar: «¿Y Takahashi?, ¿se encuentra bien?». Por eso recuerdo tan bien ese nombre. Takahashi apenas estaba consciente; tan sólo respondía con leves gemidos cuando le hablaban.
El Hospital de Hibiya está cerca de la estación de Shimbashi, junto al hotel Daichi, un lugar de una extensión inmensa. Sólo cruzar esa zona puede llevar más de tres minutos… El joven que iba a mi lado no dejó de agitar en ningún momento el pañuelo por la ventanilla. Nos saltamos todos los semáforos en rojo, nos metimos en dirección contraria en varias calles de sentido único. La policía nos vio, pero teníamos que seguir adelante como fuera. Estábamos desesperados. Sabíamos que era una cuestión de vida o muerte.
En el hospital, sin embargo, no nos admitieron nada más llegar. Vino una enfermera corriendo. Le explicamos que se trataba de víctimas del atentado, pero nos dijo que no había médicos disponibles. Dejó a los heridos tirados sobre el pavimento. No sé si debo decirlo, pero lo cierto es que nos abandonaron a nuestra suerte. Nunca entenderé por qué hizo aquello.
El joven entró para implorar a la recepcionista: «¡Se va a morir! ¡Tienen que hacer algo!». Yo estaba con él. En ese momento, Takahashi aún seguía con vida. Pestañeaba. Lo habíamos sacado de la furgoneta y lo habíamos tumbado en la camilla junto al otro chico que se había quedado agachado a su lado. Explotamos. Estábamos tan furiosos que se nos subió la sangre a la cabeza. Aquello duró una eternidad, no puedo decir exactamente cuánto.
Por fin salió un médico y se lo llevaron adentro. Lo peor de todo es que no tenían ni idea de la gravedad de la situación. Nadie les había informado de que podían llevarles a personas heridas. No supieron cómo reaccionar. No actuaron adecuadamente. Eran las 9:30. Había transcurrido más de una hora desde el atentado y, a pesar de todo, el hospital seguía sin tener noticia de lo ocurrido. Debimos de ser los primeros en llevarles víctimas. No sabían qué hacer. Si hubiéramos ido al Hospital de Toranomon, tal vez le habríamos salvado la vida a Takahashi. No puedo dejar de lamentarme por ello. Ese hospital estaba tan cerca, que casi podía verlo desde la estación. En el de Hibiya ni siquiera se inquietaron. Estábamos desesperados. Treinta minutos antes y aún seguiría vivo. Lo lamento profundamente.
Fue muy duro ver cómo aquel joven contemplaba impotente a su colega, a su superior, sin saber si lograría salir adelante o no. En su desesperación, no dejaba de repetir: «¡Atiéndanle! ¡Atiéndanle deprisa, deprisa!». En cuanto a mí, estaba tan angustiado por lo que sería de él que me quedé frente a la puerta del hospital durante más de una hora. En todo ese tiempo no me informaron de nada. Al final regresé a la estación. No he vuelto al Hospital de Hibiya; tampoco he vuelto a saber nada de aquel joven. Por la noche me enteré de que el señor Takahashi había muerto. Me afectó mucho. Pensar que has tratado de ayudar a alguien y no ha conseguido salir adelante…
¿Que si siento rabia hacia Aum? No. Es algo que está más allá de eso. ¿A quién pretenden engañar? Dicen que sólo seguían las órdenes de Asahara, pero ellos fueron los autores materiales. Estaban perfectamente entrenados para morir matando. He ido muchas veces al cuartel general de Aum por trabajo, al que está en la localidad de Kamikuishiki. La mayor parte de los adeptos que hay allí parecen idos, como si les hubieran arrebatado el espíritu. No ríen, no lloran. Son como máscaras de teatro N–o, inexpresivas. Supongo que eso es lo que significa tener el control mental de alguien. Sin embargo, los dirigentes de la secta no son así. Tienen expresión en sus caras, resulta evidente que piensan, ríen, lloran, no están sometidos a ningún control mental. Son ellos quienes dan las órdenes, han unido sus fuerzas a las de Asahara para tratar de apoderarse del país. Digan lo que digan, no tienen excusa. ¿Por qué no los condenan a todos a muerte?
Cuando has trabajado tantos años como yo en esta profesión, no exageras si dices que lo has visto todo. Incluso estuve en el terremoto de Kobe, pero el atentado con gas sarín fue algo distinto, un verdadero infierno. De acuerdo, es cierto; puede que hubiera ciertos problemas respecto a cómo se informó del atentado, pero la gente a la que se entrevistó conocía de primera mano la pesadilla que fue aquello en realidad.