MASARU YUASA (24)
El señor Yuasa es mucho más joven que el señor Toyoda (entrevistado más adelante) o el señor Takahashi. Su edad corresponde más bien a la de los hijos de estos dos; con su pelo liso y perfectamente arreglado, no aparenta más de dieciséis años en lugar de los veintiséis que tiene en el momento de la entrevista. Conserva ese aire ingenuo propio de algunos jóvenes, lo que le hace parecer más joven de lo que en realidad es.
Nació en Ichikawa, al otro lado de la bahía de Tokio, en la prefectura de Chiba, donde pasó su juventud. En un momento dado le empezaron a interesar los trenes porque tenía un primo que trabajaba en el metro. Se matriculó en la Escuela Superior de Iwakura, en el distrito tokiota de Ueno. Es la escuela que ofrece una mejor formación para quien desee dedicarse a los ferrocarriles. Como quería ser conductor, optó por los estudios de ingeniería mecánica. En 1988 le contrató la Autoridad del Metro de Tokio. Desde entonces ha trabajado en la estación de Kasumigaseki, a la que se siente unido en cuerpo y alma. Directo y hablador, afronta su responsabilidad diaria con una clara determinación. El atentado con gas sarín supuso un tremendo golpe para él.
Su inmediato superior le ordenó que ayudase a evacuar en camilla al señor Takahashi. Le llevaron desde el andén donde se había desplomado hasta la calle. Una vez allí, el señor Yuasa debía esperar en la zona predeterminada por el protocolo de seguridad la llegada de la ambulancia que nunca llegó. Vio con sus propios ojos cómo su compañero empeoraba sin poder hacer nada para remediarlo. El señor Takahashi no recibió la atención médica necesaria y, finalmente, falleció. La frustración del señor Yuasa, su rabia y su confusión son indescriptibles. Es probable que por esa razón su memoria presente ciertas lagunas. Admite que algunos detalles se han borrado por completo de su mente. Eso explicaría por qué ciertos acontecimientos ocurridos en el mismo escenario difieren ligeramente respecto a otras versiones.
En la escuela donde estudié había un departamento de mecánica de transportes. Estadísticamente, los que elegían Transportes eran tipos raros que, por ejemplo, tenían por costumbre guardarse los horarios en el cajón para aprendérselos de memoria. (Risas.) A mí me gustan los trenes, pero no tanto. Allí había muchos maniáticos con los que resultaba muy difícil relacionarse. Japan Rail (JR) era el no va más en lo que se refiere a aspiraciones laborales. Muchos de mis compañeros querían ser conductores de Shinkansen, el tren bala. Me gradué, pero en la JR no había ninguna oferta de trabajo. Seibu, Odakyu, Tokyu y otras empresas privadas tenían también bastante prestigio, aunque el problema era que, si trabajabas para ellas, tenías que vivir en alguna de las zonas donde prestaban servicio. Además, exigían experiencia laboral. Eran bastante estrictos. Yo siempre había querido trabajar en el metro de Tokio, una empresa muy bien considerada. El sueldo era parecido al de otras compañías y encima no pasaba como en otros sitios, donde te contrataban para conducir trenes y acababas trabajando en las grandes áreas comerciales de las estaciones.
El trabajo en la estación conlleva una gran variedad de responsabilidades. No sólo las relacionadas con la venta de billetes o la atención al público en el andén, sino también la de hacerse cargo de los objetos perdidos, evitar discusiones y peleas entre los pasajeros, etcétera, etcétera. Empezar a trabajar con dieciocho años y tener que hacerte cargo de todo eso fue realmente duro. Quizá por eso mi primer servicio de veinticuatro horas fue el que se me hizo más largo. Cuando cerré con llave la cancela de la estación después del último tren, respiré aliviado: «¡Por fin se terminó el día!». Ahora ya no me pasa, fue sólo aquella primera vez.
Lo peor de todo son los borrachos. Hay camorristas que buscan pelea, que vomitan… Kasumigaseki no es un distrito donde la gente salga especialmente a divertirse. No suele haber muchos, pero eso no nos libra de que aparezcan de vez en cuando.
Antes de empezar a trabajar quería ser conductor. ¿Hizo los exámenes correspondientes?
No, nunca llegué a presentarme. Tuve ocasión de hacerlo en varias ocasiones, pero lo descarté y al final no lo hice. Al cumplir mi primer año en la empresa se convocó uno para interventor, pero durante ese tiempo me había acostumbrado al trabajo en la estación, así que lo dejé pasar. Cierto que había borrachos y otras cosas que no me gustan, pero quería seguir allí un poco más. Supongo que mi ilusión se desvaneció.
En la estación de Kasumigaseki confluyen tres líneas: Marunouchi, Hibiya y Chiyoda. Cada una de ellas cuenta con su propia plantilla. En aquella época yo estaba asignado a la Marunouchi. La oficina de la línea Hibiya es la más grande y, oficialmente, la central de la estación, pero las otras dos también cuentan con despachos.
El domingo anterior al atentado tuve turno de veinticuatro horas en la línea Chiyoda. Andaban cortos de personal y me tocó cubrir una vacante. Es algo frecuente, porque tiene que haber un número de personal mínimo para cubrir el turno de noche. El de otras líneas ayuda cuando es necesario; funcionamos como una gran familia.
Alrededor de las 12:30 de la noche echamos las persianas metálicas, bloqueamos los torniquetes, apagamos las máquinas expendedoras, nos lavamos y nos acostamos pasada la una de la madrugada. El primer turno termina a las 11:30 y se acuesta sobre las doce. Se levanta a las 4:30 de la mañana siguiente. El segundo turno a las 5:30. El primer tren sale a las 5 de la mañana.
Te levantas y en lo primero que piensas es en limpiar, abrir las puertas, preparar los torniquetes… Cuando todo está listo, nos turnamos para desayunar. Cocemos nuestro propio arroz y preparamos sopa de miso. Cocinar está incluido entre nuestras responsabilidades. Lo compartimos todo.
Aquella noche yo estaba en el segundo turno. Me levanté a las 5:30, me puse el uniforme y a las 5:55 me hallaba junto a los torniquetes de entrada a la estación. Me quedé allí hasta las 7. Luego me tomé media hora de descanso para desayunar. Después me dirigí hacia la zona de salida A, donde se encuentran las salidas A-12 y A-13. Estuve allí aproximadamente hasta las 8:15. Mi jornada terminaba en ese momento. Iba de regreso a la oficina después de que me sustituyera un compañero, cuando vi al jefe de vestíbulo, Matsumoto, con una fregona. «¿Para qué es eso?», le pregunté. Iba a limpiar un vagón. Yo no tenía nada que hacer. «Está bien, iré con usted», le dije. Subimos por las escaleras mecánicas hasta el andén. Allí nos encontramos con el señor Toyoda, el señor Takahashi y el señor Hishinuma junto a un montón de papeles de periódico humedecidos. Los metían en una bolsa de plástico, pero, a pesar de su ahínco, había un líquido que no dejaba de desparramarse por el suelo. Matsumoto pasó la fregona para limpiarlo. Yo no tenía nada con lo que limpiar. Ya habían terminado de meter los papeles de periódico en la bolsa, así que no podía hacer gran cosa. Me quedé de pie a un lado y observé la escena.
No dejaba de preguntarme qué sería aquel líquido. No tenía ni idea. Tampoco olía a nada en particular. Takahashi se dirigió hacia la papelera que había al final del andén. Probablemente iba a buscar más periódicos para terminar de limpiar. Cuando estaba junto a la papelera, se desplomó. Corrimos hacia él. «¿Qué ocurre?», le gritamos. Yo pensé que sólo se encontraba mal, no que fuera algo grave. «¿Puede caminar?», le preguntamos de nuevo. Era evidente que no. Llamé a la oficina por el interfono para pedir que mandasen con urgencia una camilla. Takahashi tenía muy mala cara. No podía hablar. Forcejeaba, como si quisiera aflojar el nudo de su corbata. Yo no entendía por qué razón parecía sufrir tanto. Lo tumbamos de lado… Realmente tenía muy mal aspecto.
Lo llevamos a la oficina en camilla y llamamos a una ambulancia. Fue entonces cuando le pregunté a Toyoda: «¿A cuál de las salidas se dirigirá la ambulancia?». Existe un protocolo para situaciones de emergencia que especifica el lugar exacto donde deben detenerse en caso de accidente. Pero Toyoda no articulaba bien. Es extraño, pero en ese momento pensé que estaba demasiado confuso para hablar con claridad. Me precipité hacia la salida A-11. Antes de subir a Takahashi salí a la calle y esperé allí para indicarle al personal de la ambulancia adónde tenía que ir exactamente. Era la salida que queda frente al Ministerio de Comercio e Industria.
Antes de llegar afuera me crucé con unos colegas de la línea Hibiya. Me hablaron de una explosión en la estación de Tsukiji. No sabían mucho más del asunto. El día 15 de ese mismo mes habíamos encontrado un objeto sospechoso en la estación. Mientras esperaba a la ambulancia pensé: «Mala época. Ocurren muchas cosas raras».
La ambulancia se demoraba mucho. Salieron unos compañeros para preguntarme qué ocurría. «¿Qué hacemos?» Decidimos que lo mejor sería sacar a Takahashi a la calle. Durante todo ese tiempo yo estuve fuera y ellos dentro. Abajo, en la oficina, empezaban a sentirse mal. No querían volver a bajar. Atribuían su malestar a las bolsas de plástico con los papeles que habían usado para limpiar el líquido. Estaban dentro de la oficina.
De todos modos había que subir a Takahashi. Bajamos todos juntos. Había una pasajera que no se encontraba bien. Estaba sentada en el sofá de la entrada. Era la señora Nozaki. Takahashi estaba tendido en la camilla, justo detrás de ella. No se movía. Estaba prácticamente inmóvil, rígido, inconsciente. Había empeorado. Un compañero intentaba hablar con él, pero no contestaba. Cargamos con él entre cuatro y lo sacamos a la calle.
Esperamos. No se oía la sirena de la ambulancia por ninguna parte. Cada vez estábamos más nerviosos, más frustrados. ¿Por qué no venían? Más tarde nos enteramos de que todas las ambulancias habían ido a Tsukiji. En la distancia se oían las sirenas. Ninguna venía en nuestra dirección. No podía reprimir la ansiedad que me provocaba el darme cuenta de que se equivocaban de lugar. Tenía ganas de gritarles, decirles que vinieran a ayudarnos. Me eché a correr para alcanzar alguna, pero me mareé por el esfuerzo… En un primer momento lo atribuí a la falta de sueño.
En la calle había periodistas. No eran de la televisión. Era una fotógrafa con una cámara grande de aspecto profesional. Empezó a disparar. Yo estaba muy nervioso; la ambulancia no llegaba. Le grité: «¡Nada de fotos!». Su ayudante se interpuso entre nosotros. También le grité a él, pero lo cierto es que sólo hacían su trabajo. Poco tiempo después llegó un equipo de la televisión de Tokio. Me hicieron muchas preguntas sobre la situación, sobre lo que estaba pasando. Yo no me encontraba en condiciones de responderles, mucho menos teniendo en cuenta que la ambulancia no llegaba.
Me percaté de que los de la tele tenían una furgoneta. «Si tienen un vehículo, deben llevarse a Takahashi», les ordené. Por mi forma de hablar debieron de comprender que estaba furioso. No recuerdo bien la secuencia de los acontecimientos porque estaba muy excitado. Como no sabían exactamente lo que pasaba, me llevó un rato explicárselo y convencerlos. No se pusieron en marcha de inmediato. La discusión nos llevó un buen rato, pero en cuanto se aclararon las cosas metieron a Takahashi en la parte trasera de la furgoneta junto al señor Ohori, otro compañero que también se sentía mal. Nada más sacarle a la calle, Takahashi empezó a vomitar. Estuve todo el tiempo con él. Nos llevamos también a otro compañero, al señor Sawaguchi.
Le pregunté al conductor: «¿Sabe ir al hospital?». Me dijo que no. Me senté a su lado y le indiqué el camino hasta el Hospital de Hibiya, adonde enviábamos a las personas que se ponían enfermas. Una mujer nos dijo que sacásemos un pañuelo rojo por la ventanilla para que todo el mundo se diera cuenta de que se trataba de una emergencia. No teníamos ninguno y ella nos dejó el suyo. Toyoda me explicó después que había trabajado en la JR. No era rojo, era un pañuelo corriente. Lo agité por la ventanilla durante todo el trayecto. Debían de ser las nueve y el tráfico era muy intenso. La interminable espera me había sacado de quicio. No recuerdo la cara del conductor ni la de la mujer. No conservo ninguna imagen clara. Sólo sé que me marché de allí. No tuve tiempo de pensar en lo que pasaba. Recuerdo que Ohori vomitó en el asiento de atrás. De eso sí me acuerdo.
En el hospital tardaron mucho tiempo en atendernos. No sé qué hora era cuando llegamos, supongo que aún no eran las nueve. Sacamos a Takahashi en la camilla, me acerqué a toda prisa a la recepción: «¡Es una emergencia!», les grité. Volví a salir y esperé junto a Takahashi. No se movía. Ohori se había desplomado. Se quedó inmóvil. A pesar de la gravedad de la situación, nadie salió del hospital para hacerse cargo de ellos.
¿No salió nadie?
Debieron de juzgar que no era tan urgente. No les había proporcionado detalles sobre lo que pasaba y debí de dar la impresión de estar muy confundido. Esperamos y esperamos. Nadie salió. Volví a entrar. En esa ocasión levanté la voz: «¡Por favor, que salga alguien de una vez! ¡Es una emergencia!». Fue entonces cuando se decidieron a hacer algo. Nada más ver las condiciones en las que se encontraban Takahashi y Ohori, los llevaron dentro a toda prisa. ¿Cuánto duró aquello? No lo sé, quizá dos o tres minutos.
Sawaguchi se quedó en el hospital y yo regresé a la estación con el conductor. Estaba más tranquilo, al menos no dejaba de repetir que tenía que calmarme. Le pedí disculpas al conductor porque Ohori le había ensuciado el asiento, pero él no parecía especialmente preocupado. Me di cuenta de que podía volver a tener una conversación normal.
Creo recordar que, cuando llegamos, ya habían sacado a Toyoda y Hishinuma. Ninguno de los dos se movía; trataban de reanimarlos, les daban masajes cardiacos. Les pusieron el oxígeno que teníamos para casos de incendio. Junto al Ministerio de Comercio e Industria había sentados varios empleados y pasajeros. Nadie tenía la más mínima idea de lo que pasaba. Al fin llegó una ambulancia. Me falla la memoria en ese punto, pero creo recordar que se llevaron a Toyoda y a Hishinuma por separado. Un solo paciente por vehículo. A uno de los dos le metieron en un coche. Se los llevaron sólo a ellos porque no había nadie más en estado crítico. Se había congregado mucha gente en torno a la salida A 11: periodistas, policía, bomberos… Lo recuerdo bien. Los medios de comunicación no daban abasto; entrevistaban a los pasajeros, al personal del metro… Es probable que ya no se les permitiera el acceso a la estación.
En cuanto la situación estuvo controlada, regresé a pie al hospital. Al entrar vi la televisión encendida. Daban las noticias de la NHK, la televisión pública japonesa. Había conexiones en directo con los diferentes lugares donde se había producido el atentado. Fue así como me enteré de que Takahashi había muerto, por un rótulo que pasaba en la parte inferior de la pantalla. «¡Maldita sea!», pensé, «no lo ha logrado. Llegamos demasiado tarde…» No puedo describir el profundo dolor que sentí.
¿Cómo me afectó a mí el sarín? Bueno, se me contrajeron las pupilas. Me daba la impresión de que todo estaba oscuro. También tenía náuseas. Nada serio. No me hicieron análisis ni tuve que pasar por consulta. Me pusieron suero por si acaso, eso sí. Me quedé un rato adormilado con el uniforme puesto. De entre todos los que estuvimos cerca del gas, yo fui el menos afectado, probablemente porque salí pronto de la estación. En cuanto me quitaron el suero regresé con otros compañeros. La línea Chiyoda no tiene parada en Kasumigaseki, por eso volvimos a la oficina de la línea Marunouchi. Entre una cosa y otra, se hizo de noche. Había sido un día muy largo. Me tomé libre el día siguiente. Dos días más tarde tenía otro turno de veinticuatro horas.
Reconozco que lo que recuerdo de ese día me viene a trompicones. De pronto se me aparece este o aquel detalle con suma claridad, pero todo lo demás permanece entre la bruma. Será porque estuve todo el tiempo muy agitado. Sin embargo, del colapso de Takahashi y del momento en que lo llevamos al hospital me acuerdo a la perfección.
No tenía una relación especialmente estrecha con Takahashi. Él era ayudante del jefe de estación, yo tan sólo un joven subordinado. Una posición muy distinta. Su hijo también trabaja en el metro y debe de tener la misma edad que yo. Supongo que eso nos convertía casi en padre e hijo, aunque él nunca me hizo sentir la verdadera diferencia de edad que había entre nosotros. No era de esos que marcan distinciones jerárquicas. Era un hombre tranquilo, caía bien a todo el mundo. Siempre trataba a los pasajeros con suma educación. En lugar de señor Takahashi, le llamábamos cariñosamente Isho-san.
El atentado no me afectó hasta el extremo de pensar que no podría soportar más el trabajo. En absoluto. He estado en la estación de Kasumigaseki desde el primer día. No puedo compararlo con otros trabajos, pero éste me gusta.