KIYOKA IZUMI (26)
La señorita Kiyoka Izumi nació en Kanazawa, al norte de la costa central del mar de Japón. Trabaja en el departamento de relaciones públicas de una compañía aérea extranjera. Después de terminar sus estudios empezó a trabajar para la Japan Railway (JR), la principal compañía ferroviaria japonesa, pero después de tres años decidió cumplir su sueño de infancia e intentar conseguir un trabajo en aviación civil. Eso fue lo que la llevó a tomar la valiente decisión, hace ya dos años, de cambiar. En Japón, entrar en una compañía aérea resulta extremadamente difícil (sólo lo consigue uno de cada mil aspirantes). Ella lo logró, pero tuvo la mala suerte de verse envuelta en el atentado del metro poco después de haberse incorporado a su nuevo puesto.
Asegura que lo que más le gusta es estudiar. A primera vista se ve que es una mujer apasionada y positiva, con el suficiente carácter para lograr los objetivos que se propone. Es elocuente y quizá la palabra «justa» suene un tanto anticuada, sin embargo, encaja bien en su forma de ser sincera y afable.
Si no trabajase para una compañía aérea, le gustaría hacerlo como secretaria de algún político. De hecho, estudió para eso y, de haberse dedicado a ello, no me cabe ninguna duda de que habría sido una profesional muy competente.
Resulta extraño, pero al observarla no podía evitar la sensación de percibir cierta nostalgia en ella. En mi clase del instituto había una chica muy parecida; tenía un carácter firme, digno de confianza. Me pregunto si hoy en día seguirá habiendo chicas así.
Su trabajo en la JR fue una experiencia interesante, pero hasta cierto punto incompatible con su forma de ser, ya que lo más importante para la empresa era la posición jerárquica de cada uno en detrimento de su capacidad. Además, el sindicato tenía mucha fuerza y a menudo planteaban posiciones muy intolerantes, cosa que generaba, según ella, una atmósfera particular, estrecha. Por si fuera poco, quería dar uso al inglés que había aprendido. Cuando tomó la decisión de marcharse, sus compañeros se lo reprocharon, pero ya no había marcha atrás para ella.
En la JR recibió formación sobre cómo actuar en situaciones de emergencia, lo cual resultó ser de un valor incalculable cuando se le presentaron aquellas circunstancias completamente inesperadas…
Confiesa que le gusta estar siempre con gente, que no entra en una cafetería si no es acompañada. Ni se plantea la posibilidad de vivir sola.
En aquella época vivía en Waseda (al noroeste del centro de Tokio) en un apartamento muy pequeño, por eso me mudé hace poco. Las oficinas de la compañía estaban en Kamiyacho (al sudeste del centro), de manera que siempre tomaba la línea Tozai, cambiaba en Otemachi a la línea Chiyoda y continuaba hasta la estación de Kasumigaseki. Desde allí sólo me quedaba una parada de la línea Hibiya hasta Kamiyacho.
La jornada laboral comenzaba a las 8:30. Salía de casa sobre las 7:45. Como muy tarde a las 7:50. Siempre llegaba antes de mi hora de entrada, normalmente era una de las primeras en hacerlo. En las empresas japonesas se espera de uno que llegue al trabajo entre media hora y una hora antes de la hora, pero en una compañía extranjera, al contrario, hay mucha más flexibilidad. No ganas nada con llegar antes de tiempo.
Me levantaba entre las 6:15 y las 6:20 de la mañana. Generalmente no desayunaba, tan sólo un café rápido. La línea Tozai suele estar atestada en las horas punta, pero si consigues evitar los momentos críticos, no está mal del todo. Nunca he tenido ningún problema con pervertidos que hayan tratado de meterme mano o cosas por el estilo.
No suelo ponerme enferma, pero la mañana del 20 de marzo no me sentía bien. En realidad me encontraba fatal. A pesar de todo me levanté y me metí en el metro para ir al trabajo. Hice transbordo en Otemachi para cambiar a la línea Chiyoda. Pensé: «¡Vaya! Hoy me encuentro realmente mal». Inspiré. En ese instante se me congeló la respiración. Fue así como sucedió.
Viajaba, como de costumbre, en el primer vagón, porque así me quedaba más cerca la salida para el transbordo en la estación de Kasumigaseki. No iba muy lleno. Casi todos los asientos estaban ocupados, pero sólo había unos cuantos pasajeros en pie desperdigados aquí y allá. Se alcanzaba a ver de un extremo a otro del vagón.
Estaba de pie junto a la cabina del conductor, agarrada al pasamanos de la puerta. Entonces, como ya he dicho antes, respiré profundamente y me invadió un pánico repentino. No fue algo doloroso, sentí más bien como si me hubieran disparado. Algo así. Se me cortó la respiración de súbito. Me daba la impresión de que si volvía a tomar aire se me saldrían los intestinos por la boca. Sentía un enorme vacío en el estómago, debido, probablemente, al hecho de que no me encontraba bien. Al menos eso fue lo que pensé en un primer momento, pero pronto me di cuenta de que un simple malestar no podía llegar hasta ese extremo.
Ahora lo recuerdo y todo me resulta muy extraño. También pensé: «Quizás es una señal de que ha muerto mi abuelo». Vivía en el norte, en la prefectura de Ishikawa. Tenía noventa y cuatro años. Unos días antes me habían llamado para decirme que estaba muy enfermo. Interpreté lo que me pasaba como una especie de señal. Ése fue mi primer pensamiento: algo había sucedido. Mi abuelo había muerto.
Pude volver a respirar con normalidad poco después, pero en cuanto el tren dejó atrás la estación de Hibiya, justo antes de Kasumigaseki, me dio un ataque de tos. En realidad todo el mundo tosía como si estuviera poseído. Comprendí que sucedía algo extraño que no tenía que ver sólo conmigo. La gente estaba muy nerviosa, todo…
Cuando el tren se detuvo en Kasumigaseki, salí sin pensar demasiado en lo que pasaba. Unos pasajeros llamaron a uno de los encargados de la estación: «¡Por favor! Aquí pasa algo raro. ¡Venga deprisa!». El encargado entró en el vagón. No vi qué sucedió después, pero tengo entendido que fue él quien sacó las bolsas con el gas sarín. Poco después murió.
Me alejé del andén y caminé por los pasillos en dirección a la línea Hibiya. Nada más llegar, escuché la señal de emergencia al final de la escalera: ¡Biiii. Biii! Como había trabajado durante un tiempo en la JR, supe de inmediato que se trataba de un accidente. Lo anunciaron por megafonía. Pensé que lo mejor sería alejarme de allí cuanto antes. Justo en ese momento llegó el tren de la línea Hibiya en dirección contraria.
Dada la confusión que reinaba entre los empleados de la estación me di cuenta de que no era una situación normal. El tren que acababa de llegar iba completamente vacío, sin un solo pasajero a bordo. Me enteré más tarde de que también habían liberado en él gas sarín y de que, al percatarse de que sucedía algo grave, habían evacuado a todos los pasajeros en la estación de Kamiyacho.
Después de la alarma hubo un anuncio por megafonía: «Evacuen la estación de inmediato». La gente se dirigió hacia las salidas. Yo empezaba a sentirme realmente mal. Pensé que sería mejor ir primero al baño antes de salir. Lo busqué por todas partes, me arrastré como pude hasta que por fin lo encontré junto a una de las oficinas de la estación. Vi a tres trabajadores tirados en el suelo. Tenía que haber sido un accidente muy grave. Me dirigí hacia la salida que queda frente al edificio del Ministerio de Comercio e Industria. Supongo que todo eso sucedió en unos diez minutos. Durante ese tiempo evacuaron a los tres hombres que había visto en el suelo.
Al salir afuera miré a mi alrededor. Lo que vi… ¿Cómo podría describirlo? Un «Infierno». Sí, esa palabra lo describe a la perfección. Allí se encontraban aquellos tres hombres tumbados en el suelo; les habían metido una cuchara en la boca para evitar que se tragasen la lengua. Vi también a otros empleados del metro sentados en unos maceteros de la calle. Todos ellos se sujetaban la cabeza con las manos. Lloraban. Me había topado con una chica que también lloraba a lágrima viva. No supe qué decirle. No tenía ni idea de lo que pasaba.
Me acerqué a uno de los empleados de la estación. «He trabajado para la JR. Estoy entrenada para actuar en situaciones de emergencia. ¿Puedo ayudar de algún modo?» Se quedó mirando al vacío. Todo lo que acertó a decir fue: «Sí, sí. Ayude». Me volví hacia sus compañeros. «No es momento de llorar», les recriminé. «No estamos llorando», respondió uno de ellos. Había sacado una conclusión errónea. Al verlos pensé que se lamentaban por la desgracia de sus compañeros muertos. «¿Ha llamado alguien a una ambulancia?», pregunté. Así era. Al fin oí una sirena a lo lejos, pero me di cuenta de que no venía en nuestra dirección. Por alguna razón fuimos los últimos a quienes socorrieron. Los heridos más graves fueron los últimos en llegar al hospital. Como resultado de eso, dos personas fallecieron.
Había un equipo de la televisión de Tokio que grababa la escena. Tenían la furgoneta aparcada muy cerca de allí. Corrí hacia ellos. «¡No es momento de grabar!», les dije. «¡Si disponen de un vehículo, lleven inmediatamente a esta gente al hospital!» El conductor consultó con sus compañeros. «De acuerdo», respondió.
En la JR me habían enseñado que siempre debía llevar conmigo un pañuelo rojo. De esa manera podía utilizarlo para detener los trenes en caso de emergencia. Pregunté a las personas que estaban a mi alrededor si tenían alguno o, en caso contrario, algo lo suficientemente llamativo. Alguien sacó uno, pero era muy pequeño. Se lo di al conductor del equipo de televisión. «Lleve a esta gente al hospital más cercano. ¡Es una emergencia!», le ordené. «¡Toque el claxon cuanto sea necesario, sáltese los semáforos en rojo si hace falta! ¡No se detenga por nada!»
He olvidado cómo era el pañuelo; creo que estampado. No recuerdo si le dije que lo agitara por la ventanilla o lo até yo misma al espejo retrovisor. Estaba muy alterada, por eso mis recuerdos no son muy precisos. Lo que sí recuerdo es que metieron al señor Takahashi, un empleado del metro que murió más tarde, en la parte de atrás. Con él subió también el segundo de la estación, y como aún había espacio, montaron a uno más.
Creo que cuando metimos al señor Takahashi en la furgoneta aún seguía con vida, pero nada más verle pensé que estaba en las últimas. Nunca había visto a alguien tan cerca de la muerte, no tenía esa experiencia, pero, por alguna razón, supe que iba a morir en aquel lugar. En cualquier caso, tenía que hacer cuanto estuviera en mis manos. El conductor me suplicó: «Señorita, venga con nosotros, por favor». «No, no voy», le respondí. Aún sacaban a mucha gente del interior de la estación y alguien tenía que hacerse cargo de ellos. Por eso me quedé. No sé a qué hospital se dirigieron; no volví a verlos.
Me fijé en una chica que estaba junto a mí. Sollozaba. Temblaba. Me quedé con ella para tratar de animarla. «Tranquila, tranquila. Todo va a salir bien», le dije. Por fin llegó una ambulancia. Había intentado ocuparme de tanta gente como fui capaz. Todos tenían la cara pálida, más bien completamente lívida. Había un hombre mayor que echaba espuma por la boca. Nunca hubiera imaginado que un ser humano fuese capaz de expulsar semejantes espumarajos. Le desabroché la camisa, le aflojé el cinturón, le tomé el pulso. Lo tenía muy acelerado. Traté de levantarle. Estaba inconsciente. Era otro empleado de la estación, pero como se había quitado la chaqueta del uniforme en un primer momento no lo identifiqué. Su cara pálida y su cabello fino hicieron que lo confundiera con un pasajero. Era el señor Toyoda, compañero de Takahashi y Hishinuma, los dos que murieron. Él fue el único que sobrevivió. Estuvo mucho tiempo ingresado en el hospital.
«¿Está consciente?», me preguntaron los sanitarios de la ambulancia. «No», les respondí yo cada vez más impaciente, «pero aún tiene pulso.» Le pusieron oxígeno. Me dijeron que tenían otra unidad respiratoria: «Si hay algún otro herido nos lo llevaremos». Inhalé un poco de oxígeno y luego le di a la chica que estaba conmigo. Poco después se produjo una verdadera invasión de medios que, literalmente, asaltaron a la pobre chica. Se la pudo ver en televisión una y otra vez. No dejaron de pasar su imagen durante todo el día.
Al hacerme cargo de los demás me olvidé por completo de mí misma. Sólo cuando oí la palabra «oxígeno» pensé: «Deberías. Fíjate en lo mal que respiras». Hasta ese instante no había sido capaz de relacionar el atentado con mi estado físico. Me encontraba bien dentro de un orden, por eso me sentía obligada a ocuparme de quienes lo estaban pasando realmente mal. No tenía ni idea de la magnitud del ataque, pero fuera la que fuera, había sido enorme. Como ya le he explicado antes, me sentía mal desde que me levanté. Estaba convencida de que era cosa mía.
En mitad de aquel tumulto me encontré con un colega de trabajo que me ayudó a rescatar a la chica de las garras de los medios. Luego me propuso que hiciésemos a pie el resto del camino hasta la oficina. «Buena idea», pensé, «caminaremos hasta el trabajo.» Desde Kasumigaseki hasta la oficina se tarda unos treinta minutos. Aún respiraba con dificultad, pero no hasta el extremo de tener que sentarme y recuperar el aliento. Podía caminar.
Nada más llegar, el jefe dijo que me había visto en la tele. Todo el mundo se interesó por mí: «Señorita Izumi, ¿está usted bien?». Eran las diez de la mañana. «¿Por qué no descansa un poco?», sugirió mi jefe, «no debería esforzarse.» Yo aún no entendía del todo lo que había pasado así que me puse a trabajar. Poco después vino a verme alguien del departamento de personal: «Al parecer ha sido un atentado con gas venenoso. Si tiene usted algún síntoma debería acudir inmediatamente al hospital». Lo cierto es que cada vez me sentía peor. Me metieron en una ambulancia en el cruce de Kamiyacho. Me llevaron al Hospital de Azabu, que estaba cerca. Habría ingresadas unas veinte víctimas del atentado.
Tres días después me subió la fiebre hasta los cuarenta grados. Lo primero que pensé es que el termómetro se había estropeado porque el mercurio no bajaba ni una décima. No podía moverme. Cuando al fin me bajó la fiebre, me atacó una especie de tos asmática que me duró un mes entero. Eran los dolorosos efectos secundarios del gas sarín en las vías respiratorias. Empezaba a toser y ya no podía parar. Si hablaba como hago ahora, me daba la tos. En un trabajo de relaciones públicas como el mío tienes que ver a mucha gente, por lo que trabajar en esas condiciones resultaba imposible. Por si fuera poco, tenía pesadillas. La terrible imagen de los empleados del metro con la cuchara metida en la boca volvía a mi mente una y otra vez. En mis sueños veía cientos de cuerpos alineados tendidos en el suelo, se perdían en la distancia. No sé cuántas veces me desperté aterrorizada en mitad de la noche.
Lo he explicado antes. Justo frente al Ministerio de Comercio e Industria había gente que agonizaba, gente tumbada que echaba espuma por la boca. La mitad de la calle se había convertido en un verdadero infierno, pero en la otra mitad la gente seguía con su vida cotidiana, se dirigía al trabajo como si nada. Yo atendía a los heridos como buenamente podía y veía los gestos de extrañeza de los transeúntes. Parecía que se preguntasen: «¿Qué diablos está pasando?». Nadie se acercó a echar una mano. Era como si estuviésemos en otro mundo. No se detuvo una sola persona. Supongo que todos debieron de pensar que no era asunto suyo. También había varios guardias de seguridad en la puerta del edificio del ministerio, justo enfrente. Delante de sus ojos yacían tres personas en estado crítico que agonizaban a la espera de una ambulancia que tardó mucho tiempo en llegar. Ninguno de ellos se acercó a ayudar. Ni siquiera fueron capaces de llamar a un taxi.
El atentado se produjo a las 8:10. La ambulancia llegó una hora y media más tarde. Durante todo ese tiempo nadie nos ayudó, nos dejaron allí tirados sin mover un dedo. De vez en cuando, una cámara de televisión enfocaba el cuerpo exangüe del señor Takahashi, que aún tenía una cuchara metida en la boca. Eso era todo. Yo no podía soportar ver aquella imagen.
Supongamos que hubiera sido usted una de esas personas que caminaban por la otra acera en dirección al trabajo. ¿Habría cruzado la calle para ayudar?
Sí. Creo que lo habría hecho. No los habría ignorado. No me habría importado lo extraño o inusual de la escena. Habría cruzado. Lo cierto es que la situación me producía unas terribles ganas de llorar, pero sabía que si perdía el control sería el fin. Me di cuenta a simple vista de que nadie fue capaz de gestionar las cosas con calma. Ni siquiera a la hora de llevarse a los heridos. La gente nos abandonó allí porque tenía que seguir su camino. Fue terrorífico. Eso me obligó a reaccionar. No podía quedarme al margen.
En cuanto a los responsables del atentado, no puedo asegurar categóricamente que sienta rabia u odio hacia ellos. Supongo que no soy capaz de relacionarlos con lo sucedido, por tanto, me siento incapaz de encontrar esas emociones en mi interior. En lo que realmente pienso, sin embargo, es en las familias que tienen que soportar la tragedia de haber perdido a alguien, en el sufrimiento de la gente que padece las secuelas del gas sarín. Ese sentimiento es mucho más fuerte que la rabia o el odio que pueda sentir hacia los criminales. Que alguien de Aum haya liberado gas sarín en el metro… Ésa no es la cuestión. Yo no pienso en el papel que Aum tuvo en el atentado.
Nunca veo reportajes en televisión, ni hago caso a nada relacionado con la secta. No quiero. Tampoco tengo intención de conceder entrevistas. Si hacerlo ayudase a quienes sufren, a las familias de los fallecidos, entonces lo haría. Me decidiría, hablaría, pero sólo si quisieran saber de verdad qué sucedió. De todos modos, prefiero que los medios no me manejen a su antojo.
Por supuesto que la sociedad debe castigar duramente este crimen, sobre todo si se tiene en cuenta a las familias de los fallecidos. No, los responsables no deben quedar impunes. ¿Qué se supone que deben hacer esas familias…? Aun en el caso de que los condenen a todos a la pena de muerte, ¿qué solucionará eso? Quizá soy demasiado sensible cuando se trata de cuestiones morales, pero yo vi morir a gente ante mis ojos. Por durísima que sea la sentencia, no hay nada que pueda reconfortar a esas familias.