Una tarde me fijé casualmente en una revista que estaba encima de la mesa y me puse a hojearla. Leí por encima algunos artículos. Cuando terminé, eché un vistazo a la sección de Cartas al Director. No recuerdo por qué razón lo hice, quizá sólo por capricho, tal vez porque tenía tiempo libre, pues no suelo hojear revistas femeninas ni leer las cartas de los lectores. Había una firmada por una mujer cuyo marido había perdido el empleo como consecuencia del atentado con gas sarín en el metro de Tokio. Por desgracia, le sorprendió cuando se dirigía a trabajar. Perdió el conocimiento, lo ingresaron en el hospital y, unos días más tarde, le dieron el alta. Sin embargo, las secuelas que padecía le impidieron volver a trabajar en las mismas condiciones. En un principio, la situación no fue demasiado grave, pero pasó el tiempo y su jefe y sus compañeros comenzaron a hablarle con sorna. No pudo soportar la tensión creciente, la frialdad en las relaciones con los demás. Presionado por un ambiente hostil, terminó por dejar el trabajo.
Ya no tengo la revista a mano y no recuerdo las frases exactas con las que la mujer explicaba la situación, pero eso era lo fundamental de su contenido. Lo que sí recuerdo bien es que no era un ruego encarecido. El tono general no era de enfado, sino más bien ecuánime. Como mucho, por ponerle alguna pega, provocaba cierta lástima. La mujer daba la impresión de estar desorientada, de seguir preguntándose por qué razón les había golpeado la desgracia, y de estar desconcertada ante aquel súbito, incomprensible y violento giro del destino.
La carta me conmovió. ¿Por qué había ocurrido algo así? No es necesario insistir en la gravedad de la situación que padecía aquel matrimonio. En lo más profundo de mi corazón me compadecí por su infortunio, pero comprendí, sin ningún género de duda, que de poco o nada serviría un simple «lo siento». No podía hacer nada por ellos. Como la mayoría de la gente, suspiré, cerré la revista y volví al trabajo, a mi vida normal. Sin embargo, no pude olvidar la carta. Una insistente pregunta no dejaba de rondarme en la cabeza, un gran signo de interrogación: «¿Por qué?».
Desgraciadamente, muchas víctimas del atentado no sólo padecían el trauma lógico derivado de un acto violento de esas características, sino también sus crueles efectos secundarios. ¿Por qué? (Dicho de otro modo: sufrían una violencia generada por nuestra sociedad, una violencia que existe y se manifiesta en cualquier entorno.) ¿Nadie era capaz de parar aquello?
Reflexioné sobre la doble violencia que se había visto obligado a soportar aquel hombre que únicamente se dirigía a su puesto de trabajo. Víctima no sólo de un acto criminal aleatorio, sino también de una segunda «victimización», es decir, de esa violencia colectiva y cotidiana de la peor clase que lo invade todo. Creo que para las víctimas resulta imposible distinguir entre una y otra, concluir si surgen de aquí o allá, de lo «normal» o de lo «anormal». Por mi parte, cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que comparten un mismo sustrato, una misma raíz, a pesar de que se interpretan de muy distinto modo.
Sentí el deseo de conocer en persona a la autora de la carta y a su marido. Por extensión, a todas las demás víctimas. Quería profundizar en esa causa esencial que se halla en la base de nuestra sociedad, en ese núcleo capaz de provocar en determinadas circunstancias esa doble violencia. Poco tiempo después tomé la decisión de entrevistar a las víctimas del atentado con gas sarín.
Obviamente, esa carta no fue la única razón que me motivó a escribir este libro; sólo fue un faro en la niebla. Por aquel entonces, ya sentía una gran inquietud personal respecto a ese tema, pero eso preferiría explicarlo en el epílogo.
Realicé las entrevistas que componen Underground en el transcurso de un año, de principios de enero de 1996 a finales de diciembre de ese mismo año. Acudí personalmente a hablar con todas las víctimas que consintieron en explicar sus circunstancias personales en el momento del atentado. Cada una de las entrevistas tuvo una duración aproximada de entre una hora y media y dos horas. Grabé las conversaciones en cinta magnetofónica. El tiempo medio de las entrevistas es una estimación, puesto que en algunos casos llegaron a prolongarse hasta cuatro horas.
Envié las cintas a unos especialistas para su transcripción. Se eliminaron las partes que no servían y el texto resultante se conservó sin alteraciones. Como es natural, algunas entrevistas fueron muy largas. En otras, la conversación se desviaba de un tema a otro para retomar el hilo más tarde, como sucede casi siempre en la mayor parte de nuestras conversaciones cotidianas. Seleccioné los contenidos, cambié el orden, eliminé repeticiones, pegué y corté frases para que la extensión fuera la adecuada, para que todo estuviera ordenado y resultara sencillo de leer. Hubo casos en los que no pude captar el matiz de lo que el entrevistado decía al leer la transcripción, así que no me quedó más remedio que escuchar la cinta una y otra vez hasta lograr confirmar ciertos detalles. En determinados casos, llegué a redactar tres versiones distintas.
Para escribir el libro dependía, en gran medida, de las impresiones y de la memoria que cada una de las personas entrevistadas conservaba del lugar del atentado. Por mucho que detallasen su historia, por mucho que volviese a escuchar la cinta una y otra vez, si no comprendía y visualizaba la atmósfera de la escena, podía perder de vista con facilidad el núcleo principal de la conversación, con el resultado de que el testimonio perdía fuerza. Por eso escuchaba y trataba de concentrarme al máximo para comprender toda la dimensión y los detalles de lo sucedido.
Tan sólo en una ocasión una persona rechazó que le grabase. Creía habérselo advertido por teléfono, pero cuando nos encontramos y saqué la grabadora, me dijo: «No me había avisado». Me vi obligado a tomar notas, a apuntar números, topónimos y todo tipo de detalles mientras escuchaba un testimonio que se prolongó durante casi dos horas. Nada más volver a casa, me puse a redactar para ponerlo todo en orden. Reproduje la conversación a partir de las sencillas notas que había tomado y, al hacerlo, me admiré del poder de la memoria. Llegado el caso, pensé, la memoria es digna de confianza. Puede que sea algo habitual para los periodistas, pero no para mí. No obstante, después de todo ese esfuerzo, la persona en cuestión declinó su publicación, por lo que todo el esfuerzo fue en vano.
Conté con la ayuda de dos asistentes para llevar a buen término el trabajo: Setsuo Oshikawa y Hidemi Takahashi. Sus responsabilidades fueron las siguientes:
Localizar e identificar los nombres de las víctimas del atentado a través de lo publicado en periódicos u otros medios.
Servirse del boca a boca para localizar a otras víctimas. (Existen razones concretas por las que no puedo revelar el método concreto que utilizaron.)
Honestamente debo reconocer que fue un trabajo mucho más complicado de lo que imaginaba. En un principio pensé que no sería tan difícil ya que muchas víctimas vivían en los alrededores de Tokio, pero el asunto no resultó tan sencillo.
De entrada, sólo existe una lista oficial de víctimas en la fiscalía. Como es natural, la preservación de la intimidad de las personas y la confidencialidad de los datos allí consignados están entre sus principales obligaciones, por lo que nadie ajeno al proceso judicial puede consultarla. Lo mismo sucede con las personas hospitalizadas en cada uno de los centros donde fueron atendidas. Revisando los periódicos publicados el mismo día del atentado, a duras penas logramos descubrir los nombres de las personas ingresadas. Sin embargo, no eran nada más que nombres y apellidos, resultaba imposible conocer sus direcciones o números de teléfono.
En primer lugar elaboramos una lista con los nombres de las setecientas víctimas conocidas. A partir de ahí iniciamos la búsqueda. Apenas pudimos identificar a un 20 por ciento del total. Por ejemplo, en el caso de un nombre muy común como es Ichiro Nakamura, resulta muy complicado localizar a una persona concreta partiendo únicamente de ese dato. Al final contactamos con ciento cuarenta personas que, en la mayoría de los casos, declinaron la entrevista por diversas razones: no querían recordar lo sucedido, no querían tener nada que ver con la secta Aum; sencillamente, no confiaban en los medios de comunicación. La antipatía y desconfianza hacia los medios fue mucho más fuerte de lo que había imaginado. No era raro que, después de decir el nombre de la editorial que iba a publicar el libro, nos colgasen el teléfono sin más. Al final aceptó poco más del 40 por ciento de un total de ciento cuarenta personas.
Con el paso del tiempo y a medida que la policía detenía a los principales miembros de Aum, el miedo a la secta fue disminuyendo. Sin embargo, seguíamos encontrándonos con personas que rechazaban nuestra propuesta porque consideraban que sus síntomas no eran tan graves y, por tanto, poco tenían que aportar. (Es probable que sólo fuera una excusa, pero no hay forma de confirmarlo.) También hubo casos en los que no pudimos contar con el testimonio del afectado, aunque estuviera dispuesto a hablar, por la oposición frontal de sus familiares, que no querían verse implicados por más tiempo en ese asunto. En cuanto a profesiones, apenas pudimos obtener testimonios de funcionarios o financieros.
La causa por la que hay pocas entrevistas con mujeres es difícil de determinar. No es más que una hipótesis, pero podría ser que muchas jóvenes solteras sintieran cierta resistencia. Hubo algunas que rechazaron la propuesta con el argumento de que sus familias se oponían.
Localizar a las cerca de sesenta víctimas que finalmente accedieron a hablar resultó una ardua tarea que llevó mucho tiempo. Por eso consideré la posibilidad de publicar un anuncio en el que solicitaría su colaboración: «Estoy escribiendo este libro y me gustaría conocer su historia». Desde un punto de vista estrictamente cuantitativo creo que así, al menos, podría haber recogido muchos más testimonios. Si soy sincero, cada vez que la búsqueda se estancaba me sentía tentado de hacerlo, pero lo descarté, después de consultar con la editorial, por las siguientes razones:
En primer lugar, de esa manera no teníamos forma de comprobar la veracidad del testimonio. Nuestro método de búsqueda, por el contrario, disminuía considerablemente ese riesgo.
Hubiera agradecido una barbaridad que una persona acudiese de forma voluntaria para contar su caso, pero acumular testimonios poco fiables habría restado credibilidad a la totalidad del libro. Preferí equilibrar el conjunto en detrimento de una selección más amplia pero realizada por puro azar.
Teniendo en cuenta las características de nuestro trabajo de investigación, quería avanzar de la manera más discreta posible, no llamar la atención de nadie. En caso contrario habría aumentado la desconfianza y la cautela de los entrevistados hacia mi persona y hacia los medios. En lo que a mí me concierne, quería estar fuera del foco tanto como pudiera.
Creo que evitar esa «suscripción pública de testimonios» tuvo otro resultado positivo. Al rechazar un método de búsqueda relativamente fácil se consolidó la unión entre mis ayudantes, entre los transcriptores y yo mismo. Al final experimentamos cierta sensación de logro. Fue una reacción lógica después de un laborioso trabajo en equipo, un trabajo que terminó por constituirse como elemento esencial en la elaboración de este libro. De esa manera, pude tener una mayor consideración hacia cada una de las personas que se decidió a participar.
Una vez se hubieron transcrito, redactado y corregido las entrevistas, se enviaron a los interesados para su revisión. En cada caso adjuntamos una carta en la que pedíamos su permiso para publicar sus nombres verdaderos. De no aceptar, les proponíamos varios seudónimos entre los cuales debían elegir uno. Aproximadamente el 40 por ciento de los entrevistados optó por la opción del seudónimo. Para evitar suposiciones innecesarias, decidimos no advertir en el texto de quién lo usaba y quién no. Especificar «seudónimo» junto a un nombre, no habría servido más que para incitar a cierta curiosidad malsana.
En la carta pedíamos también que nos señalasen qué partes de su intervención les gustaría cambiar o suprimir si es que había algo que no querían ver publicado. Aunque con diversos matices, prácticamente todos sugirieron algún cambio o supresión. Corregí en persona la parte señalada ateniéndome a las indicaciones. A menudo eran pasajes en los que se hablaba del carácter o de la vida del entrevistado cuya finalidad era aportar realismo a cada una de las historias. Como escritor me apenaba eliminarlas, pero respeté siempre sus instrucciones procurando no alterar la historia. Si resultaba imposible, proponíamos una alternativa y esperábamos el consentimiento del interesado.
Al final nos encontramos con numerosas correcciones y versiones. Una vez reescritos los nuevos textos, los volvíamos a enviar para su comprobación y aprobación definitiva. Si a pesar de todo aún se sugerían cambios, repetíamos el mismo procedimiento. Así tantas veces como nos permitiera el tiempo. En el caso concreto de una persona, ese intercambio llegó a repetirse hasta en cinco ocasiones.
Tratamos, en la medida de lo posible, de no molestar ni incomodar a ninguna de las personas que atendieron de buena fe a nuestra petición. Teniendo en cuenta la desconfianza general que ya sentían hacia los medios de comunicación, procuramos evitar de cualquier manera que al leer el texto publicado volvieran a decir: «No fue así como lo conté», o que pensaran: «A pesar de que confié en ellos y colaboré, me traicionaron». El trabajo de corrección y supresión realizado por los entrevistados fue minucioso. Empleamos el máximo tiempo del que disponíamos en la reescritura de los textos.
El número total de entrevistados ascendió a sesenta y dos personas, aunque, como ya he señalado anteriormente, hubo dos que al final rechazaron la publicación de su historia. En ambos casos se trataba de valiosos e importantes testimonios. Debo reconocer con toda sinceridad que desaprovechar el trabajo realizado me resultó muy doloroso, pero no me quedó más remedio al no contar con su aprobación. Actuamos de principio a fin con un total respeto a la voluntad de las víctimas. En muchos casos tuvimos que dar más explicaciones de las que considerábamos necesarias. Si su respuesta era definitivamente no, abandonábamos.
Los testimonios publicados en este libro son, por tanto, voluntarios y conscientes. No hay frases de adorno, no hay orientación ni montaje. Mi capacidad para escribir (si dispongo de semejante cosa por escasa que sea) se concentró únicamente en repetir las mismas palabras pronunciadas por los testigos y en facilitar su lectura.
Quienes aceptaron aparecer con su nombre verdadero recibieron una nueva advertencia por nuestra parte: «Al publicarse su nombre podría generarse cierta reacción. ¿Es consciente de ello?». Publicamos la identidad de quienes consintieron después de recibir esta última advertencia. Se lo agradezco profundamente. El impacto de un testimonio es mayor cuando no se produce bajo seudónimo, aunque se trate sólo de un grito de rabia, de súplica, tristeza, lo que sea… Dicho lo cual, no debe interpretarse que menosprecio a quienes optaron por el seudónimo. Cada uno tiene sus circunstancias personales. Lo comprendo bien. Al contrario, me gustaría agradecerles de nuevo su participación teniendo en cuenta, precisamente, esas circunstancias personales.
Lo primero que pregunté a los entrevistados fue dónde nacieron, en qué ambiente familiar se criaron, qué aficiones tenían, su profesión, familia, etcétera. Me centré sobre todo en sus trabajos. Dediqué un tiempo considerable a reunir datos sobre el trasfondo personal, porque quería bosquejar con claridad el perfil de cada una de las víctimas. Son personas de carne y hueso, no quería, bajo ningún concepto, presentarlas como otra más de entre las muchas víctimas sin rostro. Quizá sea un defecto de escritor profesional, pero soy incapaz de interesarme por informaciones sintéticas o conceptuales. Me interesa lo concreto, lo insustituible que hay en el carácter de cada persona. Por eso, cuando estaba delante de los entrevistados con un tiempo limitado a dos horas, traté de concentrarme lo máximo posible en comprender su personalidad. Luego traté de llevar mis conclusiones al texto según lo que había percibido (aunque en realidad hubo muchos casos en los que no pude escribir todo lo que me hubiera gustado dadas las circunstancias personales de los entrevistados).
Me planteé las entrevistas así, porque el perfil de los criminales de Aum ya había sido suficientemente detallado por los medios de comunicación, voceado una y otra vez, como si se tratara de una especie de «historia», una información atractiva. Por el contrario, en el caso de las víctimas, ciudadanos corrientes, lo que se decía de ellos siempre me resultó forzado: sólo existían como si fueran figurantes, «transeúnte A», «transeúnte B». Pocas veces ofrecían un ángulo que pudiera despertar la atención del público. De lo poco que contaron de ellos, siempre lo enmarcaron en un contexto predefinido, es decir, siempre lo mismo.
Quizá sucedió eso porque los medios querían crear la imagen colectiva de la «inocente víctima japonesa», lo cual es mucho más sencillo de hacer si uno no tiene que vérselas con personas reales. Además, la clásica dicotomía entre los «terribles villanos» (visibles) y la «saludable población» (sin rostro) ayudaba a crear una historia mejor.
En la medida de lo posible traté de romper ese prejuicio. Los pasajeros que subieron al metro aquella mañana tenían todos y cada uno de ellos su propia historia, su rostro único, una vida, una familia, alegrías, problemas, dramas y contradicciones. Era imposible que no existiera nada de eso en ellos. En suma, podía haber sido cualquiera de ustedes, también yo. Por eso, antes de nada, quería profundizar en su personalidad, aunque al final no llegase a publicar nada sobre ellos.
Después de preguntarles sobre sus circunstancias personales, me orienté hacia lo que hacían el día del atentado. Ni que decir tiene que ése era el tema principal. Escuché muy atento sus respuestas. Las preguntas eran las siguientes: «¿Cómo vivió usted aquel día?», «¿Qué vio, experimentó, sintió?». En algunos casos: «¿Qué secuelas físicas y psicológicas le ha provocado el atentado?», «¿Aún padece algún tipo de daño?».
El alcance de las secuelas fue muy variable en función de las personas. Algunas no padecieron ninguna en absoluto; otras, por desgracia, murieron. Hubo heridos graves que continúan hoy bajo tratamiento médico. Otros muchos sufrieron el síndrome de estrés postraumático a pesar de que físicamente salieron ilesos. Es probable que debido a la forma de actuar que domina hoy en el periodismo sólo se reflejaran los casos más graves, más visibles, en detrimento de todos los demás.
En mi caso, sin embargo, el hecho de haber estado en la escena del crimen o haber resultado afectado de algún modo por el sarín, ya era bastante importante. Reuní tantos datos como pude sin discernir si se trataba de un paciente grave o no. De las historias que recogí incluí todas las que me fueron autorizadas. Entre ellas, obviamente, también estaban las de los heridos leves que pudieron retomar pronto su vida normal. Cada uno de ellos tenía su forma peculiar de pensar, sus miedos; cada uno extrajo conclusiones personales sobre lo ocurrido. Quien lea este libro comprenderá que no es un asunto menor que se pueda pasar por alto, al margen de lo graves o no que fueran sus heridas. El 20 de marzo fue un día de excepcional gravedad para todos los que se vieron envueltos en el atentado. Tenía la impresión de que al abrir el abanico a una gama más amplia de víctimas, sin guiarme únicamente por su gravedad, podría indagar de nuevo en lo ocurrido y cuestionar la imagen general, y hasta cierto punto oficial, que se había creado del atentado. Me gustaría, por tanto, que tras la lectura de este libro se reconsiderara lo sucedido.
Algunas personas ya habían concedido entrevistas con anterioridad, pero siempre se quejaban: «No era eso lo que quería decir; suprimieron pasajes enteros, cortaron mis palabras sin más». Es decir, los medios utilizaron lo que consideraron conveniente para crear una historia. Muchas de esas personas sentían una frustración tan grande, que hasta que comprendieron nuestras verdaderas intenciones, hasta que estuvieron convencidos de que nuestras formas eran completamente distintas, no aceptaron que volviera a entrevistarlos. En algunos casos, ese proceso llevó mucho tiempo. Lamentablemente, hubo casos en los que todo nuestro esfuerzo no dio resultado.
Quisiera haber incluido lo máximo posible de lo dicho en las entrevistas, pero las limitaciones de espacio y el límite razonable que facilita la lectura lo hacen imposible. Establecimos una extensión que juzgamos conveniente para su publicación y el promedio de cada entrevista fue de entre veinte y treinta cuartillas, unas cuatro mil palabras. La más extensa ocupó cincuenta cuartillas.
Aunque ya he mencionado que no me importaba la gravedad de las heridas como criterio predominante, resultó que el caso más grave fue también el más extenso. Había elementos importantes que no podía pasar por alto como la hospitalización, el proceso de rehabilitación, la dimensión de los pensamientos de la víctima o los detalles concretos sobre la gravedad del daño que sufrió.
Me gustaría que durante la lectura de este libro prestasen atención a las historias de la gente. Antes de eso quisiera que imaginaran lo siguiente: es 20 de marzo de 1995. Lunes. Una mañana agradable y despejada de principios de primavera. El viento aún es fresco y la gente sale a la calle con abrigo. Ayer fue domingo. Mañana se celebra el equinoccio de la primavera, es decir, es un día laborable en mitad de un puente. A mucha gente le hubiera gustado tomárselo libre, pero por desgracia sus circunstancias se lo han impedido. Así que usted se ha despertado a la misma hora de siempre, se ha lavado la cara, ha desayunado, se ha vestido y se dirige a la estación del metro. Se sube a un tren lleno, como de costumbre; se dirige a su puesto de trabajo. Una mañana como muchas otras. Nada especial. Uno de esos días imposibles de diferenciar en el transcurso de una vida, calcado a muchos otros, hasta que cinco hombres clavan la punta afilada de sus paraguas en unos paquetes de plástico que contienen un líquido extraño…