Epílogo[17]

Mientras trabajaba en este libro asistí a varios de los juicios de los acusados del atentado con gas de Tokio. Quería ver y oír a esa gente con mis propios ojos y oídos, para hacerme una idea de quiénes eran. También quería saber qué pensaban ahora. Me hallé ante un panorama deprimente, siniestro y desesperado. La sala era como un cuarto sin salida. Al principio debió de tener alguna, pero luego se convirtió en un recinto de pesadilla del que no había escapatoria.

La mayoría de los acusados había perdido toda su fe en Shoko Asahara. El líder al que veneraban resultó que no era más que un falso profeta y ahora ellos entendían sus deseos dementes y cómo los había manipulado. El hecho de que, obedeciendo sus órdenes, hubieran cometido terribles crímenes contra la humanidad los ha llevado a hacer examen de conciencia y están profundamente arrepentidos de sus actos. La mayoría se refiere ahora a su exlíder simplemente como Asahara, sin ningún título honorífico. A veces incluso usan un tono insultante. No puedo creer que esa gente se dejara implicar en semejante atrocidad. También es verdad, sin embargo, que en algún momento de sus vidas se retiraron del mundo buscando una utopía espiritual en Aum Shinrikyo y que de esto no se arrepienten.

Esto resulta evidente cuando en la sala les piden que aclaren algún detalle de la doctrina de Aum, y muchas veces responden algo como: «Quizá la gente normal no pueda entenderlo, pero…». Siguen creyendo que, espiritualmente, están por encima de la «gente normal» y que son unos elegidos. Aunque no lo expresan así, yo leo un mensaje entre líneas que dice: «Sentimos mucho los crímenes que hemos perpetrado. Fue un error. Pero el único que tiene la culpa es Shoko Asahara, que nos engañó para que obedeciéramos aquellas órdenes. Si no se hubiera extralimitado, podríamos haber perseguido nuestros fines religiosos pacíficamente, sin molestar a nadie». En otras palabras: «El resultado fue malo y lo sentimos. Pero los objetivos de Aum Shinrikyo son válidos y no creemos que tengamos que renunciar a ellos».

Este firme convencimiento de la «legitimidad de los objetivos» lo encuentro no sólo en los adeptos que he entrevistado, sino también en quienes dejaron la secta y son ahora abiertamente críticos con ella. A todos les hice la misma pregunta: si lamentaban haber entrado en Aum. Y casi todos contestaban que no, que no se arrepentían y que no pensaban que hubieran sido años perdidos. ¿Por qué ocurre esto? La respuesta es simple: en Aum encontraron unos designios puros que no encontraban en la sociedad. Aunque al final aquello degeneró en algo monstruoso, el radiante y cálido recuerdo de la paz que habían encontrado al principio sigue vivo dentro de ellos y no es fácil que algo pueda cambiar eso.

En este sentido, pues, el camino de Aum sigue expedito. No digo que los que fueron adeptos vayan a volver al redil. Ahora saben que es un sistema erróneo y peligroso y reconocen que los años que pasaron en la secta estuvieron llenos de contradicciones y defectos. Pero, al mismo tiempo, tengo la impresión de que, en mayor o menor medida, siguen albergando algún tipo de ideal de Aum, una visión utópica, un recuerdo de luz profundamente impreso en su interior. Si algún día algo que despida la misma luz pasa delante de sus ojos (no tiene por qué ser una religión), lo que ahora llevan dentro los empujará en esa dirección. Por eso lo más peligroso para la sociedad no es Aum Shinrikyo, sino otras entidades que se le parezcan.

Tras el atentado de Tokio, la atención de la sociedad se centró exclusivamente en Aum Shinrikyo. La pregunta que se planteaba una y otra vez era: «¿Cómo pudieron unas personas de la élite y tan bien formadas creer en esa nueva religión ridícula y peligrosa?». Es verdad que los líderes de la secta eran gente de élite con credenciales académicas excelentes, luego no sorprende que todo el mundo se extrañe. El hecho de que personas con tan altas ambiciones rechazaran las posiciones sociales que se les prometían y se unieran a una nueva religión es un serio indicativo, han dicho muchos, de que el sistema educativo japonés tiene graves defectos.

Sin embargo, y al hilo de las entrevistas que les hice a adeptos y exadeptos de Aum, se abrió paso en mí la firme convicción de que no siguieron ese camino a pesar de ser de la élite, sino precisamente porque lo eran.

La entidad llamada Aum Shinrikyo se parece a la Manchuria de antes de la segunda guerra mundial. Japón estableció el estado títere de Manchuria en 1932 y, al igual que pasó con la secta, la flor y nata de la sociedad —los mejores tecnócratas, técnicos, académicos— abandonaron la vida que se les prometía en Japón y se marcharon al continente que veían lleno de posibilidades. La mayoría eran jóvenes, muy bien dotados y preparados, y tenían la cabeza llena de visiones nuevas y ambiciosas. En Japón, con su sistema coercitivo, veían imposible encontrar una salida a toda su energía y por eso emigraron a esa tierra más acogedora y experimental, renunciando a seguir el camino normal. Sólo en este sentido tenían motivaciones puras, eran idealistas y le veían un sentido a la vida.

El problema es que faltaba algo fundamental. Ahora podemos volver la vista atrás y ver que lo que no había era un sentido histórico debidamente dimensionado o, por decirlo con más concreción, una identidad entre lenguaje y acción. Lemas grandilocuentes como «Las cinco razas viviendo en armonía» y «Todo el mundo bajo el mismo techo» empezaron a cobrar una vida independiente, mientras el inevitable vacío moral que había detrás se llenaba con las sangrientas realidades de la época. Al final, aquellos ambiciosos tecnócratas acabaron tragados por el terrible torbellino de la historia.

El caso de Aum Shinrikyo es muy reciente y aún es pronto para que podamos identificar exactamente lo que faltaba, pero, a grandes rasgos, lo que he dicho sobre Manchuria puede aplicarse a Aum: la ausencia de una visión del mundo más amplia y la distancia entre lenguaje y acción que resulta de ello.

Estoy seguro de que todos y cada uno de los miembros del llamado ministerio de ciencia y tecnología tenían sus razones personales para renunciar al mundo y adherirse a Aum. Pero tenían en común una cosa, y era el deseo de poner su capacidad técnica y sus conocimientos al servicio de un fin más trascendental. No pudieron evitar desconfiar del inhumano y utilitarista rodillo del capitalismo y del sistema social bajo el cual su esencia y sus esfuerzos —incluso su razón de ser— quedarían aplastados infructuosamente.

Ikuo Hayashi, que liberó gas sarín en la línea de metro de Chiyoda, ocasionando la muerte de dos trabajadores, es un ejemplo evidente de esto. Tenía reputación de excelente cirujano y de gran dedicación a sus pacientes. Lo más probable es que fue por eso, por ser tan buen cirujano, por lo que empezó a desconfiar del sistema médico actual, plagado de defectos y contradicciones, y se sintió atraído por el mundo espiritual perfecto y activo que ofrecía Aum y sus visiones utópicas.

En su libro, Aum y yo, escribe lo siguiente sobre la imagen que entonces tenía de Aum:

«En su sermón, Asahara habló de un “plan Sambhala” que contemplaba la construcción de una “ciudad del Loto”, en la que habría un “hospital astral” y una “escuela Shinri” que impartiría una minuciosa educación […] La asistencia médica se llamaría “medicina astral” y se basaría en las visiones de Asahara de otra dimensión [astral] y de vidas pasadas que tendría en sus meditaciones. La medicina astral estudiaría el karma y el nivel energético de los pacientes y tendría en cuenta la muerte y la transmigración […] Yo tenía el sueño de un lugar verde en plena naturaleza salpicado de edificios en el que se dispensaría un buen cuidado médico y una buena educación, y este sueño coincidía con la “ciudad del Loto”».

Hayashi, pues, soñaba con dedicarse a la construcción de una utopía, emprender un arduo aprendizaje no contaminado por el mundo secular, implantar un sistema médico al que pudiera entregarse en cuerpo y alma y hacer felices a todos los pacientes que pudiera. Estos motivos eran puros y la visión aquí descrita no carece de belleza y esplendor. Pero si lo miramos con cierta perspectiva, vemos lo ilusas que son estas ideas y lo alejadas que están de la realidad. El paisaje que se describe parece el de un cuadro fantástico. Ahora bien: si hubiéramos sido amigos del doctor Hayashi en el momento en el que pensaba hacerse monje de Aum y hubiéramos intentado hacerle ver lo irreales que eran estas ideas, habríamos comprobado lo difícil que resultaba.

Sin embargo, lo que había que decirle es muy sencillo: «La realidad es confusa y contradictoria, y si excluimos esto, ya no es realidad. Podemos pensar que, siguiendo un lenguaje y una lógica que nos parecen coherentes, es posible eliminar este aspecto de la realidad, pero eso siempre estará ahí, esperando para tomarse la revancha».

Dudo de que Hayashi se dejara convencer por estos argumentos. Intentaría refutarlos con una terminología técnica y una lógica estática y encarecería lo bello y expedito que es el camino que se disponía a tomar. Y nosotros, viendo que sería inútil, nos callaríamos.

Lo triste es que un lenguaje y una lógica aislados de la realidad tienen mucho más poder que el lenguaje y la lógica de la realidad, con todo su extraño y superfluo contenido que pesa como una piedra sobre cada una de nuestras acciones. Al final, incapaces de entendernos, nos despediríamos y tomaríamos cada uno nuestro camino.

Al leer el libro de Ikuo Hayashi nos vemos obligados a detenernos y preguntarnos cosas tan sencillas como: «¿Por qué hizo lo que hizo?». Al mismo tiempo, nos invade una sensación de impotencia, porque sabemos que no podríamos haber hecho nada para impedirlo. Nos sentimos extrañamente abatidos. Lo que más desolación nos causa es ver que los que más críticos debían ser con nuestra «sociedad utilitaria» son quienes usan la «utilidad de la lógica» como un arma y asesinan masivamente a la gente.

Pero, al mismo tiempo, ¿quién se conforma con ser una pieza más del mecanismo social, un ser insignificante que se desgasta hasta morir? Todos buscamos respuestas a la pregunta de por qué vivimos, morimos y desaparecemos. No deberíamos censurar ningún intento sincero por encontrar respuestas. Sin embargo, aquí es donde se puede cometer un error fatal. Las capas de la realidad empiezan a trastocarse. De pronto nos damos cuenta de que el lugar que nos prometieron se ha transformado en algo distinto de aquello que queríamos. Como dice Mark Strand en su poema: «Las montañas dejan de ser montañas, el sol deja de ser el sol».

Para que no haya un segundo ni un tercer Ikuo Hayashi es fundamental que nuestra sociedad reflexione, detenidamente y abarcando todas sus ramificaciones, sobre las cuestiones que de forma tan trágica ha planteado el atentado del metro de Tokio. La mayoría de la gente cree que es cosa pasada. «Ocurrió y se acabó», dicen; «fue un suceso terrible, pero ahora que los culpables están detenidos, el asunto ha concluido y nada tiene que ver nosotros.» Pues no. Debemos saber que la gente que entra en una secta no son todos anormales, ni excéntricos, ni marginados. Son personas que viven vidas normales (y quizá, vistas desde fuera, más que normales), que son vecinos míos…, y suyos, lector.

Quizá se toman algunas cosas demasiado a pecho. Tal vez están marcados por algún dolor. Les cuesta manifestar sus sentimientos y tienen algún trauma. No saben cómo expresarse y fluctúan entre sentimientos de orgullo e inadaptación. Yo podría ser así… y usted también, lector.