Epílogo

Epílogo

Medianoche en el 14202 de Cedar Drive, Luisiana

—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —me preguntó Fallo del Sistema, cuyas púas desprendían un resplandor azulado y eléctrico en medio de la oscuridad.

Estábamos en el lindero de los árboles, mirando la explanada llena de hierbajos, el camino de grava y, allá arriba, una camioneta Ford desvencijada.

Asentí cansinamente. La noche era calurosa y húmeda, y no había ni un soplo de brisa que meciera las ramas de los tupelos. Yo llevaba pantalones vaqueros y una camiseta blanca, y me sentía extraña vestida otra vez con ropa normal.

—Se merecen saber la verdad. Les debo eso, por lo menos. Necesitan saber por qué no puedo volver a casa.

—Puedes venir de visita —dijo Fallo del Sistema—. Nadie va a impedírtelo. No hay razón para que no vuelvas de vez en cuando.

—Sí —contesté en voz baja, pero no estaba segura de que así fuera.

En el País de las Hadas, en el Reino de Hierro en el que ahora gobernaba, el tiempo fluía de otro modo. Los primeros días habían sido ajetreados. Había hecho todo lo posible para que Mab y Oberón no volvieran a declarar la guerra a los duendes de Hierro ahora que Ferrum había muerto. Habíamos celebrado varias reuniones, firmado nuevos tratados y establecido normas estrictas para controlar la frontera entre nuestros reinos, y finalmente los gobernantes de Verano e Invierno se habían dado por satisfechos. Tenía la insidiosa sospecha de que Oberón se había mostrado algo más indulgente porque éramos familia, y no me parecía mal.

Puck había estado presente en las negociaciones, tan locuaz e incorregible como siempre. Había dejado claro que no pensaba tratarme de manera distinta porque ahora fuera reina, y lo había demostrado dándome un beso en la mejilla delante de un escuadrón de ceñudos caballeros de Hierro a los que había tenido que ordenar que se estuvieran quietos cuando ya se disponían a ensartarlo en sus espadas. Se había alejado de un salto, riendo. Conmigo era alegre y descarado, quizás en exceso, como si ya no estuviera del todo seguro de cómo era yo. Yo notaba en él cierta cautela, una inseguridad que traspasaba los límites de nuestra amistad fácil y despreocupada y hacía que nos sintiéramos violentos e incómodos el uno con el otro. Tal vez, por ser el incorregible Robin Goodfellow, fuera su tendencia natural desafiar a los reyes y a las reinas y burlarse de su autoridad. No sé. Al final volvería a ser el de antes, pero yo tenía la sensación de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera recuperar a mi viejo y querido amigo.

A Ash no lo había visto ni una sola vez.

Me espabilé, intentando olvidarme de él como había hecho durante los días anteriores. Ash se había ido. Yo misma me había asegurado de ello. Aunque no hubiera usado su Verdadero Nombre, era imposible que se aventurara en el Reino de Hierro y sobreviviera en él. Era mejor así.

Ahora lo único que faltaba era convencer a mi corazón.

—¿Seguro que vas a estar bien? —preguntó Fallo del Sistema, sacándome de mi ensimismamiento—. Puedo ir contigo si quieres. Ni siquiera me verán.

Sacudí la cabeza.

—Es mejor que vaya sola. Además, en esa casa hay alguien que sí puede verte. Y ya ha visto suficientes monstruos.

—Disculpa, alteza —Fallo del Sistema hizo una mueca—, ¿pero a quién estás llamando monstruo?

Le di una palmada. Mi lugarteniente primero sonrió. Había sido mi sombra constantemente desde el día en que había ocupado el trono del Reino de Hierro. Los duendes de Hierro recurrían a él, le hacían caso cuando yo tenía que ausentarme. Los caballeros de Hierro habían aceptado su posición sin protestar, casi aliviados por estar de nuevo bajo su mando, y yo no había cuestionado su autoridad.

Miré la luna entre los árboles.

—Volveré antes de que amanezca —dije—. Confío en que puedas ocuparte de todo mientras tanto.

—Sí, majestad —contestó sin sonreír, y yo torcí el gesto.

Todavía no me había hecho a la idea de que todo el mundo me llamara «majestad». Bastante me había costado acostumbrarme a que me llamaran «princesa».

—Mag Tuiredh estará a salvo hasta que regreses. Y tu… padre… estará perfectamente atendido, no te preocupes.

Asentí, agradecida de que me entendiera. Tras convertirme en reina y establecer la sede de la nueva Corte de Hierro en Mag Tuiredh, había cumplido la promesa que me había hecho a mí misma y regresado a la cabaña de Leanansidhe en busca de Paul. Mi padre humano estaba casi restablecido, lúcido casi siempre y con sus recuerdos intactos. Me reconocía y se acordaba de lo que le había ocurrido hacía años. Y ahora que por fin había recuperado la cordura, iba a hacer todo lo posible por conservarla. Yo le había dejado claro que era libre de abandonar el mundo de los duendes, que no le retendría allí si deseaba marcharse. Pero de momento se había negado. Aún no estaba listo para enfrentarse al mundo de los humanos. Habían cambiado demasiadas cosas desde su marcha, habían sucedido muchas cosas y él se había quedado rezagado. Tal vez algún día regresaría al mundo real, pero de momento quería estar con su hija.

Se había negado a acompañarme esa noche.

—Esta noche es para ti —me había dicho antes de que me marchara—. No necesitas distracciones. Me gustaría que tu madre supiera algún día lo que ocurrió, pero confío en poder explicárselo yo mismo. Si es que quiere volver a verme —había lanzado un suspiro, mirando por la ventana de su habitación.

En ese momento se estaba poniendo el sol tras la lejana torre del reloj, cuya esfera se había teñido de una luz rojiza.

—Dime solo una cosa. ¿Es feliz?

Yo había vacilado. Tenía un nudo en la garganta.

—Creo que sí.

Paul había asentido, sonriendo con tristeza.

—Entonces no necesita saberlo. Todavía no, al menos. Quizá nunca. No, ve tú a ver a tu familia. En realidad, yo no pinto nada allí.

—¿Majestad? —la voz de Fallo del Sistema me sacó de nuevo de mis cavilaciones. Lo hacía mucho últimamente, devolverme al presente cuando dejaba vagar mis pensamientos—. ¿Estás bien?

—Sí —miré de nuevo hacia la casa a oscuras y me eché el pelo hacia atrás—. Bueno, allá voy. Deséame suerte —y antes de que pudiera arrepentirme, salí al camino de grava y eché a andar hacia la casa a paso vivo.

Desde que tenía uso de razón, el segundo escalón del porche había crujido al pisarlo, daba igual dónde pusieras el pie o el cuidado que tuvieras al apoyarte en él. Ahora en cambio no crujió, ni siquiera emitió un chirrido, cuando me deslicé por los escalones y me detuve ante la puerta mosquitera. Las ventanas estaban a oscuras y las polillas que revoloteaban alrededor de la luz del porche proyectaban su sombra sobre los descoloridos peldaños de madera.

Me habría sido fácil abrir la puerta cerrada con llave. Las puertas y las cerraduras ya no eran impedimento para mí. Unas cuantas palabras dichas en voz baja, un empujón de hechizo y la puerta se abría por sí sola. Podría haber entrado en el cuarto de estar sin que se dieran cuenta, invisible como la brisa. Pero no usé la magia para abrir la puerta. Esa noche, al menos durante un rato, quería ser humana. Levanté el puño y toqué enérgicamente a la puerta descolorida.

Al principio no hubo respuesta. La casa siguió a oscuras y en silencio. En alguna parte ladró un perro. Dentro se encendió una luz y se oyó un ruido de pasos. Una silueta más allá de las cortinas y un instante después la cara de Luke apareció en la ventana y miró fuera con desconfianza.

Mi padrastro no pareció verme al principio, aunque yo lo miraba fijamente. Frunció el ceño, bajó las cortinas y retrocedió. Exhalé un suspiro y golpeé la puerta otra vez.

Esta vez se abrió enseguida, como si la persona que había al otro lado esperara pillar desprevenido al bromista que se atrevía a aporrear su puerta a las doce de la noche.

Luke me miró fijamente. Parecía más viejo, pensé. Sus ojos marrones se veían más cansados que antes, y su cara parecía grisácea. Me miró con perplejidad, con la mano todavía sobre el pomo de la puerta.

—¿Sí? —preguntó cuando no dije nada—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Seguía sin reconocerme. No me sorprendió. Ni siquiera me enfadé por ello. No era la misma chica que había desaparecido en el País de las Hadas un año antes. Pero antes de que pudiera decir nada la puerta se abrió del todo y apareció mi madre. Nos miramos. Mi corazón comenzó a latir con violencia, temiendo a medias que ella también me mirara con aquella cara de sorpresa y confusión, sin reconocer a la extraña muchacha que esperaba en el porche. Un segundo después, sin embargo, dejó escapar un suave grito y cruzó impetuosamente la puerta. De pronto me descubrí en sus brazos, abrazándola con todas mis fuerzas mientras ella sollozaba y reía y me hacía mil preguntas a la vez. Cerré los ojos y me dejé llevar por aquel instante, aferrándome a él todo lo que pude. Quería recordar aunque solo fuera por unos momentos cómo era ser simplemente una hija, no un duende, ni un peón, ni una reina.

—¿Meggie?

Me aparté un poco y a través de la puerta abierta vi a Ethan al pie de la escalera. Estaba más alto y parecía mayor. Debía de haber crecido por lo menos un palmo desde que me había ido. Pero sus ojos eran los mismos: azules claros y tan solemnes como una tumba.

No corrió hacia mí cuando entré en el cuarto de estar. Ni siquiera sonrió. Con toda calma, como si hubiera sabido desde el principio que iba a volver, cruzó la habitación hasta que estuvo a medio metro de mí.

Me arrodillé y me miró fijamente, sosteniéndome la mirada con una expresión demasiado anciana para su rostro.

—Sabía que volverías —su voz también había cambiado. Ahora era más clara, más segura de sí misma. Mi hermano ya no era un bebé—. No me he olvidado.

—No —susurré—, no te has olvidado.

Abrí los brazos y por fin se acercó a mí y metió las manos entre mi pelo. Lo abracé mientras me levantaba, preguntándome si aquella sería la última vez que podría sostenerlo así. Quizá fuera un adolescente cuando volviera a verlo.

—Meghan —la voz de mi madre me hizo volverme.

Estaba a un lado del cuarto de estar, con Luke detrás de ella, y me observaba con una expresión extraña y triste. Como si acabara de darse cuenta de algo.

—No… no vas a quedarte, ¿verdad?

Cerré los ojos y sentí que los brazos de Ethan apretaban mi cuello con más fuerza.

—No —le dije sacudiendo la cabeza—. No puedo quedarme. Ahora tengo… responsabilidades, gente que me necesita. Solo quería despedirme y… —se me quebró la voz y tragué saliva para aclararme la garganta—. Y tratar de explicaros qué pasó la noche de mi regreso —suspiré y lancé una mirada a Luke, que seguía de pie junto a la puerta, mirándonos a mamá y a mí con el ceño fruncido—. No sé si me creeréis —continué—, pero tenéis que saber la verdad. Antes… antes de que tenga que irme.

Mi madre cruzó la habitación como una sonámbula y se dejó caer en el sofá. Sus ojos, sin embargo, parecieron despejados y llenos de determinación cuando me miró y dio unas palmaditas sobre el cojín, a su lado.

—Cuéntamelo todo —dijo.

Y eso hice.

Empezando desde el principio: el día en que entré en el País de las Hadas para ir en busca de Ethan. Les hablé de las cortes de los duendes, de Oberón, de Mab y de Puck. Les hablé de Máquina y de los duendes de Hierro, de Fallo del Sistema, de los rebeldes y del falso rey. Suavicé algunos detalles especialmente aterradores, partes de la historia en las que había estado a punto de morir o que eran demasiado truculentas para que las oyera Ethan. Omití todo lo relativo a Paul, consciente de que no me correspondía a mí contarles su historia. Cuando llegué al final, a la parte en que derrotaba a Ferrum y me convertía en Reina de Hierro, Ethan se había quedado dormido sobre mi regazo y los ojos de Luke tenían una expresión vidriosa de pura incredulidad. Supe que no recordaría gran cosa de la historia, si es que recordaba algo, que escaparía de su mente y se convertiría en algo tan ilusorio como un cuento de hadas.

Cuando concluí mi relato, mi madre se quedó callada unos segundos.

—Entonces, ahora eres… reina —lo dijo como si estuviera poniendo a prueba la palabra, para ver qué impresión le producía—. Una… reina de las hadas.

—Sí.

—Y… es imposible que te quedes en el mundo real. Con nosotros. Con tu familia.

Sacudí la cabeza.

—La tierra me está llamando. Ahora estoy ligada a ella. Tengo que volver.

Mi madre se mordió el labio y finalmente sus ojos se llenaron de lágrimas. Me llevé una sorpresa cuando habló Luke. Su voz resonó, profunda y tranquila, en la habitación:

—¿Volveremos a verte?

—No lo sé —contesté sinceramente—. Quizá.

—¿Estarás bien? —preguntó él—. ¿Sola con esas… cosas? —lo dijo como si pronunciar la palabra «duende» lo hiciera más real y aún no estuviera preparado para creerlo.

—Sí, estaré bien —pensé en Paul y deseé que me hubiera acompañado—. No estaré sola.

Más allá de las ventanas, el cielo empezaba a aclararse. Habíamos pasado toda la noche hablando, y el alba estaba en camino. Besé suavemente la frente de Ethan y lo tendí en el sofá sin despertarlo. Luego me levanté y miré a mi madre y a Luke.

—Tengo que irme —dije en voz baja—. Me están esperando.

Mamá me abrazó otra vez y Luke nos envolvió a ambas en sus gruesos brazos.

—No dejes de escribir —sollozó mi madre como si me fuera a un largo viaje, o a la universidad, lejos de casa. Tal vez era más fácil para ella pensar que así era—. Llámanos si puedes, y procura venir a casa en vacaciones.

—Lo intentaré —murmuré al apartarme.

Miré un momento la casa reviviendo viejos recuerdos, dejando que me calentaran por dentro. Aquel ya no era mi hogar, pero era una parte de mí que siempre estaría ahí, un lugar que nunca se desvanecería. Me volví hacia ellos y sonreí entre lágrimas, y solo entonces me di cuenta de que estaba llorando.

—Meghan —mamá se acercó, suplicante—, ¿estás segura de que tienes que irte? ¿No puedes quedarte aunque sea unos días?

Negué con la cabeza.

—Te quiero, mamá —invocando mi hechizo, me envolví en él como en un manto—. Dile a Ethan que no le olvidaré.

—¡Meghan!

—Adiós —susurré, y desaparecí de su vista.

Dieron un respingo y miraron a su alrededor ansiosamente. Luego mamá escondió la cara en el hombro de Luke y comenzó a llorar. Ethan se despertó, miró parpadeando a sus padres y a continuación me miró fijamente. Yo seguía junto a la puerta, invisible. Levantó las cejas y me llevé un dedo a los labios, pidiéndole que no dijera nada.

Sonrió. Levantó una de sus manitas para decirme adiós, se bajó de un brinco del sofá y se acercó a mamá, que seguía abrazada a Luke. Contemplé a mi familia, sentí su amor, su pena y su compasión, y sonreí orgullosa.

«Estaréis bien», les dije con un nudo en la garganta. «Estaréis bien sin mí».

Parpadeando para contener las lágrimas, los miré una última vez y crucé la puerta para salir al alba.

Estaba cruzando la explanada, obligándome a poner un pie delante del otro y a no mirar hacia atrás cuando un ladrido llamó mi atención y levanté la vista.

Algo brincaba hacia mí por la hierba, una sombra en medio de la penumbra anterior al amanecer. Algo grande y peludo que me resultaba vagamente familiar. ¿Un lobo? ¡No, un perro! Un perro grande, greñudo… No, no podía ser.

—¿Beau? —dije en voz baja cuando el enorme pastor alemán chocó contra mí con la fuerza de un tren de mercancías y estuvo a punto de tirarme al suelo. Era Beau. Me reí cuando me manchó de barro la camisa con sus patas y me dio un lametazo en la cara—. ¿Qué haces tú aquí? —pregunté mientras le acariciaba el cuello y él jadeaba y sacudía todo el cuerpo, alborozado.

No había vuelto a ver a nuestro perro desde el día en que Luke lo había llevado injustamente a la perrera, creyendo que había atacado a Ethan.

—¿Mamá decidió traerte a casa? ¿Cómo…?

Me detuve al rozar con los dedos algo fino y metálico que llevaba colgado alrededor del cuello, bajo el pelo. Pensando que sería un collar con chapas de identidad, tranquilicé a Beau lo justo para quitárselo pasándoselo por encima de las orejas y lo levanté a la luz para verlo mejor. Era una cadena de plata que conocía. Los restos del amuleto roto que colgaba de ella brillaron en la penumbra. Me dio un vuelco el corazón. Mientras Beau seguía brincando a mis pies, miré a mi alrededor, escudriñé la explanada y el lindero de los árboles. Pero él no podía estar allí. Le había dicho que se marchara, lo había liberado de sus votos. Debía odiarme.

Y sin embargo… allí estaba el amuleto.

Esperé unos segundos con el corazón acelerado. Esperé a que su oscura silueta se separara de las sombras, a que aquellos ojos plateados y brillantes me buscaran. Me pareció sentirlo cerca, observándome. Creí sentir el latido de su corazón, percibir sus emociones… o tal vez fuera solo mi deseo. Mi pena, mi arrepentimiento, mi dolor, y el amor que sabía que era imposible.

Sentí una opresión en el pecho y sonreí con tristeza. En el fondo, sabía que no iba a venir. Ahora pertenecíamos a mundos distintos. Ash no podía sobrevivir en el Reino de Hierro, y yo no podía, no quería abandonarlo. Tenía responsabilidades, con el reino, con mis súbditos, conmigo misma. Y Ash no podía formar parte de eso. Era mejor cortar limpiamente que alargarlo y desear lo imposible. Él lo sabía. Aquel era solamente su regalo final. Su despedida definitiva.

Aun así vacilé, con un nudo en el estómago, confiando contra toda esperanza que me buscara, que cambiara de idea y regresara. Pero pasaron unos minutos y Ash no apareció. Finalmente, mientras la última estrella se difuminaba en el cielo, me guardé la cadena en el bolsillo y me arrodillé para acariciar las orejas de Beau.

—Es maravilloso, ¿verdad? —le pregunté, y el perro parpadeó y movió el rabo, muy serio—. No sé dónde te ha encontrado, ni cómo te ha traído hasta aquí, pero me alegro de que lo haya hecho. Ojalá pudiera verlo una vez más… —sentí otro nudo en la garganta y tuve que tragar—. Te va a gustar tu nuevo hogar, pequeño —añadí, intentando parecer animada—. Hay mucho espacio, montones de gremlins que perseguir, y creo que Paul te va a encantar.

El perro gimió y ladeó la cabeza. Besé su largo hocico y me levanté.

—Vamos —dije mientras me enjugaba los ojos—. Te presentaré.

El cielo se había vuelto de un rosa suave. Los pájaros cantaban en las ramas, a mi alrededor, y un viento ligero mecía las hojas. La vida se agitaba por doquier, incansable. Respiré hondo, miré hacia el cielo y dejé que la brisa secara mis lágrimas. Ash se había ido, pero seguía habiendo gente que me necesitaba, que estaba esperándome. Podía regodearme en mi tristeza o podía confiar en mi caballero y seguir adelante. Podía esperar. El tiempo estaba de mi parte, a fin de cuentas. Entre tanto, tenía que dirigir un reino.

—¡Majestad!

La voz de Fallo del Sistema hizo añicos la quietud de la mañana. Mi lugarteniente primero salió de entre los árboles y Beau gruñó y aplanó las orejas hasta que toqué su cuello y se calmó.

—¿Estás bien? —preguntó Fallo del Sistema ansiosamente, con los ojos violetas fijos en Beau—. ¿Qué es esa… cosa? Parece peligroso. ¿Te ha hecho daño?

—Beau, este es Fallo del Sistema —dije, y el perro movió el rabo, indeciso—. Fallo del Sistema, este es Beau. Portaos bien los dos. Vais a veros mucho, espero.

—Espera, ¿viene con nosotros?

Me reí al ver su cara de espanto. Beau ladró alegremente y meneó el rabo, acercándose. Di el brazo a Fallo del Sistema y sonreí cuando el perro se apretó contra mi pierna. La vida no era perfecta, pero era tan perfecta como podía serlo en ese momento. Tenía un lugar en el mundo. No estaba sola.

—Vamos —les dije—. En la ciudad estarán esperándonos. Volvamos a casa.

Estuvo mirándola desde la oscuridad cada vez más tenue, invisible, una sombra más entre los árboles. Se preguntaba si había hecho bien yendo allí para verla una última vez, a pesar de que sabía que habría sido inútil resistirse. No podía marcharse sin verla de nuevo, sin oír su voz y ver su sonrisa, aunque no le sonriera a él. No se hacía ilusiones respecto a su obsesión por ella. Meghan había hundido firmemente los dedos en su corazón y podía hacer con él lo que se le antojara.

La vio alejarse con el duende de Hierro y el perro, los vio regresar a su reino, a un lugar al que él no podía seguirla.

Por ahora.

—Bueno —Robin Goodfellow apareció a su lado. Con los brazos cruzados, él también miró alejarse a la chica y a sus compañeros—. Se ha ido.

—Sí.

Goodfellow lo miró de reojo, desconfiado y expectante.

—¿Y ahora qué?

Ash suspiró, se pasó una mano por el pelo.

—Tengo que hacer una cosa —murmuró—. Una promesa que cumplir. Puede que tarde mucho en volver.

—Ah —Goodfellow se rascó la cabeza y sonrió—. Parece divertido. ¿Adónde vas?

Ahora fue él quien miró al otro duende.

—No recuerdo haberte invitado.

—Es un lástima, cubito de hielo —tan exasperante como de costumbre, Goodfellow se echó hacia atrás y le sonrió, burlón—. Hace tiempo que estoy harto de guerras y matanzas. Atormentarte es mucho más divertido. Además… —suspiró y miró hacia los escalones ahora vacíos—. Quiero que sea feliz, y contigo lo es, y mucho. Quizás esto compense pasados… errores —sacudió la cabeza y volvió a asumir su descaro de siempre—. Así que, o dices «claro, me encantaría que vinieras», o te pasas todo el viaje con un enorme pájaro encima, lanzándote cosas a la cabeza.

Suspiró, derrotado. Quizá fuera mejor que Goodfellow lo acompañara. A fin de cuentas, era un buen guerrero. Y antaño habían sido… amigos. Aunque aquel viaje no cambiaría nada.

—Está bien —masculló—. Pero apártate de mi camino.

El duende de Verano sonrió y se frotó las manos con alborozo. Ash sintió una euforia fugaz al invitar a Puck a acompañarlo. Era muy probable que intentaran matarse el uno al otro antes de que acabara el viaje.

—Entonces, ¿adónde vamos? —preguntó Goodfellow—. Supongo que tendrás algún plan para esta aventura.

Una aventura. Ash no pensaba que fuera eso, una aventura, pero no importaba. «Me es indiferente cómo se llame. Solo quiero estar con ella cuando termine. No voy a darme por vencido. Meghan, pronto estaré contigo. Espérame, por favor».

—¡Eh, cubito de hielo! ¿Me has oído? ¿Adónde vamos? ¿Qué vamos a hacer?

—Te he oído —murmuró, y dando media vuelta echó a andar entre los árboles—. Y sí, tengo un plan.

—No me digas. Entonces, sácame de mi ignorancia, te lo ruego.

—Primero vamos a buscar a cierto gato.