9
Promesa de caballero
Miré a Ash parpadeando y sentí un extraño nudo en el estómago, de nerviosismo y de miedo.
—¿Las dos? —susurré mirando a mi padre, que se había acercado a la mesa y estaba otra vez encorvado sobre sus partituras.
Paul tendía a hacer caso omiso de los duendes cuando estaban presentes. Jamás se dirigía a ellos y apenas los miraba, y los chicos le respondían de igual manera. Eso hacía que las veladas resultaran un tanto violentas a veces, pero creo que a Paul le aterrorizaba volverse loco de nuevo si se fijaban en él.
Ash se encogió de hombros.
—No van a hablar conmigo, ni con Puck, excepto para decirnos que Leanansidhe ya les ha dado permiso para venir. Quieren hablar solo contigo. Se encuentran en el claro.
Me acerqué a la ventana y miré afuera. En el lindero del bosque distinguí un par de caballeros sidhe, cada uno con un estandarte, uno verde y dorado, con una magnífica cabeza de venado como blasón, y el otro negro, con una rosa blanca y espinosa en el centro.
—El emisario ha dicho que traía un mensaje para ti, princesa —dijo Puck, que seguía apoyado contra la puerta con los brazos cruzados—. Un mensaje de Oberón en persona.
—Oberón…
La última vez que había visto a mi padre biológico me había desterrado al mundo de los mortales después de que Mab hiciera lo mismo con Ash. Yo creía que habíamos acabado para siempre.
Él había dejado muy claro al despedirnos que ahora me encontraba sola y que no volvería a ser bien recibida en el País de las Hadas. ¿Qué quería ahora el Rey de la Corte de Verano?
Solo había un modo de averiguarlo.
—Papá —dije volviéndome hacia la mesa—, voy a salir, pero enseguida vuelvo. No salgas de la casa, ¿vale?
Me dijo adiós con la mano sin levantar la vista y yo suspiré. Él al menos estaba tan atareado que no se preocupaba por la inesperada comitiva que esperaba en el prado.
—Está bien —mascullé mientras me acercaba a la puerta, que Puck abrió para mí—. Acabemos con esto de una vez.
Cruzamos el riachuelo, junto al cual Grimalkin se estaba acicalando subido a una roca como si la llegada de las cortes le trajera sin cuidado, y nos dirigimos hacia el fondo del prado.
Era última hora de la tarde y las luciérnagas brillaban intermitentemente en la hierba. Ash y Puck caminaban a mi lado, envolviéndome en sus auras, dispuestos a protegerme, y el miedo que sentía se disipó al instante. Habíamos pasado por tantas cosas los tres juntos… ¿Qué quedaba que no pudiéramos afrontar unidos?
Los dos caballeros se inclinaron al acercarnos. Sorprendí un atisbo de sorpresa en Ash y Puck, sin duda les extrañaba que dos guerreros de cortes enemigas pudieran estar juntos sin pelearse. A mí me pareció irónico.
Entre los caballeros, casi escondido entre la hierba crecida, un gnomo con cara de tubérculo se adelantó y se dobló por la cintura.
—Meghan Chase —dijo con voz sorprendentemente grave, rígido y ceremonioso como un mayordomo—, tu padre, lord Oberón, te envía saludos.
Sentí un conato de rabia. Oberón no tenía ningún derecho a considerarme su hija después de haberme repudiado delante de toda la corte. Crucé los brazos y miré al gnomo con enfado.
—Querías verme. Aquí estoy. ¿Qué quiere Oberón ahora?
El gnomo parpadeó. Los caballeros cruzaron una mirada. Puck y Ash se irguieron a mi lado, silenciosos y alerta. Aunque no los miraba, sentí el alborozo de Puck.
El gnomo carraspeó.
—Ejem. Bueno, como sabes, princesa, tu padre está en guerra con el Reino de Hierro. Por primera vez desde hacía siglos, hemos entablado una alianza con la reina Mab y la Corte de Invierno —miró a Ash un momento antes de volver a fijar sus ojos en mí—. Un ejército de duendes de Hierro espera a las puertas de nuestro reino, ansioso por mancillar nuestras tierras y matar a todos sus habitantes. La situación es extremadamente grave.
—Lo sé. De hecho, creo que fui la primera que se lo dijo a Oberón. Justo antes de que me desterrara —sostuve la mirada del gnomo, procurando que mi voz no sonara agria—. Advertí a Oberón acerca del Rey de Hierro hace siglos, a él y a Mab. Pero no me escucharon. ¿A qué viene contarme esto ahora?
El gnomo suspiró y por un momento abandonó su tono ceremonioso.
—Porque las cortes no pueden llegar hasta él, princesa. El Rey de Hierro se esconde en el corazón de su reino ponzoñoso, y las fuerzas de Verano e Invierno no pueden llegar hasta allí para atacarlo. Estamos perdiendo terreno, soldados y recursos, y los duendes de Hierro prosiguen su avance en ambas cortes. El Nuncajamás se está muriendo más aprisa que nunca y pronto no quedará lugar seguro al que podamos ir.
Carraspeó de nuevo, avergonzado, y volvió a adoptar su tono formal.
—Debido a ello, el rey Oberón y la reina Mab están dispuestos a ofrecerte un trato, Meghan Chase.
Metió la mano en su zurrón, sacó un rollo de pergamino atado con una cinta verde y lo desplegó con un aspaviento.
—Allá vamos —masculló Puck.
El gnomo lo miró con enojo, dio la vuelta al pergamino y proclamó con voz pomposa:
—Meghan Chase, por orden del rey Oberón y la reina Mab, las cortes están dispuestas a levantarte el destierro, así como al príncipe Ash y a Robin Goodfellow, a absolveros de todos vuestros delitos y a concederos el perdón incondicional.
Puck contuvo la respiración. Ash guardó silencio. Su semblante no cambió, pero me pareció distinguir en él un fugaz destello de esperanza, de anhelo. Querían volver a casa. Echaban de menos el País de las Hadas, ¿y quién podía reprochárselo? Allí estaba su sitio, y no en el mundo mortal, con su inmenso escepticismo y su falta de fe en todo lo que no fuera científico.
No era de extrañar que los duendes de Hierro se estuvieran apoderando del mundo. Había ya tan poca gente que creyera en la magia…
Pero como sabía que los tratos de los duendes siempre tienen un precio, procuré mantenerme impasible y pregunté:
—¿A cambio de qué?
—A cambio… —el gnomo bajó las manos y esquivó mi mirada—, a cambio de que vayas al Reino de Hierro y elimines a su rey.
Asentí despacio. De pronto me sentía muy cansada.
—Eso pensaba.
Ash se acercó, y el gnomo y los dos guardias lo miraron con desconfianza.
—¿Ella sola? —preguntó con calma, disimulando su ira—. ¿Oberón no va a ofrecerle ninguna ayuda? Parece mucho pedir si ni siquiera sus ejércitos son capaces de hacerlo.
—El rey Oberón cree que una sola persona puede desplazarse sin ser vista por el Reino de Hierro —contestó el gnomo—. Y que por tanto tiene mayores posibilidades de encontrar al Rey de Hierro. Oberón y Mab están de acuerdo en que la princesa de Verano es la persona indicada. Es inmune a los efectos del hierro, ha estado allí antes y ya ha matado a un Rey de Hierro.
—Entonces tuve ayuda —mascullé, sintiendo una opresión en el estómago.
Los recuerdos se agitaron dentro de mí, lúgubres y aterradores, y a mi pesar empezaron a temblarme las manos. Me acordé de los odiosos páramos del Reino de Hierro: de su repugnante desierto, de la lluvia ácida que erosionaba la piel, de la imponente torre negra que se alzaba hacia el cielo.
Me acordé de cómo había matado a Máquina atravesando su pecho con una flecha mientras la torre se derrumbaba convertida en chatarra. Y al acordarme del cuerpo de Ash frío y sin vida entre mis brazos, cerré los puños tan fuerte que me clavé las uñas en las palmas.
—No estoy preparada —dije, y miré a Ash y a Puck en busca de apoyo—. Todavía no puedo volver allí. Tengo que aprender a pelear y a utilizar el hechizo, y… ¿qué hay de mi padre? No puede quedarse aquí, solo.
El gnomo pestañeó, confuso, pero Puck tomó la palabra antes de que pudiera decir nada.
—Va a necesitar algún tiempo para pensárselo —afirmó, adelantándose con una sonrisa encantadora—. Supongo que Oberón no necesita que conteste ahora mismo, ¿verdad?
El gnomo lo miró con solemnidad y me dijo:
—Lo cierto es que dijo que el tiempo era de vital importancia, alteza. Cuanto más tiempo permanezcas aquí, más se extenderá la ponzoña y más fuerte se hará el Rey de Hierro. Lord Oberón no puede esperar. Volveremos al amanecer a buscar tu respuesta —hizo una reverencia y los caballeros retrocedieron, listos para marcharse—. Es una oferta que solo se presenta una vez, alteza —me advirtió el gnomo—. Si decides rechazarla y no regresar al Nuncajamás con nosotros, ninguno de vosotros volverá a verlo —enrolló el pergamino ceremoniosamente y desapareció en el bosque con los guardias.
Volví a la cabaña aturdida y me dejé caer en el sofá. Mi padre no estaba en la habitación y los trasgos aún no habían empezado a hacer la cena, así que estábamos solos.
—No estoy preparada —repetí cuando Puck se sentó en un brazo del sofá y Ash permanecía en pie mirándome con gravedad—. Maté por los pelos al primer Rey de Hierro, y eso con ayuda de la flecha de madera de maga. Ahora no tengo nada parecido.
—Cierto —repuso Grimalkin junto a mi cabeza, y di un respingo.
El gato parpadeó al ver que lo miraba con enfado y se recostó cómodamente en los cojines.
—Pero la flecha de madera de maga era expresamente para Máquina. No sabes si hace falta otra para el falso rey.
—Eso no importa —dije—. Ahora no tengo nada. Todavía no puedo usar el hechizo, no sé qué tal me iría en una pelea y… —me detuve y añadí casi susurrando—: No puedo hacerlo sola.
—Vaya, vaya, vaya —Puck se levantó y me miró con enfado, igual que Ash—. ¿De qué estás hablando? ¿Hacerlo sola? Tú sabes que vamos a ir contigo, princesa.
Sacudí la cabeza.
—Ash estuvo a punto de morir la otra vez. El Reino de Hierro es mortal para los duendes, por eso no pueden derrotarlo Oberón y Mab. No puedo perderos a los dos. Si lo hago, tendré que hacerlo sola.
Sentí que la mirada de Ash se afilaba, clavándose en mí. Su furia, de un color gélido, irritó mi piel. Aun así, sentí que mi ira se agitaba, dispuesta a enfrentarse a la suya.
Él tenía que saberlo. Sabía mejor que nadie lo mortífero que era el Reino de Hierro para los duendes normales. ¿Qué derecho tenía a enfadarse? Era yo quien tenía que ir al Reino de Hierro. Ni en sueños les haría pasar a ambos por esa tortura otra vez. Si era necesario, rechazaría la oferta de Oberón.
Y sin embargo, si me negaba, Ash y Puck se verían obligados a permanecer conmigo para siempre en el reino de los mortales. Aquella era su oportunidad de volver a casa. No podía negarles eso, aunque para ello tuviera que regresar al maldito país de los duendes de Hierro y enfrentarme sola al impostor.
—Tú sabes que eso no puede ser, princesa —dijo Puck como si me hubiera leído el pensamiento—. Si crees que puedes evitar que yo o el témpano de hielo te sigamos al Reino de Hierro…
—¡No quiero que vayáis! —estallé, levantando por fin la mirada.
Puck puso cara de pasmo, pero Ash siguió mirándome con ojos fríos como el hielo.
—Maldita sea, Puck, tú no has visto el Reino de Hierro. No sabes cómo es. ¡Pregúntale a Ash! —añadí señalando al príncipe de hielo. Era consciente de que me estaba pasando de la raya, pero no me importó—. Pregúntale cómo es respirar un aire que te va matando por dentro. Pregúntale cómo me sentí al ver que estaba cada vez peor y que no podía hacer nada por ayudarlo.
—Y sin embargo sigo aquí —la voz de Ash sonó como escarcha rota. Sus ojos se habían oscurecido hasta volverse negros—. Y al parecer mi promesa no significa nada para ti. ¿Vas a liberarme de ella ahora, cuando te conviene hacerlo?
—Ash… —lo miré. Odiaba que estuviera enfadado, pero necesitaba que lo entendiera—. No puedo verte sufrir así otra vez. Si me sigues al Reino de Hierro podrías morir, y eso me mataría a mí también. No puedes pedirme eso.
—No… —se detuvo y cerró los ojos un momento—. No fue decisión tuya, Meghan —añadió con voz crispada y firme—. Conocía los riesgos cuando hice ese trato, y sé lo que pasará si te sigo al Reino de Hierro. Iría contigo, aun así —su voz se hizo más afilada—, pero eso no viene al caso. No puedo dejarte ahora a menos que me liberes expresamente de mi promesa de quedarme a tu lado.
¿Liberarlo? ¿Deshacer una promesa para que no se viera obligado a seguirme?
—No sabía que podía hacerse eso —murmuré, sintiendo un atisbo de mala conciencia y un poco de rabia—. Así que, durante el tiempo que estuvimos en el reino de Máquina, ¿podría haberte liberado de tu promesa y no habrías tenido que ayudarme?
Vaciló como si no quisiera seguir hablando de ese asunto, pero Grimalkin respondió desde el respaldo del sofá.
—No, humana —ronroneó—. Eso era un contrato, no una promesa. Los dos acordasteis hacer algo y los dos obtuvisteis algo a cambio. Así es como funcionan los tratos, en su mayoría.
Ash bajó la mirada y se pasó una mano por el pelo mientras Grimalkin se lamía una pata.
—Una promesa se hace voluntariamente, se elige y no impone ningún compromiso a quien la recibe. No hay ninguna expectativa —resopló y se pasó la pata por las orejas—. Deja a uno atrapado, completamente a merced del otro… a no ser que uno decida liberarlo de su compromiso, claro.
—Entonces… —miré a Ash—. Podría liberarte de tu promesa y ya no tendrías que cumplirla, ¿verdad?
Pareció atónito, pero solo un instante. Luego el aire se volvió gélido a su alrededor y la escarcha empezó a extenderse por las láminas de madera del suelo. Sin decir palabra, dio media vuelta, salió de la habitación, cruzó la puerta y se perdió en la noche.
Puck soltó un fuerte soplido.
—Uf, tú sí que sabes arrancarle a uno el corazón, ¿eh, princesa?
Me quedé mirando la puerta con el corazón en un puño.
—¿Por qué está tan enfadado? —susurré—. Solo intento que siga vivo. No quiero que me siga porque se sienta obligado por una estúpida promesa.
Puck hizo una mueca.
—Esa estúpida promesa es la declaración más seria que podemos hacer nosotros, princesa —dijo, y su tono me sorprendió—. Nosotros no hacemos promesas a la ligera. Nunca. Y, dicho sea de paso, liberar a un duende de una promesa es la peor ofensa. Le estás diciendo básicamente que ya no confías en él, que lo consideras incapaz de cumplirla.
Me levanté.
—Eso no es verdad —protesté, y Grimalkin se bajó de los cojines del respaldo para acurrucarse en el lugar que había dejado libre—. Es solo que no quiero que se quede conmigo por obligación.
—Hay que ver lo lerda que eres a veces —Puck sacudió la cabeza cuando lo miré con la boca abierta—. Princesa, Ash no habría hecho esa promesa si no pensara seguirte de todos modos. Aunque no la hubiera hecho, ¿crees que podrías obligarlo a quedarse atrás? —sonrió, burlón—. A mí no podrías obligarme, eso lo tengo claro. Voy a ir contigo te guste o no, así que deja de mirarme así. Pero en fin… —señaló hacia la puerta—. Ve a buscar al témpano de hielo y libéralo de su estúpida promesa. No volverás a verlo, de eso no hay duda. Eso es básicamente lo que significa liberar a un duende de una promesa: es como decirle que quieres que se pierda.
Hundí los hombros, derrotada.
—Yo solo… solo quería… No puedo veros morir a ninguno de los dos —mascullé otra vez, una excusa que hasta a mí me sonó endeble.
Puck soltó un bufido.
—Vamos, Meghan, un poco de fe, por favor —cruzó los brazos y me miró con fastidio—. Nos estás dando por muertos antes de que empecemos. A mí y al témpano de hielo. Yo llevo mucho tiempo por aquí, y más que pienso estar.
—No creía que esto fuera a pasar tan pronto —empecé a dejarme caer en el sofá, pero me erguí rápidamente cuando Grimalkin soltó un siseo—. Sabía que algún día tendría que enfrentarme al falso rey, pero creía que tendría más tiempo para prepararme —me alejé unos pasos del gato y me senté en el brazo del sofá—. Todo este tiempo he sentido que me estaba librando por los pelos, que solo estaba teniendo suerte una y otra vez. Y que algún día se me acabaría la suerte.
—Hasta ahora ha durado, princesa —Puck se acercó y me rodeó con el brazo.
No me aparté. Estaba cansada de luchar. Quería recuperar a mi mejor amigo.
Apoyándome contra él, oí que los trasgos comenzaban a trajinar en la cocina. El olor a pan recién hecho inundó la habitación, cálido y reconfortante. ¿Nuestra última comida, quizá?
«Eso es, Meghan, tú piensa en positivo».
—Tienes razón —dije—. Y tengo que hacer esto. Lo sé. Si quiero volver a tener una vida normal, debo enfrentarme al falso rey o nunca me dejará en paz —suspiré y, acercándome a la ventana, me quedé mirando el atardecer—. Es solo que… siento que esto es distinto —dije mientras mi reflejo me contemplaba desde el cristal de la ventana—. Ahora tengo mucho más que perder. Ash y tú, el Nuncajamás, mi familia, mi padre —me detuve y apoyé la frente en el cristal—. Mi padre —gruñí—. ¿Qué voy a hacer con él?
Se oyó un golpe en el pasillo y cerré los ojos. Era el momento perfecto. Suspiré y me incorporé.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí, papá?
—Más os menos desde que habéis empezado a hablar de la suerte —Paul entró en la habitación y se sentó en el taburete del piano.
Lo vi por el reflejo del cristal.
—Vas a marcharte, ¿verdad? —me preguntó en voz baja.
Puck se levantó y salió discretamente de la habitación dejándonos a solas, salvo por Grimalkin, que parecía estar dormitando. Vacilé y luego asentí con la cabeza.
—Tengo que dejarte solo —dije al darme la vuelta—. Ojalá no tuviera que irme.
Paul tenía la frente fruncida como si se esforzara por comprender, pero sus ojos seguían teniendo una expresión despejada cuando asintió despacio con la cabeza.
—¿Es… importante? —preguntó.
—Sí.
—¿Volverás?
Se me cerró la garganta. Tragué saliva y respiré hondo para abrirla de nuevo.
—Espero que sí.
—Meghan… —titubeó, intentando encontrar palabras—. Sé que… que no entiendo un montón de cosas. Sé que… que formas parte de algo que me supera, de algo que nunca entenderé. Y se supone que soy tu padre, pero… pero sé que sabes valerte por ti misma. Así que vete —sonrió y las arrugas de alrededor de sus ojos se fruncieron—. No te despidas y no te preocupes por mí. Haz lo que tengas que hacer. Yo estaré aquí cuando vuelvas.
Le sonreí.
—Gracias, papá.
Asintió, pero sus ojos se volvieron vidriosos, como si la conversación hubiera consumido por completo su cordura. Husmeó el aire, dio un respingo y su cara se iluminó como la de un niño pequeño.
—¿Comida?
Asentí, sintiéndome extrañamente vieja.
—Sí. ¿Por qué no vuelves a tu habitación y te llamo cuando esté lista la cena? Mientras tanto puedes… puedes trabajar en tu canción.
—Ah. Sí —me sonrió al levantarse y echar a andar por el pasillo—. Casi está terminada, ¿sabes? —anunció mirando hacia atrás, orgulloso—. Es para mi hija, pero mañana la tocaré para ti, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —musité, y desapareció.
El silencio se adueñó de la habitación, roto solo por el tictac del reloj de la pared y por algún que otro ruido procedente de la cocina. Volví al sofá y me dejé caer junto a Grimalkin sin saber qué hacer a continuación. Sabía que debía ir en busca de Ash para disculparme, o al menos para explicarle por qué no quería que me acompañara.
Tenía el estómago hecho un nudo. Sabía que estaba enfadado conmigo. Yo solo quería ahorrarle más sufrimiento. ¿Cómo iba a saber que liberar a un duende de su promesa era una ofensa?
—Si estás preocupada por él —dijo Grimalkin—, ¿por qué no le pides que sea tu caballero?
Lo miré parpadeando.
—¿Qué?
Entreabrió los ojos dorados y me miró divertido.
—Tu caballero —repitió más despacio—. Entiendes la palabra, ¿verdad? No ha pasado tanto tiempo como para que los humanos lo hayáis olvidado.
—Sé qué es un caballero, Grim.
—Ah, bien. Entonces te será fácil entender lo que quiero decir —se incorporó y bostezó, enroscando la cola alrededor de sus pies—. Es una antigua tradición —comenzó a decir—. Incluso entre los duendes. Una dama pide a un soldado que sea su caballero, su defensor predilecto mientras ambos vivan. Solo aquellos que tienen sangre real pueden celebrar la ceremonia, y la elección de un adalid solo puede hacerla la dama, pero es la muestra definitiva de fe entre la dama y el caballero, pues ella demuestra así que confía en él por encima de todos los demás para defenderla y que sabe que él entregará su vida por ella. El caballero ha de seguir obedeciendo a su corte y a su reina hasta donde alcancen sus fuerzas, pero su principal deber, su prioridad absoluta, es defender a su dama —bostezó de nuevo y levantó una pata trasera para examinarse las uñas—. Una tradición encantadora, no hay duda. A las cortes les encanta ese tipo de tragedias.
—¿Tragedias? ¿Por qué?
—Porque —dijo la voz de Ash desde la puerta, y di un salto—, si la dama muere, el caballero también ha de morir.
Me levanté rápidamente, con el corazón acelerado. Ash no entró, siguió mirándome desde la puerta. Su aura de hechizo era invisible, la había ocultado cuidadosamente, y sus ojos plateados parecían fríos e inexpresivos.
—Acompáñame fuera —ordenó con suavidad, y al ver que yo dudaba añadió—: Por favor.
Miré a Grimalkin, pero el gato se había acurrucado una vez más con los ojos cerrados y ronroneaba satisfecho. «Condenado gato», pensé mientras bajaba los escalones detrás de Ash, hacia la cálida noche de verano.
«Le importaría un pimiento que Ash me partiera en dos o que me convirtiera en un carámbano. Seguramente ha hecho una apuesta con Leanansidhe para ver cuánto va a tardar en hacerlo».
Me sorprendió ser capaz de pensar eso de Ash y de Grimalkin y, sintiéndome un poco culpable, seguí al príncipe de Invierno hasta el prado, cruzando el riachuelo, sin decir nada. Las luciérnagas que revoloteaban sobre la hierba convertían el claro en una minúscula galaxia de luces parpadeantes, y una brisa que olía a cedros y pinos revolvió mi pelo.
Me di cuenta de que iba a echar de menos aquel lugar. A pesar de todo, era lo más parecido a la normalidad que había conocido en mucho tiempo. Allí no era una princesa de los duendes, no era la hija de un poderoso rey, ni un peón en las eternas luchas entre las cortes. Pero todo eso cambiaría al día siguiente, al amanecer.
—Si vas a liberarme de mi promesa —murmuró Ash, y sentí un levísimo temblor bajo su voz—, hazlo ahora para que pueda marcharme. Prefiero no estar aquí cuando regreses al Nuncajamás.
Me detuve y se paró, pero no se volvió hacia mí. Miré su espalda, sus fuertes hombros y su cabello negro como la noche, su espalda orgullosa y erguida. Estaba esperando a que yo decidiera su futuro. «Si de verdad te importara», susurró una vocecilla en mi cabeza, «lo liberarías de su promesa. Estaríais separados, pero él seguiría viviendo. Si permites que te siga al Reino de Hierro podría morir, tú lo sabes».
Pero la idea de que se marchara abrió en mi corazón un agujero que me dejó sin respiración. No podía hacerlo. No podía dejarlo marchar. Que los dioses me perdonaran si estaba siendo egoísta, pero quería que se quedara conmigo para siempre.
—Ash —murmuré, y se tensó.
Se me aceleró el corazón, pero hice caso omiso de mis dudas y añadí atropelladamente:
—Yo… me gustaría… —cerré los ojos, respiré hondo y susurré—. ¿Quieres ser mi caballero?
Se giró bruscamente y sus ojos se ensancharon un instante. Me miró con fijeza unos segundos, sorprendido e incrédulo. Yo le sostuve la mirada mientras me preguntaba si habría sido un error preguntárselo, si solo lo había ligado más a mí y si algún día se arrepentiría de haberse visto obligado a aceptar otro contrato.
Me estremecí cuando se acercó y se detuvo a unos centímetros de mí. Tomó lentamente mi mano, sosteniendo apenas mis dedos mientras me miraba a los ojos.
—¿Estás segura? —preguntó con voz tan baja que la brisa podría habérsela llevado.
Dije que sí con la cabeza.
—Pero solo si tú quieres. No quiero forzarte a…
Soltó mi mano, dio medio paso atrás, clavó una rodilla en el suelo y agachó la cabeza. Me dio un vuelco el corazón y, mordiéndome el labio, parpadeé para contener las lágrimas.
—Mi nombre es Ashallyn’darkmyr Tallyn, tercer hijo de la Corte Tenebrosa —su voz sonó suave, pero no vaciló ni un instante, y yo me quedé sin aliento al oír su nombre completo.
Su Verdadero Nombre.
—Que se sepa que de hoy en adelante juro proteger a Meghan Chase, hija del Rey de Verano, con mi espada, con mi honor y mi vida. Sus deseos son los míos. Si el mundo se alzara alguna vez contra ella, mi espada estará de su lado. Y si fracasara en mi deber de protegerla, pierda yo el derecho a seguir viviendo. Esto lo juro sobre mi honor, con mi Verdadero Nombre y con mi vida. De hoy en adelante… —su voz se hizo más suave y, como si me lo hubiera susurrado al oído, le escuché decir—: Soy tuyo.
No pude contener más las lágrimas. Me nublaron la vista y cuando empezaron a rodar por mis mejillas no me molesté en limpiarlas.
Ash siguió allí, ante mí. Me arrojé en sus brazos y cuando me apretó contra su cuerpo le sentí temblar. Ahora era mío, era mi caballero y nada podía interponerse entre nosotros.
—En fin —dijo Puck con un suspiro, y la brisa empujó su voz por encima de la hierba—. Me preguntaba cuánto tardaríamos en llegar a esto.
Me volví y Ash me soltó muy despacio. Puck estaba sentado en una roca, cerca del riachuelo. Las luciérnagas zumbaban a su alrededor, se encendían en su pelo y lo hacían resplandecer como brasas. No sonreía, ni tenía una mueca burlona. Simplemente nos miraba.
Una oleada de alarma se apoderó de mí cuando se levantó de un salto y comenzó a acercarse, seguido por una estela de luciérnagas. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, espiándonos?
—¿Has oído…?
—¿El Verdadero Nombre del témpano de hielo? Qué va —se encogió de hombros y entrelazó las manos detrás de la cabeza—. Aunque te cueste creerlo, no me entrometería en algo tan serio, princesa. Sobre todo porque sé que luego me matarías —sus labios se tensaron ligeramente por una de las comisuras, nada parecido a su amplia sonrisa de siempre. Miró a Ash y sacudió la cabeza con expresión divertida y… ¿admirada?—. A Mab va a encantarle, ¿sabes?
Ash esbozó una leve sonrisa.
—Creo que ha dejado de importarme lo que piense de mí la Corte de Invierno.
—Es liberador, ¿a que sí? —Puck soltó un bufido, se sentó en la hierba y levantó la cara hacia el cielo—. Así que esta es nuestra última noche en el destierro, ¿eh? —se preguntó en voz alta, recostándose sobre los codos.
Las luciérnagas se levantaron de la hierba formando una nube parpadeante.
—Es extraño, pero quizás eche de menos este sitio. Que nadie tire de mis hilos, que nadie me dé órdenes… salvo trasgos iracundos exigiendo que les devuelva sus escobas y poniéndome arañas en la cama. Es… relajante —me miró y dio unas palmaditas en el suelo.
Me senté sobre la hierba fresca y húmeda. A nuestro alrededor zumbaban destellos verdes y ambarinos que se posaban sobre mis manos y mi pelo. Miré a Ash, lo tomé de la mano y tiré de él para que se sentara. Se acomodó detrás de mí y enlazó mi cintura. Me recosté contra él y cerré los ojos.
En otra vida quizás habríamos sido tres chicos (mi mejor amigo, mi novio y yo) pasando el rato bajo las estrellas, llegando tarde a casa quizá, sin ninguna preocupación más allá de las clases, nuestros padres y los deberes.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Grimalkin apareciendo a mi lado, entre la hierba, con la hirsuta cola erguida. Una luciérnaga se posó en la punta y el gato la espantó, irritado—. Podría pensar que estáis muy relajados, si no supiera que cierto príncipe está siempre demasiado tenso para relajarse.
Ash se rio y me apretó aún más contra sí.
—¿Te sientes excluido, cait sith?
Grimalkin soltó un bufido.
—No te hagas ilusiones —pero se abrió paso entre la hierba y fue a enroscarse sobre mi regazo, un peso cálido, de suave pelo gris. Lo acaricié detrás de una oreja y comenzó a ronronear.
—¿Crees que mi padre estará bien? —pregunté.
El gato bostezó.
—Estará más seguro aquí que en el mundo real, humana —dijo perezosamente—. Aquí no entra nadie sin permiso de Leanansidhe, y nadie se marcha a no ser que ella lo permita. No te preocupes demasiado —flexionó sus garras, satisfecho—. El humano seguirá aquí cuando regreses. O aunque no regreses. Ahora, si pudieras acariciarme la otra oreja, te lo agradecería. Ah… sí, es estupendo —su voz se convirtió en una serie de roncos ronroneos.
Ash apoyó la mejilla en la parte de atrás de mi cabeza y suspiró. No fue uno de esos suspiros de fastidio, de enfado o de melancolía que exhalaba a veces. Parecía… contento. Relajado, incluso. Me entristeció un poco saber que no disponíamos de más tiempo, que aquella podía ser nuestra última noche juntos sin que la guerra, la política o las leyes de los duendes vinieran a interponerse entre nosotros.
Ash me apartó el pelo del cuello, se inclinó hacia mí y dijo en voz tan baja que ni siquiera Grimalkin pudo oírle:
—Te quiero.
Casi me estalló el corazón en el pecho.
—Pase lo que pase, ahora estamos juntos. Para siempre.
Nos quedamos allí los cuatro, hablando tranquilamente o disfrutando del silencio mientras contemplábamos el firmamento. No vi ninguna estrella fugaz, pero si hubiera visto alguna habría pedido que mi padre siguiera a salvo, que Ash y Puck sobrevivieran a la guerra que se avecinaba y que todos nosotros saliéramos indemnes de aquella aventura.
«Por pedir, que no quede». Sabía, sin embargo, que eso era imposible. Las hadas madrinas no existían y, aunque existieran, no se resolvería todo solo con que agitaran su varita mágica. (Al menos, no sin un contrato de por medio).
Además, yo tenía algo mucho mejor que un hada madrina: tenía a mi caballero duende, a mi bufón duende y a mi gato duende, y con eso me bastaba.
Al final, poco importaba. Un simple deseo no nos salvaría de lo que teníamos que hacer, y yo ya había tomado una decisión. Cuando el alba tiñera el cielo de rosa y regresaran los emisarios, tendría mi respuesta lista.