8
Aprender a medir
Así que allí estábamos de nuevo los tres: Puck, Ash y yo, juntos otra vez, pero cambiados. Yo practicaba con la espada con Ash por la mañana y por la tarde aprendía a usar la magia de Verano con Puck, normalmente a la hora de más calor. Por las noches escuchaba el piano o hablaba con mi padre mientras intentaba ignorar la tensión evidente entre los dos duendes que nos acompañaban.
Paul estaba mejor, al menos; sus momentos de confusión eran cada vez más escasos y más alejados entre sí. La mañana en que hizo el desayuno lloré de alegría, aunque a nuestros trasgos les dio un ataque y estuvieron a punto de abandonar la casa. Conseguí convencerlos para que se quedaran con cuencos de crema y miel y la promesa de que Paul no volvería a entrometerse en sus tareas.
Mi destreza usando el hechizo no mejoró.
Todos los días, cuando el sol estaba en su cenit, me levantaba de la mesa de la comida y bajaba al prado, donde Puck ya estaba esperándome. Me enseñó a extraer hechizo de las plantas, a hacerlas crecer más deprisa, a tejer espejismos desde la nada y a pedir auxilio al bosque. La magia de Verano era la magia de la vida, del calor, de la pasión, me explicó.
El crecimiento renovado de Primavera, la belleza mortífera del fuego, la violenta destrucción de una tormenta de verano, eran manifestaciones de la magia de Verano en la vida cotidiana.
Me reveló pequeños milagros (hacer que una flor marchita volviera a la vida, llamar a una ardilla a su regazo) y luego me ordenó que hiciera lo mismo.
Yo lo intenté. Invocar la magia era fácil: me salía de manera tan natural como respirar. La sentía a mi alrededor, por todas partes, vibrante de vida y energía. Pero cuando intentaba utilizarla en algún sentido, las náuseas se apoderaban de mí y me quedaba jadeando en el suelo, tan mareada y aturdida que me sentía a punto de desmayarme.
—Inténtalo otra vez —dijo Puck una tarde, sentado con las piernas cruzadas sobre una roca plana, junto al riachuelo, con la barbilla apoyada en las manos.
Entre nosotros había un palo de cepillo, erguido entre la hierba como un árbol desnudo. Puck lo había «tomado prestado» del armario de las escobas esa mañana, lo cual seguramente provocaría de nuevo la ira de los trasgos cuando descubrieran que faltaba una de sus sacrosantas herramientas.
Fijé la mirada en el palo del cepillo y respiré hondo. Se suponía que tenía que hacer que le salieran rosas y eso, pero solamente había conseguido que me diera un horrible dolor de cabeza. Atrayendo hacia mí el hechizo, lo intenté de nuevo. «Vale, concéntrate, Meghan. Concéntrate».
Ash apareció en la periferia de mi campo de visión. Con los brazos cruzados, nos observaba intensamente.
—¿Ha habido suerte? —murmuró, y me desconcentré enseguida.
Puck me señaló.
—Ahora lo verás.
Enfadada con ambos, me concentré en el cepillo. «La madera es madera», había dicho Puck esa mañana. «Ya sea un árbol muerto, el costado de un barco, una ballesta o el simple palo de un cepillo, la magia de Verano puede hacer que cobre vida de nuevo aunque solo sea un momento. Esto es innato en ti. Concéntrate».
El hechizo se agitó a mi alrededor, descarnado y poderoso. Lo envié hacia el palo y el mareo se abatió sobre mí como un martillo. Se me encogió el estómago, me doblé con un gemido e intenté contener las ganas de vomitar. Si aquello era lo que sentían los duendes cada vez que tocaban el hierro, no me extrañaba que huyeran de él como de la peste.
—Esto no funciona —oí decir a Ash—. Debería parar antes de que se haga daño de verdad.
—¡No! —me incorporé haciendo un esfuerzo, clavé la mirada en el palo del cepillo y me limpié el sudor de los ojos—. Voy a conseguirlo, maldita sea.
Haciendo caso omiso de mi estómago y del sudor que se me metía en los ojos, respiré hondo otra vez y me concentré en el hechizo que giraba en torno al palo. La madera estaba viva, vibraba de energía esperando el empujón necesario para estallar, llena de vida.
El palo tembló. Las náuseas me subieron por el estómago. Me mordí el labio y el dolor me hizo bien. De pronto comenzaron a florecer rosas a lo largo del palo, rojas, blancas, rosas y naranjas, un tumulto de colores entre las hojas y las espinas. Tan rápidamente como habían brotado, los pétalos se marchitaron y se desprendieron, cubriendo el suelo alrededor del palo de cepillo, que quedó de nuevo desnudo y seco. Era una clara victoria, sin embargo, y lancé un grito de júbilo… justo antes de desplomarme.
Ash me agarró, arrodillado en la hierba. Ignoro cómo sabía dónde iba a caer exactamente.
—Ya está —jadeé mientras luchaba por erguirme apoyándome en sus brazos—. No ha sido tan difícil. Creo que casi lo tengo dominado. Vamos a hacerlo otra vez, Puck.
Puck levantó una ceja.
—Eh… no, princesa. A juzgar por cómo me mira tu novio, yo diría que la clase ha acabado por hoy —bostezó y se levantó para estirar sus largas piernas—. Además, estaba a punto de morirme de aburrimiento. Ver florecer capullos no es precisamente arrebatador —nos miró, miró cómo me abrazaba Ash, y puso una mueca burlona—. Hasta mañana, tortolitos.
Saltó el riachuelo y desapareció en el bosque sin mirar atrás. Suspiré y luché por levantarme apoyándome en Ash.
—¿Estás bien? —preguntó mientras me sujetaba.
Las náuseas se habían disipado, pero de pronto estaba que echaba chispas. No, claro que no estaba bien. ¡Era una duende que no podía utilizar el hechizo! Por lo menos sin desmayarme, o vomitar, o marearme tanto que prácticamente quedaba inutilizada. ¡Era alérgica a mí misma! ¿No era patético?
Me volví, enfadada, y di una patada al palo de cepillo. Cayó con estrépito entre los matorrales. La cólera de los trasgos sería terrible, pero en aquel momento no me importó. ¿De qué servía tener hechizo de Hierro si lo único que hacía era ponerme enferma? Para lo que me servía, bien podía dárselo al falso rey.
Ash levantó una ceja, pero solo dijo:
—Vamos dentro.
Un poco avergonzada, lo seguí por el claro, cruzamos el riachuelo y subimos las escaleras de la cabaña. Grimalkin, que estaba tumbado sobre la barandilla, al sol, me ignoró cuando lo saludé con la mano.
En la cabaña reinaba un extraño silencio cuando entramos. No había nadie sentado frente al piano. Miré a mi alrededor y vi a Paul sentado a la mesa de la cocina, inclinado sobre un montón de papeles dispersos, garabateando furiosamente.
Confié en que no hubiera caído en una especie de locura creativa. Levantó la vista, me dedicó una sonrisa fugaz pero cuerda y volvió a inclinarse sobre sus papeles.
Así pues, ese era uno de sus días cuerdos. Algo era algo.
Me dejé caer en el sofá con un gruñido. Todavía me hormigueaban los dedos, entumecidos por el hechizo.
—¿Qué me pasa, Ash? —suspiré y me froté los ojos cansados—. ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? Ni siquiera puedo ser una mestiza normal.
Ash se arrodilló, me hizo bajar las manos y se llevó mis dedos a los labios.
—Tú nunca has sido normal, Meghan —sonrió, y me cosquillearon los dedos por otro motivo—. Si lo fueras, yo no estaría aquí.
Me desasí y acaricié su mejilla, pasando el pulgar por su piel pálida y tersa. Cerró los ojos un momento y se inclinó hacia mi mano para besar mi palma. Luego se incorporó.
—Voy a buscar a Puck —anunció—. Debe de haber algo que estamos haciendo mal, algo que estamos pasando por alto. Tiene que haber un modo más fácil.
—Pues sería fantástico que lo encontraras, porque estoy harta de marearme cada vez que hago crecer una flor —intenté esbozar una sonrisa agradecida, pero creo que solo hice una mueca.
Puso una mano sobre mi hombro, me lo apretó ligeramente y se marchó.
Dando un suspiro, me acerqué a la mesa de la cocina. Tenía curiosidad por ver qué estaba haciendo mi padre con tanto ímpetu. No levantó la vista, así que me senté al borde de la mesa, a su lado. La mesa estaba cubierta de hojas de papel, llenas de renglones escritos y puntos negros. Al mirar más de cerca vi que eran partituras manuscritas.
—Hola, papá —dije con suavidad. No quería distraerlo, ni sobresaltarlo—. ¿Qué haces?
Me miró un momento y sonrió.
—Componer una canción —contestó—. Me vino a la cabeza esta mañana y supe que tenía que escribirla enseguida, antes de que la olvidara. Antes escribía canciones todo el tiempo para… para tu madre.
No supe qué decir, así que seguí mirando cómo se movía el lápiz, dibujando puntitos a lo largo de cinco rayas negras. A mí no me parecía música, pero papá se detuvo y cerró los ojos, movió el lápiz como si siguiera el ritmo de una melodía invisible y a continuación añadió unos cuantos puntos más a las líneas.
Se me nubló la vista un momento y los puntos parecieron moverse sobre el papel. Por un instante toda la canción pareció titilar, rebosante de hechizo. Las líneas rectas brillaron como cables de metal mientras las diversas notas, antes negras y opacas, relucían como gotas de agua alzadas hacia la luz.
Parpadeé sorprendida y los garabatos recobraron su apariencia normal.
—Qué raro —mascullé.
—¿Qué es raro? —preguntó Paul, mirándome.
—Eh… —busqué a toda prisa un tema menos comprometido. Mi padre no sentía mucho aprecio por el hechizo; para él, no eran más que trucos y engaños de duendes. Y yo no podía reprochárselo teniendo en cuenta por lo que había pasado—. Eh… —repetí—. Me estaba preguntando… qué significan todas esas rayas y esos puntitos. Porque a mí no me parece música.
Sonrió, ansioso por hablar de su tema preferido, y agarró una de las hojas depositadas en un montón.
—Son medidas —explicó al poner la hoja entre los dos—. ¿Ves estas rayas? Cada una representa un tono musical. Cada nota de una escala está representada por su posición en la línea o en los espacios intermedios. Cuanto más alta está la nota en los renglones, más alto es el tono. ¿Me sigues?
—Pues…
—Ahora fíjate en los puntos distintos, o notas —prosiguió como si yo hubiera entendido algo de lo que me había contado—. Un punto abierto tiene una duración más larga que uno cerrado. Los rabillos y las cejillas que ves dividen la duración por la mitad, y otra vez por la mitad. El intérprete comprende por el aspecto de las notas cuánto tiene que sostenerlas al tocar, y también sabe qué nota debe tocar. Todo se mide por tiempo, tono y escala y está escrito en perfecta armonía. Una nota o una duración equivocadas pueden dar al traste con una canción entera.
—Parece muy complicado —comenté, intentando que siguiera hablando.
—Puede serlo. La música y las matemáticas siempre han estado estrechamente unidas. Se trata de fórmulas, de fracciones y esas cosas —se levantó bruscamente con la partitura en la mano y se acercó al piano.
Lo seguí y me senté en el sofá.
—Claro que, si lo pones todo junto, suena así —y se puso a tocar una canción tan hermosa que sentí un nudo en la garganta y me dieron ganas de llorar y reír al mismo tiempo.
Había oído aquella música otras veces, pero de pronto sonaba distinta, como si hubiera puesto en ella todo su corazón y su alma y la melodía hubiera cobrado vida propia. El hechizo ondulaba a su alrededor en un torbellino de los colores más bellos que yo había visto nunca. No era de extrañar que los duendes se sintieran atraídos por los mortales con talento. Ni que Leanansidhe se hubiera resistido a dejarlo marchar.
La pieza era breve y acabó bruscamente, como si Paul se hubiera quedado sin notas.
—Bueno, no está acabada aún —murmuró bajando las manos—, pero puedes hacerte una idea.
—¿Cómo se llama? —susurré con el eco de la canción todavía refluyendo dentro de mí.
Sonrió.
—Recuerdos de Meghan.
Antes de que me diera tiempo a decir nada se abrió la puerta de golpe y entró Ash seguido por Puck. Me levanté de un salto mientras se acercaba con expresión tensa y severa. Puck se quedó junto a la puerta con los brazos cruzados, mirando por la ventana.
—¿Qué ocurre? —pregunté cuando Ash se acercó.
Daba la impresión de que iba a agarrarme en volandas y a huir conmigo por la puerta. Miré a mi padre para ver cómo reaccionaba y me alegró ver que parecía alarmado y receloso, pero no loco. Ash me agarró del brazo y me llevó a un lado.
—La Corte Opalina y la Corte Tenebrosa —masculló en voz tan baja que mi padre no lo oyó—. Están aquí, y te buscan.