7
Hierro y Verano
Los días fueron pasando en medio de una rutina, si no cómoda, al menos sí apacible.
Al alba, antes de que la luz del sol tocara el suelo del bosque, salía al pequeño claro a practicar con la espada, acompañada por Ash. Era un maestro paciente pero estricto, que me llevaba hasta el límite y me empujaba a luchar como si de veras pretendiera matarlo. Me enseñó a defenderme, a moverme alrededor de mi oponente sin que me diera y a volver la energía de mi rival en su contra.
A medida que aumentaban mi habilidad y mi confianza en mí misma y que nuestros ejercicios iban haciéndose más serios, empecé a ver una pauta, a percibir un ritmo en el arte de la esgrima.
Se convirtió en una especie de danza, en un compás de hojas que giraban y se embestían y en un constante juego de pies. No era tan buena como Ash, claro, ni lo sería nunca, pero estaba aprendiendo.
Las tardes las pasaba hablando con mi padre. Intentaba que saliera del cascarón de su locura, pero tenía la impresión de estar dándome de cabezazos contra una pared. Era un proceso lento y penoso. Sus momentos de lucidez eran escasos y espaciados entre sí, y la mitad de las veces no me reconocía.
La mayoría de los días, él se dedicaba a tocar el piano mientras yo me quedaba sentada en un sillón cercano y le hablaba cada vez que dejaba de tocar. A veces Ash también estaba presente, tumbado en el sofá, leyendo un libro. En otras ocasiones, en cambio, desaparecía en el bosque durante horas.
No supe adónde iba hasta que empezaron a aparecer conejos y otros animales en los platos de la cena y se me ocurrió que tal vez a él también empezaba a impacientarle que las cosas avanzaran tan lentamente.
Un día, sin embargo, al regresar me entregó un libro grande, encuadernado en piel. Cuando lo abrí me quedé estupefacta al ver que contenía fotografías de mi familia. Fotografías de mi familia… de antes. Paul y mi madre el día de su boda. Un cachorro mestizo muy bonito al que no reconocí. Yo de bebé, y luego de muy pequeña, y sonriendo con cuatro años, montada en un triciclo.
—Pedí un favor —explicó Ash al ver mi expresión de pasmo—. El coco que vive en el armario de tu hermano lo buscó para mí. Puede que a tu padre lo ayude a recordar.
Lo abracé. Él me devolvió el abrazo, pero con cuidado de no apretarme demasiado ni reaccionar de algún modo que pudiera conducirnos hacia la tentación.
Disfruté sintiendo sus brazos a mi alrededor, aspirando su olor antes de que se apartara. Sonreí, agradecida, y me volví hacia mi padre, que estaba otra vez sentado frente al piano.
—Papá —dije en voz baja al sentarme con cautela a su lado en el taburete.
Me miró con desconfianza, pero al menos no dio un respingo ni se apartó o empezó a aporrear las teclas otra vez.
—Quiero enseñarte una cosa. Mira esto.
Abrí el álbum por la primera página y esperé a que mirara. Al principio ignoró el álbum premeditadamente, se encorvó y no levantó la vista. Miró la primera página una vez y luego siguió tocando sin que se alterara su expresión. Pasados unos minutos, cuando ya estaba a punto de darme por vencida y retirarme al sofá para hojear el álbum, la música vaciló de pronto. Lo miré sorprendida y se me encogió el estómago.
Las lágrimas le corrían por la cara y caían sobre las teclas del piano. Mientras lo miraba, absorta, la música fue apagándose lentamente, a trompicones, y mi padre comenzó a sollozar. Se inclinó y acarició con sus largos dedos las fotografías del álbum mientras sus lágrimas mojaban las páginas y mis manos. Ash salió discretamente de la habitación y yo rodeé a mi padre con el brazo para que lloráramos juntos.
A partir de ese día mi padre empezó a hablarme. Al principio fueron conversaciones lentas y balbucientes mientras estábamos sentados en el sofá y hojeábamos el álbum de fotos. Se hallaba en un estado tan frágil que su cordura era como un hilo de cristal que una racha de viento podía hacer añicos en cualquier momento.
Poco a poco, sin embargo, comenzó a acordarse de mamá y de mí, y de su antigua vida, aunque no relacionara a la niña pequeña del álbum con la adolescente sentada a su lado en el sofá.
Preguntaba a menudo dónde estaban mi madre y la pequeña Meghan, y tenía que decirle una y otra vez que mamá se había casado con otro hombre, que él había desaparecido hacía once años y que ella ya no esperaba su regreso. Y tenía que ver cómo se llenaban sus ojos de lágrimas cada vez que se lo decía.
Aquello hacía que me doliera el alma.
Pero lo peor eran las noches. Ash cumplió su palabra y no me presionó. Nuestra relación era siempre fácil y fluida, él nunca me rechazaba cuando yo necesitaba a alguien con quien desahogarme tras un día agotador con mi padre, y siempre estaba ahí, callado y fuerte. Me acurrucaba a su lado en el sofá y me escuchaba contarle mis miedos y frustraciones. A veces leíamos juntos, nada más, yo tendida sobre su regazo mientras él pasaba las páginas, aunque nuestro gusto en cuestión de libros era muy distinto y yo solía quedarme adormilada en mitad de una página.
Una noche en que estaba aburrida e inquieta, encontré un montón de juegos de mesa polvorientos en un armario y convencí a Ash para que aprendiera a jugar a las palabras cruzadas, a las damas y a los dados. Le sorprendió descubrir que le gustaban aquellos juegos «humanos» y poco después era casi siempre él quien me pedía a mí que jugáramos.
Así llenamos muchas veladas largas y desapacibles y conseguí olvidarme por algún tiempo de ciertas cosas. Por desgracia para mí, en cuanto aprendió las normas fue casi imposible ganar a Ash en juegos de estrategia como las damas, y su larga vida le brindaba un vasto conocimiento de palabras largas y complejas con las que me apabullaba jugando al scrabble, aunque a veces acabábamos discutiendo si estaba permitido usar términos feéricos como Gwragedd Annwn y hobyahs.
Pese a todo, yo disfrutaba enormemente del tiempo que pasábamos juntos, consciente de que aquel periodo de calma llegaría a su fin algún día. Había ahora, sin embargo, una barrera invisible entre nosotros, una barrera que solo yo podía romper y que me estaba matando.
Y aunque no quisiera reconocerlo, echaba de menos a Puck. Él siempre sabía hacerme reír, incluso cuando las cosas se ponían muy negras.
A veces vislumbraba un ciervo o un pájaro en el bosque y me preguntaba si sería él, espiándonos. Luego me enfadaba conmigo misma por preguntármelo y me pasaba el día intentando convencerme de que no me importaba en absoluto dónde estuviera o lo que anduviera haciendo.
Pero aun así lo echaba de menos.
Una mañana, pasadas un par de semanas, Ash y yo estábamos acabando nuestro entrenamiento diario cuando Grimalkin apareció en una roca cercana y se puso a observarnos.
—Sigues delatando tus movimientos —comentó Ash mientras nos rondábamos el uno al otro con las espadas en alto, listos para atacar—. No mires el sitio que vas a intentar golpear, deja que la espada se dirija a él por sí sola —se abalanzó hacia mí, apuntando a mi cabeza.
Me agaché y me aparté girando sobre mí misma, y lancé una estocada a la espalda, pero detuvo el golpe.
—Bien —dijo, complacido—. Cada vez eres más rápida. Dentro de poco podrás batirte casi con cualquier gorro rojo que busque pelea.
Su cumplido me hizo sonreír, pero Grimalkin, que había permanecido en silencio hasta entonces, dijo:
—¿Y qué pasará si usan el hechizo contra ella?
Me volví. El gato estaba sentado con la cola enroscada alrededor de los pies, mirando absorto un abejorro amarillo que revoloteaba por la hierba.
—¿Qué?
—El hechizo. Ya sabes, la magia que intenté enseñarte una vez, antes de descubrir que no tienes ningún talento para ella —lanzó un zarpazo al abejorro cuando se le acercó, falló y fingió desinterés cuando el insecto se alejó a toda velocidad. Resopló y me miró de nuevo, meneando la cola—. El príncipe de Invierno no solo usa su espada cuando lucha. También tiene el hechizo a su disposición, igual que lo tendrán tus enemigos. ¿Cómo piensas enfrentarte a eso, humana?
Antes de que pudiera responder, dio un respingo y fijó su atención en una gran mariposa anaranjada que volaba hacia nosotros. De pronto saltó de la roca y desapareció entre la hierba crecida.
Miré a Ash, que suspiró y envainó su espada.
—Por desgracia, tiene razón —dijo mientras se pasaba una mano por el pelo—. Se suponía que enseñarte esgrima era solo una parte de tu entrenamiento. También quería que aprendieras a usar el hechizo.
—Ya sé usarlo —respondí, dolida todavía por el comentario de Grimalkin acerca de mi falta de talento para la magia.
Ash levantó una ceja a modo de silencioso desafío y yo suspiré.
—Está bien, te lo demostraré. Observa.
Retrocedió unos pasos y yo cerré los ojos y tendí mis sentidos hacia el bosque que me rodeaba. Mi mente se llenó al instante de toda clase de cosas que crecían: la hierba bajo mis pies, las enredaderas que se enroscaban por el suelo, las raíces de los árboles que nos rodeaban. Aquel claro era dominio de Verano. Ya fuera por influencia de Leanansidhe o por otra razón, hacía mucho tiempo que las plantas no tenían contacto con el invierno, con el frío y la muerte.
La voz de Ash me sacó de mi trance y abrí los ojos.
—Tienes mucho poder, sí, pero tienes que aprender a controlarlo si quieres servirte de él —se inclinó, arrancó algo de la hierba y lo levantó. Era una florecilla con los pétalos blancos todavía prietamente cerrados, enroscados en una bola—. Haz que se abra —ordenó con suavidad.
Arrugué el ceño y me quedé mirando el capullo mientras pensaba atropelladamente. «Está bien, puedo hacerlo. He levantado raíces, he movido árboles y parado una andanada de flechas. Puedo hacer que una florecilla se abra». Aun así, vacilé. Ash tenía razón. Podía sentir el hechizo a mi alrededor, pero seguía sin saber cómo emplearlo.
—¿Quieres que te dé una pista? —preguntó Grimalkin desde una roca cercana.
Di un respingo, sobresaltada, y estiró una oreja.
—Imagina la magia como un torrente —añadió—, luego como una cinta y después como un hilo. Cuando sea tan fina como seas capaz de imaginar, utilízala para abrir suavemente los pétalos. Si pones más ímpetu, el capullo se romperá y el hechizo se disipará —parpadeó con expresión sabia. Luego se fijó en una mariposa que revoloteaba cerca del riachuelo y se marchó brincando de nuevo.
Miré a Ash preguntándome si estaría molesto con Grimalkin por haberme ayudado, pero se limitó a asentir con un gesto. Tomé aire y me imaginé el hechizo como un torbellino multicolor hecho de sueños y emociones. Concentrándome con todas mis fuerzas, lo reduje hasta convertirlo en una cuerda radiante, y luego más aún, hasta que fue únicamente un delicado hilillo brillante dentro de mi imaginación.
Gotas de sudor se deslizaban por mi frente y empezaron a temblarme los brazos. Conteniendo el aliento, toqué con mucho cuidado la flor con el filo del hechizo, introduje magia en el diminuto capullo y lo ensanché suavemente. Los pétalos temblaron una vez y se abrieron poco a poco.
Ash asintió, complacido. Sonreí, pero antes de que pudiera festejarlo se apoderó de mí un mareo repentino como el embate de una ola y estuve a punto de caer al suelo. Todo giró violentamente a mi alrededor y sentí que me fallaban las piernas, como si alguien hubiera tirado de un enchufe y la magia se hubiera apagado de repente. Me tambaleé hacia delante, jadeando.
Ash me agarró y me sostuvo en pie. Me aferré a él, casi enferma de debilidad y de frustración porque algo tan natural fuera al mismo tiempo tan difícil. Ash se tumbó en el suelo, a mi lado, y se apartó para mirarme.
—¿Es… es normal que esté tan cansada? —pregunté cuando empecé a sentir las piernas de nuevo.
Sacudió la cabeza con expresión adusta.
—No. Esa pequeña cantidad de hechizo debería haber sido una insignificancia para ti —se levantó, cruzó los brazos y me observó con preocupación—. Algo va mal, y no sé lo suficiente sobre la magia de Verano para ayudarte —me tendió la mano y me ayudó a levantarme con un suspiro—. Vamos a tener que buscar a Puck.
—¿Qué? ¡No! —me solté demasiado deprisa, me tambaleé otra vez y estuve a punto de caerme—. ¿Por qué? No necesitamos a Puck. ¿Y Grimalkin? Él puede ayudarnos, ¿no?
—Seguramente —Ash miró hacia el lugar en el que el gato seguía persiguiendo mariposas entre la hierba, meneando la cola de emoción—. ¿De verdad quieres pedírselo?
Hice una mueca.
—No, la verdad es que no —suspiré. Aquel gato idiota y aprovechado…—. Está bien. Pero ¿por qué a Puck? ¿Crees en serio que sabrá cuál es el problema?
Se encogió de hombros.
—No lo sé, pero tiene más experiencia que yo y quizá sepa qué te está pasando. Lo menos que podemos hacer es preguntar.
—No quiero verlo —crucé los brazos, ceñuda—. Me mintió, Ash. Y no me digas que los duendes no pueden mentir. Omitir la verdad es igual de malo. Dejó que creyera que mi padre nos había abandonado, y sabía dónde estaba desde el principio. Once años, me mintió durante once años. Eso no puedo perdonárselo.
—Créeme, Meghan, sé lo que es odiar a Puck. Llevo odiándolo más tiempo que tú, ¿recuerdas? —suavizó sus palabras con una sonrisa remolona, pero aun así sentí una punzada de mala conciencia—. Te aseguro que a mí tampoco me apetece pedirle ayuda —suspiró y se pasó la mano por el pelo—. Pero si alguien tiene que enseñarte la magia de Verano, debería ser él. Yo solo puedo enseñarte los rudimentos, y vas a necesitar mucho más que eso.
Mi enfado se desinfló. Ash tenía razón, claro. Hundí los hombros y lo miré malhumorada.
—Odio que te pongas razonable.
Se rio.
—Alguien tiene que hacerlo. Vamos —se volvió y me tendió la mano—. Si vamos a ir a buscar a Goodfellow, conviene que empecemos cuanto antes. Si se está escondiendo o no quiere que le encontremos, puede que la búsqueda sea larga.
Le di la mano y me resigné mientras cruzábamos el prado y nos adentrábamos en el espeso bosque que nos rodeaba.
Al final, fue Puck quien nos encontró.
Los bosques que rodeaban la cabaña eran muy extensos y estaban formados en su mayor parte por pinos y árboles grandes y desmelenados de tronco velludo. Me daba la impresión de estar en lo alto de las montañas, en alguna parte. El suelo del bosque estaba cubierto de helechos y pinochas, y el aire fresco olía a savia.
Ash se deslizaba por los bosques como un fantasma, siguiendo un sendero invisible. Su fino instinto de cazador parecía mostrarle el camino. Mientras avanzábamos esquivando ramas y trepando por rocas cubiertas de pinochas, se me revolvían las tripas de rabia. ¿Por qué tenía que ser precisamente Puck quien nos ayudara? ¿Qué sabía él?
La cara de mi padre danzó ante mí: sus ojos se llenaron de lágrimas cuando le dije de nuevo que mamá se había casado con otro, y apreté los puños. Fuera o no planeado el secuestro de mi padre, Puck tenía mucho por lo que responder.
Ash me llevó hasta una gruta rodeada de pinos, se detuvo y miró a su alrededor. Le di la mano mientras observábamos los troncos y las sombras. Estaba todo en silencio. Hilillos de sol se colaban de refilón entre los árboles y moteaban el suelo del bosque, cubierto de setas y agujas de pino. Los árboles eran seres viejos y robustos y el aire parecía cargado de magia antigua.
—Ha estado aquí —dijo Ash mientras una brisa agitaba las ramas y hacía ondear su cabello negro—. De hecho, está muy cerca.
—¿Buscáis algo?
Aquella voz conocida resonó desde algún lugar por encima de nosotros. Me volví y allí estaba Puck, tumbado en una rama alta, sonriéndome, burlón. Se había quitado la camisa, llevaba desnudo el pecho fibroso y moreno y tenía el pelo rojo completamente revuelto. Allí parecía… no sé… más duende, salvaje e impredecible como el Robin Goodfellow de Shakespeare que convertía a Nick Bottom en asno y volvía locos a los humanos perdidos en el bosque.
—Corre el rumor por estos parajes de que me estáis buscando —dijo, y lanzó al aire una manzana antes de darle un mordisco—. Bueno, aquí estoy. ¿Qué queréis, altezas?
Di un respingo al oír aquel insulto velado, pero Ash dio un paso adelante.
—Algo le pasa al hechizo de Meghan —dijo, tan conciso y directo como de costumbre—. Tú sabes más sobre la magia de Verano. Necesitamos saber qué le ocurre, por qué no puede usar el hechizo sin desmayarse, o casi.
—Ah —los ojos de color esmeralda de Puck brillaron divertidos—. Así que a fin de cuentas habéis vuelto arrastrándoos para pedirle ayuda a Puck —chasqueó la lengua, sacudió la cabeza y dio otro mordisco a la manzana—. Qué fácil es olvidar las ofensas cuando alguien tiene algo que necesitas.
Estuve a punto de estallar de indignación, pero Ash suspiró como si se esperara aquella respuesta.
—¿Qué quieres, Goodfellow? —preguntó cansinamente.
—Quiero que me lo pida la princesa —dijo Puck, clavando su mirada en la mía—. A fin de cuentas, es a ella a quien voy a ayudar. Quiero oírlo de sus labios rosas y escarchados.
Apreté mis labios rosas para no contestarle ásperamente.
«Me alegra ver que al menos uno de nosotros se está comportando con madurez en este asunto», me dieron ganas de decirle, lo cual no habría demostrado mucha madurez. Además, Ash me estaba observando, muy serio y con expresión un poco suplicante. Si él podía tragarse su orgullo para pedir ayuda a su archienemigo, yo también podía comportarme como una adulta, supongo.
De momento, al menos.
Suspiré.
—Está bien —«pero esto tendrá consecuencias más adelante, te lo aseguro»—. Puck, te agradecería enormemente que me ayudaras un poco.
Levantó una ceja y rechiné los dientes.
—Por favor.
Me lanzó una sonrisa engreída.
—¿Ayudarte con qué, princesa?
—Con mi magia.
—¿Qué le ocurre?
Sentí el impulso de lanzarle una piedra a la cabeza, pero había dejado de lanzarme aquella sonrisilla estúpida, así que tal vez estuviera hablando en serio.
—No lo sé —respondí con un suspiro—. Ya no puedo usar el hechizo sin quedar agotada o marearme. No sé qué me pasa. Antes no me ocurría.
—Ah —Puck se bajó de un salto del árbol y aterrizó con la agilidad de un gato. Dio dos pasos hacia nosotros, se detuvo y me miró con sus intensos ojos verdes—. ¿Cuándo fue la última vez que usaste el hechizo, princesa? ¿Sin marearte o cansarte?
Hice un esfuerzo por recordar. Había usado la magia de Verano con las brujarañas y había estado a punto de vomitar por el esfuerzo. Antes de eso, mi hechizo había estado sellado por Mab, así que…
—En la fábrica —contesté, recordando la batalla con otro de los lugartenientes de Máquina—. Cuando luchamos con Virus. Tú estabas allí, ¿recuerdas? Impedí que sus bichos se abalanzaran sobre nosotros.
Puck asintió con la cabeza, pensativo.
—Pero eso fue magia de Hierro, ¿verdad, princesa? —preguntó, y asentí—. ¿Cuándo fue la última vez que usaste el hechizo de Verano, el hechizo normal y corriente, sin sentirte enferma o cansada?
—En el reino de Máquina —dijo Ash en voz baja, mirándome.
Él empezaba a comprender, aunque yo aún ignoraba adónde conducía todo aquello.
—Levantaste las raíces para atrapar al Rey de Hierro —prosiguió—, justo antes de que te apuñalara. Justo antes de que muriera.
—Allí fue donde adquiriste tu hechizo de Hierro, princesa —añadió Puck pensativamente—. Me apostaría el espejo dorado de Titania a que fue así. De algún modo te quedaste con la magia de Hierro de Máquina. Por eso te quiere el falso rey, me apuesto algo. Tiene algo que ver con el poder del Rey de Hierro.
Me estremecí. Eso mismo había dicho Fallo del Sistema, pero yo no había querido pensar en ello.
—¿Y qué tiene eso que ver con mis problemas con el hechizo? —pregunté.
Ash y Puck cruzaron una mirada.
—Princesa —dijo Puck apoyándose contra un árbol—, ahora tienes dos poderes dentro de ti: Verano y Hierro. Y, por decirlo con sencillez, no se llevan bien.
—No pueden convivir —agregó Ash como si acabara de darse cuenta—. Cada vez que lo intentas, uno de los hechizos responde violentamente al otro, del mismo modo que nosotros respondemos ante el hierro. Así que el hechizo de Verano hace que enfermes porque entra en contacto con la magia de Hierro, y viceversa.
Puck soltó un silbido.
—Vaya, menudo cocazo.
—Pero… ya he usado el hechizo de Hierro —protesté. Sus explicaciones no me gustaban lo más mínimo—. En la fábrica, con Virus. Y no tuve ningún problema. Si no, estaríamos todos muertos.
—En aquel momento, tu magia normal estaba sellada —Ash arrugó el ceño reflexivamente—. Cuando fuimos a Invierno, Mab selló tu magia de Verano para impedir que la usaras. Ella no sabía lo del hechizo de Hierro —levantó la vista—. Cuando se rompió el sello fue cuando empezaste a tener problemas.
Crucé los brazos, frustrada.
—No es justo —mascullé cuando me miraron compasivamente, cada uno a su modo. Los miré con enfado—. ¿Qué se supone que voy a hacer ahora? —pregunté—. ¿Cómo arreglo esto?
—Tendrás que aprender a usar las dos —contestó Ash con calma—. Tiene que haber un modo de emplear los dos hechizos por separado, sin que se alteren mutuamente.
—Puede que te sea cada vez más fácil con la práctica —añadió Puck, y volvió a sonreír con sorna—. Yo podría enseñarte. Al menos, a usar el hechizo de Verano. Si quieres, claro.
Lo miré fijamente, buscando un atisbo de mi antiguo mejor amigo, un destello del cariño que habíamos compartido. Su horrenda sonrisa burlona seguía allí, pero vi algo en sus ojos, un destello de remordimiento, quizá. Fuera lo que fuese, fue suficiente. No podía hacer aquello sola. Algo me decía que iba a necesitar toda la ayuda que pudiera conseguir.
—Está bien —le dije, y vi que su sonrisa se convertía casi en una mueca de desprecio—. Pero esto no significa que ya esté todo arreglado. Aún no te he perdonado por lo que le hiciste a mi familia.
Suspiró teatralmente y lanzó una mirada a Ash.
—Únete al club, princesa.