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Lecciones

Era una mañana brumosa y gris. La niebla, que se deslizaba girando a ras de suelo en jirones algodonosos, amortiguó mis pasos. Crucé el riachuelo de un salto y miré hacia atrás al llegar al otro lado. La cabaña había desaparecido de nuevo. Más allá del riachuelo solo se veía el bosque envuelto en bruma.

En medio del claro, una silueta oscura bailaba y giraba en la niebla. Su largo abrigo se agitaba tras él mientras una espada de hielo cortaba la niebla como si fuera papel. Me apoyé en un árbol y estuve mirándolo, hipnotizada por sus movimientos ágiles, por la velocidad y la mortífera precisión de sus estocadas, demasiado raudas para que un humano pudiera competir con ellas.

La inquietud se apoderó de mí cuando de pronto me acordé del sueño. «¿Crees que podrás quedarte con él cuando descubras quién eres en realidad? ¿Crees que seguirá queriéndote?».

Alejé de mí aquella idea, enfadada. ¿Qué sabía él? Además, era solo un sueño, una pesadilla surgida del estrés y la preocupación por mi padre. No significaba absolutamente nada.

Ash acabó de entrenar y, con una última floritura, envainó la espada. Permaneció inmóvil un momento mientras respiraba profundamente y la niebla se enroscaba a su alrededor.

—¿Tu padre está mejor? —preguntó sin volverse.

Me sobresalté.

—Sigue igual —avancé por la hierba mojada hacia él, empapándome el bajo de los vaqueros—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Se volvió y se pasó la mano por el flequillo para apartárselo de los ojos.

—Anoche volví a casa de Leanansidhe —dijo al acercarse—. Necesitaba una cosa para ti y le pedí que me la consiguiera.

—¿Que te la… consiguiera?

Se acercó a una roca cercana, se agachó y me lanzó un palo largo y ligeramente curvo. Al agarrarlo vi que en realidad era una funda de cuero de cuyo extremo sobresalía una empuñadura metálica. Una espada. Ash me había dado una espada… Pero, ¿para qué?

«Ah, sí». Porque yo quería aprender a pelear. Porque le había pedido que me enseñara.

Me miró con expresión sagaz y desconfiada y sacudió la cabeza.

—Lo habías olvidado, ¿verdad?

—Nooooo —me apresuré a decir—. Es solo que… no creía que fuera a ser tan pronto.

—Este sitio es perfecto —se volvió un poco para mirar el claro—. Tranquilo, escondido… Aquí podemos relajarnos. Es un buen sitio para que aprendas mientras esperas a que tu padre se recupere. Tengo la sensación de que cuando nos marchemos de aquí, todo se volverá mucho más caótico —señaló la espada que yo tenía en la mano—. Tu primera lección empieza ahora. Desenvaina.

Obedecí. Cuando saqué la espada, un áspero estremecimiento recorrió el claro, y miré fascinada el arma. La hoja era fina y un poco curva: una espada elegante, de filo finísimo y letal. Una advertencia se agitó al fondo de mi cabeza. Aquella espada tenía algo… distinto. Parpadeando, pasé los dedos por su borde fresco y reluciente y una punzada atravesó mi estómago.

La hoja era de acero. No de acero feérico, como las espadas de duendes cubiertas de hechizo, sino de hierro normal y corriente, del que abrasaba la carne de los duendes y disipaba el embrujo. Del que dejaba heridas imposibles de curar.

La miré boquiabierta y luego miré a Ash, que parecía muy tranquilo a pesar de estar delante de su mayor enemigo.

—Esto es acero —le dije, convencida de que Leanansidhe se había equivocado.

Asintió.

—Un sable español del siglo XVIII. A Leanansidhe casi le dio un ataque cuando le dije lo que quería, pero consiguió encontrar uno a cambio de un favor —hizo una pausa y torció ligeramente el gesto—. Un favor muy grande.

Lo miré alarmada.

—¿Qué le prometiste?

—No importa. Nada que nos ponga en peligro. Quería una espada ligera y flexible para ti —añadió rápidamente, antes de que me diera tiempo a contestar—, una espada con bastante alcance, para mantener lejos a tus oponentes —señaló hacia el sable con su espada, una ráfaga cegadora de azul—. Tendrás que moverte mucho, usar la velocidad en vez de la fuerza bruta contra tus enemigos. El sable no parará armas más pesadas, y de todos modos no tienes fuerzas para manejar una espada, así que vas a tener que aprender a esquivar al contrario. Es lo más conveniente.

—Pero es de acero —repetí, escuchándolo asombrada—. ¿Para qué quiero una espada de verdad? Podría herir gravemente a alguien.

Me miró con paciencia.

—Meghan, por eso precisamente la elegí. Con esa arma tienes ventaja. Ninguno de nosotros puede tocarla. Ni el gorro rojo más violento se atrevería a enfrentarse a una espada real. No asustará a los duendes de Hierro, claro, pero para eso vas a entrenarte.

—Pero… pero ¿y si te doy?

Soltó un bufido.

—No vas a darme.

Su tono divertido me hizo dar un respingo.

—¿Cómo lo sabes? Podría golpearte sin querer. Hasta los espadachines expertos cometen errores. Podría lanzarte una estocada y dar en el blanco sin querer, o tú podrías despistarte. No quiero hacerte daño.

Me obsequió con otra de sus miradas cargadas de paciencia.

—¿Cuánta experiencia tienes con las espadas y las armas en general?

—Eh… —miré el sable que tenía en la mano—. ¿Treinta segundos?

Sonrió: aquella sonrisa tranquila, segura de sí misma y exasperante.

—No vas a darme.

Fruncí el ceño. Ash se rio, levantó su arma y se acercó a mí despacio. Había dejado de sonreír.

—Aunque —añadió, adoptando su pose de depredador sin ningún esfuerzo—, quiero que lo intentes.

Tragué saliva y retrocedí.

—¿Ahora? ¿No tengo que calentar ni nada? Ni siquiera sé cómo agarrar este chisme.

—Agarrarlo es fácil —se acercó, rodeándome como un lobo. Señaló con un dedo la punta de su espada—. La punta va primero.

—Eso no es de gran ayuda, Ash.

Sonrió torvamente y siguió acechándome.

—Meghan, me encantaría enseñarte como es debido, desde el principio, pero eso lleva años, siglos incluso. Y dado que no tenemos tanto tiempo, voy a darte la versión resumida. Además, el mejor modo de aprender es la acción —me apuntó bruscamente con su espada, sin acercarse, pero aun así di un respingo—. Ahora intenta darme. Y no te refrenes.

Yo no quería, pero a fin de cuentas le había pedido que me enseñara. Tensé los músculos, solté un gritito y me abalancé hacia él, apuntándole con el sable.

Se apartó ágilmente y en un abrir y cerrar de ojos movió su espada y me golpeó en las costillas con el canto de la hoja. Grité al sentir la mordedura del frío a través de la camisa y lo miré con furia.

—¡Maldita sea, Ash, eso duele!

Me lanzó una sonrisa desganada.

—Pues no dejes que te dé.

Me dolieron las costillas. Seguramente esa noche tendría un moratón. Por un momento me dieron tentaciones de tirar el sable al suelo y volver a la casa. Pero me tragué mi orgullo y volví a mirarlo resueltamente. Tenía que hacerlo. Tenía que aprender a defenderme, a mí misma y a quienes me importaban. Si para salvar algún día una vida tenía que soportar unos cuantos moratones en las costillas, que así fuera.

Ash blandió su espada hábilmente y me indicó con dos dedos que me acercara.

—Otra vez.

Pasamos toda la mañana practicando. O, mejor dicho, yo intenté dar a Ash y a cambio recibí más golpes que me escocieron y me quemaron la piel a través de la camisa. Ash no me daba siempre, y no me cortó ni una sola vez, pero empecé a volverme paranoica: no quería que me diera.

Después de un par de estocadas que hirieron mi orgullo además de mi piel, intenté empezar a defenderme de verdad, y Ash comenzó a atacarme.

Me dio muchas más veces.

Y me enfadé cada vez que recibí un impacto, un golpe asestado sin esfuerzo que me dejaba un hormigueo en la piel y una sensación de fracaso. Ash estaba siendo injusto. Él había pasado años, décadas incluso, practicando con la espada, y no me estaba dando tregua. Jugaba conmigo en lugar de enseñarme cómo defenderme de sus ataques. Aquello no era una clase de esgrima: era una exhibición.

Por fin estallé. Tras rechazar a la desesperada una serie vertiginosa de estocadas, recibí un golpe en el trasero que prendió fuego a mi rabia. Me lancé contra él gritando con intención de darle, de al menos borrar de su cara aquella expresión de suficiencia.

Él no esquivó el golpe, ni lo rechazó: giró sobre sí mismo y me enlazó por la cintura cuando pasé de largo. Soltó su espada, me agarró de la muñeca con una mano y me atrajo contra su pecho, sujetándome mientras yo maldecía y forcejeaba.

—Eso es —murmuró con satisfacción—. Eso es lo que estaba buscando.

Aunque seguía enfadada, dejé de forcejear. Mis sentidos vibraban y estaba rígida en sus brazos.

—¿Qué es lo que buscabas? —bufé—. ¿Que me cabreara tanto que me dieran ganas de apuñalarte en un ojo?

—Que te tomara esto lo bastante en serio como para intentar darme de verdad —su voz, adusta y misteriosa, me dejó paralizada. Suspiró apoyando la frente en la parte de atrás de mi cabeza—. Esto no es un hobby, Meghan —dijo en voz baja, y un estremecimiento recorrió mi espalda—. No es un juego, ni un deporte, ni un simple pasatiempo. Es una cuestión de vida o muerte. Cualquiera de esos golpes podría haberte matado si hubiera ido en serio. Poner un arma en tus manos significa que, en algún momento, vas a tener que usarla. En una pelea como esta, vas a resultar herida. Si cometes un solo error, estarás muerta. Y yo… yo te perderé —su voz se apagó al final, como si esa parte se le hubiera escapado.

Se me cerró la garganta. Mi ira se había disipado por completo.

Cuando pegó los labios al moratón que cruzaba mi hombro, mi corazón dio un traspié.

—Lo siento —murmuró, apesadumbrado—. No quería hacerte daño, pero quiero que lo entiendas. Enseñarte a pelear significa que vas a estar en mayor peligro aún, y puede que a veces me ponga un poco duro, porque no quiero perderte —soltó mi muñeca y deslizó la mano hasta mi hombro para apartarme el pelo del cuello—. ¿Todavía quieres continuar?

Yo no pude decir nada. Me limité a asentir y él besó mi nuca.

—Mañana, entonces —dijo apartándose, aunque yo hubiera querido que se quedara allí para siempre—. A la misma hora. Ahora vamos a poner algo en esos moratones.

Oí sonar el piano nada más cruzar el riachuelo. Mi padre estaba sentado ante él cuando entramos y, aunque no levantó la vista del teclado, su música sonaba menos tétrica y febril que la víspera. Era más serena, más apacible. Grimalkin estaba tumbado sobre el piano, con los pies escondidos bajo el cuerpo y los ojos cerrados, ronroneando de placer.

—Hola, papá —me atreví a decir mientras me preguntaba si ese día por fin me miraría.

La música vaciló y durante una fracción de segundo pensé que iba a levantar la vista. Luego, sin embargo, se encorvó más aún y siguió tocando un poco más deprisa que antes. Grimalkin no se molestó en abrir los ojos.

—Supongo que es un comienzo —dije con un suspiro mientras Ash entraba un momento en la cocina.

Oí varias voces agudas y desconocidas (¿serían los trasgos de Leanansidhe?) y luego volvió a aparecer llevando un pequeño frasco de color pardo. Mi padre siguió tocando. Intenté fingirme tranquila y despreocupada, pero la desilusión me oprimía el pecho como un peso, y Ash lo notó.

No dijo nada mientras subía delante de mí al altillo. Retiró la piel de oso y me hizo sentarme en la cama perfectamente hecha. Cuando abrió el frasco noté un intenso olor a hierbas que me resultó extrañamente familiar y me recordó una escena similar en una habitación gélida en la que Ash sangraba, descamisado, mientras yo le vendaba las heridas.

Abajo siguió sonando el piano: una tonada grave y elegíaca que hizo que se me encogieran las entrañas. Ash se arrodilló detrás de mí en la cama y apartó suavemente la manga de mi hombro lo justo para dejar al descubierto el fino verdugón que cruzaba mi piel. Percibí en él un destello de mala conciencia, el brillo mate del arrepentimiento, mientras extendía sobre la herida el ungüento frío y cosquilleante.

—Sigo enfadada contigo, ¿sabes? —dije sin volverme.

La lúgubre música del piano me había puesto pensativa y de mal humor, y procuré ignorar los frescos dedos que se deslizaban sobre mis costados, adormeciéndolos al pasar.

—Habría estado bien que me avisaras. ¿No podrías haberme dicho: «Oye, como parte de tu entrenamiento, hoy voy a molerte a palos»?

Ash alargó los brazos y puso el tarro en mis manos al tiempo que me recostaba contra su pecho.

—Tu padre va a ponerse bien —murmuró, pero yo tenía la tristeza atascada en el pecho, y me dolía—, pero hace falta un tiempo para que la mente recuerde todo lo que ha olvidado. Ahora mismo está confuso y asustado, y busca consuelo con lo único que le resulta familiar. Sigue hablándole y al final empezará a recordar.

Olía tan bien, a una mezcla de escarcha y algo más intenso, como menta… Levanté la cabeza y besé el hueco de su cuello, justo bajo la mandíbula. Contuvo la respiración un momento y cerró los puños. De pronto me di cuenta de que estábamos en la cama, solos, en una cabaña aislada, sin adultos (lúcidos, al menos) que nos señalaran con el dedo o juzgaran nuestra conducta. Se me aceleró el corazón, lo sentí atronar en mis oídos y noté que el suyo también latía más aprisa.

Cambié ligeramente de postura y fui a besar de nuevo su mandíbula, pero agachó la cabeza y nuestros labios se encontraron, y de pronto me hallé besándolo como si su cuerpo fuera a fundirse con el mío. Sus dedos se enredaron en mi pelo y mis manos se deslizaron bajo su camisa y siguieron el contorno de la dura musculatura de su pecho y su vientre. Gruñó, me sentó sobre su regazo e hizo que nos tumbáramos en la cama, con cuidado de no aplastarme.

Mi cuerpo entero vibraba, mis sentidos zumbaban y en mi estómago se agitaban tantas emociones que no acertaba a identificarlas. Ash estaba encima de mí, sus labios se hallaban sobre los míos, mis manos se deslizaban sobre su piel tersa y fresca. No podía hablar. No podía pensar. Solo podía sentir.

Se apartó un poco y sus ojos plateados brillaron cuando me miró. Su aliento fresco bañó mi cara sofocada.

—Eres preciosa, lo sabes, ¿verdad? —murmuró muy serio, con una mano posada sobre mi mejilla—. Sé que no digo cosas… así tan a menudo como debería. Quería que lo supieras.

—No tienes que decir nada —contesté en voz baja, aunque oírselo decir había hecho que se me acelerara el pulso vertiginosamente. Sentí cómo se agitaban las emociones a nuestro alrededor en halos de luz y color y cerré los ojos—. Te siento —murmuré cuando el latido de su corazón se aceleró bajo mis dedos—. Casi puedo sentir tus pensamientos. ¿No es extraño?

—No —contestó con voz estrangulada, y un temblor recorrió su cuerpo.

Abrí los ojos y miré su cara perfecta.

—¿Qué ocurre?

—Nada. Es solo que… —sacudió la cabeza—. No pensaba que… que pudiera volver a sentir esto. Creía que era imposible —suspiró y me lanzó una mirada suplicante—. Lo siento, no me estoy explicando muy bien.

—No pasa nada —enlacé mis manos detrás de su cabeza y sonreí—. Ahora mismo, no es eso lo que espero.

Esbozó una sonrisa y bajó la cabeza otra vez.

Y entonces se quedó paralizado.

Yo arrugué el ceño, arqueé el cuello, miré hacia atrás y solté un grito.

Paul estaba en lo alto de las escaleras, mirándonos con los ojos como platos, inexpresivamente. Aunque no dijo nada y seguramente no entendió qué estaba pasando, me ardieron las mejillas y me avergoncé al instante. Ash se apartó de mí y se levantó. Su cara se convirtió de pronto en esa máscara inexpresiva mientras yo intentaba reponerme lo justo para decir algo.

Incorporándome, me alisé el pelo revuelto y la ropa y miré con enfado a mi padre, que seguía mirándome asombrado.

—Papá, ¿qué haces aquí? —pregunté—. ¿Por qué no estás abajo, con el piano? —«donde deberías estar», añadí para mis adentros agriamente. Me alegraba de ver a mi padre mirándome por primera vez desde que habíamos llegado, claro, pero lo cierto era que había elegido el peor momento para hacerlo.

Paul parpadeó, siguió mirándome aturdido y no dijo nada. Suspiré, lancé una mirada de disculpa a Ash y comencé a llevarlo otra vez escalera abajo.

—Ven, papá. Vamos a buscar a cierto gato al que voy a matar por no habernos avisado.

—¿Por qué? —susurró Paul, y el corazón se me subió de un salto a la garganta. Me miró fijamente, con los ojos llorosos y muy abiertos—. ¿Por qué estoy… aquí? ¿Quién… quién eres tú?

El nudo de mi garganta se hizo aún más grande.

—Soy tu hija.

Me miró sin comprender y yo le sostuve la mirada, deseando que me reconociera.

—Estabas casado con mi madre, Melissa Chase. Soy Meghan. La última vez que me viste tenía seis años, ¿recuerdas?

—¿Mi hija?

Asentí con la cabeza, casi sin aliento. Ash nos observaba callado desde el rincón. Yo sentía su mirada fija en mi espalda.

Paul meneó la cabeza con aire triste y desesperanzado.

—No… no me acuerdo —dijo, y se apartó de mí bajando por las escaleras. Sus ojos volvieron a empañarse.

—Papá…

—¡No me acuerdo! —su voz sonó melancólica, y me detuve al ver que la cordura abandonaba de nuevo su rostro—. ¡No me acuerdo! ¡Las ratas chillan, pero no me acuerdo! ¡Vete, vete! —corrió hacia el piano y comenzó a aporrear las teclas frenéticamente.

Suspiré y me quedé mirándolo tristemente por encima de la barandilla. Unos segundos después, Ash me rodeó con sus brazos y me apretó contra su pecho.

—Es un comienzo —dijo, y yo asentí, apoyando la cara en su brazo—. Ahora al menos habla. Con el tiempo acabará por recordar.

Sus labios frescos se posaron sobre mi cuello, una caricia breve y ligera que me hizo estremecer.

—Lo siento —musité, y deseé egoístamente que no nos hubieran interrumpido—. Seguro que esto no te había pasado nunca.

Soltó un bufido y me pregunté si podríamos retomar las cosas donde las habíamos dejado. Metí los dedos entre su pelo sedoso y lo atraje hacia mí.

—¿Qué estás pensando?

—Que esto ha puesto las cosas en perspectiva —respondió mientras el sonido del piano retumbaba a nuestro alrededor, lúgubre y enloquecido—. Que hay cosas más importantes en las que pensar. Deberíamos concentrarnos en tu entrenamiento, y en qué vamos a hacer respecto al falso rey cuando llegue la hora. Sigue ahí fuera, buscándote.

Hice un mohín, enfurruñada, pero él se rio y pasó los dedos por mi brazo.

—Tenemos tiempo, Meghan —murmuró—. Cuando esto acabe, cuando tu padre recupere la memoria, cuando nos hayamos encargado del usurpador, tendremos toda la vida por delante. No voy a ir a ninguna parte, te lo prometo —me apretó con más fuerza y me dio un suave beso en la oreja—. Esperaré. Solo tienes que decírmelo, cuando estés lista.

Me soltó y bajó las escaleras. Yo me quedé en el altillo unos minutos, escuchando la música del piano y dejando que llevara mi imaginación a lugares prohibidos.