5
El refugio escondido
—¡Vuelve a convertirlo en humano! —grité, paralizada por el horror.
—Oh, no temas, querida —Leanansidhe acarició con una uña una de las teclas y el piano emitió una nota trémula y desgarrada—. No es permanente, pero para devolverle su forma tendrás que sacarlo del Medio. El hechizo dicta que, mientras permanezca aquí, siga como está. Pero míralo de este modo, querida: por lo menos no lo convertí en una gaita. Bueno —añadió, levantándose y desperezándose como un felino, ajena a mi mirada de espanto—. Insisto en que os quedéis a cenar, queridos. Esta noche la cocinera va a hacer sopa de hipocampo y estoy deseando que me contéis cómo le arrebatasteis el cetro a Virus. Y cómo os plantasteis delante de Mab y Oberón y de todas las cortes, claro —arrugó la nariz casi afectuosamente—. ¡Ah, el amor de los jóvenes! Ha de ser maravilloso ser tan ingenuo…
—¿Qué hay de mi padre?
—Tranquila, querida. No va a ir a ninguna parte —agitó la mano airosamente. Si me vio enfurecerme, no dijo nada.
Ash me puso una mano en el brazo antes de que pudiera estallar.
—Bueno, ven conmigo, paloma. La cena primero, y quizás algunos chismorreos. Luego podéis marcharos si queréis. Creo que Puck y Grimalkin ya están en el comedor.
Volví a enfurecerme al oír hablar de Puck.
«Cabrón», pensé mientras la seguía por los pasillos alfombrados en rojo, escuchando su cháchara solamente a medias. «Nunca lo perdonaré. Nunca. Es imperdonable que no me dijera lo de mi padre. Esta vez ha ido demasiado lejos».
Puck no estaba en el comedor con Grimalkin cuando llegamos, lo cual fue una suerte, porque me habría pasado toda la cena lanzándole miradas venenosas por encima del plato.
Comí una sopa que sabía horrores a pescado y que cambiaba de color con cada sorbo y respondí a las preguntas de Leanansidhe sobre lo que había pasado con Virus y el cetro, hasta que llegué a la parte de nuestro destierro del Nuncajamás.
—¿Qué pasó entonces, paloma? —insistió después de que le contara cómo había devuelto el cetro a Mab.
—Eh… —titubeé ligeramente con los dedos entrelazados bajo la barbilla, fingiendo que la conversación no me interesaba lo más mínimo—. ¿No te lo contó Grimalkin?
—Sí, querida, pero prefiero oírlo de primera mano. Verás, estoy a punto de perder una apuesta muy costosa y me encantaría que me brindaras la posibilidad de escabullirme de ella —miró con enfado a Grimalkin, que estaba sentado encima de la mesa, limpiándose las patas con mucha suficiencia—. Temo que después de esto se vuelva sencillamente insufrible. Detalles, querida, necesito detalles.
—Pues…
—¡Señora!
Por suerte me salvó de responder la aparatosa llegada de Dan el Cuchilla y sus gorros rojos. Vestidos todavía con sus trajes de mayordomo a juego, con pajaritas rosas, entraron en fila en el comedor y me miraron con cara de pocos amigos. Ash puso unos ojos como platos y se apresuró a taparse la boca con los dedos entrelazados, pero vi sacudirse sus hombros de risa. Afortunadamente, los gorros rojos no lo notaron.
—Hemos llevado el piano a la cabaña, como ordenaste —refunfuñó Dan el Cuchilla, y el anzuelo que llevaba en la nariz se sacudió con aire indignado—. Y la hemos llenado de provisiones, como pediste. Está lista para la mocosa y sus mascotas —me miró con enfado y enseñó los colmillos como si estuviera recordando nuestro último encuentro.
La última vez que había estado allí, Dan el Cuchilla se había compinchado con Warren, el medio sátiro amargado que había intentado secuestrarme y llevarme ante el falso rey. Leanansidhe había castigado a Warren (yo no sabía cómo, ni quería saberlo), pero había perdonado a los gorros rojos alegando que solo se habían dejado llevar por sus bajos instintos.
O quizá sencillamente no quería perder su mano de obra esclava. En todo caso, acababan de ofrecerme una distracción que me hacía mucha falta.
Salté de mi silla y todos me miraron con curiosidad.
—Deberíamos irnos —dije sin disimular mi impaciencia—. Mi padre está allí, ¿no? No quiero que esté solo cuando deje de ser un piano.
Leanansidhe bufó, divertida, y me di cuenta de lo rara que había sonado aquella frase hasta para mí.
—No te preocupes, paloma. El hechizo tardará en disiparse, pero entiendo que tengáis que iros. Recuerda, sin embargo, que mi puerta siempre está abierta si quieres volver —señaló con su cigarrillo a Grimalkin, sentado al otro lado de la mesa—. Grim, querido, conoces el camino, ¿verdad?
Grimalkin bostezó abriendo la boca de par en par y se estiró. Se rodeó con la cola, miró a la Reina de los Exiliados sin pestañear y aguzó una oreja.
—Creo que tú y yo todavía tenemos que saldar una apuesta —ronroneó—. Una apuesta que has perdido, si recuerdas.
—Eres una criatura horrenda, Grimalkin —suspiró Leanansidhe y exhaló un gato de humo y, a continuación, un perro que salió detrás de él—. Por lo visto hoy estoy condenada a salir perdiendo. Muy bien, gato, ya tienes tu dichoso favor. Ojalá se te atragante cuando me lo pidas.
Grimalkin ronroneó de nuevo y pareció sonreír.
—Por aquí —me dijo, y meneó el rabo al levantarse—. Tendremos que volver a cruzar el sótano, pero la vereda no está lejos. Tened mucho cuidado cuando lleguemos. Leanansidhe ha olvidado mencionar que ese sitio está infestado de espantajos.
—¿Qué hay de Goodfellow? —dijo Ash antes de que me diera tiempo a preguntar qué era un espantajo—. ¿No deberíamos decirle dónde vamos, o es que vamos a marcharnos sin él?
Me dio un vuelco el estómago. Estaba enfadada y de mal humor.
—No me importa —gruñí, y recorrí el comedor con la mirada, preguntándome si alguna de las sillas, platos o cubiertos no sería Puck disfrazado—. Puede seguirnos o no, pero más le vale no cruzarse en mi camino si sabe lo que le conviene. No quiero ver su cara en mucho tiempo. Vamos, Grim —miré al gato, que nos observaba con los ojos entornados y una expresión divertida, y levanté la barbilla—. Salgamos de aquí.
Volvimos a cruzar el sótano encabezados por Grimalkin y recorrimos otro laberinto de pasadizos iluminados con antorchas hasta que llegamos a una puerta de madera que colgaba torcida de sus goznes. El sol se colaba por sus rendijas y más allá de la puerta se oía el canto de los pájaros.
Al abrirla me encontré en una hondonada flanqueada por densos bosques. Árboles de hojas anchas nos rodeaban por todos lados y un riachuelo cantarín atravesaba el claro. El sol moteaba el suelo del bosque y un par de corzos levantaron la cabeza para mirarnos, curiosos y despreocupados.
Ash cruzó el montículo de piedras por el que habíamos salido y la puerta se cerró con un chirrido tras él. Recorrió el bosque con mirada experta y se volvió hacia Grimalkin.
—Hay varios trovos mirándonos desde los matorrales. ¿Nos darán problemas?
Miré sobresaltada el claro, buscando a los esquivos trovos que, según tenía entendido, eran duendes achaparrados y feos que vivían bajo tierra, pero aparte de los ciervos parecíamos estar solos.
Grimalkin bostezó y se rascó detrás de la oreja.
—Los guardeses de Leanansidhe —dijo tranquilamente—. No hay de qué preocuparse. Si por la noche oís pasos en la cabaña seguramente serán ellos. O puede que los trasgos.
Recorrí el claro con la mirada.
—¿Qué cabaña? —pregunté—. Yo no veo ninguna cabaña.
—Claro que no. Por aquí, humana —Grimalkin cruzó el claro con el rabo tieso, saltó al riachuelo y desapareció en mitad del salto.
Suspiré.
—¿Por qué siempre tiene que hacer eso?
—Creo que esta vez no ha sido a propósito —dijo Ash, y me tomó de la mano—. Vamos.
Cruzamos la hondonada, pasando muy cerca de los ciervos, que no huyeron, y cruzamos de un salto el riachuelo. En cuanto mis pies se despegaron del suelo, sentí el hormigueo de la magia, como si estuviera atravesando una barrera invisible.
Cuando aterricé, ya no estaba mirando un bosque desierto, sino una enorme casa de campo de dos plantas, con una baranda que rodeaba por completo el piso de arriba y una chimenea de la que salía un hilo de humo. Por delante se alzaba sobre pilotes de más de cinco metros de altura.
Desde allá arriba debía de haber una vista fantástica de todo el valle.
Me quedé pasmada.
—¿Este es su «pequeño escondrijo»? Yo imaginaba más bien una cabaña de una habitación con un cobertizo, o algo así.
—Así es Leanansidhe —dijo Ash, divertido—. Podría haber hechizado la casa para que por fuera pareciera una cabaña destartalada, en lugar de ocultarla por completo, pero no creo que sea su estilo —miró el alto edificio y arrugó el ceño—. Oigo música.
Me dio un vuelco el corazón.
—¿Música de piano? ¡Mi padre!
Subimos corriendo los escalones, tomándolos de dos en dos, e irrumpimos en el cuarto de estar, en cuya chimenea ardía alegremente un fuego. La música melancólica de un piano resonaba en un rincón.
Mi padre estaba sentado en el taburete, con el pelo castaño y lacio cayéndole sobre los ojos y los hombros escuálidos inclinados sobre el teclado. Arrellanado a unos metros de allí, con los pies sobre la mesa baja y las manos detrás de la cabeza, estaba Puck.
Me miró a los ojos y sonrió, pero corrí hacia el piano sin hacerle caso.
—¡Papá! —tuve que gritar para hacerme oír—. ¡Papá! ¿Me reconoces? Soy Meghan. Meghan, tu hija. ¿Te acuerdas de mí?
Se inclinó más aún sobre las teclas y siguió aporreándolas como si su vida dependiera de ello. Lo agarré del brazo y tiré de él para que se volviera y me mirara.
—¡Papá!
Sus ojos castaños, diáfanos como el cielo, miraron a través de mí, y sentí que una lanza helada se clavaba en mi estómago. Lo solté y enseguida se puso a tocar otra vez. Mientras él tocaba, retrocedí tambaleándome y me dejé caer en un sillón cercano.
—¿Qué le pasa? —susurré.
Grimalkin se subió al sillón de un salto.
—Recuerda, humana, que ha pasado mucho tiempo en el País de las Hadas. Además, hasta hace poco era un instrumento musical, lo cual posiblemente es bastante traumático. Es lógico que esté un poco confuso. Dale tiempo. Al final, es posible que salga de esta.
—¿Es posible? —pregunté con voz estrangulada, pero el gato se había puesto a lamerse las patas traseras y no contestó.
Escondí la cara entre las manos, las aparté y miré a Puck con enfado.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunté fríamente.
—¿Yo? —me miró, burlón y engreído, como si no se arrepintiera lo más mínimo—. Estoy de vacaciones, princesa.
Me levanté de mi asiento.
—Márchate —le dije—. Vuelve con Oberón y déjanos en paz. Ya has hecho bastante daño.
—No puede volver con Oberón —dijo Grimalkin, y se subió de un salto al respaldo del sofá—. Oberón lo desterró cuando vino a buscarte. Desobedeció las órdenes del rey y ha sido expulsado del Nuncajamás.
La mala conciencia vino a sumarse a mi torbellino de emociones y lo miré con incredulidad.
—Qué estupidez —le dije—. ¿Por qué te dejaste desterrar así? Ahora estás atrapado aquí, con todos nosotros.
Sus ojos brillaron, agrestes y amenazadores.
—Bueno, no sé, princesa. Tal vez fuera porque soy tan idiota que me importabas. Quizá llegué a pensar que tenía alguna posibilidad. Tonto de mí, creer que un besito de nada significaba algo para ti.
—¿Lo besaste? —preguntó Ash, intentando disimular su sorpresa.
Quise que me tragara la tierra. Las cosas se me estaban escapando de las manos rápidamente. Mi padre pareció percibir la tensión que había entre nosotros y golpeó con más fuerza las teclas.
Miré a Puck, dividida entre la rabia y la culpa.
—Ahora no estamos hablando de eso —comencé a decir, pero me interrumpió:
—Bueno, yo creo que sí —cruzó los brazos.
Hice intento de protestar, pero alzó la voz.
—Así que, dime, princesa, cuando dijiste que me querías, ¿era mentira?
Ash se puso rígido. Sentí sus ojos fijos en mí y maldije a Puck por hablar de aquello en ese momento. Él también me observaba con los labios crispados en una sonrisa. Parecía estar disfrutando. Me dieron ganas de abofetearlo y al mismo tiempo de pedirle perdón, pero la ira era más fuerte.
Tomé aliento. Muy bien. Si Puck quería obligarme a hablar de aquello, le diría la verdad.
—No —dije levantando la voz para hacerme oír entre la música del piano—. No te mentí, Puck. Sentía lo que dije. Al menos, en ese momento. Pero no es lo mismo que siento por Ash, y tú lo sabías.
—¿Sí? —su voz sonó áspera—. Puede que lo supiera, pero está claro que supiste darme gato por liebre, princesa. Lo hiciste a la perfección. ¿Cuándo pensabas decirme que no tenía nada que hacer?
—¡Eso no es verdad! —grité. Di un paso adelante y cerré los puños—. ¿Cuándo ibas a decirme tú lo de mi padre, Puck? ¿Cuándo ibas a contarme que sabías desde el principio dónde estaba?
Se quedó callado, mirándome con expresión malhumorada. El sonido del piano inundó la habitación, caótico y febril. Ash estaba inmóvil en un rincón. Podría haber sido de piedra.
Puck se levantó del sofá, nos recorrió a todos con una mirada cruel y esbozó una sonrisa burlona.
—¿Sabes?, creo que me largo de aquí —dijo con sorna—. Aquí sobra gente últimamente, y acabo de darme cuenta de que necesito unas vacaciones —miró a Ash, hizo una mueca irónica y sacudió la cabeza—. En esta cabaña no hay suficiente sitio para los dos, hielito. Si alguna vez te apetece ese duelo, puedes encontrarme en el bosque. Y si a alguno de vosotros se le ocurre un plan, haced el favor de dejarme al margen. Yo me las piro.
Con una última mueca burlona, cruzó la habitación y salió sin mirar atrás.
La furia y los remordimientos se apoderaron de mí, pero me volví hacia mi padre, que se había calmado un poco aunque seguía aporreando las teclas del piano. Tenía otras cosas de las que preocuparme, aparte de Puck.
—Papá —dije suavemente, sentándome a su lado—. Tienes que parar. Solo un rato, ¿vale? ¿Puedes parar? —le aparté con delicadeza las manos del teclado y las dejó caer sobre el regazo.
Así pues, no era del todo inalcanzable. Eso estaba bien. Siguió sin mirarme, sin embargo, y al mirar su cara fina y demacrada y ver las arrugas que tenía alrededor de los ojos y la boca a pesar de ser un hombre bastante joven, me sentí al borde de la desesperación.
Ash apareció a mi lado, pero no me tocó.
—El dormitorio principal está al fondo del pasillo —dijo en voz baja—. Creo que tu padre estará cómodo allí si consigues que te siga.
Asentí, aturdida. De algún modo conseguimos que se levantara y lo llevamos hasta la espaciosa habitación del fondo del pasillo.
Al dormitorio de Leanansidhe no le faltaba ningún lujo, desde la cama de cuatro postes al manantial de aguas termales que burbujeaba en el cuarto de baño, pero me pareció la celda de una prisión cuando metí a mi padre dentro y cerré la puerta tras él.
Apoyada contra la puerta, lloré, exhausta. Me sentía como si estuvieran tirando de mí en varias direcciones a la vez. Ash permaneció allí cerca, mirándome. Parecía incómodo, como si quisiera abrazarme pero hubiera una barrera entre nosotros. Lo ocurrido con Puck pendía en el aire como alambre de espino.
—Vamos —murmuró, rozando por fin mi brazo—. Ahora mismo no puedes hacer nada por él. Estás agotada y así no puedes ayudar a nadie. Tienes que descansar un poco.
Abotargada, dejé que me llevara por el pasillo y por un tramo de escaleras, hasta el altillo que daba a la sala principal. Una rústica barandilla de troncos le servía de parapeto, y desde ella podía uno asomarse al cuarto de estar. Bajo los aleros del tejado había una cama grande, cubierta con una piel de oso grizzly, con cabeza y garras incluidas.
Ash apartó la horrenda piel de oso y me indicó que me metiera en la cama. Me eché sobre las mantas, aturdida. Sin la música del piano, reinaba en la cabaña un extraño silencio que me atronaba los oídos. Ash se cernió sobre mí, ceremonioso y extrañamente indeciso.
—Estaré abajo —murmuró—. Intenta dormir un poco —empezó a alejarse, pero lo agarré de la mano y se la apreté con fuerza.
—Espera, Ash —dije, y se quedó muy quieto.
Quizá fuera demasiado pronto para tocarlo, pero las emociones amenazaban con asfixiarme: la ira que sentía hacia Puck, la preocupación por mi padre, el miedo a haber estropeado mi relación con Ash.
—No puedo quedarme sola ahora mismo —susurré aferrándome a su mano—. Por favor, quédate conmigo un rato. No tienes que decir nada, no hace falta que hablemos. Solo… quédate. Por favor.
Vaciló. Vi indecisión en su mirada, una batalla silenciosa antes de que asintiera por fin. Se subió a la cama, se recostó contra el cabecero y me acurruqué a su lado, contenta de sentirlo cerca de mí. Oía el latido de su corazón a pesar de que estaba rígido, y vislumbré un destello de emoción que lo envolvía como un aura neblinosa, una reacción que no pudo esconder.
Parpadeé.
—Estás… celoso —dije, incrédula.
Ash, antiguo príncipe de la Corte Tenebrosa, estaba celoso. De Puck. No entendí por qué me parecía tan sorprendente. Tal vez fuera porque parecía demasiado tranquilo y seguro de sí mismo para estar celoso. Sin embargo, no había duda de lo que estaba viendo.
Se removió, incómodo, y me miró por el rabillo del ojo.
—¿Tan malo es eso? —preguntó suavemente, volviéndose para mirar hacia la pared del fondo—. ¿Tanto te extraña que esté celoso, después de enterarme de que lo besaste, de que le dijiste…? —se interrumpió, pasándose una mano por el pelo, y yo me mordí el labio—. Sé que fui yo quien se marchó —añadió sin dejar de mirar la pared—. Que te dije que éramos enemigos y que no podíamos estar juntos. Sabía que te rompería el corazón, pero… también sabía que Puck estaría allí para recoger los pedazos. Fuera lo que fuese lo que pasó, me lo busqué yo mismo. Sé que no tengo derecho a preguntar… —se detuvo y tomó aire como si le hubiera costado confesar.
Contuve la respiración. Sabía que había más.
—Pero —prosiguió, volviéndose por fin hacia mí—, tengo que saberlo, Meghan. No puedo tener dudas sobre esto, tratándose de él. Y de ti. Me volvería loco —suspiró y de pronto miró mi mano, nuestros dedos entrelazados—. Tú sabes lo que siento por ti. Sabes que te defenderé pase lo que pase, pero esto es lo único contra lo que no puedo luchar.
—Ash…
—Si tienes dudas, si piensas que tal vez prefieras estar con Goodfellow, dímelo ahora. Me retiraré, te dejaré espacio, haré lo que quieras que haga —se estremeció un poco al decirlo.
Sentí que su corazón se aceleraba cuando se volvió para mirarme a los ojos intensamente.
—Respóndeme ahora y no volveré a preguntártelo nunca. ¿Quieres a Goodfellow?
Respiré hondo, dispuesta a negarlo inmediatamente, pero me detuve. No podía darle una respuesta escueta y frívola, cuando me miraba así. Merecía saber la verdad. Toda la verdad.
—Lo quería —dije en voz baja—. Al menos, eso pensé entonces. Ahora no estoy tan segura —me detuve y escogí mis palabras con cuidado.
Ash esperó, tenso como un arco, mientras yo ordenaba mis ideas.
—Cuando te fuiste —continué—, lo pasé muy mal. Pensaba que no volvería a verte. Me dijiste que éramos enemigos, que no podíamos estar juntos, y te creí. Estaba enfadada y confusa, y Puck estaba allí para recoger los pedazos, como tú dices. Fue fácil apoyarme en él porque sabía lo que sentía. Y durante un tiempo pensé que tal vez… que tal vez yo también lo quería.
»Pero —añadí, y empezó a temblarme la voz—, cuando volví a verte me di cuenta de que lo que sentía por él no era lo mismo. Puck era mi mejor amigo, y siempre habría sitio para él en mi corazón, pero… eras tú, Ash. En realidad, no tuve elección. Siempre has sido tú.
No dijo nada, pero oí su suave suspiro, como si hubiera estado conteniendo la respiración, y me apretó contra sí, rodeándome con sus brazos. Apoyé la cabeza en su pecho, cerré los ojos y procuré olvidarme de Puck, de mi padre y del falso rey. Al día siguiente pensaría en ellos.
De momento solo quería dormir, hundirme en el olvido y desentenderme de todo un rato. Ash siguió muy quieto y pensativo. Su aura de hechizo brilló una vez más y luego desapareció de nuevo. Pero yo solo tenía que escuchar el latido de su corazón para saber lo que estaba sintiendo.
—Háblame —susurré acariciando su costado a través de la camisa.
Se estremeció.
—Por favor. Este silencio me está volviendo loca. No quiero oírme pensar.
—¿Qué quieres que diga?
—Cualquier cosa. Cuéntame un cuento. Háblame de los sitios donde has estado. Cualquier cosa que me distraiga de… de todo esto.
Se quedó callado. Pasado un momento, comenzó a canturrear en voz baja una melodía suave y el silencio se disipó. Era una tonada apacible y melancólica que recordó el caer de la nieve, los árboles desnudos y los animales hibernando acurrucados en sus guaridas. Sentí que su mano acariciaba mi espalda al ritmo pausado de la nana y el sueño me cubrió como una cálida manta.
—¿Ash? —musité cuando empezaron a cerrarse mis párpados.
—¿Sí?
—No te vayas, ¿vale?
—Ya te he prometido que me quedaría —acarició mi pelo y su voz cayó hasta hacerse casi un susurro—. Mientras tú quieras.
—¿Ash?
—¿Mmm?
—Te quiero.
Sus manos se quedaron quietas. Las sentí temblar.
—Lo sé —murmuró al inclinar la cabeza hacia la mía—. Duerme un poco. Yo estaré aquí.
Su voz grave fue lo último que oí antes de hundirme en el vacío.
—Hola, mi amor —susurró Máquina.
Me tendió las manos cuando me acerqué y los cables de acero se retorcieron a su espalda en una danza hipnótica. Alto y elegante, su largo cabello plateado ondeaba como mercurio líquido. Me miraba con ojos tan negros como la noche.
—He estado esperándote.
—Máquina… —me estremecí y al mirar el vacío que me rodeaba oí el eco de mi voz. Estábamos solos en medio de una oscuridad insondable—. ¿Dónde estoy? ¿Qué haces aquí? Pensaba que te había matado.
El Rey de Hierro sonrió y su cabello plateado centelleó en la oscuridad.
—No puedes librarte de mí, Meghan Chase. Somos uno, ahora y para siempre, solo que no lo has asumido aún. Ven —me indicó que me acercara—. Ven conmigo, amor mío, deja que te enseñe lo que quiero decir.
Retrocedí.
—Deja de llamarme así. Yo no soy tuya.
Se acercó y di otro paso atrás.
—Y se supone que no puedes estar aquí. Deja de rondar mis sueños. Ya tengo a alguien y no eres tú.
Su sonrisa no vaciló.
—Ah, sí. Tu príncipe tenebroso. ¿De veras crees que podrás quedarte con él cuando comprendas quién eres en realidad? ¿Crees que te seguirá queriendo?
—¿Qué sabes tú de eso? No eres más que un sueño. Una pesadilla, mejor dicho.
—No, amor mío —sacudió la cabeza—. Soy la parte de ti que no te atreves a aceptar. Y mientras sigas rechazándome, nunca entenderás tu verdadero potencial. Sin mí nunca podrás derrotar al usurpador.
—Me arriesgaré —entorné los ojos y lo señalé con el dedo—. Y ahora creo que es hora de que te vayas. Este es mi sueño y no te quiero en él. Fuera.
Sacudió la cabeza tristemente.
—Muy bien, Meghan Chase. Si decides que a fin de cuentas me necesitas, y así será, estaré aquí mismo.
—Por mí puedes esperar sentado —mascullé, y me despertó mi propia voz.
Parpadeé y levanté la cabeza de la almohada. La habitación estaba a oscuras, pero por la ventana redonda del altillo entraba la luz gris del alba. Ash se había ido y a mi lado la cama estaba fría. Se había marchado durante algún momento de la noche.
De abajo me llegó un olor a beicon y al notarlo me rugió el estómago. Bajé preguntándome quién estaba cocinando tan temprano. Me imaginé a Ash con un delantal blanco, lanzando tortitas al aire, y solté una risilla histérica al entrar en la cocina.
Ash no estaba, ni tampoco Puck, pero Grimalkin levantó la mirada de la mesa repleta de comida. Había huevos, tortitas, beicon, galletas, fruta y papilla de avena, además de jarras llenas de leche y zumo de naranja.
Sentado en la esquina, Grimalkin pestañeó una sola vez y volvió a hundir la pata en un vaso de leche. Luego, se la lamió.
—¿Qué es todo esto? —pregunté, asombrada—. ¿Lo ha hecho mi padre? ¿O… Ash?
Soltó un bufido.
—¿Esos dos? Me estremezco al pensar en las consecuencias. No, los trasgos de Leanansidhe se han encargado de todo. Y también habrán limpiado tu habitación y hecho tu cama —observó las gotas blancas y opacas de su zarpa y las lamió rápidamente.
—¿Dónde están todos?
—El humano sigue durmiendo. Goodfellow no ha vuelto, aunque estoy seguro de que volverá en algún momento, seguramente perseguido por una turba de duendes indignados.
—Me importa un bledo lo que haga Puck. Por mí se lo pueden comer los trols.
Mi hostilidad pareció dejar indiferente al gato, que siguió lamiéndose tranquilamente la zarpa.
Picoteé con desgana los huevos revueltos que había delante de mí.
—¿Dónde está Ash?
—El príncipe de Invierno se fue ayer noche mientras dormías y no dijo dónde iba, claro. Regresó hace unos minutos.
—¿Se marchó? ¿Dónde está ahora?
Un golpe en la puerta atrajo nuestra atención. Paul entró en la cocina arrastrando los pies como un zombi, con el pelo revuelto. No nos miró.
—Hola —dije suavemente, pero podría haberme ahorrado la saliva.
No pareció oírme. Se quedó mirando la mesa del desayuno, tomó una tostada, mordió una esquina y volvió a salir sin hacerme ningún caso.
Se me quitó el apetito. Grimalkin miró fijamente el vaso de leche que había en una esquina y hundió la zarpa en él, indeciso.
—Por cierto —prosiguió mientras yo miraba enfurruñada la puerta—, tu príncipe desea que te reúnas con él en el claro, más allá del riachuelo, cuando hayas desayunado. Me dio a entender que era importante.
Agarré una loncha de beicon y le di un mordisco desganado.
—¿Sí? ¿Por qué?
—No me molesté en preguntárselo.
—¿Qué hay de mi padre? —miré hacia el lugar por el que se había marchado Paul—. ¿Estará bien? ¿Crees que puedo dejarlo solo?
—Estás terriblemente pesada esta mañana —Grimalkin volcó el vaso a propósito y observó con satisfacción cómo caía la leche al suelo—. El mismo hechizo que mantiene a los mortales alejados de este lugar también los retiene dentro. Si al humano se le ocurriera salir, no podría abandonar el claro. Tome la dirección que tome, volverá a encontrarse en el punto de partida.
—¿Y si quiero llevármelo? No puede quedarse aquí para siempre.
—Eso tendrás que hablarlo con Leanansidhe, no conmigo. Además, no es asunto mío —saltó de la mesa y aterrizó en el suelo de madera con un ruido sordo—. Cuando vayas a encontrarte con el príncipe, deja los platos como están —dijo arqueando la cola sobre su lomo—. Si los friegas, los trasgos se ofenderán y puede que abandonen la cabaña, lo cual sería sumamente molesto.
—¿Por eso has volcado el vaso? —pregunté, mirando cómo goteaba la leche—. ¿Para que los trasgos tengan algo que limpiar?
—Claro que no, humana —bostezó—. Eso simplemente ha sido por divertirme —afirmó, y salió trotando de la habitación.
Yo sacudí la cabeza, agarré una tostada y salí apresuradamente.