4
La resistencia de Fallo del Sistema
—¿Grimalkin? —lo llamé de nuevo, mirando a mi alrededor—. ¿Dónde estás?
Nada. Aquello era mala señal. Grimalkin solía desaparecer cuando había problemas sin dar explicaciones, ni avisar. Naturalmente, a veces desaparecía porque le apetecía, sin más, así que en realidad no había forma de saber qué estaba pasando.
—Meghan —dijo Ash, que estaba mirando por la ventana con los ojos entornados—. Creo que será mejor que veas esto.
Frente al museo, en medio de la calle, se alzaba una figura. No era humana, eso lo supe enseguida. Aunque llevaba unos vaqueros rajados y una chaqueta de cuero con tachuelas, su cara afilada y angulosa y sus orejas puntiagudas lo delataban. Eso, y su agreste cabello negro, que llevaba en punta como un músico punk y del que salían mechas de neón brillantes que me recordaron a esas esferas de plasma que se encontraban en las tiendas de regalos. Por su postura era evidente que estaba esperándonos.
—Un duende de Hierro —masculló Ash al tiempo que bajaba la mano hacia su espada—. ¿Quieres que lo mate?
Le puse la mano en el brazo.
—No —dije—. Sabe que estamos aquí. Si quisiera atacarnos ya lo habría hecho. Veamos qué quiere, primero.
—No te lo aconsejo —me miró sombríamente, con una nota de exasperación—. Recuerda que el falso rey sigue buscándote. No puedes fiarte de los duendes de Hierro, y menos ahora. ¿Por qué quieres hablar con ese? El Reino de Hierro es tu enemigo, igual que todo lo que forma parte de él.
—Caballo de Hierro no lo era.
Ash suspiró y apartó la mano de la empuñadura de la espada.
—Como quieras —murmuró, agachando la cabeza—. No me gusta, pero veamos qué quiere ese duende de Hierro. Aunque si hace el más mínimo gesto amenazador, lo aplastaré tan deprisa que no le dará tiempo a pestañear.
Salimos a la noche húmeda y cruzamos la calle hasta donde esperaba el duende de Hierro.
—Ah, bien —sonrió cuando nos acercamos: una sonrisa engreída y resuelta, muy parecida a la de cierto pelirrojo amigo mío—. No habéis huido. Temía tener que perseguiros por las calles de la ciudad antes de que pudiéramos hablar.
Lo miré con el ceño fruncido. De cerca parecía más joven, casi de mi edad, aunque yo sabía que eso no significaba nada. Los duendes eran intemporales. Podía tener cientos de años, que yo supiera. Pero, pese a ello, y pese a su evidente belleza, parecía un punk de diecisiete años, nada más.
—Bueno —dije cruzándome de brazos—, aquí estoy. ¿Quién eres y qué quieres?
—Concisa y al grano, eso me gusta —sonrió, burlón.
No correspondí a su sonrisa e hizo girar los ojos, que eran de un trémulo color violeta.
—Bien, permíteme que me presente, entonces. Me llamo Fallo del Sistema.
—Fallo del Sistema —fruncí el entrecejo mirando a Ash—. Ese nombre me suena. ¿Dónde lo he oído antes?
—Estoy seguro de que no es la primera vez que lo oyes, Meghan Chase —dijo Fallo del Sistema, y enseñó los dientes al ampliar su sonrisa—. Era el lugarteniente primero del rey Máquina.
Ash sacó su espada con una ráfaga de luz azul y el aire se impregnó de escarcha. Fallo del Sistema levantó las cejas pero no se movió a pesar de que la punta de la espada quedó suspendida a escasos centímetros de su pecho.
—Podrías escucharme en vez de llegar a conclusiones precipitadas —dijo.
—Ash —dije en voz baja, y dio un paso atrás. No envainó la espada, pero dejó de apuntar con ella al corazón de Fallo del Sistema.
—¿Por qué me buscas? —pregunté, sosteniendo la mirada del duende de Hierro—. ¿Ahora sirves al usurpador o solo has venido a presentarte?
—Estoy aquí —respondió— porque tengo tanto interés como tú en detener al impostor. Por si no te has enterado, princesa, la guerra con Hierro no está yendo bien. Oberón y Mab se han unido para parar al falso rey, pero sus ejércitos están siendo aplastados lentamente. El bosque se hace más pequeño cada día, a medida que el Reino de Hierro va absorbiendo territorios y el usurpador extiende su imperio. Solo necesitaba una cosa más para ser invencible.
—A mí —susurré. No era una pregunta.
Fallo del Sistema asintió.
—Necesita el poder de Máquina. Entonces su derecho al trono será irrefutable. Si consigue matarte y adueñarse de ese poder, se acabó.
—¿Cómo sabe que lo tengo? Ni siquiera yo estoy segura.
—Tú mataste a Máquina —me miró solemnemente. Su engreimiento había desaparecido—. El poder del Rey de Hierro pasa a quien lo derrota. Al menos, así es como yo lo entiendo. Por eso el falso rey no tiene derecho al trono, lo suyo es una farsa. Y por eso te desea tanto —sonrió, malévolo y siniestro—. Por suerte, nosotros se lo estamos poniendo un poco difícil, tanto en la guerra como aquí, contigo.
—¿A quién te refieres con «nosotros»?
Se puso serio.
—Caballo de Hierro y yo éramos amigos —murmuró, y sentí una punzada dolorosa al oír mencionar al noble duende de Hierro—. Él fue el primero en denunciar al falso rey, y después de él otros seguimos su ejemplo. Somos pocos, y hemos tenido que recurrir a una táctica de guerrillas para enfrentarnos al ejército del usurpador, pero hacemos lo que podemos.
—Sois la resistencia de las que hablaban las brujarañas.
Pareció desconcertado.
—¿Las brujarañas? Ah, te refieres a las asesinas del rey. Sí, así es. Aunque como te decía, somos demasiado pocos para asestar un golpe decisivo al usurpador. Sin embargo, podemos hacer una cosa muy importante para impedir que ocupe el trono para siempre.
—¿Y cuál es?
Me lanzó una sonrisa compungida y chasqueó los dedos.
De pronto varias docenas de duendes de Hierro salieron de entre las sombras, moviéndose a nuestro alrededor. Sentí el frío pálpito del hechizo de Hierro, gris, plano e incoloro, cuando nos rodearon en un cerco erizado de puntas. Vi enanos con brazos mecánicos y elfos de enormes ojos negros por cuyas pupilas discurrían números como relucientes hormigas verdes. Vi perros con cuerpos hechos de engranajes que hacían tictac como un reloj, duendes de piel verde con cables de ordenador en lugar de pelo, y muchos otros. Todos ellos portaban armas letales para un duende normal: espadas de hierro, cadenas y bates de metal, garras y colmillos de acero…
Ash se pegó a mí y con expresión adusta y los músculos tensos levantó su espada. Me giré y miré con furia a Fallo del Sistema.
—Así que ¿este es tu plan? —le dije, señalando el cerco que nos rodeaba—. ¿Quieres secuestrarme? ¿Esa es tu solución para detener al falso rey?
—Tienes que entenderlo, princesa —se encogió de hombros mientras se apartaba de mí hacia el círculo de duendes—. Es por tu seguridad. No podemos permitir que caigas en manos del impostor, o vencerá y todo estará perdido. Debemos mantenerte escondida y a salvo. Ahora es lo único que importa. Por favor, no te resistas. Tú sabes que somos demasiados para luchar. Ni siquiera el príncipe de Invierno podrá derrotar a tantos.
—¿De veras? —preguntó alguien de repente, detrás de nosotros y desde arriba—. Bueno, siendo así, ¿por qué no igualamos un poco el partido?
Me giré y miré hacia los tejados con el corazón brincándome dentro del pecho. Recortado contra la luna, con los brazos cruzados y el pelo rojo revuelto por el viento, una cara conocida nos sonreía sacudiendo la cabeza.
—Eres sumamente difícil de encontrar, princesa —dijo Puck al fijar sus ojos en mí—. Menos mal que Grimalkin vino a buscarme. Como de costumbre, parece que voy a tener que rescataros a ti y al témpano de hielo. Otra vez. Esto está empezando a convertirse en una costumbre.
Ash puso cara de fastidio, pero no dejó de observar a los duendes que nos rodeaban.
—Deja de parlotear y baja aquí, Goodfellow.
—¿Goodfellow? —Fallo del Sistema lo miró con nerviosismo—. ¿Robin Goodfellow?
—Ah, fijaos, ha oído hablar de mí. Mi fama no para de crecer —Puck soltó un bufido y saltó del tejado. En pleno vuelo se convirtió en un gigantesco cuervo negro que se lanzó hacia nosotros con un bronco graznido. Al posarse dentro del círculo, volvió a convertirse en Puck en medio de una explosión de plumas—. ¡Tachán!
Los rebeldes dieron un paso atrás, pero Fallo del Sistema no se movió.
—Seguís siendo solo tres —dijo con firmeza—. No podéis luchar contra todos nosotros. Princesa, por favor, solo queremos protegerte. Esto no tiene por qué acabar en violencia.
—No necesito vuestra protección —respondí—. Como ves, tengo más que suficiente.
—Además —dijo Puck con una sonrisa maliciosa—, ¿quién dice que he venido solo?
—¡Claro que has venido solo! —gritó otro Puck desde el tejado del que acababa de arrojarse.
Fallo del Sistema puso unos ojos como platos cuando el segundo Puck le sonrió.
—¡Claro que no! —gritó otro Puck desde el tejado de enfrente.
—Bueno, sin duda los dos tienen razón —dijo otro, sentado sobre una farola—. En cualquier caso, aquí estamos.
—Es un truco —masculló Fallo del Sistema mientras los rebeldes lanzaban miradas nerviosas a los tres Pucks, que los saludaban alegremente con la mano—. No son cuerpos reales. Estás jugando con nosotros.
Puck sonrió, burlón.
—Bueno, si eso es lo que piensas, por mí no te cortes: intenta algo.
—En cualquier caso, saldrás malparado —intervino Ash—. Aunque consigas derrotarnos, diezmaremos tu pequeña banda de rebeldes antes de darnos por vencidos. Cuenta con ello.
—Marchaos, Fallo del Sistema —dije con calma—. No vamos a ir a ninguna parte contigo ni con tus amigos. No pienso esconderme del usurpador sin hacer nada.
—Eso es justamente lo que temo —contestó entornando los ojos, pero dio media vuelta y ordenó a sus fuerzas retirarse.
Los duendes de Hierro volvieron a fundirse con las sombras.
—Estaremos vigilándote, princesa —me advirtió antes de dar media vuelta y desaparecer en la oscuridad.
Me giré con el corazón acelerado y vi a Puck mirándome con su sonrisa ladeada. Alto y desgarbado, parecía el de siempre: ávido de problemas, siempre listo para soltar un comentario sarcástico o una réplica ingeniosa. Vi, sin embargo, un destello de dolor en sus ojos, un brillo de furia que no pudo disimular, y se me encogió el estómago.
—Hola, princesa.
—Hola —musité mientras Ash me rodeaba la cintura con los brazos desde atrás y me atraía hacia sí.
Sentí su mirada fija en Puck por encima de mi cabeza, un gesto protector más elocuente que cualquier palabra. «Es mía. Apártate».
Puck no hizo caso. Siguió mirándome fijamente y, a la sombra de su mirada, me acordé de nuestro último encuentro y de la aciaga decisión que nos había llevado hasta allí.
—¡Meghan Chase! —la voz de Oberón restalló como un látigo, y un trueno sacudió el suelo.
La voz del Rey de los Elfos sonó extrañamente serena, y sus ojos refulgieron ambarinos entre la nieve que caía suavemente.
—Las leyes de nuestro pueblo son tajantes —me advirtió—. Verano e Invierno comparten muchas cosas, pero el amor no es una de ellas. Si tomas esa decisión, hija, las veredas no volverán a abrirse para ti.
—Meghan —Puck se acercó, implorante—. No lo hagas. Esta vez no podré seguirte. Quédate. Conmigo.
—No puedo —susurré—. Lo siento, Puck. Te quiero, pero tengo que hacerlo.
Su rostro se nubló, lleno de dolor, y dio media vuelta. Sentí una punzada de culpa, pero a la postre mi decisión siempre había estado clara.
—Lo siento —murmuré otra vez, y seguí a Ash, dejando atrás para siempre el País de las Hadas.
El recuerdo me ardió en el estómago como si fuera hiel y cerré los ojos. Habría deseado que no tuviera que ser así. Quería a Puck como a un hermano, era mi mejor amigo. Y sin embargo, durante una época muy oscura en la que me había sentido sola, confusa y dolida, el afecto que sentía por él me había inducido a cometer una estupidez, a hacer algo que no debería haber hecho. Sabía que él me quería, y el haberme aprovechado de sus sentimientos hacía que sintiera asco de mí misma. Ojalá hubiera sabido cómo arreglarlo, pero el dolor apenas disimulado de su mirada me convenció de que nada que pudiera decirle mejoraría las cosas.
Por fin recuperé el habla:
—¿Qué estás haciendo aquí? —susurré, y de pronto me alegré de que Ash me estuviera abrazando, de que sus brazos se interpusieran entre Puck y yo.
Puck se encogió de hombros con indiferencia y puso cara de fastidio.
—Salta a la vista, ¿no? —contestó con más aspereza de lo normal—. Después de que os desterraran al témpano de hielo y a ti, me preocupaba que los duendes de Hierro siguieran buscándote. Así que vine a enterarme. Por suerte. Así que, ¿quién era ese duende de Hierro al que le has tocado las narices ahora? Fallo del Sistema, ¿no? El lugarteniente primero de Máquina. Tú sí que sabes escogerlos, princesa.
—Dejad eso para luego —Grimalkin salió de entre las sombras agitando al viento su rabo, semejante a un cepillo para limpiar botellas—. Humana, tu intento de secuestro ha provocado un tumulto entre los duendes de Nueva Orleans —anunció, clavando en mí sus ojos dorados—. Deberíamos ponernos en marcha antes de que ocurra algo más. Los duendes de Hierro vienen por ti, y no me apetece repetir la escenita del rescate. Hablad cuando lleguemos a casa de Leanansidhe. Vamos.
Salió al trote calle abajo con la cola enhiesta y se detuvo una sola vez para mirarnos desde la entrada de un callejón. Sus ojos brillaron en la penumbra antes de que desapareciera de nuevo entre las sombras.
Me aparté de Ash y di un paso hacia Puck con la esperanza de que pudiéramos hablar. Lo echaba de menos. Era mi mejor amigo y quería que todo fuera como antes, que nos enfrentáramos los tres al mundo. Pero en cuanto me moví Puck se apartó como si no soportara mi cercanía. En tres zancadas alcanzó la entrada del callejón, se volvió para sonreírnos y su cabello rojo brilló bajo las farolas.
—Bueno, tortolitos, ¿venís o no? Estoy deseando ver la cara de Lea cuando lleguéis —sus ojos centellearon y su sonrisa se volvió ligeramente salvaje—. ¿Sabes?, tengo entendido que hace cosas horrendas con quienes la hacen enfadar. Espero que no te saque las tripas y haga con ellas las cuerdas de un arpa, príncipe —dibujó una sonrisa, movió las cejas y se alejó en pos de Grimalkin.
Suspiré.
—Me odia.
Ash soltó un gruñido.
—No, creo que ese sentimiento en particular lo reserva solo para mí —dijo, divertido.
Como no respondí, me indicó que nos pusiéramos en marcha y cruzamos juntos la calle hasta la entrada del callejón.
—Goodfellow no te odia —añadió cuando las sombras se cernieron ante nosotros, amenazadoras, más allá de la luz de las farolas—. Está enfadado, pero creo que más bien consigo mismo. A fin de cuentas, tuvo dieciséis años para hacer algo. Es culpa suya si le tomé la delantera.
—Así que ahora es una competición, ¿eh?
—Si quieres llamarlo así…
Yo había empezado a seguir a Puck y a Grimalkin por el pasadizo, pero me agarró de la muñeca y me atrajo hacia sí, deslizando una mano por mi espalda mientras con la otra tocaba mi cara.
—Ya he perdido una chica por su culpa —murmuró, enredando los dedos en mi pelo. Aunque su voz sonaba ligera, una antigua tristeza cruzó su rostro y desapareció—. No voy a perder a otra —su frente chocó suavemente con la mía y su mirada radiante se clavó en mis ojos—. Voy a mantenerte a salvo de todo el mundo mientras viva. Y eso incluye a Puck, al falso rey y a cualquiera que quiera apartarte de mí —esbozó una sonrisa mientras yo luchaba por respirar bajo su intensa mirada—. Supongo que debería haberte avisado de que tengo una ligera vena posesiva.
—No lo había notado —susurré, intentando que mi voz sonara ligera y sarcástica, pero me salió casi jadeante—. No pasa nada. Yo tampoco pienso renunciar a ti.
Su mirada se volvió muy tierna y bajó la cabeza hasta que sus labios rozaron los míos. Entrelacé las manos detrás de su nuca y cerré los ojos para respirar su olor y olvidarme de todo aunque fuera solo por un momento.
—¡Eh, tortolitos! —la voz de Puck rompió el silencio, rebotando en la oscuridad.
Ash se apartó y lo miró de mala gana.
—Buscaos una habitación, ¿vale? ¡Tenemos mejores cosas que hacer que ver cómo os morreáis!
—En efecto —afirmó Grimalkin con una nota de irritación idéntica a la de Puck, y yo di un respingo. ¿Ahora hasta el gato le daba la razón a Puck?—. Daos prisa o nos marchamos sin vosotros.
Seguimos a Grimalkin a través de la ciudad, por un callejón extrañamente largo y sinuoso que se volvió negro como la pez, y de repente nos encontramos en un sótano que me sonaba, parecido a una mazmorra, con antorchas en las paredes y gárgolas rijosas enroscadas en los pilares de piedra.
Grimalkin recorrió a paso rápido varios pasillos en los que la luz de las antorchas parpadeaba erráticamente y cosas invisibles gruñían y se escabullían en la oscuridad. Me acordé de la primera vez que habíamos estado allí, cuando había conocido a Leanansidhe. En aquel entonces éramos más. Puck, Grimalkin, Caballo de Hierro, yo y Kimi, Nelson y Warren, los tres mestizos.
Ahora éramos un grupo mucho más pequeño. Caballo de Hierro había muerto, al igual que Kimi y Nelson, todos ellos víctimas de Virus, la cruel lugarteniente de Máquina. Warren era un traidor que trabajaba para el falso rey. Me pregunté a quién más perdería antes de que acabara aquello y si todo el mundo a mi alrededor estaba destinado a morir. Recordé la profecía del oráculo acerca de que acabaría completamente sola e intenté refrenar mi angustia.
Ash me agarró de la mano y apretó mis dedos. No dijo nada, pero me aferré a su mano como si fuera un salvavidas, como si pudiera desaparecer en cualquier momento. Seguimos a Grimalkin por un largo tramo de escaleras que ascendía hacia la azotea y cuyas paredes estaban cubiertas de cuadros y obras de arte famosas. Fijé instintivamente la mirada en el pequeño piano de cola que había en un rincón de la sala. Allí, sentado en aquella banqueta, inclinado sobre el teclado, había visto por primera vez a mi padre cuando todavía no sabía que era él.
Esta vez no había nadie sentado al piano, pero sí en el mullido sofá negro situado junto al rugiente fuego de la chimenea. Reclinada en los cojines, sosteniendo en la esbelta mano una reluciente copa de vino, estaba Leanansidhe, Reina de los Exiliados.
—¡Queridos!
Pálida, alta y bella, Leanansidhe nos sonrió con labios rojos como la sangre. Su brillante cabello de color cobre flameaba en el aire como si no pesara nada. Se levantó grácilmente, haciendo girar el vestido de color marfil alrededor de sus pies, y entregó distraídamente la copa a un sátiro que esperaba, cambiándola por una larga boquilla para fumar. Dejando tras de sí una estela de humo azul zafiro, se acercó a nosotros con la sonrisa de un tigre hambriento.
—Meghan, cachorra mía, qué amable por tu parte pasarte por aquí. Cuando no regresaste de la última misión, me puse en lo peor, tesoro. Pero veo que saliste sana y salva, a fin de cuentas —su mirada fría y azul se posó en Ash, y levantó una fina ceja—. Y con el príncipe de Invierno a la zaga. Cuánta tenacidad —entrechocó las uñas y frunció los labios. Luego entornó los párpados y una onda de poder estremeció el aire haciendo que las luces parpadearan cuando se volvió hacia Ash—. La última vez que te vi, alteza, estabas amenazando con asesinar a la familia de la chiquilla. Que sepas, querido, que a mí poco me importa que seas el hijo predilecto de Mab. Si amenazas a alguien en esta casa, te sacaré las tripas por la nariz y haré con ellas cuerdas para mis arpas.
—A mí, personalmente, me encantaría verlo —masculló Puck con una sonrisa.
Le lancé una mirada furiosa y me sacó la lengua.
Ash hizo una reverencia.
—He cortado todo vínculo con la Corte de Invierno —dijo con voz firme, mirando de frente a la Reina de los Exiliados—. Ya no soy «su alteza», sino un simple exiliado, igual que Meghan. Y que tú. No es mi intención hacerte ningún daño, ni hacérselo a nadie de esta casa.
Leanansidhe le dedicó una tensa sonrisa.
—Recuerda quién es la reina aquí, querido —saludó con una inclinación de cabeza al resto de mis compañeros y nos indicó los sofás—. Sentaos, queridos, sentaos —dijo con una voz que contenía una amenaza apenas velada—. Me temo que tenemos mucho que debatir.
Respiré hondo para calmarme al dejarme caer en los cojines de terciopelo y me sentí muy pequeña cuando el sofá intentó tragarme entera. Ash prefirió permanecer de pie, a mi lado, mientras Puck y Grim se sentaban en los brazos. Leanansidhe se dejó caer elegantemente en el sillón de enfrente, cruzó sus largas piernas y me miró por encima de su cigarrillo. Pensé en mi padre y me ardió la sangre de rabia. Tenía tantas cosas que preguntarle, tantos interrogantes, que no sabía por dónde empezar. Ash me puso una mano en el hombro y me lo apretó ligeramente, como advirtiéndome de que no tenía sentido hacer enfadar a la Reina de los Exiliados, dado que tenía la morbosa costumbre de convertir a las personas en arpas, violonchelos o violines cuando la fastidiaban. Debía proceder con cautela.
—Bueno, querida —dio una chupada a su cigarrillo y me lanzó un pez de humo—. Te han desterrado del Nuncajamás gracias a un espectacular acto de rebeldía, según tengo entendido. ¿Qué piensas hacer ahora?
—¿Por qué quieres saberlo? —le pregunté intentando refrenar mis emociones—. Devolvimos el cetro y detuvimos la guerra entre las cortes. ¿Qué te importa lo que hagamos ahora?
Sus ojos centellearon, llenos de enojo, y su cigarrillo osciló.
—Me importa, querida, porque circulan rumores inquietantes por las calles. Un clima extraño está haciendo presa en el mundo de los mortales, Verano e Invierno están perdiendo terreno ante el Reino de Hierro y hay una nueva facción de los duendes de Hierro, surgida recientemente, que te anda buscando. Además… —se inclinó hacia delante y entornó los ojos—, circulan historias acerca de una princesa mestiza que domina la magia de Verano y el hechizo de Hierro. Que tiene el poder de gobernar ambas cortes y que está formando un ejército propio, un ejército de exiliados y duendes de Hierro, para apoderarse de todo.
—¿Qué?
—Eso se rumorea, tesoro —Leanansidhe se recostó y con un soplido sacó de su boca un enjambre de mariposas que revoloteó a mi alrededor, oliendo a clavo y a humo, antes de desvanecerse—. Así que ya ves por qué estoy preocupada, cachorra. Quería ver la verdad con mis propios ojos.
—Pero eso es… —balbucí, y sentí los ojos de Ash fijos en mi cabeza y la mirada curiosa de Puck. Solo Grimalkin, que se estaba atusando la cola en el brazo del sofá, parecía indiferente—. ¡Yo no estoy reuniendo un ejército! —exclamé por fin—. Eso es ridículo. ¡No tengo intención de apoderarme de nada!
Leanansidhe me dedicó una mirada inescrutable.
—¿Y qué hay de lo demás, querida? ¿Qué hay de eso que cuentan sobre una princesa capaz de servirse del hechizo de Verano y también del de Hierro? ¿Eso también es mentira?
Me mordí el labio.
—Eso… eso es verdad.
Asintió lentamente.
—Te guste o no, paloma, te has convertido en una de las protagonistas de esta guerra. Estás haciendo equilibrios al borde de todo: duendes y mortales, Verano y Hierro, las costumbres antiguas y la marcha del progreso… ¿Hacia qué lado caerás? ¿Qué bando elegirás? Me perdonarás que me preocupe no poco por tus asuntos y tu estado de ánimo, querida. ¿Cuáles son tus planes para el futuro exactamente?
—No lo sé —escondí la cara entre las manos. Solo quería una vida normal. Quería irme a casa. Quería… Me erguí y la miré fijamente a los ojos—. Quiero recuperar a mi padre. Quiero saber por qué me lo robaste hace once años.
Se hizo el silencio. Sentí cómo crecía la tensión mientras Leanansidhe me miraba fijamente con la boquilla a medio camino de la boca despidiendo humo azul. Ash agarró mis hombros, tenso y listo para actuar si hacía falta. Por el rabillo del ojo vi que Grimalkin había desaparecido y que Puck estaba paralizado al borde del sofá.
Durante unos segundos nadie se movió.
Luego Leanansidhe echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que me hizo brincar en el asiento. Las luces parpadearon de nuevo, se apagaron y volvieron a encenderse cuando la Reina de los Exiliados clavó la mirada en mí.
—¿Robártelo? —se reclinó y cruzó las largas piernas—. ¿Robártelo? Estoy segura de que te refieres a por qué lo salvé, ¿no es así, cachorra?
—Yo… —pestañeé, mirándola—. ¿De qué estás hablando?
—Ah, así que no sabes nada de esa historia. Puck, querido, debería darte vergüenza. No se lo has dicho.
Fijé la mirada en Puck. Se rebulló en el brazo del sofá sin mirarme a los ojos y sentí que el estómago se me hundía hasta los pies.
«No, no. Tú no, Puck. Te conozco desde siempre. Dime que no tuviste nada que ver con eso».
Leanansidhe volvió a reír.
—Vaya, un drama inesperado. ¡Qué maravilla! He de preparar el escenario —dio unas palmadas y las luces se apagaron de repente, menos un foco, encima del piano.
—Lea, no.
La voz de Puck me sorprendió. Era baja, áspera, casi desesperada. Se me encogió aún más el estómago.
—Así no. Déjame explicárselo.
Leanansidhe fijó en él una mirada implacable y meneó la cabeza.
—No, querido. Creo que es hora de que la chica sepa la verdad. Has tenido tiempo de sobra para decírselo, así que esto no es culpa de nadie, más que tuya —agitó una mano y el piano comenzó a emitir una música siniestra y misteriosa a pesar de que no había nadie sentado en la banqueta.
Se encendió otro foco, esta vez sobre Leanansidhe, que se levantó envuelta en la ondulación de su ropa y su cabello. Irguiéndose en toda su estatura, la Musa Oscura levantó las manos como si quisiera abarcar a su público, cerró los ojos y comenzó a hablar.
—Érase una vez, hace mucho tiempo, dos mortales.
Su voz musical tremoló en mi cabeza y vi las imágenes tan claramente como si estuviera contemplando una película. Vi a mi madre más joven, sonriendo despreocupada, tomada de la mano de un hombre alto y desgarbado al que ahora reconocía. Era Paul, mi padre. Hablaban y se reían, saltaba a la vista que estaban enamorados, ajenos a todo lo demás. Sentí un nudo en la garganta.
—A ojos de los mortales —prosiguió Leanansidhe—, no tenían nada de particular. Eran dos simples almas en medio de una muchedumbre de humanos idénticos. Pero para el mundo de las hadas, eran sendos manantiales de hechizo, faros de luz en medio de la oscuridad. Una pintora cuyos cuadros rebosaban vida propia, un músico cuyo espíritu estaba entrelazado con su música y un amor que realzaba el talento de ambos.
—Espera —balbucí, interrumpiendo su narración.
Parpadeó, bajó las manos y el torrente de imágenes cesó.
—Creo que te equivocas. Mi padre no era un gran músico, era un vendedor de seguros. Sé que tocaba el piano, claro, pero si era tan bueno, ¿por qué no se dedicaba a eso?
—¿Quién está contando la historia aquí, cachorra? —la Reina de los Exiliados se enojó y las luces volvieron a parpadear—. ¿Te suena la expresión «artista lampante»? Tu padre tenía muchísimo talento, pero con su música no pagaba las facturas. Y ahora, dime, ¿quieres oír esta historia o no, cachorra?
—Perdón —mascullé, hundiéndome en el sofá—. Continúa, por favor.
Resopló, sacudió su pelo y las visiones comenzaron de nuevo cuando dijo:
—Se casaron y, como es propio de los humanos, empezaron a distanciarse. Él aceptó un nuevo empleo, un empleo que lo obligaba a pasar largos periodos fuera de casa. Cada vez tocaba menos, hasta que dejó de tocar por completo. Su esposa siguió pintando. Pintaba con menos frecuencia que antes, pero sus cuadros estaban llenos de anhelo, de ansias de algo más. Puede que fuera eso lo que llamó la atención del Rey de Verano.
Me mordí el labio. Había oído aquella historia antes, me la había contado el propio Oberón, pero aun así no me resultaba fácil escucharla. Ash apretó mi hombro.
—No mucho después nació una niña, una niña perteneciente a dos mundos, medio duende, medio mortal. Durante esa época hubo muchos rumores en la corte de Verano. La gente se preguntaba si la niña debía ser llevada al País de las Hadas y criada como hija de Oberón, o si debía permanecer en el mundo de los humanos, con sus padres mortales. Por desgracia, antes de que pudiera tomarse una decisión, la familia huyó llevándose a la niña donde Oberón no pudiera encontrarla. Hasta hoy nadie ha sabido cómo lo lograron, aunque corrió el rumor de que la madre de la pequeña había encontrado el modo de esconderlos a todos, de que quizá no fuera tan ciega al mundo de las hadas como parecía en un principio.
»Fue la música la que los delató, lo cual no deja de ser irónico, cuando el padre de la niña comenzó a componer de nuevo. Seis años después de que huyeran de las cortes, la reina Titania descubrió dónde se ocultaba la familia de la niña y decidió cobrarse venganza. No podía matar a la pequeña porque se arriesgaba a sufrir la ira de Oberón, ni se atrevió a atacar a la madre, la humana de la que se había prendado el Rey de Verano. Pero el padre mortal de la niña no tenía protección alguna.
—Entonces, ¿Titania se llevó a mi padre? —la interrumpí, aun sabiendo que seguramente iba a volver a enfadarse.
Me lanzó una mirada fulminante, pero estaba tan exasperada que no me importó.
—Pero ¡eso no tiene sentido! ¿Cómo acabó contigo?
Lanzó un suspiro teatral, recogió su boquilla y se la hundió entre los labios fruncidos.
—Estaba a punto de llegar al clímax, querida —suspiró, y una pantera azul salió de su boca y rebotó en mi cabeza—. Debe de ser un horror llevarte al cine, ¿verdad que sí?
—Se acabaron las historias —dije, levantándome—. Dímelo de una vez, por favor. ¿Se llevó Titania a mi padre o no?
Levantó los ojos al cielo.
—No, querida. Yo me llevé a tu padre.
La miré boquiabierta.
—¡Tú! ¿Por qué? ¿Solo para que no pudiera llevárselo Titania?
—Exactamente, paloma. No le tengo especial aprecio a la zorra de Verano, y perdona mi lenguaje, dado que fueron sus celos los responsables de mi destierro. Y deberías dar gracias de que fuera yo y no Titania quien se llevó a tu padre. No ha tenido mala vida aquí. La Reina de Verano seguramente lo habría convertido en un sapo, o en un rosal o en algo parecido.
—¿Cómo te enteraste? ¿Por qué te metiste en eso?
—Pregúntale a Puck —respondió, señalando con su boquilla hacia el extremo del sofá—. Él era el guardián que se te había designado. Fue él quien me lo contó todo.
Sentí como si alguien me diera un puñetazo en el estómago. Incrédula, me volví hacia Puck, que tenía la mirada fija en un rincón, y me quedé sin aliento.
—¿Puck? ¿Le dijiste tú lo de mi padre?
Hizo una mueca y me miró, rascándose la parte de atrás de la cabeza.
—Tú no lo entiendes, princesa. Cuando me enteré de lo que planeaba Titania, tuve que hacer algo. A Oberón le importaba un pimiento, no habría mandado ninguna ayuda. Solo pude recurrir a Lea —se encogió de hombros y me lanzó una sonrisa compungida y dócil—. No puedo enfrentarme a la Reina de la Corte Opalina, princesa. Eso sería un suicidio, hasta para mí.
Respiré hondo para aclarar mis ideas, pero me sentía al borde de la ira. Puck lo había sabido desde el principio. Sabía desde siempre dónde estaba mi padre. Durante todos esos años, mientras era mi mejor amigo (o fingía serlo), me había visto luchar con la tristeza de haber perdido a un padre, había sabido de las pesadillas que habían seguido a su desaparición, de mi confusión, mi aislamiento y mi soledad, y había estado al tanto de todo desde el principio.
La rabia me nubló la vista al tiempo que once años de dolor, de confusión y de ira me embargaban como un torrente repentino.
—¿Por qué no me lo dijiste? —estallé, y Puck dio otro respingo.
Cerré con fuerza los puños y me acerqué a donde estaba sentado. El hechizo destellaba a mi alrededor, ardiente y furioso.
—Todo ese tiempo, todos esos años, lo supiste y no me dijiste nada. ¿Cómo has podido? ¡Se suponía que eras mi amigo!
—Princesa… —comenzó a decir, pero la furia se apoderó de mí y le di una bofetada tan fuerte como pude.
Cayó del brazo del sofá y quedó tendido en el suelo, atónito. Me cerní sobre él, llorosa y temblando de odio.
—¡Tú me quitaste a mi padre! —grité mientras intentaba controlarme para no darle patadas en las costillas—. ¡Fuiste tú, desde el principio!
Ash me agarró por detrás y me apartó de él. Temblé un momento, luego me volví, escondí la cara en su pecho y traté de recobrar la respiración mientras mis lágrimas manchaban su camisa.
Así que ahora sabía la verdad, y no me reconfortaba en absoluto. ¿Qué se dice cuando tu mejor amigo ha estado mintiéndote durante once años? No sabía si podría volver a mirarlo a la cara sin que me dieran ganas de darle un puñetazo. Sabía, sin embargo, que cuanto más tiempo pasara mi padre en el Medio, menos recordaría el mundo real. No podía permitir que se quedara con Leanansidhe. Tenía que sacarlo de allí enseguida.
Cuando levanté de nuevo la vista, Puck se había ido, pero Leanansidhe seguía allí, observándome desde el sofá con los ojos entornados.
—Bueno, querida —murmuró cuando me aparté de Ash y me limpié las mejillas con la manga—. ¿Qué vas a hacer ahora?
Respiré hondo y la miré con la escasa calma que me quedaba.
—Quiero que dejes marchar a mi padre —dije, y la vi enarcar una de sus finas cejas—. Este no es sitio para él. Déjame que lo lleve de vuelta al mundo real.
Me miró inexpresivamente. Ni sus ojos ni su cara mostraron emoción alguna cuando dio otra chupada a su cigarrillo y exhaló una víbora enroscada.
—Querida, tú sabes que seguramente a tu madre le daría un ataque si llegaras una noche con su marido desaparecido. ¿Crees acaso que va a acogerlo de nuevo entre sus brazos y que todo volverá a la normalidad? Las cosas no funcionan así, paloma. Seguramente destrozarías a tu pequeña familia humana.
—Lo sé —me tragué otra oleada de lágrimas, pero se me atascaron en la garganta y me resultó difícil hablar sin echarme a llorar—. No quiero llevarlo a casa. Mi madre… mi madre ahora tiene a Luke y a Ethan. Sé que… que no puede volver a ser como antes —mis lágrimas se desbordaron en cuanto lo dije en voz alta.
Había sido una fantasía, sí, pero aun así me dolía verla aplastada, saber que no podría recuperar la familia que había perdido hacía años.
—Entonces, ¿qué quieres hacer con él, paloma?
—Quiero que sea normal, que vuelva a tener una vida normal —levanté las manos, exasperada—. ¡No quiero que esté loco! No quiero que vague eternamente por aquí sin saber quién es ni recordar su pasado. Quiero… quiero hablar con él como una persona normal y ver si me recuerda.
Ash se acercó y tocó mi espalda para que supiera que seguía allí. Lo miré y sonreí.
—Quiero que siga adelante —concluí, mirando a Leanansidhe a los ojos—. Y… aquí no podrá hacerlo, sin envejecer, sin recordar quién es. Tienes que dejarlo marchar.
—Conque sí, ¿eh? —Leanansidhe sonrió burlona y añadió con una nota amenazadora—: ¿Y cómo esperas convencerme, querida? Detesto renunciar a cualquiera de mis mascotas, por muy parientes tuyos que sean. Así que, paloma mía, ¿qué puedes ofrecerme a cambio de la libertad de tu padre?
Me armé de valor. Esa era la parte más peligrosa de todas, la negociación. Podía imaginar lo que era capaz de pedirme la Musa Oscura: mi voz, mi juventud, mi primer hijo… Pero antes de que pudiera decir nada, Ash me agarró del codo y me puso algo en la palma de la mano. Levanté la mano, llena de curiosidad. Una pequeña sortija de oro brillaba en mi palma, rodeada por un halo ondulante, azul y verde. Era idéntica a la que nos habíamos llevado de la tumba. Miré a Ash, sorprendida, y me guiñó un ojo.
—¿Recuerdas que el oráculo te preguntó si tenías la pareja del anillo? —susurró, y su aliento me hizo cosquillas en la oreja—. Por lo menos uno de nosotros pensó con anticipación.
—¿Y bien, querida? —dijo Leanansidhe antes de que me diera tiempo a responder—. ¿Qué estáis murmurando? ¿Tiene algo que ver con lo que estás dispuesta a cederme a cambio de tu padre?
Lancé a Ash una sonrisa radiante y me volví de nuevo hacia ella.
—Sí —dije en voz baja, y levanté la Prenda para que brillara bajo los focos.
Leanansidhe se irguió en su asiento.
—Puedo darte esto.
Comprendí por el fugaz destello de ansia que apareció en sus ojos que había ganado.
—¿Una Prenda, querida? —se recostó de nuevo con fingida indiferencia—. Puede que sea suficiente. Por ahora, de momento. Supongo que puedo cambiarte a tu padre por eso.
Me sentí desfallecida por el alivio, pero Ash se adelantó y cerró la mano sobre la sortija y mis dedos.
—Eso no es suficiente —afirmó, y lo miré con incredulidad—. Tú sabes que los duendes de Hierro andan buscando a Meghan. No podemos vagar por el mundo de los mortales sin un plan. Necesitamos un lugar seguro, a salvo de los esbirros del usurpador.
—Ash, ¿qué haces? —siseé en voz baja.
Me miró de reojo y dijo sin emitir sonido:
—Confía en mí.
Leanansidhe frunció los labios.
—Vosotros dos estáis poniendo a prueba mi paciencia —tamborileó con las uñas sobre el brazo del sillón y soltó un suspiro—. Muy bien, queridos. Tengo un bonito escondrijo que puedo prestaros. Está en medio de la nada y es muy seguro. Tengo a algunos trovos de por allí vigilándolo. ¿Bastará con eso, paloma?
Miré a Ash y él asintió.
—Está bien —le dije a Leanansidhe, y puse la Prenda sobre una mesita, donde brilló como una luciérnaga extraviada—. Trato hecho. Ahora, ¿dónde está mi padre?
Sonrió. Se levantó grácilmente, se acercó al piano del rincón y, sentándose en la banqueta, pasó los dedos por el teclado.
—Justo aquí, querida. Me temo que, después de que te marcharas, tu padre se volvió inconsolable. Intentaba constantemente salir de la mansión, así que tuve que poner fin a su absurda idea de escapar.