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La Reina de Hierro

Máquina me esperaba al otro lado.

—Hola, Meghan Chase —dijo suavemente, y sonrió en medio del resplandor que nos rodeaba.

No era ya el negro vacío de los sueños, ni la áspera blancura de mi mente. En realidad, no sabía dónde estaba. Estaba envuelta en espirales de bruma, y me pregunté si aquello sería una prueba más antes de que llegara a la otra vida, o a lo que hubiese más allá de la niebla.

—Máquina —dije.

Apenas se le distinguía entre la bruma, pero de vez en cuando el vapor se aclaraba y lo veía. A veces, sin embargo, aparecía como un árbol gigantesco.

—¿Qué haces tú aquí? —dije con un suspiro—. No me digas que eres el guardián del paraíso. Nunca me has parecido muy angelical.

El Rey de Hierro sacudió la cabeza. Sus cables, doblados tras él, parecían casi alas fulgurantes, pero aun así era imposible confundir a Máquina con otra cosa. Parpadeé y por un momento me pareció que estaba de nuevo bajo las ramas de un gran roble. A nuestro alrededor, sin embargo, el paisaje había cambiado: verde y plata se entrelazaban suavemente. Volví la cabeza y Máquina se alzó de nuevo ante mí, mirándome con orgullo.

—Quería felicitarte —murmuró como el susurro del viento entre las hojas—. Has llegado más lejos de lo que cualquiera podía esperar. Derrotar al falso rey sacrificando tu vida fue impresionante. Pero luego entregaste tu poder a la única cosa que podía salvaros: a la tierra misma.

Sentí movimiento a mi alrededor, ráfagas de color que mostraban un paisaje al mismo tiempo familiar y desconocido.

Las montañas de chatarra seguían dominando el paisaje, pero ahora crecían a su alrededor musgo y enredaderas cuajadas de flores. En una enorme ciudad de piedra y acero había farolas y árboles en flor bordeando las calles, y en el centro de una plaza una fuente arrojaba agua cristalina. Una vía de ferrocarril atravesaba una llanura cubierta de hierba en la que un enorme roble plateado se alzaba sobre ruinas desmoronadas, brillante, metálico y lleno de vida.

—Verano y Hierro —añadió Máquina en voz baja— se fundieron, se hicieron uno solo. Has hecho lo imposible, Meghan Chase. El veneno ha desaparecido del Nuncajamás. Los duendes de Hierro ahora tienen un lugar donde vivir sin temor a la ira de las otras cortes —suspiró y sacudió la cabeza—. Si Mab y Oberón pueden dejarnos en paz, claro.

—¿Y los duendes normales? —pregunté cuando las imágenes se disiparon y nos quedamos solos de nuevo—. ¿No pueden vivir aquí ellos también?

—No —Máquina me miró solemnemente—. Aunque has limpiado el veneno y detenido el avance del hechizo de Hierro, nuestro mundo sigue siendo igual de mortífero para los antiguos. Los duendes normales siguen temiendo a los de Hierro más que a cualquier otra cosa. No podemos sobrevivir en el mismo lugar. Lo máximo que podemos esperar es una coexistencia pacífica en territorios separados. Y puede que hasta eso sea imposible para los gobernantes de las otras cortes. Verano e Invierno están lastrados por sus tradiciones. Necesitan que alguien les muestre otro camino.

Me quedé callada, pensando en aquello. Lo que decía Máquina tenía sentido. No había dicho, en cambio, cómo era posible conseguirlo. ¿Quién se ofrecería para ser el adalid de los duendes de Hierro, el nuevo Rey?

Naturalmente. Suspiré y sacudí la cabeza.

—Lo lógico sería que después de salvar todo el País de las Hadas pudiera tomarme unas vacaciones —mascullé, abrumada por la enorme tarea que me esperaba—. ¿Por qué tengo que ser yo? ¿No puede encargarse otro?

Me miró con una leve sonrisa.

—Cuando cediste tu poder, básicamente curaste la tierra —dijo—. Y, como estáis unidas, la tierra te curó a su vez. Tú, Meghan Chase, eres el corazón vivo y palpitante del Reino de Hierro. Su hechizo te nutre, tu existencia le da vida. No podéis sobrevivir el uno sin la otra —comenzó a desvanecerse.

A nuestro alrededor, el resplandor era cada vez más débil, iba convirtiéndose en un negro abismo.

—Así que —murmuró el último Rey de Hierro, y su voz sonó apenas como un susurro en la oscuridad—, la cuestión es ¿qué vas a hacer ahora?

Algo rozó mi cara y abrí los ojos.

Una cara pequeña y ansiosa miraba fijamente la mía. Sus ojos verdes brillaban y sus enormes orejas se agitaban por detrás de su cabeza. Cuchilla soltó un chillido cuando parpadeé. Luego sonrió alborozado.

—¡Ama!

Gruñí y le hice señas de que se apartara. Me sentía débil, molida y vapuleada, pero por suerte el dolor había desaparecido por completo. Encima de mí, las ramas metálicas del gran roble se mecían al viento suavemente y la luz del sol se colaba de soslayo entre sus hojas, moteando el suelo. Rocé con los dedos una hierba fresca al incorporarme cuidadosamente y miré perpleja a mi alrededor.

Estaba rodeada de duendes de Hierro. Gremlins y caballeros de Hierro, elfos hackers y perros mecánicos, hombres de alambre, enanos, brujarañas y otros muchos. Fallo del Sistema se erguía en silencio, con el brazo en cabestrillo, junto a Bielarriel y dos de sus caballos de hierro, observándome con expresión solemne.

Podía sentirlos a todos ellos. Sentía cada latido de sus corazones, notaba el hechizo de Hierro que corría por sus cuerpos, que palpitaba al unísono con la tierra y fluía a través de mí. Sentí los límites de mi reino, pegados al Nuncajamás sin invadirlo ni corromperlo, en paz dentro de sus nuevas fronteras. Sentí cada árbol, cada matorral y cada brizna de hierba desplegándose ante mí como una infinita colcha de retazos multicolores. Y si cerraba los ojos y me concentraba de verdad, podía oír el latido de mi propio corazón y el pulso de la tierra, como un eco del mío.

«¿Qué vas a hacer ahora, Meghan Chase?».

Entendí que aquella era mi suerte, mi destino. Sabía lo que había que hacer. Me puse de pie y di un paso adelante para alejarme del tronco y sostenerme sola. Fila tras fila, los duendes de Hierro inclinaron la cabeza y se hincaron de rodillas. Incluso Fallo del Sistema se inclinó torpemente, agarrándose a Bielarriel para no perder el equilibrio. Cuchilla y los demás gremlins pegaron la cara a la hierba y los caballeros de Hierro sacaron sus espadas con estrépito y se arrodillaron clavándolas en la tierra.

En medio del silencio, contemplé la muchedumbre de duendes arrodillados y alcé mi voz. No sé por qué lo dije, pero en el fondo sabía que tenía razón. Mis palabras resonaron sobre el gentío, sellando mi destino. El camino sería arduo y había mucho trabajo por delante, pero a fin de cuentas era la única solución posible.

—Mi nombre es Meghan Chase y soy la Reina de Hierro.