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El Falso Rey

Miré a nuestro alrededor, jadeando, y me agarré a una tubería para no caerme mientras la fortaleza temblaba y se removía, intentando sacudirse de encima a los intrusos. Por dentro era casi igual que por fuera: un batiburrillo de cosas unidas sin sentido de la armonía arquitectónica, ni de la lógica. Paredes que llevaban a muros ciegos, puertas colgadas del techo y retorcidos pasillos que no llevaban a ningún sitio o que se curvaban sobre sí mismos. Había habitaciones y pisos colocados en ángulos inverosímiles, en los que era difícil guardar el equilibrio, y llenos de extraños cachivaches. Un triciclo pasó rodando y se estrelló contra una escalera, y una lámpara que colgaba del revés parpadeaba erráticamente.

—Genial. La fortaleza del falso rey es una conejera gigantesca —Puck agachó la cabeza cuando un avión de juguete pasó por su lado colgado de una cuerda y estuvo a punto de darle—. ¿Cómo vamos a encontrar algo en esta leonera?

Cerré los ojos y sentí el oscuro hechizo de Hierro latiendo a mi alrededor, en todas partes. En la torre de Máquina había sabido que encontraría al Rey de Hierro en su cúspide, cerca del cielo y el viento, esperándome. Allí, en aquella madriguera laberíntica y atestada de cosas, también lo sentí. El falso rey sabía que estaba allí, que un intruso se había colado en su guarida. Sentí su alborozo, su expectación, como si la fortaleza misma volviera de pronto su mirada hacia dentro para buscarnos. Para buscarme.

Me estremecí y abrí los ojos.

—Está en el centro —murmuré, y volví a colgarme del cuello la cadena con el reloj y la llave—. En el corazón de la fortaleza. Y nos espera.

—Pues no le hagamos esperar —masculló Ash, y sacó su espada, que brilló como un faro en la oscuridad.

Avanzamos apiñados por el oscuro laberinto de la fortaleza. Pasamos entre montañas de chatarra y atravesamos absurdas habitaciones esquivando basuras y cables colgantes. En cierto momento seguimos un pasillo que, haciendo una espiral, nos condujo al punto de partida. Otra vez, avanzamos por un laberinto de enormes cañerías que despedían vapor.

Y mientras tanto el hechizo siniestro que sentía fue haciéndose cada vez más fuerte, más ávido, a medida que nos acercábamos al centro.

Luego, de pronto, las paredes abigarradas se abrieron y salimos a una estancia circular, amplia y diáfana. Gruesas tuberías negras sostenían el techo, atravesado por postes de metal que despedían arcos eléctricos. Toda la sala parpadeaba como la luz de una sirena.

En el centro de la cámara, un trono de hierro salía del suelo, pulido y reluciente. Sentada en él, inmóvil, una figura nos observaba, pero con el parpadeo de las luces era difícil verla con claridad. Luego, un relámpago cayó del techo y corrió velozmente por el trono, iluminándolo como un árbol de Navidad. Entonces vi por fin la cara del falso rey.

—¡Tú! —gemí. Se me encogió el corazón y el estómago se me cayó a los pies. Naturalmente, era él. ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta antes?

—Hola, Meghan Chase —ronroneó Ferrum, sonriéndome—. Estaba esperándote.

—Ferrum —susurré mientras intentaba reconocer en aquella figura al viejo triste y colérico al que había conocido en los túneles de los urracas.

Era el mismo, encorvado y arrugado, con las piernas y los brazos como ramitas quebradizas y el pelo blanco cayéndole casi hasta los pies. El voluminoso manto negro que llevaba se tragaba casi por entero su frágil figura, y la retorcida corona de hierro que descansaba sobre su frente parecía aplastarlo bajo su peso. Su piel tenía el mismo tono metálico, como si se hubiera sumergido en mercurio líquido, y el relámpago que recorrió su cuerpo no pareció turbarlo lo más mínimo.

Ahora, sin embargo, resplandecía lleno de poder, rodeado por un aura púrpura y oscura que parecía tragarse toda la luz. Sentí que tiraba de mí, que intentaba absorber mi vida y mi magia y dejarme seca hasta que no fuera más que un cascarón vacío. Me estremecí y, al ver que daba un paso atrás, Ferrum esbozó una sonrisa de loco.

—Sí, lo sientes, ¿verdad, pequeña? —levantó una zarpa y sin dejar de sonreír me hizo señas de que me acercara—. Sientes el vacío, la nada, donde antes residía mi poder. El poder del Rey de Hierro. El poder que tú me robaste cuando mataste a Máquina —golpeó el trono con el puño y di un brinco al oír un estruendo.

No recordaba que fuera tan fuerte.

—Pero ahora estás aquí —concluyó sin dejar de mirarme con aquellos ojos inhumanos y enloquecidos—. Y voy a recuperar lo que me pertenece. Llevo siglos esperando este día, el día en que por fin podría recuperar mi trono y mis derechos como rey.

Se inclinó hacia delante y siguió hablando con vehemencia, como si intentara convencernos:

—Esta vez será distinto. Máquina tenía razón al temer a los duendes antiguos. Nos destruirán si no los eliminamos primero. Cuando te mate y recupere mi poder, tomaré este país y volveré a crearlo a mi imagen y semejanza. Mis súbditos y esclavos podrán vivir en paz y yo gobernaré como antes, sin oposición, sin nadie que cuestione mi reinado.

—Te equivocas —dije con calma y sus ojos se agrandaron, febriles—. El poder del Rey de Hierro nunca fue tuyo. Lo perdiste, pasó a Máquina hace muchos años. Se puede ganar y se puede perder, pero no se puede conquistar por la fuerza. Máquina me lo dio a mí. Aunque me mates, no recuperarás tu poder. No puedes recuperar el pasado, Ferrum. Olvídalo. Nunca volverás a ser el Rey de Hierro.

—¡Silencio! —chilló, golpeando de nuevo el trono—. ¡Eso es mentira! ¡Llevo demasiado tiempo esperando este día para escuchar tus sucios embustes! ¡Guardias! ¡Guardias!

Se oyó un estrépito de pasos a nuestro alrededor y un pelotón de caballeros de Hierro rodeó la sala. Ash y Puck se arrimaron a mí y quedamos espalda contra espalda, con las armas en alto, mientras los caballeros nos envolvían en su cerco de acero.

Ferrum se levantó de su trono y quedó suspendido a medio metro del suelo, como un espectro famélico, con el largo cabello blanco flotando a su alrededor.

—¡No vas a negarme lo que es mío por derecho! —gritó mientras me señalaba con uno de sus largos dedos metálicos—. Y tus pequeños guardaespaldas tampoco me impedirán arrebatártelo. Conozco a unos amigos suyos que se mueren por verlos.

No me sorprendí cuando los caballeros se apartaron y Rowan apareció a un lado y Tertius al otro. El caballero de Hierro parecía aburrido, pero Rowan esbozó una sonrisa ávida e inhumana cuando sacó su espada y la blandió tranquilamente, acercándose a Ash.

—Vamos, hermanito —dijo, burlón.

La luz parpadeante bañó su cara quemada y cadavérica.

—Llevo mucho tiempo esperando esto.

—Meghan —Ash dio un paso atrás, dividido entre su impulso de enfrentarse a Rowan y su deseo de protegerme.

Toqué su brazo suavemente.

—No pasa nada.

Me lanzó una mirada desesperada y sonreí.

—Yo estoy bien. Para esto hemos venido aquí. Tú mantén alejado a Rowan, que yo me encargo de Ferrum —«espero»—. Puck, ¿estás bien?

—Por mí no hay problema, princesa —volteó sus dagas y se volvió hacia el doble de Ash. Me asusté un poco cuando le vi enseñar los dientes con una sonrisa feroz—. Creo que voy a disfrutarlo.

Ash me sostuvo la mirada.

—Esta vez no puedo protegerte —susurró—. Sé que estás preparada, pero Meghan… ten cuidado —concluyó, y yo asentí con un gesto.

—Tú también —retrocedí, pero tiró de mí y me dio un beso rápido y desesperado antes de volverse hacia Rowan.

—Adelante, pues —dijo suavemente, con voz un poco trémula—. Ve a salvarnos a todos.

Con la cabeza alta, me volví y avancé resueltamente hacia el centro del salón. Había llegado el momento. Ash y Puck no podían ayudarme. Aquello tenía que hacerlo sola.

Ferrum me esperó frente a su trono, una criatura esquelética y fantasmal, con el cabello y el manto ondulando tras él.

El chirrido de las armas resonó a mi espalda cuando las dos personas a las que más quería en el mundo comenzaron a luchar por sus vidas, pero no me volví para mirar. Tenía la vista fija en el falso rey cuando me detuve a unos metros del trono, sujetando flojamente la espada a mi lado.

Ferrum me observó un momento, suspendido en el aire como un buitre. Después, lentamente, esbozó una sonrisa avariciosa.

—Esto puede ser sencillo e indoloro, ¿sabes? —susurró—. Arrodíllate ante mí y no sufrirás. Tu fin será tan apacible como una canción de cuna. Te arrullará hasta que te quedes dormida.

Agarré con fuerza la espada y la blandí, poniéndome en guardia como me había enseñado Ash.

—Los dos sabemos que eso no va a pasar.

Ferrum sonrió.

—Muy bien —dijo, y apartó los brazos de los costados.

Sentí que invocaba el poder de la fortaleza, que lo extraía de la tierra envenenada y hasta de sus súbditos, absorbiéndolo dentro de sí. Sus dedos se flexionaron, se hicieron largos y puntiagudos hasta convertirse en relucientes espadas.

—Yo también lo prefiero así.

Entonces se lanzó hacia mí vertiginosamente. Apenas tuve tiempo de ver lo que ocurría. Un destello plateado cruzó el suelo y de pronto Ferrum se alzó delante de mí y me lanzó un zarpazo a la cara. Rechacé el golpe y le lancé una estocada, pero ya se había movido, deslizándose a un lado, veloz como un rayo. Sentí que sus garras chocaban con mi armadura y un dolor cegador recorrió mi cuerpo cuando rasgaron las escamas como papel, hiriendo mi brazo. Me giré bruscamente y lancé otra estocada, pero mi espada atravesó el aire vacío. Ferrum cruzó la sala en un abrir y cerrar de ojos.

Sentí que me ardía el brazo. Las escamas plateadas de dragón estaban salpicadas de sangre allí donde me había herido. Se acercó más despacio, la boca torcida en una sonrisa ansiosa. Sabía que era más rápido que yo. Bloqueé el dolor y levanté de nuevo la espada. El falso rey soltó una carcajada triunfante.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer, Meghan Chase? Todo el poder del Rey de Hierro en la punta de tus dedos, y no puedes hacer nada. Qué decepción —de pronto lo vi de nuevo frente a mí, sonriendo.

Me eché hacia atrás, pero no aprovechó su ventaja. Sacudió la cabeza como un abuelo decepcionado.

—No tienes ni idea de cómo servirte de ese poder, ¿no es cierto, pequeña? Arde sin llama dentro de ti, es como un torrente sin cauce. ¿O acaso lo estás reservando para luego? —se estaba burlando de mí, seguro de su victoria, y eso me sacó de quicio.

Me abalancé hacia él con un gruñido, ansiosa por borrar aquella horrible mueca de su boca. Pero esquivó el golpe, estiró un brazo y un rayo de puro hechizo de Hierro me golpeó de lleno. Sentí que arrancaba la espada de mis manos. Caí hacia atrás y resbalé hasta el límite de la sala, donde quedé jadeando, exhausta, a los pies de los caballeros. A pesar de que me pitaban los oídos, oí el alarido de furia de Ash y la carcajada burlona de Ferrum.

—¡Levántate! —me gritó cuando me puse de rodillas, tambaleándome.

Lo intenté, pero todo me daba vueltas y tenía la sensación de que mi estómago se había vuelto del revés. El falso rey soltó otra carcajada.

—¡Es patético! —exclamó—. ¡Eres débil! Débil para portar el poder del Rey de Hierro. No sé en qué estaba pensando Máquina para derrocharlo contigo. Pero no importa. Lo arrancaré de tu débil cuerpo de humana y lo usaré como es debido, para gloria mía y de mi reino.

Levantó las manos, con las garras manchadas de sangre, y se deslizó hacia mí. Un hechizo oscuro y venenoso latía a nuestro alrededor, emanaba de las paredes y de cada sombra de la fortaleza, alimentando a Ferrum y dándole poder. No podía derrotarlo así. Iba a tener que luchar con sus mismas armas y confiar en no desmayarme por el esfuerzo.

Miré mi espada al otro lado de la sala circular. Reposaba en medio del suelo, destellando bajo las luces. Me acordé de que en otra ocasión había retorcido un anillo de hierro, de que había hecho cambiar de dirección flechas en pleno vuelo. Me acordé de cómo había transformado Ferrum sus dedos y me concentré en mi espada, visualizando el hechizo de Hierro. La espada refulgió, incandescente, se estiró y se alargó hasta convertirse en una lanza. Sentí una náusea cuando la magia de Verano reaccionó violentamente al hechizo de Hierro, un calambre encogió mi estomago y la cabeza empezó a darme vueltas, pero me mordí el labio y di un último y desesperado tirón a la magia.

Ferrum se cernía sobre mí y tenía las zarpas preparadas para poner fin a mi vida cuando la lanza voló por la habitación y lo golpeó por detrás. La vi salir por su pecho y golpear la armadura de uno de los caballeros, y me aparté cuando Ferrum se arqueó con un chillido y agarró la lanza que atravesaba su tronco.

Avancé tambaleándome hasta el centro de la sala y me desplomé cuando las náuseas se apoderaron de mí. Jadeando, intenté no vomitar. Todo había acabado. Habíamos vencido de algún modo. Ahora lo único que teníamos que hacer era librarnos de Rowan y Tertius y regresar con los nuestros. Con un poco de suerte, los caballeros de Hierro nos dejarían marchar ahora que Ferrum había muerto…

Una risa aguda, frenética, me hizo pararme en seco.

Cuando levanté la cabeza, se me heló la sangre. Ferrum seguía en pie, con la lanza clavada en el pecho, pero el hechizo restallaba y relampagueaba a su alrededor como una tormenta eléctrica.

—¿Crees que puedes derrotarme con hierro, Meghan Chase? —aulló—. ¡El hierro soy yo! Fui el primer duende de Hierro que nació en este mundo. Llevo el hierro en las venas, en la sangre, es mi esencia. ¡Tu patética magia solo me hace más fuerte!

Se sacó la lanza del pecho con ademán desdeñoso. Luché por incorporarme mientras Ferrum se elevaba en el aire, envuelto en un vendaval.

—Ahora —dijo levantando la lanza sobre su cabeza—, es hora de poner fin a esto.

Un rayo restalló entre el techo y la punta de la lanza, chisporroteando a su alrededor. Sentí que se me ponía el pelo de punta cuando levantó la otra mano y me señaló.

Un fogonazo me cegó. Algo chocó contra mi pecho y de pronto todo quedó en silencio, como si alguien hubiera apagado el televisor.

Todo se volvió blanco.

—No puedes derrotarlo.

Parpadeando, escudriñé el resplandor. Luego miré en torno, protegiéndome los ojos con la mano. A mi alrededor todo era blanco. No había suelo, ni sombras, ni nada, salvo un blanco vacío, tan desierto como el espacio sideral.

Supe, sin embargo, que él estaba allí, conmigo.

—¿Dónde estás, Máquina? —pregunté, y mi voz resonó en el vacío.

—Siempre he estado aquí, Meghan Chase —contestó. Su voz parecía llegar de todas partes y de ninguna—. Me entregué a ti libremente y sin límites. Eres tú quien me ha rechazado cada vez.

Aquello era absurdo y sacudí la cabeza intentando despejarme, tratando de recordar dónde estaba.

—¿Dónde están todos? ¿Dónde está…? ¡Ferrum! Estaba luchando con Ferrum. Tengo que volver. ¿Dónde está?

—No puedes derrotarlo —repitió Máquina—. No, si luchas así. Ferrum es la esencia de la corrosión del Hierro, se alimenta de la tierra como una garrapata repleta de sangre. Su poder es demasiado grande. Solo con hechizo de Hierro no puedes vencerlo.

—Voy a tener que intentarlo —dije, enfadada—. No tengo una flecha de madera mágica para matarlo como te maté a ti. Solo me tengo a mí misma.

—La flecha de madera de maga solo fue un conducto para tu magia de Verano. Era poderosa, sí, pero solo funcionó porque eres la hija de Oberón, y su sangre vivificadora y curativa corre por tus venas. En resumidas cuentas, inyectaste tu magia de Verano al Rey de Hierro, y mi cuerpo no pudo soportarlo. Con Ferrum es lo mismo.

—Pues ya no puedo hacer eso. Cada vez que uso la magia de Verano, la de Hierro se mete en medio. No puedo usar una sin alterar la otra. Así no puedo ganar. No puedo… —caí de rodillas, al borde de la desesperación, y me tapé la cara con una mano—. Tengo que ganar —musité—. Tengo que hacerlo. Todo el mundo depende de mí. Tiene que haber un modo de usar mi magia de Verano. Maldita sea, mi padre es el rey, ha de haber un modo de separar…

Entonces lo entendí.

Me acordé de mi padre. No del Rey Opalino, sino de mi padre humano, Paul. Nos vi sentados delante del viejo piano mientras él intentaba explicarme cómo funcionaba la música. Vi el hechizo de Hierro en las notas, en las líneas rectas y las rígidas normas que componían la partitura, pero la música en sí misma era un torbellino de sonido y de emoción pura y turbulenta. La magia vivificadora y el hechizo de Hierro no eran entidades separadas. Eran una sola: fría lógica y emoción desatada, mezcladas para crear algo verdaderamente bello.

—Claro —musité, aturdida por mi descubrimiento—. Estaba usándolas por separado, ¿cómo no iban a repelerse? Eso es lo que intentas decirme, ¿verdad? Este poder, yo, tú, el hechizo de Verano y el de Hierro… No puedo usar uno u otro. Por separado son inútiles. Tengo que… que convertirlos en uno solo.

Era tan sencillo ahora que lo pensaba… Paul me había enseñado que podían combinarse. No era nada nuevo. Por eso me había dado su poder Máquina: era el único modo de fundirlos, una mestiza que podía servirse de Hierro y de Verano.

Sentí una presencia detrás de mí, pero no me volví. Si me volvía, no vería nada.

—¿Estás lista? —susurró Máquina.

No, Máquina no, la manifestación del hechizo de Hierro, de mi hechizo de Hierro. La magia que había estado rechazando, de la que había huido todo ese tiempo. Usándola sin llegar a aceptarla nunca. Pero eso iba a acabarse. Había llegado la hora.

—Estoy lista —murmuré, y sentí sobre mis hombros sus manos de dedos largos y fuertes.

Los cables de acero comenzaron a enroscarse a mi alrededor, a nuestro alrededor, y se tensaron al deslizarse sobre mi piel. Cuando se clavaron en mí y comenzaron a introducirse bajo mi piel y a avanzar hacia mi corazón, cerré los ojos. La presencia de Máquina empezaba a difuminarse, era cada vez más débil, pero justo antes de desvanecerse por completo se inclinó hacia mí y me susurró al oído:

—Siempre has tenido el poder de vencer al falso rey. Es un corruptor, un asesino que emponzoña todo lo que toca. Intentará arrancarte tu magia por la fuerza. Puedes derrotarlo, pero has de ser valiente. Juntos podemos devolver la vida a estas tierras.

Los cables alcanzaron por fin mi corazón y una sacudida semejante a una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo mientras el Rey de Hierro se disipaba por completo y desaparecía.

Gemí y abrí los ojos.

Estaba en el salón del trono de Ferrum, tendida de espaldas, mirando los relámpagos que danzaban en el techo. Solo debían de haber pasado unos segundos desde que Ferrum me había golpeado, pues el falso rey estaba todavía en pie en medio de la estancia, con el brazo extendido. Más allá de él distinguí a Ash y a Puck, luchando todavía con sus oponentes. Ash estaba gritando algo, pero su voz sonó distorsionada en mis oídos, como si viniera de muy lejos. Me sentí aturdida, abotargada, y un hormigueo recorría mi piel, como si se me hubieran dormido todos los miembros. Pero estaba viva.

Algo se deslizó por mi cuello, haciéndome cosquillas. Levanté la mano y sentí el frío del metal. Era el reloj de bolsillo que me había dado el Relojero hacía no mucho tiempo. Al levantarlo vi enseguida que no tenía salvación: la electricidad había roto el cristal y fundido los bordes de la carcasa de oro. Las delicadas manecillas se habían parado. Por su estado, daba la impresión de que había recibido de lleno el impacto del rayo, ciento sesenta y una horas después del momento en que me lo había dado el Relojero.

«Gracias», pensé. Me quité la cadena del cuello y dejé que el reloj cayera al suelo. Ferrum me miró con sorpresa cuando luché por ponerme de rodillas y luego de pie, esforzándome por mantenerme erguida mientras todo giraba a mi alrededor.

—¿Todavía estás viva? —siseó cuando logré sacudirme el mareo y mirarlo de frente, con los puños apretados.

Ahora lo veía todo más claro. Sentí el hechizo de Hierro de la fortaleza latiendo a mi alrededor, y el agujero negro que era el falso rey, tragándoselo todo. Me esforcé un poco más y sentí el hechizo del Nuncajamás intentando hacer frente al Reino de Hierro y haciéndose cada vez más débil a medida que avanzaba el Hierro. Sentí el latido de ambas tierras, y a las criaturas que morían en ambos bandos.

«El poder del Rey de Hierro puede darse o puede perderse, pero no puede conquistarse».

De pronto comprendí lo que tenía que hacer.

Temblando, deseé haber tenido más tiempo. Que Ash y yo hubiéramos tenido más tiempo. De haberlo sabido, habría hecho las cosas de otra manera. Pero aparte de ese instante de arrepentimiento, me sentí tranquila, segura de mí misma, llena de una resolución que disipó todos mis miedos y mis dudas. Estaba lista. No había otro camino.

Miré a Ferrum y sonreí.

El falso rey siseó y me arrojó otro relámpago. Levanté la mano, el hechizo de Verano y el de Hierro giraron a mi alrededor y rechazaron el rayo, lanzándolo contra la pared. Su energía estalló en una lluvia de chispas y Ferrum chilló de rabia. Contuve la respiración un momento y esperé a que llegaran el dolor y la náuseas. Pero no llegaron. No sentí dolor, ni mareo. La magia de Verano y la de Hierro se habían fundido a la perfección, ya no se entorpecían entre sí. Alargué el brazo y llamé a mi lanza, arrancándola de la garra de Ferrum. La así cuando cayó en mi palma. Ferrum me miró con pasmo y el hechizo llameó a su alrededor como un oscuro incendio. Blandí la lanza y luego la apoyé en el suelo, poniéndome en guardia.

—Ven aquí, viejo —dije, haciendo caso omiso del martilleo de mi corazón y el temblor de mis manos—. Peleas como una niña. ¿Quieres mi poder? ¡Pues ven a buscarlo!

Se elevó como un fénix vengativo, haciendo restallar su ropa y su pelo.

—¡Muchacha insolente! —gritó—. ¡No voy a jugar contigo ni un segundo más! ¡Voy a recuperar mi poder ahora mismo!

Se lanzó hacia mí, cruzando la sala en un abrir y cerrar de ojos. Esta vez, sin embargo, lo vi todo con claridad. Vi a Ferrum acercarse a mí con la cara crispada en una máscara de rabia. Lo vi abalanzarse, vi sus mortíferas garras dirigidas hacia mi pecho. Supe que podía detenerlas, que podía apartarme…

«Lo siento, Ash».

Cerré los ojos. Ferrum me golpeó con toda la fuerza de su odio, hundiéndome las garras en el pecho. Me quedé sin respiración y un instante después sentí fuego en el estómago. Un dolor insoportable. Habría gemido, pero no me quedaba aire. A lo lejos, oí gritar a Ash de furia y rabia, oí el gemido de Puck, pero luego Ferrum se acercó, hundió más aún sus garras y todo se convirtió en una roja neblina de dolor.

Inclinada sobre el brazo del falso rey, mi cuerpo se convulsionó, y me concentré en no desmayarme, en no ceder a la negrura que empezaba a inundar mi visión. Era tentador entregarse a ella, desprenderse del dolor y sumirse en el olvido. Mi sangre caía al suelo, entre los dos, formaba un charco cada vez más grande. Sentí que mi vida también se escapaba.

—Sí —me susurró Ferrum al oído, y sentí el olor a óxido y podredumbre de su aliento—. Sufre. Sufre por robarme mi poder. Por pensar que eras digna de portarlo. Vas a morir, y yo volveré a ser el Rey de Hierro. ¡El poder del Rey de Hierro es mío otra vez!

Levanté una mano temblorosa y empapada de sangre, agarré el cuello de su túnica y levanté la cabeza para sostener su mirada triunfante. Mi vida se agotaba rápidamente. Tenía que darme prisa.

—¿Lo quieres? —susurré, obligándome a pronunciar las palabras cuando lo único que quería era gritar o llorar—. Tómalo. Es tuyo —y le envié mi poder, la mezcla del hechizo de Verano y de Hierro.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, hechizo de poder. Su voz resonó en la cámara. El hechizo refulgió a su alrededor como una llamarada, y pareció hincharse y crecer cuando el enorme poder del Rey de Hierro inundó su cuerpo.

De pronto chisporroteó, la negra y fría corrupción arrojó al aire lenguas de verde y oro, de llama y calor. Ferrum se convulsionó, sus ojos se dilataron, llenos de miedo y perplejidad, y me miró con espanto.

—¿Qué… qué me estás haciendo? ¿Qué has hecho? —intentó retirarse, pero agarré con fuerza sus muñecas para que siguiéramos unidos.

—Querías el poder del Rey de Hierro —dije.

Sus ojos enloquecidos parecían a punto de salirse de sus órbitas, y el hechizo giraba a su alrededor como un tornado de colores.

—Puedes quedártelo. Los dos, Verano y Hierro. Me temo que ya no puedes separarlos.

El hechizo siguió fluyendo hacia él mientras me aferraba a su cuerpo con las pocas fuerzas que me quedaban.

—Puede que me hayas matado, pero te juro que no permitiré que toques el Nuncajamás. Ni a mi familia. Ni a mis amigos. El reinado del Rey de Hierro acaba ahora.

De pronto brotaron ramas de su pecho y se alzaron hacia el techo, retorciéndose. Ferrum chilló y, sacando las garras de mi vientre, se tambaleó hacia atrás e intentó desesperadamente arrancarse las ramas. Caí de rodillas, me mantuve erguida una fracción de segundo y luego me derrumbé. Mi cabeza golpeó el suelo con un ruido sordo.

Todo se volvió borroso y el tiempo pareció ralentizarse. Ferrum se retorcía y forcejeaba, sus gritos llenaron la estancia, pero sus brazos se partieron y se convirtieron en ramas, y sus dedos se transformaron en palitos retorcidos. Vi que Ash, con el rostro desencajado, desarmaba a su hermano de un mandoble y dando un paso adelante atravesaba su armadura con la espada a la altura del pecho. Un intenso fogonazo azul y Rowan se arqueó hacia atrás y se puso rígido, como si se helara por dentro. Ash sacó su espada y Rowan se hizo añicos, cayó al suelo convertido en un millón de fragmentos relucientes.

Oí un aullido al otro lado de la sala y vi que dos Pucks sujetaban a Tertius mientras un tercero levantaba su daga y la hundía en el pecho del caballero.

—Maldita seas —la voz de Ferrum sonó ronca y chirriante.

Miré al falso rey. Casi había desaparecido, convertido en un arbolillo viejo y nudoso, inclinado y marchito. Solo su cara se veía a través del tronco, los ojos llenos de odio clavados en mí.

—Creía haber visto el mal en Máquina —dijo con voz sibilante—, pero tú eres mucho peor. Mi poder, todo mi poder, perdido para siempre. Desperdiciado —se le quebró la voz y dejó escapar una especie de sollozo antes de dedicarme una última sonrisa cargada de desprecio—. Al menos es un consuelo saber que ninguno de los dos lo tendrá al final. Pronto morirás. Ni siquiera el poder del Rey de Hierro puede salvarte… —se calló de repente, o puede que yo perdiera el sentido un momento, porque cuando volví a abrir los ojos Ferrum había desaparecido. Un árbol feo y esquelético era lo único que quedaba del falso rey.

El dolor seguía allí, pero ahora era una cosa lejana e insignificante. En algún lugar, muy lejos, alguien gritó mi nombre. Al menos me pareció que era mi nombre. Parpadeé intentando concentrarme, pero mis pensamientos se difuminaban y se escapaban como humo, y estaba demasiado cansada para pedirles que volvieran.

Cerré los ojos, me dejé ir. Solo quería descansar. A fin de cuentas, me lo había ganado. Derrotar a un falso rey y salvar el País de las Hadas. Indudablemente, había peores formas de morir.

Pero mientras me tambaleaba al borde del abismo, seguí sintiendo el latido laborioso de la tierra, el camino envenenado que Ferrum había abierto con su viaje, y la corrupción que iba invadiendo el Nuncajamás. La muerte de Ferrum no significaba que el Reino de Hierro fuera a desaparecer. Los últimos vestigios del poder del Rey de Hierro brillaban aún débilmente dentro de mí, como la llama de una vela al viento. Aquel poder seguía siendo responsabilidad mía. ¿Qué sería de él cuando yo muriera? ¿A quién iba a dárselo? ¿A quién podía darle aquel nuevo hechizo hecho de Hierro y de Verano, sin matar a esa persona?

—¡Meghan! —aquella voz me llamó de nuevo, y ahora la reconocí.

Era su voz, la voz de mi caballero, frenética y atormentada, sacándome del vacío.

—¡No, Meghan! —me suplicó, y resonó como un eco en la oscuridad—. No lo hagas. Vamos, despierta. Por favor —susurró con un sollozo desesperado.

Abrí los ojos.

Ash estaba mirándome. Sus ojos plateados brillaban extrañamente, y su cara estaba pálida y macilenta. Parpadeé, recostada en sus brazos, mientras los ruidos del mundo volvían a hacerse oír: el chisporroteo de la energía sobre nosotros, el arrastrar de las botas metálicas de los caballeros de Hierro que seguían rodeándonos. Miré un momento hacia un lado y vi que los caballeros habían depuesto sus armas y nos observaban con gravedad, esperando.

Volví a mirar a Ash y vi a Puck de pie por encima de su hombro, muy pálido.

—Ash —musité, y mi voz sonó débil y jadeante—, lo siento mucho. No pensaba… Ahora te desvanecerás por mi culpa, porque te pedí que hicieras esa promesa.

Acercó la cara a mi pelo y cerró los ojos.

—Si tú no estás —susurró con voz trémula—, me alegraré de dejar de existir. No me quedará nada por lo que vivir —se retiró y sus ojos plateados se clavaron en mí—. Todavía hay tiempo —murmuró, levantándose conmigo en brazos—. Tenemos que llevarte a un sanador.

Puck apareció de pronto a mi lado, vehemente y furioso. Su cabello contrastaba vivamente con la palidez de su cara.

—Maldita sea, Meghan —dijo con aspereza—, ¿en qué demonios estabas pensando? ¡Tenemos que sacarte de aquí enseguida! —miró el círculo de caballeros y entornó los ojos—. ¿Crees que la brigada de chapa nos dejará marchar o tengo que abrirme camino a espadazos?

—No —susurré aferrándome a la camisa de Ash.

Me miraron los dos con sorpresa.

—No puedo ir a un sanador. Llevadme… —hice una mueca y sofoqué un gemido al sentir que un rayo de dolor atravesaba mi estómago.

Ash me apretó con más fuerza.

—Llevadme al árbol —dije con esfuerzo—. A las ruinas. Tengo que volver… donde empezó todo.

Se quedó mirándome inexpresivamente, pero un temblor recorrió su cuerpo.

—No —susurró, pero su voz sonó como un ruego.

—¡No hay tiempo, princesa! —Puck se acercó, desesperado—. ¡No seas idiota! ¡Si no te llevamos ahora mismo a un sanador, morirás!

No le hice caso y seguí mirando a Ash a los ojos mientras me armaba de valor para lo que tenía que hacer.

—Ash —susurré, y mis ojos se inundaron de lágrimas—. Por favor. No me queda… mucho tiempo. Es lo último que te pido. Tengo… tengo que llegar a ese árbol. Por favor.

Cerró los ojos y una sola lágrima corrió por su mejilla. Yo sabía que le estaba pidiendo lo imposible, y me desgarraba el alma que estuviera sufriendo. Pero al menos corregiría mi error al final. Eso podía prometérselo.

—No le hagas caso, príncipe —Puck agarró a Ash del hombro. Parecía casi enloquecido—. Está delirando. Llévala al sanador, maldita sea. No me digas que vas a hacer esa locura.

—Puck —susurré, pero de pronto me fijé en la cadena de plata que colgaba, vacía, del pecho de Ash.

El amuleto había desaparecido. Donde antes había estado el cristal, solo quedaba un fragmento ennegrecido. Finalmente debía de haberse roto durante su duelo con Rowan. Se me retorció el estómago.

—Dios mío, Ash —jadeé—. El amuleto. Ya no tienes nada que te proteja en el Reino de Hierro. Pide a alguien que me lleve al árbol.

Levantó la cabeza. Sus ojos tenían una expresión lúgubre, pero decidida. Yo había visto antes aquella mirada, cuando no había tenido nada que perder.

—Yo te llevaré.

—¡No, nada de eso! —Puck se puso delante de nosotros y de pronto apoyó su daga contra la garganta de Ash.

Ash no se movió, y Puck se inclinó hacia él con expresión salvaje.

—Vas a llevarla a un sanador, príncipe, o te juro que te arranco ese trozo de hielo que tienes por corazón y la llevo yo mismo.

—Puck —susurré de nuevo—, por favor.

No me miró, pero sus ojos se llenaron de lágrimas y la mano que sostenía la daga tembló.

—Ten-tengo que hacerlo —añadí mientras seguían mirándose fijamente, sin ceder ni un ápice—. Es… es el único modo de salvarlo todo. Por favor.

Puck respiró hondo, tembloroso.

—¿Cómo puedes pedirme que te deje morir? —preguntó con voz ahogada, sin apartar la daga del cuello del príncipe. Un hilillo de sangre se formó bajo el cuchillo y corrió hasta el cuello de la camisa de Ash—. Haría cualquier cosa por ti, Meghan. Pero… eso no. Eso no.

Levanté la mano débilmente, cerré los dedos alrededor de la empuñadura de la daga y le hice bajarla. Se resistió un momento, pero luego retrocedió con un sollozo. La daga cayó al suelo con estrépito.

—¿Estás segura de que esto es lo que quieres, princesa? —su voz sonó estrangulada, y sus ojos me suplicaron que cambiara de idea.

—No —musité. Mis lágrimas se desbordaron y Ash me apretó con más fuerza.

Claro que no era lo que quería. Quería vivir. Quería ver a mi familia y acabar el instituto y viajar a lugares lejanos sobre los que solo había leído. Quería reírme con Puck y amar a Ash, y hacer todas esas cosas que la gente normal daba por sentadas. Pero no podía. Me habían entregado aquel poder, aquella responsabilidad. Y tenía que acabar lo que había empezado, de una vez por todas.

—No, Puck, no quiero, pero es así como ha de ser.

Tomó mi mano y la apretó como si pudiera retenerme allí con solo agarrarla. Miré sus ojos verdes, brillantes de emoción, y vi todos sus años de duende, todos sus triunfos y sus fracasos, sus amores y sus sufrimientos. Lo vi como Puck, el diabólico y legendario truhán, y como Robin Goodfellow, un ser tan antiguo como el tiempo, con sus cicatrices y sus heridas, reunidas a lo largo de su vida inmortal.

Apretó mi mano y sacudió la cabeza mientras las lágrimas corrían por su cara impúdicamente.

—Vaya —masculló, y se le quebró la voz—. Aquí estamos, la última noche y todo eso, y no se me ocurre nada que decir.

Acerqué la mano a su mejilla y sentí la humedad de las lágrimas bajo mis dedos. Sonreí.

—¿Qué tal si dices «adiós»?

—No —sacudió la cabeza—. Procuro no decir nunca adiós, princesa. Sería como si no fueras a volver nunca.

—Puck…

Se inclinó y besó suavemente mis labios. Ash se puso rígido, sus brazos se tensaron a mi alrededor, pero Puck se apartó antes de que pudiéramos reaccionar.

—Cuida de ella, témpano de hielo —dijo, y sonrió mientras retrocedía unos pasos—. Supongo que a ti tampoco volveré a verte, ¿no? Fue… divertido mientras duró.

—Siento que no hayamos conseguido matarnos el uno al otro —respondió Ash con calma.

Puck se rio y se inclinó para recoger su daga.

—Es lo único que lamento. Una pena, habría sido una batalla épica —se irguió, nos lanzó su tonta sonrisa de siempre y levantó una mano—. Hasta la vista, tortolitos.

Una onda de hechizo recorrió el aire y Puck se desintegró en una bandada de cuervos chillones que se dispersó aleteando con furia por todos los rincones de la estancia. Los caballeros agacharon la cabeza cuando los pájaros les pasaron por encima graznando. Luego, la bandada desapareció en la oscuridad y el ruido de sus alas fue apagándose. Puck se había ido.

Los caballeros nos dejaron pasar sin luchar e inclinaron la cabeza a medida que pasábamos junto a ellos. Algunos incluso saludaron levantando sus espadas, pero a decir verdad yo apenas me di cuenta. Acurrucada suavemente entre los brazos de Ash, con el cuerpo y la mente entumecidos, me concentré en no quedarme dormida, consciente de que si lo hacía tal vez no volviera a abrir los ojos. Pronto podría descansar, ceder al cansancio que atenazaba mi cuerpo, tumbarme y olvidarme de todo. Pero primero tenía una última cosa que hacer. Después, por fin podría dejarme ir.

Unos copos suaves rozaron mi mejilla y levanté la vista.

Estábamos fuera de la fortaleza, de pie en lo alto de una escalera, frente al campo de batalla. El ruido de las armas había cesado y el silencio cayó sobre la explanada cuando todos los ojos, ya fueran de Verano, de Invierno o de Hierro, se volvieron hacia mí. Me miraron todos paralizados y llenos de asombro, sin saber qué hacer.

Ash no se detuvo, siguió caminando con paso decidido y expresión impenetrable, y las filas de duendes de Verano, de Invierno y de Hierro se apartaron en silencio para dejarle paso. A mi lado, en medio de la lluvia de ceniza, pasaban caras taciturnas. Diodo, cuyos ojos incansables se habían dilatado, llenos de alarma. Bielarriel y su manada, que agacharon la testuz al pasar nosotros. Los gremlins nos siguieron, callados y pesarosos, zigzagueando entre la muchedumbre.

Mab y Oberón aparecieron ante mi vista. Sus ojos tenían al mismo tiempo una expresión vacua y compasiva. Ash no se detuvo ni siquiera ante Mab. Pasó frente a los gobernantes del País de las Hadas sin mirarlos y siguió avanzando entre ventisqueros grises, hasta que llegamos al borde del campo de batalla, donde nos esperaba un enorme dragón de escarcha. El dragón se movió, echándose un poco hacia atrás para mirar al príncipe de Invierno con sus ojos azul hielo.

—Llévanos al Reino de Hierro —dijo Ash con voz suave, pero gélida—. Enseguida.

El dragón parpadeó. Siseando suavemente, se giró y se agachó estirando el largo cuello para que montara Ash. Ash se encaramó ágilmente a su pata escamosa, saltó entre los hombros del dragón y me acomodó sobre su regazo. Cuando el dragón se irguió y extendió las alas para lanzarse al vuelo, Cuchilla soltó un grito vibrante y los gremlins prorrumpieron de pronto en un lamento agudo y chirriante mientras brincaban y se tiraban de las orejas. Nadie hizo intento de acallarlos, y sus lamentos nos siguieron cuando nos lanzamos al aire, hasta que se los tragó el viento.

No recuerdo el vuelo. Ni el aterrizaje. Solo una suave sacudida cuando Ash se bajó del lomo del dragón y pisó de nuevo tierra firme. Levanté la cabeza de su pecho y miré a mi alrededor. El paisaje me pareció borroso y descolorido, como la imagen de una cámara desenfocada, hasta que me di cuenta de que era yo, no lo que me rodeaba. Todo estaba gris y oscuro, pero aun así distinguí el árbol, el gran roble de hierro, que se alzaba entre las ruinas de la torre hasta rozar el cielo.

Detrás de nosotros, el dragón gruñó algo que sonó como una pregunta.

—Sí, vete —murmuró Ash sin volverse, y una ráfaga de viento acompañó el despegue del dragón, de regreso al Nuncajamás, donde no sufriría los efectos del veneno. Noté, abotargada, que Ash no le había pedido que lo esperara.

Porque él tampoco pensaba marcharse.

Me llevó con paso firme a través de la torre, sorteando las ruinas desiertas y deslizándose entre las sombras hasta que llegamos a la base del árbol. Solo cuando entramos en la cámara central y las ramas se cernieron sobre nosotros empezó a temblar. Su voz, sin embargo, sonó firme, y sus brazos no se aflojaron cuando se acercó al tronco y, deteniéndose, inclinó la cabeza hacia mí.

—Ya estamos aquí —murmuró.

Cerré los ojos y, usando el poco hechizo que me quedaba, sentí el corazón palpitante del árbol y las raíces que se hundían en la tierra.

—Tiéndeme junto a la base —musité.

Dudó, pero luego se metió bajo la copa del árbol y se arrodilló para depositarme suavemente sobre la tierra, entre dos raíces gigantescas. Y allí se quedó, arrodillado a mi lado, con mi mano entre las suyas. Algo frío como el agua de un manantial mojó mi mano y cristalizó sobre mi piel. Lágrimas de duende.

Lo miré y procuré sonreír, intenté parecer valiente para demostrarle que aquello no era culpa suya. Que así tenía que ser. Sus ojos brillaron en la oscuridad, angustiados. Apreté su mano.

—Menudo… viaje, ¿eh? —susurré mientras también por mis mejillas empezaban a rodar las lágrimas—. Lo siento, Ash. Ojalá… hubiéramos tenido más tiempo. Me gustaría… poder haber ido contigo… pero las cosas no han salido bien, ¿verdad?

Se llevó mi mano a los labios sin dejar de mirar mis ojos.

—Te quiero, Meghan Chase —murmuró contra mi piel—. Para el resto de mi vida, el tiempo que nos quede. Consideraré un honor morir a tu lado.

Tomé aliento y espanté la oscuridad que bordeaba mi vista. Ahora venía lo más difícil, lo que tanto temía. No quería morir, y menos aún quería morir sola. Se me encogió el estómago al pensarlo y empecé a respirar entrecortadamente, llena de pánico. Pero Ash no se desvanecería. No podía dejarlo morir por su promesa. Era el último gesto que podía hacer por él. Me había acompañado en cada paso del camino. Ahora, me tocaba a mí liberarlo.

—Ash —levanté la mano y toqué su mejilla, trazando el perfil de su mandíbula—. Te quiero. No lo olvides nunca. Y… quería pasar el resto de mi vida contigo, pero… —me detuve, intentando recuperar el aliento. Me costaba hablar y la silueta de Ash empezaba a difuminarse por los bordes. Parpadeé con fuerza para enfocar mi vista—. Pero no puedo… no puedo dejar que mueras por mí —añadí, y vi en su mirada de alarma que de pronto entendía lo que me proponía hacer—. No lo permitiré.

—No, Meghan.

—No pasa nada si me odias —continué, hablando más deprisa para que no pudiera hacerme cambiar de idea—. De hecho, sería lo mejor. Ódiame, así podrás encontrar a alguien… a alguien a quien amar. Pero quiero que vivas, Ash. Tienes tanto por lo que vivir…

—Por favor —apretó mi mano—. No lo hagas.

—Te libero —musité—. De tu voto de caballero y de las promesas que me has hecho. Tu servicio ha concluido, Ash. Eres libre.

Agachó la cabeza y sus hombros se sacudieron. Me tragué el nudo amargo que tenía en la garganta y mi estómago se revolvió dolorosamente. Ya estaba hecho. Me odiaba a mí misma por ello, pero era lo mejor. Ya le había pedido demasiado. Aunque estuviera dispuesto a morir, no lo permitiría.

—Ahora —dije soltando su mano—, sal de aquí, Ash. Antes de que sea demasiado tarde.

—No.

—No puedes quedarte, Ash. El amuleto se ha roto. Si te quedas mucho más, morirás.

No dijo nada, pero yo conocía aquella terca rigidez de sus hombros, el halo de determinación que lo envolvía, y supe que se quedaría conmigo pese a todo. Así que hice lo único que se me ocurrió. Él maldeciría el día en que había conocido a la muchacha humana en el bosque, juraría no volver a enamorarse nunca. Pero viviría.

—Ashallyn’darkmyr Tallyn —dije, y cerró los ojos—, por el poder de tu Verdadero Nombre, abandona el Reino de Hierro inmediatamente —volví la cabeza para no verlo y me obligué a decir las últimas palabras—. Y no vuelvas.

«Lo siento mucho, Ash. Pero, por favor, vive por mí. Si alguien se merece salir de esto con vida, eres tú».

Un ruido suave, casi un sollozo. Ash se levantó, dudó como si se resistiera a su impulso de obedecer.

—Siempre seré tu caballero, Meghan Chase —susurró con voz crispada, como si cada momento que permanecía allí fuera doloroso para él—. Y juro que, si hay un modo de que estemos juntos, lo encontraré. No importa cuánto tiempo me lleve. Aunque tenga que perseguir tu alma hasta los confines de la eternidad, no me detendré hasta encontrarte, te doy mi palabra.

Luego desapareció.

Sola junto a la base del roble gigantesco, seguí tendida, luchando con el deseo de llorar, de gritar de miedo y de aflicción. Pero ya no había tiempo para eso. El mundo empezaba a oscurecerse, y aún tenía una última cosa que hacer.

Cerré los ojos para invocar mi hechizo y sentí que Verano y Hierro se alzaban para responderme. Sondeé con cuidado las raíces del roble, las seguí hasta lo hondo de la tierra seca y cuarteada y percibí la devastación de la tierra que lo rodeaba. El hechizo de Hierro que estaba matando a unas especies y nutriendo a otras.

Pensé en mi familia. En mamá, en Luke y en Ethan, que todavía estarían esperándome en casa. Pensé en Paul, mi padre humano, y en mi verdadero padre, el Rey de Verano. Pensé en todos aquellos a los que había conocido por el camino: en Fallo del Sistema, en los rebeldes, en Cuchilla. En Caballo de Hierro. Pertenecían al Reino de Hierro, pero seguían siendo duendes. Merecían la oportunidad de vivir, igual que todos los demás.

Pensé en Grimalkin y en Puck. Mi sabio profesor y mi leal y valiente amigo. Ellos también vivirían, yo me aseguraría de ello. Reirían, inspirarían baladas y recogerían favores hasta el final de los tiempos. Aquello era por ellos. Y por mi caballero, que lo había dado todo por mí. Que habría estado allí hasta el final si yo se lo hubiera permitido.

«Ash, Puck y los demás. Os quiero a todos. No me olvidéis». Y con un último y decidido empujón, reuní el poder del Rey de Hierro en una enorme y turbulenta esfera y lo lancé a lo hondo de las raíces del roble gigante.

Un estremecimiento recorrió el árbol y se difundió por la tierra, a su alrededor, como las ondas en un estanque cristalino. Irradió hacia fuera, extendiéndose hasta los árboles muertos y la vegetación, y las plantas antes marchitas se estremecieron cuando el nuevo hechizo tocó sus raíces. Sentí que la tierra despertaba, que absorbía la magia nueva, curándose del veneno con que la había impregnado el hechizo de Hierro. Los árboles se enderezaron, de sus ramas de acero brotaron nuevas hojas. La dura llanura de obsidiana tembló cuando los brotes verdes se abrieron paso hasta su superficie. Las nubes moteadas de amarillo comenzaron a desgajarse y el cielo azul y el sol asomaron por sus rendijas.

Sopló una brisa fresca que refrescó mi cara y una lluvia de hojas se agitó a mi alrededor. El aire olía a tierra y a hierba fresca. Mecida por aquella paz profunda, escuché los sonidos de las cosas que crecían en torno a mí, por todas partes, cerré los ojos y por fin me rendí a la oscuridad.