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La Batalla por el País de las Hadas

Cuando desperté, la tienda estaba todavía a oscuras, pero una tenue luz grisácea asomaba por la cortina. Ash ya se había ido (típico de él), pero mi cuerpo resplandecía aún por el placer de esa noche. Sentía a Ash con más fuerza que nunca. Estaba cerca. Estaba…

Justo a mi lado.

Me sobresalté un poco y al volverme lo vi sentado junto al camastro, completamente vestido y con la espada sobre el regazo.

Me miraba fijamente. No sonreía, pero su rostro parecía relajado y sus ojos en paz.

—Hola —musité con una sonrisa, y le tendí la mano.

Sus dedos enlazaron los míos. Besó el dorso de mi mano antes de levantarse.

—Casi es la hora —dijo con calma, volviendo a enfundar su espada, y la batalla inminente cayó sobre mí como un mazazo, haciendo añicos aquella quietud—. Será mejor que te vistas. Fallo del Sistema estará buscándonos. O peor aún…

—Puck —gruñí, y me incorporé con esfuerzo para buscar mi ropa.

Sin decir nada, Ash se volvió hacia la puerta mientras me vestía, y tuve que sofocar la risa al ver aquel gesto de caballerosidad. En cuanto me hube puesto la armadura de escamas de dragón, me volví para demostrarle que estaba lista para seguirlo, pero él cruzó el corto espacio que nos separaba y me atrajo hacia sí. Mientras peinaba con los dedos mi pelo enredado, me miró pensativamente.

—He estado pensando… —dijo cuando le rodeé el cuello con los brazos—. Cuando esto acabe, me gustaría que desapareciéramos una temporada. Solos los dos. Podemos ir a ver a tu familia primero y luego marcharnos. Puedo enseñarte el Nuncajamás como nunca lo has visto. Olvidarnos de las cortes, de los duendes de Hierro, de todo. Solos tú y yo y nada más.

—Me encantaría —musité.

Sonrió y me dio un beso suave en los labios antes de apartarse.

—Era todo lo que necesitaba saber —sus ojos brillaron con decisión, llenos de algo que yo no había visto antes.

Llenos de esperanza.

—Ven, vamos a ganar una guerra.

Salimos juntos de la tienda, sin tocarnos, pero no necesitaba tocarlo para sentirlo a mi lado. Ahora formaba parte de mi alma, y por alguna razón eso lo hacía todo más real.

La batalla se cernía sobre nuestras cabezas, cercana y amenazadora, aún más temible por las nubes rojas y los copos de ceniza que arrastraba el viento, como si el cielo se estuviera cayendo. Levanté la mirada con fiera determinación. Iba a ganar aquella guerra. Nunca había deseado tanto una cosa.

—Ah, ahí estáis —Fallo del Sistema salió de entre el gentío vestido para la batalla, con una lanza cuya punta chisporroteaba y despedía chispas eléctricas—. Estamos casi preparados. Mis exploradores han informado de que la batalla ya ha comenzado. Verano e Invierno están luchando con las fuerzas del falso rey. El ejército al completo ha roto el frente y penetrado en el bosque. Así están las cosas, al parecer.

Se me heló la sangre.

—¿Y la fortaleza?

—Todavía no ha llegado —plantó el extremo de la lanza en el suelo—. El bosque está retrasando su avance. Pero está cerca. Debemos darnos prisa. ¿Dónde está Goodfellow?

—Aquí —Puck apareció con una sonrisa engreída en la cara. Llevaba bajo el brazo un palo largo—. He estado trabajando en una cosa, princesa. Anoche me estaba preguntando cómo iban a distinguirnos las cortes del ejército del usurpador. Duendes de Hierro buenos, duendes de Hierro malos… A mí todos me parecen iguales. Asiiiiií que… —levantó el palo con un aspaviento y en su extremo se desplegó una bandera verde clara cuya parte delantera lucía airosamente la silueta de un gran roble—. Quería que fuera el dibujo de una flor o una mariposa —dijo sonriendo al ver mi cara de pasmo—, pero pensé que eso no infundiría mucho miedo en el corazón del falso rey.

—No está mal, Goodfellow —dijo Fallo del Sistema a regañadientes.

—Cuánto me alegro de que te guste, cabeza de enchufe. Por fin mi talento para hacer ganchillo ha servido para algo.

—En cualquier caso —dijo Fallo del Sistema con cara de fastidio—, nos sentiremos orgullosos de llevarlo en la batalla por ti.

Sentí que se me henchía el corazón. Toda aquella gente estaba dispuesta a seguirme, a morir para salvar el País de las Hadas. No podía fallarles. No les fallaría.

En ese momento se oyó un gran estruendo en el límite del campamento, los duendes de Hierro comenzaron a gritar, alarmados, y se oyó un tronar de pasos. Un momento después, el gentío se apartó y un grupo de enormes caballos negros entró al galope en el campamento y se detuvo ante mí.

Me quedé atónita. Parecían versiones más pequeñas y aerodinámicas de Caballo de Hierro, hechas de metal negro, con ardientes ojos púrpura y fosas nasales que despedían fuego. Mientras los miraba, uno de ellos se adelantó y sacudió la cabeza, mirándome.

—¿Meghan Chase? —preguntó con aquel mismo aire noble y majestuoso, y una ráfaga de chispas acompañó su voz profunda.

Parpadeé rápidamente y asentí.

—Nos envía un tal Grimalkin —el caballo señaló a sus compañeros con la cabeza—. Lleva consigo el espíritu de nuestro progenitor, el primer Caballo de Hierro, y nos ha instado a unirnos a vosotros y a vuestra causa contra el Falso Monarca. Por respeto al Grande, hemos accedido. ¿Aceptas nuestra ayuda?

«Caballo de Hierro», pensé con tristeza, «incluso ahora sigues ayudándonos».

—Acepto vuestra ayuda —respondí, y el caballo asintió con la cabeza majestuosamente, dobló la pata delantera y se inclinó en una reverencia.

—Que así sea, entonces —dijo mientras los demás también se inclinaban—. Hoy y solo hoy, os llevaremos a ti y a tus oficiales a la batalla. Después, nuestro contrato quedará saldado y nos liberarás de nuestra obligación.

—Ay, caramba —dijo Puck cuando di un paso adelante—. Voy a tener una erupción en las partes más incómodas.

Monté a la grupa del caballo y sentí que sus músculos de hierro se movían debajo de mí cuando se irguió chirriando. Su piel metálica estaba caliente al tacto, sobre todo cerca de las patas, como si dentro de él ardiera un gran fuego.

Me acordé de las llamas que rugían en el vientre de Caballo de Hierro, visibles a través de sus costillas y sus pistones expuestos, y sentí otra oleada de tristeza por su muerte.

Ash, Puck y Fallo del Sistema me miraron desde el lomo de los caballos metálicos, que arrojaban llamas por las fosas nasales y sacudían la cabeza, ansiosos por ponerse en marcha. Se alzó la bandera y el roble negro sobre fondo verde ondeó al viento. Contemplé las caras adustas que me rodeaban y respiré hondo.

—¡Verano e Invierno no son vuestros enemigos! —grité, y mi voz resonó en el silencio—. Son distintos, sí, pero están luchando contra el enemigo al que odiáis: un tirano que se propone destruir todo aquello por lo que luchó el rey Máquina. ¡No podemos abandonarlos ahora! La paz con las cortes es posible, pero el falso rey lo corromperá todo y nos convertirá a todos en esclavos si gana esta guerra. Lo único que necesita el mal para triunfar es que nosotros y nuestros semejantes no hagamos nada, y no pienso quedarme de brazos cruzados y permitir que eso pase. Vamos a plantar cara al falso rey y vamos a demostrarle lo que ocurre cuando nos unimos contra él. ¿Quién está conmigo?

El rugido del ejército fue como un tornado repentino: cientos de voces se alzaron al unísono.

Saqué mi espada y la levanté por encima de mi cabeza, sumándola al mar de espadas que centelleaban a la luz del sol.

—¡Adelante, vamos a ganar una guerra!

Oí el ruido de la batalla antes de verla. Resonaba a través de los árboles que señalaban el límite del Reino de Hierro: gritos y alaridos, aullidos de furia y el chirrido de las armas chocando al viento. De vez en cuando se oía el estampido de un arma de fuego o el tronar de una llamarada. Por encima del lindero de los árboles, un gigantesco dragón de color esmeralda se elevó en el aire, se detuvo un momento y luego volvió a perderse de vista.

Bielarriel, el caballo que montaba yo, bufó y agitó la cabeza.

—La batalla ya ha comenzado —anunció, casi piafando de excitación—. ¿Damos la orden de cargar?

—Aún no —contesté posando la mano sobre su hombro para refrenarlo—. Crucemos estos árboles, al menos. Primero quiero ver la batalla.

Pateó la tierra, impaciente, pero se adentró en el bosque sin lanzarse al galope. Los troncos metálicos nos rodearon por completo, oscuros y retorcidos, con su olor a óxido y a ácido de batería. En el bosque, por encima del estrépito de la batalla, oí otra cosa: un gran gruñido, un chasquido ensordecedor, como si algo gigantesco estuviera atravesando la arboleda.

—Aprisa —le dije a Bielarriel, y salió al trote, levantando nubes de cenizas mientras cruzábamos el bosque.

El ruido de la batalla se intensificó.

Entonces los árboles se despejaron y nos encontramos mirando desde lo alto un caos inmenso.

Había visto dos veces ya una batalla entre duendes, pero aquella parecía más feroz, más desesperada, como si el infierno mismo se hubiera desatado sobre la explanada. Las tropas se acometían en enjambres, como hormigas, empuñando armas antiguas y modernas, y las hojas de las espadas y las armaduras relumbraban en medio de la tormenta de ceniza. Escarabajos de hierro atravesaban bamboleándose el gentío mientras los artilleros sentados sobre su lomo abrían fuego.

Por el aire volaban y caían en picado extrañas criaturas: un dragón azul hielo, con las escamas manchadas de rojo, aterrizó sobre el lomo de un insecto de hierro y, antes de que los elfos mosqueteros pudieran reaccionar, los roció con una mortífera ráfaga de escarcha. Después, se lanzó de nuevo al aire. Un golem mecánico atrapó al vuelo a un grifo montado por un jinete élfico y lo estrelló contra una roca. Dos mantis religiosas metálicas atacaron a un caballero de Verano lanzándole zarpazos con sus gigantescas hojas curvas, hasta que resbaló y fue decapitado al instante.

Al parecer, la batalla no iba bien. En el campo había mucho más gris y plata que verde y oro, azul y negro.

—Parece que hemos llegado justo a tiempo —dijo Puck a mi lado—. ¿Lista para la carga de la caballería, princesa?

—Si atacamos su flanco derecho —dijo Ash mientras observaba la batalla con los ojos entornados—, puede que les sorprendamos en el lugar donde su frente es más estrecho y podamos atravesarlo antes de que les dé tiempo a reaccionar.

Los miré a los dos y al ver que sus ojos, feroces y ansiosos por protegerme, centelleaban llenos de amor y determinación, no sentí ningún miedo. Bueno, puede que un poco sí, pero el ímpetu y el anhelo casi doloroso de ganar la batalla lo disiparon por completo. Sacando mi espada, hice que Bielarriel se volviera hacia el ejército (mi ejército, a decir verdad) y contemplé sus tropas tensas y expectantes.

—¡Por el País de las Hadas! —grité levantando la espada, y los rebeldes repitieron mi grito.

Varios centenares de voces se alzaron al viento entre rugidos y gritos de júbilo mientras las armas asaeteaban el cielo. La adrenalina se apoderó de mí mientras aquel bramido resonaba a mi alrededor, y grité de nuevo, sumando mi voz a las suyas. Bielarriel se encabritó lanzando un agudo relincho y un instante después se lanzó al galope colina abajo.

El viento sacudió mi pelo y la ceniza giró a mi alrededor en remolinos, irritándome los ojos. El estruendo de los cascos y el rugido del ejército llenaron mis oídos. Al acercarnos al océano de la batalla, los soldados fluían y refluían como olas en la orilla, acompañados por el chirrido estrepitoso de las armas al chocar. Nos lanzamos hacia ellos rugiendo, como un huracán precipitándose sobre la tierra. Las tropas del falso rey se volvieron hacia nosotros, asombradas, y se aprestaron frenéticas a salir al encuentro de aquella nueva amenaza. Pero ya era demasiado tarde. Chocamos contra ellos con la fuerza de una marea súbita e implacable, y a mi alrededor se desató el infierno.

Bielarriel se abrió paso al galope entre la muchedumbre, arrojando llamas y lanzando coces a quienes se acercaban demasiado. Yo ataqué desde su lomo, blandiendo mi espada contra las fuerzas del falso rey. Todo era un caos. Yo era vagamente consciente de que Ash y Puck luchaban cerca de mí y rechazaban ataques procedentes de todas direcciones. Vi que Ash atravesaba el pecho de un caballero de Hierro y lanzaba a otro una lanza de hielo. Vi a Puck arrojar una especie de pelota de golf peluda a un grupo de caballeros de Hierro, y vi cómo la pelota se convertía en un oso furioso. Fallo del Sistema blandía su lanza, de cuya punta saltaban rayos eléctricos, y atravesaba con ella las armaduras hasta convertirlas en cascarones ennegrecidos.

«¿Dónde está Oberón?», me pregunté mientras paraba un lanzazo dirigido a mi cara y apartaba al caballero de una patada.

Tenía que encontrarlo para decirle que los rebeldes no eran el enemigo, que estaban allí para ayudarnos. Vi a Fallo del Sistema a través de un claro en la batalla y dirigí a Bielarriel hacia allí. Si Fallo del Sistema me acompañaba para explicarse, tal vez Oberón me escucharía.

—¡Fallo! —grité cuando nos acercamos—. ¡Ven conmi…!

Me interrumpió un alarido, y un enorme golem mecánico se abrió paso entre los combatientes, enarbolando su garrote y lanzando al aire a los rebeldes. Pilló a Fallo del Sistema por sorpresa, y el líder rebelde intentó esquivarlo, pero el garrote metálico golpeó el hombro de su caballo y los derribó a ambos, lanzándolos varios metros más allá. Grité, pero mi voz se perdió entre el estruendo, y el golem se acercó pesadamente a Fallo del Sistema, que yacía inmóvil, y levantó su garrote para asestarle el golpe mortal.

Ash hizo virar de pronto a su caballo y, cargando contra él, arrojó una daga de hielo que se hizo añicos en su casco metálico y le hizo levantar la cabeza. Rugiendo, el golem blandió el garrote y le lanzó un golpe. A mí se me encogió el corazón, pero en el último instante Ash saltó del lomo de su montura, aterrizó en el brazo del golem y corrió hasta su hombro. Cuando el gigante se echó hacia atrás con un bramido, agitando los brazos, el Príncipe de Hielo levantó su espada y le atravesó el cuello con ella. Hubo un fogonazo de luz azul y el golem lanzó un alarido y cayó de rodillas. Ash se bajó de un salto del gigante y aterrizó de pie en la hierba en el instante en que el golem se convulsionaba y se desplomaba convertido en un centenar de piezas metálicas que rodaron, heladas, por las cenizas.

—¡No me impresionas, cubito de hielo! —gritó Puck mientras apartaba de una patada a un caballero de Hierro—. ¡Repítelo, pero esta vez hazle bailar!

Haciendo caso omiso de Puck, hice volver grupas a Bielarriel y corrí hacia el lugar donde había caído Fallo del Sistema. Su caballo yacía en un ventisquero de ceniza, luchando por levantarse, y él estaba tendido en el suelo a unos pasos de allí. Sus púas chisporroteaban débilmente.

—¡Fallo! —me bajé de un salto de Bielarriel y me arrodillé a su lado sobre las cenizas—. ¿Estás bien? Háblame.

Ash y Puck se acercaron para protegernos del caos reinante. Sacudí su brazo inerte.

—¡Fallo!

Gruñó y entreabrió los ojos.

—Au —gimió—. Maldita sea, ¿qué me ha dado? —intentó incorporarse y se agarró el brazo con una mueca de dolor—. Ay. Esto tiene mala pinta.

—¿Puedes levantarte? —pregunté ansiosamente.

Asintió e intentó levantarse, pero dejó escapar un gemido y volvió a sentarse apretando los dientes.

—No. También tengo algunas costillas rotas. Lo siento, alteza —masculló un exabrupto y sacudió la cabeza—. Creo que esta voy a tener que perdérmela.

—No importa. Solo tenemos que salir de aquí —miré a mi alrededor y di un respingo cuando Puck se interpuso de un salto entre un perro mecánico y yo y le lanzó un tajo al vuelo.

Vi que el caballo de Fallo del Sistema se había levantado por fin y, aunque parecía un poco mareado, lo llamé con un silbido.

—¡Mascatizones! —grité, acordándome de su nombre—. ¡Aquí!

Se acercó cojeando y ayudamos a Fallo del Sistema a subir a él.

—Llévalo a lugar seguro —le dije al caballo, que asintió inclinando la cabeza y pareció contento de abandonar la lucha—. Asegúrate de que tenga la ayuda que necesita. Yo me ocupo de todo a partir de ahora.

—Meghan —dijo Fallo del Sistema con voz firme, aunque rebosante de dolor. El líder rebelde me miró y yo asentí con la cabeza una sola vez—. Me equivoqué contigo. Buena suerte. Gana esta guerra para nosotros.

—Lo haré —contesté mientras Mascatizones se alejaba velozmente pero con cuidado.

Un momento después desapareció entre los remolinos de ceniza. Ahora solo estábamos nosotros tres, igual que antes. Puck y Ash se arrimaron a mí y yo entorné los ojos y miré entre la multitud.

—Vamos a buscar a Oberón, enseguida.

Me lancé de nuevo a la pelea con Puck y Ash a mi lado. Juntos nos abrimos paso a estocadas entre las filas aparentemente inacabables de los duendes de Hierro. El sudor se me metía en los ojos, mi armadura de escamas de dragón recibió un centenar de golpes y arañazos, y los brazos me dolían de blandir la espada, pero seguimos luchando y avanzando poco a poco por el campo de batalla. Me olvidé de mí misma en aquella danza (bloquear el golpe, blandir la espalda, detener un nuevo envite, fintar, lanzar una estocada y vuelta a empezar), siempre en marcha, siempre adelante.

Un escarabajo de hierro se dirigió hacia nosotros. Cuando sus mosqueteros abrieron fuego, invoqué el hechizo de Hierro para descoyuntar las articulaciones de sus patas. Después, tuve que hacer un esfuerzo por contener las náuseas. El escarabajo se desplomó y nuestras tropas se apoderaron de él rápidamente. Otro gigante mecánico irrumpió entre nosotros y esta vez fueron Ash y Puck quienes se encargaron de él: Puck se convirtió en cuervo y le picoteó los ojos, y Ash saltó sobre su lomo y le atravesó el pecho con la espada. El hechizo giraba en un torbellino a mi alrededor (Hierro, Verano e Invierno), pero allí la magia de los duendes de Hierro era mucho más poderosa. La sentí latir a través de la tierra, prestando fuerzas tanto a los rebeldes como a las tropas del falso rey. Sentí que el núcleo de su magia se acercaba, furioso y palpitante, envenenándolo todo a su paso.

Me distraje solo un momento, pero bastó con eso para que la punta de una lanza me golpeara en el hombro, pillándome desprevenida. El golpe no rompió las escamas de dragón, pero fue lo bastante fuerte para lanzarme hacia atrás. Un rayo de dolor atravesó mi brazo. Solté la espada y el caballero se echó hacia atrás, listo para descargar otro golpe.

De pronto, un puño gigantesco y retorcido se cerró sobre su cabeza, aplastó el casco como si fuera una uva y levantó al caballero en el aire. Sofoqué un grito al ver que un ser monstruoso, semejante a un árbol, con la piel gruesa y espinosa y una corona de cuernos, arrojaba lejos de sí al caballero y se volvía de inmediato para golpear con sus miembros arbóreos a todo un pelotón de enemigos. Allí donde pisaba, florecían fugazmente hierbas y flores. La gran criatura arbórea avanzó hacia mí con velocidad y agilidad sorprendentes, y se irguió por encima de mi cabeza como si quisiera protegerme. Entonces bajó la mirada y me descubrí mirando la cara vetusta y familiar del Rey de Verano.

—Has vuelto —la voz de Oberón sacudió el suelo, profunda y grave como el estallido de un trueno, e igual de desapasionada.

El Rey Opalino no dejó entrever lo que sintió al verme, si es que sintió algo.

—Y has traído más duendes de Hierro a nuestro territorio.

—¡Están aquí para ayudarnos! —grité, mirándolo con vehemencia mientras agarraba mi espada.

Me sostuvo la mirada, impasible, y lo señalé con el dedo.

—¡No te atrevas a volverte contra ellos, padre! ¡Quieren lo mismo que tú!

Parpadeó y me di cuenta de que acababa de llamarlo «padre». Pero yo era la princesa de Verano. Era inútil seguir negándolo.

—Yo no hago promesas —contestó el Rey Opalino, y se alejó para aplastar con sus miembros de gigante a otros dos caballeros de Hierro—. Después de la batalla veremos qué hacer con los intrusos.

Solté una maldición, furiosa, y me volví hacia el caballero de Hierro que intentaba abalanzarse sobre mí por la espalda. ¡Estúpidos duendes! ¡Malditos cabezotas! Más le valía no intentar nada contra los rebeldes cuando todo aquello acabara. Les había dado mi palabra de que estarían a salvo de Oberón y Mab.

Atravesé con la espada el pecho de un caballero, vi caer al suelo su armadura vacía y busqué con la mirada al siguiente enemigo. Entonces vi que no había ninguno. Al mirar a mi alrededor, descubrí que las fuerzas del falso rey se estaban retirando. Huían a toda prisa. Mientras un fatigado grito de júbilo se alzaba entre nuestras tropas, levanté la vista y vi que Oberón, rodeado por los restos de incontables duendes de Hierro, aplastaba a un último golem y se volvía hacia mí.

Un escalofrío recorrió al Rey de Verano. Empezó a encogerse, a hacerse más pequeño y menos espinoso, hasta que volvió a ser como lo recordaba. Sus ojos, sin embargo, siguieron siendo los mismos.

—¿Por qué los has traído aquí? —preguntó ásperamente, dirigiendo la mirada hacia los rebeldes que había a mi espalda—. Más duendes de Hierro para emponzoñar la tierra, más duendes de Hierro para destruirnos.

—¡No! —avancé, interponiéndome instintivamente entre los rebeldes y él—. Ya te lo he dicho, han venido a ayudarnos. Quieren derrotar al falso rey, igual que tú.

—¿Y luego qué? ¿Les ofrecerás refugio dentro de nuestras cortes? ¿Los dejarás volver al Reino de Hierro para que puedan seguir extendiéndose y envenenando nuestro hogar? —pareció crecer en estatura, aunque su tamaño siguió siendo el mismo.

Los rebeldes comenzaron a murmurar y a retroceder cuando el Rey Opalino hizo un ademán abarcándolos a todos.

—Todos los duendes de Hierro, sean hostiles o pacíficos, son un peligro para nosotros. Nunca estaremos a salvo mientras vivan. Por eso te pedimos que entraras en sus dominios y destruyeras a su rey. Nos has fallado. Y ahora el País de las Hadas perecerá por tu culpa.

—¡Les di mi palabra de que estarían a salvo aquí! —grité, y sentí que Ash y Puck se ponían a mi lado—. ¡Si les atacas, me convertirás en tu enemiga y no creo que puedas permitirte atacar en dos frentes, padre!

—La chica tiene razón —sentí un ráfaga de frío helador y Mab, la Reina de Invierno, apareció con su vestido de batalla blanco salpicado de negro y rojo—. Estamos perdiendo el tiempo en discusiones mientras nuestro hogar perece a nuestro alrededor. Que los duendes renegados luchen con nosotros. Después habrá tiempo de decidir su suerte.

No me gustó cómo sonaba aquello, pero un instante después se oyó un chirrido ensordecedor procedente del lindero del bosque, como si miles de árboles se troncharan al mismo tiempo. Las ramas se agitaron violentamente, meciéndose como juncos al viento, y a mí me dio un vuelco el corazón cuando la enorme mole de la fortaleza irrumpió en el lindero del bosque aplastando árboles y salió a la explanada.

De cerca, la fortaleza del falso rey era aún más grande de lo que pensaba. Tapó el cielo y su sombra amenazadora cubrió el campo de batalla. Me extrañó de nuevo lo irregular de su forma, una acumulación de piezas dispares (chimeneas, torres, plataformas) colocadas sin orden ni concierto y sin embargo unidas. Por cada una de sus rendijas salía un humo que se elevaba en el aire mientras aquella mole avanzaba con un estrépito de gruñidos, chirridos y crujidos que me provocó escalofríos.

Mientras los ejércitos de Verano e Invierno retrocedían, espantados por aquella monstruosa edificación, Ash me agarró del brazo y señaló hacia el suelo, bajo la fortaleza.

—¡Mira! —dijo con voz llena de horror e incredulidad—. ¡Mira qué la transporta!

Sofoqué un gemido de asombro, comprendiendo a duras penas lo que veía. Cientos, tal vez miles de urracas llevaban la fortaleza sobre su espalda. Avanzaban arrastrando los pies, con ojos vidriosos y expresión vacua, como aturdidos, cruzando la explanada como hormigas que acarrearan un saltamontes de proporciones colosales.

—Dios mío —murmuré dando un paso atrás—. No saben lo que están haciendo. El falso rey debe de haberlos hechizado de algún modo.

—Eh, hechizados o no, no van a detenerse —observó Puck, que miraba con nerviosismo el avance de la enorme fortaleza—. Si vamos a entrar en esa cosa y a parar al falso rey, creo que este sería buen momento para hacerlo.

—¡Atacad! —rugió Oberón, agitando el brazo hacia la ciudadela móvil—. ¡Hay que detener ese castillo! ¡No lo dejéis cruzar las líneas!

Los ejércitos (mis duendes de Hierro y los duendes antiguos) se lanzaron de nuevo hacia delante, sin importarles que de pronto estuvieran luchando codo con codo. Enfrentados a un mal mucho mayor, cargaron contra la fortaleza lanzando todos a una sus gritos de guerra.

Un fogonazo de humo y fuego salió de la fortaleza, y un momento después la explosión de una bola de cañón hizo temblar el suelo. Varios duendes saltaron por los aires. De pronto, al abrir fuego el castillo contra los duendes, se oyeron explosiones por todas partes. Los gritos y los alaridos se alzaron al aire, y desde el bosque, procedentes de detrás del castillo, salió al campo de batalla otro regimiento de caballeros del falso rey.

—¡Refuerzo! —exclamé cuando las nuevas tropas chocaron contra nuestras fuerzas. Saqué mi espada y me volví hacia Ash y Puck—. ¡Vamos! Tenemos que entrar en esa fortaleza sea como sea.

Cargamos, uniéndonos a nuestros aliados en su intento de mantener el frente. Pero el ejército del falso rey estaba fresco y, nuestras tropas, agotadas en su mayoría. Nuestros soldados caían continuamente bajo el embate implacable del ejército enemigo, y la fortaleza siguió avanzando despacio mientras salpicaba el campo de batalla con bolas de cañón y explosiones. Nos estaban obligando a retroceder. Estábamos cediendo terreno.

Con un bramido, el dragón verde de Verano sobrevoló la explanada y aterrizó en el castillo hundiendo las garras en su costado. Gruñendo, arañó las paredes de la fortaleza, aplastó cañones y roció con el fuego de su aliento a los duendes que los manejaban. Por un instante mi corazón brincó lleno de esperanza.

Pero luego las torres metálicas que coronaban el castillo emitieron un resplandor blanco y azulado y un arco eléctrico golpeó al dragón. La bestia soltó un chillido y se puso rígida mientras otros rayos mortíferos atravesaban su cuerpo e iluminaban el cielo. Finalmente se soltó, echando humo por sus escamas ennegrecidas, y se estrelló contra el suelo. No volvió a moverse.

El desánimo se apoderó de mí. No podríamos hacerlo. Si un dragón no había podido entrar en la fortaleza, ¿cómo íbamos a hacerlo nosotros? Después de hacer pedazos a un alambrudo con mi espada, al mirar a mi alrededor, el alma se me cayó a los pies. No parecían quedar muchos de los nuestros. Oberón había vuelto a adoptar su forma de gigante arbóreo y lanzaba a soldados a diestro y siniestro, y Mab era un gélido torbellino de muerte rodeado de cadáveres congelados y armaduras vacías, pero apenas conseguí distinguir a nuestro ejército entre la muchedumbre de caballeros de Hierro y otros soldados del falso rey. Y lo que era peor aún, parecían tenernos rodeados.

Una explosión sacudió el suelo, muy cerca, y me tambaleé bajo una lluvia de piedras y polvo. Ash y Puck estaban espalda contra espalda. Rechazaban ataques procedentes de todos lados, pero ellos también estaban teniendo que retroceder. Un frío entumecimiento se extendió por mi cuerpo. Íbamos a perder. No podía entrar en la fortaleza, no podía derrotar al falso rey. Su ejército era muy superior al nuestro. Habíamos fracasado. Yo había fallado.

—¡Ama!

Una cosa pequeña y veloz saltó hacia mí. Reaccioné instintivamente lanzándole un manotazo y cayó al suelo.

—Ay.

—¡Cuchilla! —levanté al gremlin y estiré el brazo para verlo con claridad.

Zumbó alegremente.

—¿Qué haces tú aquí? Te dije que fueras a Mag Tuiredh. ¿Por qué me has seguido?

—¡Cuchilla ayuda! ¡Ayuda al ama! ¡Quería encontrarte!

—Lo sé, pero necesitaba que trajeras a los demás —la desesperación me inundó como una ola y sacudí al gremlin, furiosa.

Soltó un chillido.

—¿Por qué no has ido a Mag Tuiredh? ¿Por qué no has hecho lo que te pedí? ¡Ahora vamos a morir todos!

—¡Morir, no! —se desasió de mi mano, encogiéndose, cayó al suelo y comenzó a brincar a mis pies—. ¡Morir, no! ¡Cuchilla ha hecho lo que quería el ama! ¡Mira!

Señaló con el dedo. En el lindero del bosque, por encima del rugido de las explosiones y los gritos de la batalla, vi miles de minúsculas luces verdes. Ojos que me miraban fijamente. Dejé escapar un gemido de sorpresa, sonrieron todos a una y sus sonrisas de color azul neón parecieron flotar en el aire.

Salieron del bosque como un torrente de tinta, inundando de negro el suelo cubierto de ceniza, miles y miles de gremlins fluyendo hacia el castillo. Rodearon a los soldados de Hierro y se precipitaron sobre ellos, irrefrenables, como si fueran piedras en el curso de un arroyo. Algunos duendes los atacaron, y algunos gremlins cayeron, pero eran demasiados para detenerlos. Avanzaron hasta la fortaleza y saltaron a sus muros, asaltándola como un ejército de hormigas o avispones. Brilló un rayo y una lluvia de gremlins cayó de las paredes de la fortaleza, pero siempre había más. Zumbaban, siseaban, y de pronto, con un temblor, la fortaleza se detuvo.

Cuchilla comenzó a reírse, agarrado a mi pierna.

—¿Lo ves? —dijo con su voz rasposa, y trepó hasta mi hombro—. ¡Ayudamos! ¡Cuchilla ayuda! ¿Cuchilla lo ha hecho bien?

Lo tomé en brazos y lo besé en la coronilla, sin hacer caso de la violenta sacudida eléctrica que recibí.

—Lo has hecho genial. Ahora, ve a ponerte a refugio. Yo me encargo de lo demás.

Zumbó, feliz, y se alejó a toda prisa, perdiéndose entre la muchedumbre.

Respiré hondo y miré a mi alrededor. Ash y Puck se habían separado del grueso de la batalla para defenderme del gentío que avanzaba hacia nosotros. Íbamos a tener que atravesar las líneas enemigas, y enseguida.

—¡Ash! ¡Puck!

Se giraron hacia mí y señalé hacia delante.

—¡Las defensas de la fortaleza han caído! ¡Voy a entrar!

—¡Espera! —Mab apareció delante de nosotros. Bella y aterradora, su cabello se agitaba como un nido de serpientes—. Te abriré camino —dijo volviéndose hacia el campo de batalla—. Esto agotará mi poder, así que más vale que no lo desperdicies, mestiza. ¿Estás lista?

Asentí, asombrada todavía por su ofrecimiento. La Reina de Invierno levantó la mano y sentí que el hechizo se agitaba a su alrededor, poderoso y brutal. Bajó el brazo y una ráfaga de viento gélido erizada de carámbanos acribilló a la muchedumbre con sus esquirlas afiladas como navajas. Los duendes de Hierro chillaron y retrocedieron, cegados, tapándose los ojos y las caras, y un camino que llevaba derecho al castillo se abrió ante nosotros.

—Adelante —siseó Mab con voz ligeramente crispada, y no vacilamos.

Empuñando mi espada, con Ash delante y Puck detrás, me lancé hacia el boquete abierto por la reina.

La fortaleza se alzaba hacia lo alto, relumbrando todavía y arrojando relámpagos mientras los gremlins se arremolinaban sobre ella. Los urracas parecían paralizados. Con la cara flácida y la mirada inexpresiva, permanecían ajenos a la batalla que se desarrollaba a su alrededor. No reaccionaron cuando llegamos a la base del castillo y Ash se encaramó a su borde de un salto.

Contuve la respiración, rezando para que no lo fulminara un rayo como al dragón, pero había tantos gremlins que los defensores ni siquiera repararon en nosotros. Aun así, cuando Ash tiró de mí y nos pegamos a la pared, los rayos centelleaban por todas partes, olía a ozono y a carne quemada y a nuestro alrededor caían gremlins carbonizados. Pegué la cara al hombro de Ash.

—Una puerta, mi reino por una puerta —masculló Puck.

—Allí —dijo Ash, señalando a una plataforma, varios metros por encima de nosotros—. Vamos. Tendremos que escalar.

Escalar las paredes no fue difícil, pero sí horripilante debido a los rayos y a los chillidos de los gremlins moribundos. Aun así, tardamos poco en llegar a la plataforma. En un entrante, junto a la barandilla, había una pequeña puerta de hierro. Eché a andar hacia ella, ansiosa por alejarme de la tormenta eléctrica, pero antes de que llegara al centro de la plataforma, la fortaleza tembló como un perro sacudiéndose el agua y se puso de nuevo en marcha. Me tambaleé hacia delante y estrellé el hombro contra la puerta. No se movió por más que empujé y que intenté mover el picaporte.

—¡Maldita sea! —gritó Puck, agachando la cabeza cuando un rayo cayó muy cerca—. Vamos a tener que encontrar otro modo de entrar, a no ser que alguien tenga una llave por casualidad.

¡La llave! Me arranqué la cadena del cuello y metí la llave de hierro en el ojo de la cerradura. Oí un suave chasquido y me abalancé de nuevo contra la puerta. Esta vez se abrió hacia dentro y, tropezando con el umbral, me precipité en el interior. Puck y Ash me siguieron. Luego, la puerta se cerró de golpe y quedamos atrapados dentro de la fortaleza del falso rey.