21
El pasado de Ferrum
Los rebeldes me miraron con curiosidad y fastidio cuando crucé corriendo el campamento, sorteando a los elfos hackers que estaban recogiendo sus ordenadores y balbuciendo disculpas mientras me abría paso entre el gentío. Llegué a las escaleras que llevaban a la plataforma y subí de dos en dos los escalones, pero frené al llegar al rellano. Acordándome de lo que me había dicho Puck sobre las estalactitas y los intrusos, me asomé con cautela a la esquina.
Ash estaba de pie al borde de la plataforma, de espaldas a mí. El viento agitaba su pelo y su manto. Las nubes de color rojo oscuro tapaban la luna, y la brisa arrastraba minúsculos copos grises que se deshacían al tocar mi piel. La fina capa de polvo que cubría la plataforma amortiguó el ruido de mis pasos cuando crucé el arco de entrada. Supe que Ash me había oído porque ladeó la cabeza, pero no se volvió.
—Es increíble —musitó sin apartar los ojos del paisaje.
A lo lejos, un relámpago de un verde venenoso recorrió la panza de las nubes y el aire se volvió diáfano y químico.
—Pensar que esto fue alguna vez el Nuncajamás. Saber que todo podría convertirse en esto —sacudió la cabeza lentamente—. Sería nuestro fin. El País de las Hadas se extinguiría para siempre. Todo lo que conozco, lugares que han existido desde el comienzo de los tiempos, desaparecería.
—No lo permitiremos —dije con firmeza al reunirme con él junto al borde de la plataforma—. Detendremos al usurpador y esto volverá a ser como antes. No voy a permitir que desaparezca todo.
Ash no dijo nada. Siguió contemplando el paisaje. Un silencio denso e incómodo cayó sobre nosotros. El viento agitó mi pelo y aulló en el espacio que nos separaba. Sentí que los dos queríamos hablar, acabar con la tensión, dejar de sentirnos incómodos por las disculpas que ninguno había pedido aún, hasta que el silencio se me hizo insoportable.
—Lo siento, Ash —murmuré por fin—. Siento lo que te dije antes. No lo dije en serio.
Sacudió la cabeza levemente.
—No. No debes disculparte —soltó un suspiro y se pasó la mano por el pelo sin mirarme—. Soy yo quien te enseñó a combatir, a cuidar de ti misma. No tengo derecho a enfadarme cuando demuestras que eres capaz de poner en práctica todo lo que te enseñé.
—Tuve un maestro excelente.
Esbozó una sonrisa muy tenue, pero sus ojos siguieron teniendo una expresión sombría mientras observaban el horizonte.
—No eres la misma chica que conocí cuando viniste por primera vez al Nuncajamás en busca de tu hermano —dijo en voz baja—. Has madurado. Has cambiado. Ahora eres más fuerte, como lo era ella.
No dijo su nombre, pero comprendí a quién se refería. Ariella, el amor que había perdido, asesinada por un wyvern, mucho antes de que nos conociéramos.
—Ella fue siempre la más fuerte de los dos —prosiguió con voz apenas más alta que un murmullo—. Ni siquiera la Corte de Invierno consiguió doblegar su espíritu, convertirla en desdeñosa y cruel. Era mejor que todos nosotros, pero no pude salvarla —cerró los ojos y apretó los puños al recordar—. Murió porque yo fallé cuando debía protegerla. No puedo… —le tembló la voz, solo un poco, y tomó aliento—. No puedo permitir que eso te pase a ti.
—Yo no soy ella —dije, pasando mi brazo por el suyo—. A mí no vas a perderme, te lo prometo.
Se estremeció y me miró de soslayo.
—Meghan —comenzó a decir, y sentí su desasosiego—, hay algo… que no te he dicho. Debería habértelo explicado antes, pero… temía que la profecía se cumpliera si lo hacía —se quedó callado un momento como si esperara que yo dijera algo. Como seguí callada, respiró hondo—. Hace mucho tiempo —continuó—, alguien me dijo que tendría mala suerte en el amor, que las personas a las que amara me serían arrebatadas, que mientras siguiera sin tener alma, perdería a todos aquellos que de verdad me importaran.
Se me paró el corazón un instante y luego volvió a latir, más deprisa que antes.
—¿Quién te dijo eso?
—Una sacerdotisa druida muy anciana —pareció vacilar y sorprendí un destello de mala conciencia en sus ojos—. Fue antes de lo de Ariella, hace mucho tiempo, cuando los humanos todavía temían y reverenciaban a los dioses antiguos y hacían toda clase de ritos para mantenernos alejados, con lo que solo conseguían que nos esforzáramos más aún por esquivarlos. Yo entonces era mucho más joven, y mis hermanos y yo nos entregábamos a juegos crueles con los mortales, sobre todo con las muchachas ingenuas con las que nos cruzábamos —se quedó callado y echó la cabeza un poco hacia atrás como si calibrara mi reacción.
—Continúa —murmuré.
Suspiró y se desasió muy suavemente de mi mano para volverse hacia mí.
—Hubo una chica —dijo, eligiendo sus palabras con sumo cuidado—. Tenía apenas diecisiete años mortales, y era muy ingenua. Su pasatiempo favorito era recoger flores y jugar en el arroyo, en el lindero del bosque. Yo lo sabía porque la observaba a menudo desde los árboles. Estaba siempre sola, no tenía miedo, desconocía los peligros que encerraba el bosque —un atisbo de amargura se coló en su voz, una sombría repulsión hacia los duendes de aquella historia.
Sentí frío cuando añadió con voz suave y desprovista de emoción:
—La atraje al bosque con palabras zalameras, regalos y promesas de cariño. Me aseguré de que se enamorara de mí, de que ningún otro humano pudiera hacerle sentir lo que sentía conmigo, y luego se lo quité todo. Le dije que los mortales no significaban nada para los duendes, que no era nada para mí. Que era todo un juego, solo eso, y que el juego había acabado. Le rompí algo más que el corazón. Le rompí el alma, la destrocé. Y disfruté haciéndolo.
Yo había estado esperando aquella revelación, pero aun así me sentí enferma al saber que Ash podía ser tan cruel, un duende caprichoso más jugueteando con las emociones humanas. Aquella chica de diecisiete años, solitaria y ávida de cariño, había sido como yo en otro tiempo. Si aquel día hubiera estado yo en el lindero del bosque en vez de ella, Ash me habría hecho lo mismo a mí.
—¿Qué fue de ella? —pregunté cuando guardó silencio.
Cerró los ojos.
—Murió —contestó con sencillez—. No podía comer, no podía dormir, no podía hacer nada, salvo languidecer de melancolía, hasta que su cuerpo estuvo tan débil que sencillamente dejó de vivir.
—¿Y tú te sentiste horriblemente culpable por ello? —pregunté, intentando extraer una moraleja de aquel cuento, una lección aprendida o algo así. Pero Ash sacudió la cabeza con una sonrisa amarga.
—No volví a pensar en ella —dijo, aplastando mis esperanzas—. No tener alma nos libera de cualquier clase de conciencia. Era solo una humana, una necia que había cometido el error de enamorarse de un duende. No fue la primera, ni sería la última. Pero su abuela, la suma sacerdotisa del clan de la muchacha, no era tan necia. Me buscó y me dijo lo que acabo de contarte: me maldijo, prometió que estaría destinado a perder a todas las personas a las que amara de verdad, que ese era el precio que tendría que pagar por ser un desalmado. Naturalmente, yo me reí y no le di importancia, pensé que eran supersticiones de una mortal insignificante… hasta que me enamoré de Ariella —bajó aún más la voz—. Y ahora, de ti.
Se volvió y miró de nuevo a lo lejos.
—Cuando Ariella me fue arrebatada, lo entendí de pronto. No tenemos conciencia, pero enamorarse cambia las cosas. Entendí lo mucho que había hecho sufrir a esa muchacha, el dolor que le había causado. Me dije a mí mismo que no cometería el error de volver a amar a nadie —soltó una risa amarga y sacudió la cabeza—. Y entonces llegaste tú y lo echaste todo a perder.
No pude responder. Seguía viendo a aquella chica, y al misterioso desconocido del que se había enamorado, por el que había muerto.
—¿Por qué me lo cuentas ahora? —susurré.
—Porque quiero que entiendas quién soy —me miró, solemne y adusto—. No soy un humano con orejas puntiagudas, Meghan. Soy y siempre seré un duende. Sin alma. Inmortal. Por culpa de lo que hice ese día, murió alguien a quien amaba. Y ahora aquí estamos, al borde de la guerra y… —se interrumpió y bajó la mirada—. Y tengo miedo —susurró—. Tengo miedo de fallarte como fallé a Ariella, tengo miedo de que las faltas de mi pasado arruinen cualquier oportunidad que tengamos en el futuro. Miedo de que te des cuenta de cómo soy en realidad, de lo que soy, y de que un día, al darme la vuelta, te hayas marchado.
Se quedó callado. El viento sacudió su cabello y sus ropas, levantando un remolino de cenizas en medio del silencio. Colgado de la pared, un planeador giró la cabeza y zumbó, soñoliento. Ash estaba tenso, esperaba mi reacción con la espalda y los hombros rígidos. Se había preparado para oír mis pasos bajando por la escalera. Vi que sus hombros temblaban y percibí una leve aura de temor antes de que le diera tiempo a ocultarla.
Me acerqué y le rodeé la cintura con los brazos, oí que contenía la respiración cuando me apreté contra él.
—Eso fue hace mucho tiempo —murmuré, pegando mi mejilla a su espalda—. Has cambiado desde entonces. Aquel Ash no habría protegido a una estúpida chica humana con su vida, ni se habría convertido en su caballero, ni se habría ido al exilio con ella. Tú has estado siempre ahí, en cada paso del camino, justo a mi lado. No voy a dejarte marchar ahora.
—Soy un cobarde —dijo en voz baja—. Si de verdad me importaras, pondría fin a mi vida y, con ella, a la maldición. Mi existencia te pone en peligro. Si yo no estuviera aquí…
—No te atrevas, Ashallyn’darkmyr Tallyn —lo abracé más fuerte, y se tensó al oír su Verdadero Nombre—. No te atrevas a malgastar tu vida por culpa de una superstición absurda. Si mueres… —se me quebró la voz y tuve que tragar salivar—. Te quiero —susurré, cerrando los puños junto a su tripa—. No puedes dejarme. Juraste que no lo harías.
Sus manos se posaron sobre las mías y nuestros dedos se entrelazaron.
—Aunque el mundo entero se rebele contra ti —susurró agachando la cabeza—, te doy mi palabra.
Pasamos esa noche en la plataforma, sentados contra la pared, contemplando la tormenta que barría las lomas lejanas. No hablamos apenas, nos contentamos con estar el uno al lado del otro, absorto cada uno en sus pensamientos. Cuando hablamos, fue de la guerra, de los rebeldes y de otras cosas del presente, de cosas muy alejadas del pasado… y del futuro. Yo me adormilé varias veces y me desperté con sus brazos rodeándome y mi cabeza apoyada en su hombro.
Lo siguiente que recuerdo es que me zarandeó para despertarme. Había pasado la noche y una luz rosada refulgía sobre el horizonte lejano.
—Despierta, Meghan.
—¿Qué? —bostecé y me froté los ojos.
Cuando empezó a dolerme el trasero, comprendí de pronto que no era buena idea dormir con la armadura y apoyada contra una pared.
—¿Ya es hora de irnos?
—No —se acercó al borde de la plataforma—. Ven a ver esto. Deprisa.
Me asomé por el borde. Al principio no vi nada. Luego la luz se reflejó en un objeto metálico, a la altura del horizonte. Entorné los párpados y me hice sombra en los ojos con la mano. ¿Podía ser el destello de una armadura metálica? ¿O el lomo reluciente de un escarabajo de hierro? Se me heló la sangre.
—Vienen hacia aquí —masculló Ash, y yo retrocedí tambaleándome.
—¡Tenemos que avisar a Fallo del Sistema!
Bajé precipitadamente, seguida por Ash. Mientras corríamos escaleras abajo, nos dimos cuenta de que Fallo del Sistema ya lo sabía. El campamento era un caos: los rebeldes corrían de acá para allá, recogiendo sus armas y poniéndose sus corazas. Los heridos del día anterior iban saliendo lo más rápido que podían, con las heridas recién vendadas, cojeando o llevando a aquellos que no podían caminar.
—¡Ahí estáis! —Puck salió a nuestro encuentro al pie de la escalera—. Otro ejército viene de camino y vosotros haciéndoos arrumacos en el balcón. Id preparándoos. Parece que va a haber otra batalla.
—¿Dónde está Fallo del Sistema? —pregunté mientras atravesábamos las ruinas a toda prisa, sorteando rebeldes—. ¿En qué está pensando? ¡No podemos enfrentarnos a otro ejército! Hay demasiados heridos y otra batalla sería su fin.
—Parece que no tenemos elección, princesa —dijo Puck cuando vi al líder de los rebeldes discutiendo con Diodo bajo las ramas del árbol gigante.
Tenía el rostro crispado, y los ojos del elfo hacker giraban sin cesar mientras gesticulaba frenéticamente.
—¡Fallo del Sistema! —corrí hacia él y esquivé a un perro, que gruñó cuando estuve a punto de chocar con él—. ¡Necesito hablar contigo!
Levantó la vista e hizo una mueca al ver quién era.
—¿Qué quieres, alteza? Estoy un poco ocupado en este momento.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté al llegar a su lado.
Diodo se apartó precipitadamente.
—¡No puedes obligar a tu gente a luchar ahora! Estamos a punto de reunirnos con los ejércitos de Verano e Invierno y necesitamos a todas nuestras tropas. Si lucháis ahora, tan pronto después de la última batalla, podríais morir todos.
—Soy consciente de ello, alteza —replicó Fallo del Sistema con las púas erizadas—. Pero no tenemos elección, ¿no te parece? No podemos huir. Ahí fuera nos darán caza enseguida. Y tampoco podemos escondernos. No hay dónde ir. Lo único que podemos hacer es resistir aquí. Por suerte no es todo el ejército del falso rey, solo unos cuantos escuadrones de ataque. El verdadero ejército todavía va camino del bosque, con la fortaleza móvil, he de añadir, y si no nos encargamos ahora de este problemilla, no tendremos oportunidad de reunirnos con Verano e Invierno. Ahora apártate de mi camino. Debo estar en primera línea cuando empiece la lucha.
—¡Espera! —lo agarré de la manga cuando pasó a mi lado y se giró, furioso—. Hay otra alternativa. Nosotros llegamos aquí por los túneles de los urracas que hay debajo de la torre. Podríamos escapar por ellos.
—¿Los túneles? —sacudió la cabeza—. Esos túneles tienen varios kilómetros de largo. Ahí abajo hay un laberinto gigantesco. Podríamos vagar sin rumbo durante días.
—Yo no —seguía sin saber por qué conocía tan bien los túneles, pero en cuanto lo dije supe que era cierto—. Yo conozco el camino. Puedo guiaros a todos sin peligro de perdernos.
Pareció incrédulo, y empecé a enfadarme.
—¡Es eso o perder a todo el mundo antes de que empiece la verdadera guerra! ¡Maldita sea! ¡Tienes que empezar a confiar en mí!
—Hazlo —dijo Ash suavemente, mirando a los ojos al duende de Hierro—. Tú sabes que tiene razón.
Fallo del Sistema suspiró y se pasó las manos por el pelo.
—¿Estás segura de que conoces el camino? —preguntó.
—No estaría aquí si no lo conociera.
—Está bien —dijo lentamente—. Está bien. Pondremos nuestras vidas en tus manos una vez más, alteza. Diodo, haz correr la voz. Diles a todos que se reúnan en la cámara central y que estén listos para marchar.
—Sí, señor —Diodo me lanzó una mirada de alivio y se alejó a toda prisa.
Fallo del Sistema lo miró marchar; luego fijó en mí sus ojos violetas.
—Más vale que esto funcione. Eres un verdadero incordio, ¿lo sabías, alteza?
—Pero estoy a punto de salvarte el pellejo —contesté, y Puck soltó un bufido satisfecho.
Fallo del Sistema puso cara de fastidio y se alejó. Nosotros nos dirigimos hacia el centro de las ruinas.
Menos de quince minutos después, todo el ejército rebelde se había congregado bajo las ramas del gran roble, listo para marchar. Me estaba preguntando cuánto tiempo tardaríamos en bajar a todos los rebeldes a los túneles cuando Diodo se acercó para informarnos de que la trampilla por la que habíamos llegado no era la única, había varias más esparcidas por la torre, y una de ellas estaba allí mismo, en la cámara central, justo debajo del árbol. Nos estaba explicando que la trampilla se hallaba casi escondida entre las raíces del roble cuando apareció Fallo del Sistema y se subió al tronco de un salto.
—Están casi en la torre —anunció—. ¡Debemos irnos ya!
Ash, Puck y Fallo del Sistema levantaron la trampilla y la dejaron caer hacia atrás con un estruendo que resonó en toda la sala. Fallo del Sistema se incorporó, me miró y señaló el agujero que conducía hacia la oscuridad.
—Tú primero, alteza. Diodo, ve con la princesa para asegurarte de que todo el mundo sabe que tiene que seguirla.
—¿Y tú?
—Yo voy a quedarme aquí arriba hasta que haya pasado todo el mundo —señaló al enano del brazo mecánico, que esperaba estoicamente detrás de nosotros—. Cuando todo el mundo esté abajo, Torque y yo os seguiremos y sellaremos el túnel. No creo que vayamos a volver aquí.
—Pero…
—Yo me preocuparé de cerrar nuestra vía de escape, tú preocúpate de que no nos perdamos ahí abajo —me dio una linterna y señaló el agujero—. Ahora moveos, antes de que estén en nuestra puerta.
Encendí la linterna y bajé a los túneles. La húmeda oscuridad se cerró en torno a mí. Olía a polvo, a moho, a piedras mojadas, un olor extraño y familiar al mismo tiempo. Ash saltó a mi lado, y luego saltaron Puck y Diodo, cuyos brillantes ojos numéricos parecieron flotar en la oscuridad. Me pregunté dónde estaría Grimalkin y confié en que lograra salir de allí sano y salvo.
El elfo hacker miró con nerviosismo a su alrededor.
—¿Estás segura de que conoces el camino? —masculló intentando parecer tranquilo, pero su voz sonó casi como un chillido.
Alumbré el pasadizo subterráneo con la linterna y sonreí, aliviada. Todo me resultaba familiar. Sabía exactamente por dónde ir.
—Diodo, diles que empiecen a bajar. Diles a todos que me sigan.
Eché a andar y los rebeldes empezaron a bajar por la trampilla, provistos con lámparas y linternas cuya luz oscilaba en la oscuridad. Al principio me sentí extraña estando al frente de un ejército, sintiendo sus ojos fijos en mi espalda mientras los guiaba a través de los túneles, pero pronto dejé de notar el ruido de las pisadas y el balanceo de las luces.
Unos minutos después oímos una explosión a nuestra espalda, tembló el suelo y una lluvia de polvo cayó sobre nosotros. Diodo chilló asustado, Puck se pegó a la pared y Ash me agarró del brazo y me sujetó cuando me tambaleé.
—¿Qué ha sido eso? —gritó el elfo cuando por fin se disipó la polvareda.
Tosiendo, moví la mano delante de mi cara y miré a los rebeldes, que miraban a su alrededor con nerviosismo mientras se ponían en pie. Crucé una mirada con Ash y Puck.
—Fallo del Sistema debe de haber volado la entrada a los túneles —dije al recoger la linterna que había dejado caer al suelo—. Era el único modo de impedir que las fuerzas del falso rey nos siguieran.
—¿Qué? —Diodo miró hacia atrás, angustiado. Sus ojos giraban sin cesar—. Creía que solo iba a cerrar las puertas. Entonces, ¿no podemos volver a la base?
—Fallo no pensaba volver aquí —murmuré mientras alumbraba con la linterna el laberinto que tenía delante—. Ya no hay marcha atrás. Solo podemos continuar.
El tiempo carecía de significado en las galerías de los urracas, a las que nunca llegaba el sol. Podíamos llevar horas caminando, o incluso días. Todos los túneles parecían iguales: oscuros, fantasmagóricos, llenos de extraños trastos, como un monitor de ordenador abandonado o la cabeza cortada de una muñeca. Después de la explosión, Fallo del Sistema se reunió conmigo al frente de la marcha, aunque solo fuera para asegurarse de que sabía por dónde iba. A la sexta vez empezó a sacarme de quicio.
—¡Sí, todavía sé por dónde voy! —contesté cuando volvió a acercarse a mí, interrumpiéndole antes de que pudiera decir nada.
Ash caminaba a mi otro lado, silencioso y protector, pero le sorprendí mirando a Fallo del Sistema con cara de fastidio.
El líder rebelde arrugó el entrecejo.
—Relájate, alteza. Esta vez no iba a preguntarte eso.
—Vaya, qué pena —dijo Puck, que caminaba a su lado—. Vas a hacer que pierda la apuesta que he hecho con el témpano de hielo. Vamos, sé bueno. Dilo una vez más, aunque solo sea por mí.
—Lo que iba a preguntarte —continuó Fallo del Sistema, haciendo caso omiso de Puck—, es cuánto tiempo queda para que salgamos. Mis tropas están empezando a cansarse. No podemos mantener este ritmo mucho más tiempo sin hacer un descanso.
Fruncí el ceño y miré a Ash.
—¿Cuánto tiempo llevamos caminando?
Se encogió de hombros.
—Es difícil saberlo. Un día, quizá. Puede que más.
—¿En serio? —no me parecía que hiciera tanto. No estaba cansada. De hecho, cuanto más avanzábamos, más energía tenía: la misma clase de energía que me había llevado hasta el árbol de Máquina. Pero aquél era un poder más oscuro, más amargo y antiguo. De pronto comprendí de dónde procedía.
—Debemos de estar acercándonos al salón del trono de Ferrum —mascullé, y Fallo del Sistema levantó las cejas.
—¿Ferrum? ¿El antiguo rey?
—¿Lo conoces?
—Ayudé a Máquina a deponerlo —me miró atónito—. Dirigí la toma del salón del trono junto con Virus y Caballo de Hierro. ¿Quieres decir que todavía está vivo?
—No —sacudí la cabeza—. Ya no. Estaba aquí la primera vez que vine al Reino de Hierro para rescatar a mi hermano. Los urracas todavía le rendían culto, pero le aterrorizaba que Máquina volviera a encontrarlo. Creo que finalmente se desvaneció, y que los urracas se marcharon a otro lugar cuando murió.
—Vaya —Fallo del Sistema sacudió la cabeza, asombrado—. Me cuesta creer que ese viejo truhán haya sobrevivido tanto tiempo. Si lo hubiera sabido, habría registrado todos los túneles del reino hasta encontrarlo y habría acabado con él de una vez por todas.
Lo miré espantada.
—¿Por qué? A mí me pareció inofensivo. No era más que un anciano triste y amargado.
—Tú no sabes cómo era antes —entornó los ojos—. No estabas aquí cuando él era el rey. Era un paranoico, le daba pánico que alguien intentara arrebatarle su corona. Yo era uno de sus lugartenientes más jóvenes, pero Caballo de Hierro me contó que Ferrum se asustaba más y más y se ponía más y más furioso con cada nuevo duende de Hierro que aparecía. Habría hecho bien en abdicar, en nombrar un sucesor y dejarle el trono. Estaba viejo y obsoleto, y todos lo sabíamos. En este reino, los viejos se apartan para dejar sitio a los nuevos. Pero Ferrum se negó a renunciar al poder, a pesar de que su amargura estaba corrompiéndolo todo a su alrededor. Máquina le suplicó que meditara si tenía derecho a gobernar, que abdicara elegantemente y dejara el gobierno en manos de otro.
—Ferrum me dijo que Máquina lo había arrojado del trono por su ansia de poder, porque lo quería para él.
Fallo del Sistema soltó un bufido.
—Máquina era el principal apoyo de Ferrum. Los demás… Virus, Caballo de Hierro y yo… estábamos hartos de sus amenazas, del miedo constante a que uno de nosotros fuera el siguiente. Pero Máquina nos dijo que tuviéramos paciencia, y le éramos más fieles a él que al chiflado de nuestro rey. Luego llegó el día en que los celos paranoicos cegaron por completo a Ferrum. Intentó matar a Máquina apuñalándolo por la espalda. Fue su último error, me temo. Máquina comprendió que no estaba en condiciones de seguir gobernando y reunió a sus seguidores para arrojar al rey del trono. Aceptamos encantados.
Me sentí aturdida. Todo lo que creía saber de Máquina era incierto.
—Pero… Máquina quería apoderarse del Nuncajamás —protesté—. Quería erradicar a los duendes antiguos y crear un reino de duendes de Hierro.
Fallo del Sistema se encogió de hombros despreocupadamente.
—Máquina era un estratega nato. Sabía que el planteamiento de Ferrum, esconderse por miedo a las cortes, con la esperanza de que no nos vieran, no funcionaría mucho más tiempo. El Reino de Hierro estaba creciendo más deprisa que nunca. No podíamos seguir escondiéndonos. Tarde o temprano las cortes se enterarían, ¿y entonces qué? ¿Qué crees que ocurriría cuando descubrieran que existía un reino entero de duendes nacidos justamente de la materia que podía matarlos? Máquina sabía que habría una guerra. Y pensó que sería preferible atacar primero.
—Lástima que Meghan os estropeara los planes —comentó Puck con una sonrisa irónica.
Fallo se volvió hacia él y sonrió, desdeñoso.
—Poco importa ahora si el falso rey conquista el Nuncajamás, ¿no crees? —replicó—. Yo seguiré aquí, y también todos los duendes de Hierro, pero vosotros los antiguos os convertiréis en cosa del pasado. Y ni siquiera su alteza podrá impedirlo.
—Eso no va a ocurrir —contesté—. Detendré al falso rey, igual que detuve a Máquina.
—Me alegra saberlo —me miró fijamente—. Pero ¿has pensado en cómo vas a detener la expansión del Reino de Hierro? El que desaparezca el falso rey no significa que vayamos a desaparecer nosotros, princesa. El Reino de Hierro seguirá creciendo y cambiando el Nuncajamás, y al final las cortes vendrán a por nosotros de todos modos. Estoy de acuerdo en que ahora mismo tenemos que detener al usurpador, pero solo estáis posponiendo lo inevitable.
—Tiene que haber una manera —mascullé—. Todos sois duendes, todos usáis el hechizo del mismo modo. Solo sois un poco distintos, eso es todo.
—Un poco distintos, no —dijo con firmeza—. Nuestro hechizo mata a los duendes antiguos. Y la magia de Verano también es letal para nosotros. Si crees que vamos a darnos la mano y a ser amigos, te estás engañando, princesa. Pero debemos parar pronto, o mis tropas estarán demasiado cansadas para combatir.
Sacudí la cabeza.
—No, tenemos que seguir. Al menos, hasta que salgamos de los túneles.
—¿Por qué?
—Porque… —cerré los ojos—. Casi está allí.
Me miraron fijamente.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ash en voz baja.
—Lo siento —se me puso la piel de gallina y me abracé, temblando—. Siento gritar a la tierra allá por donde pasa. Es… —me detuve, buscando una forma de expresarlo—. Es como si alguien arañara la tierra con la hoja de una espada, dejando una cicatriz. No he dejado de sentirlo desde que pasamos por la antigua sala de Ferrum. El falso rey… está cerca del bosque, y me espera.