17
Las ruinas del Rey de Hierro
La última vez que había abierto la trampilla de la torre de Máquina, me había golpeado el calor de una docena de hornos: había entrado en la sala de calderas. En medio de un intenso resplandor rojo, un grupo de enanos provistos de monos amplios y máscaras de oxígeno iba de acá para allá empuñando llaves inglesas y revisando tuberías. Ahora todo estaba en silencio. Los grandes hornos estaban fríos y a oscuras. Algunas vigas se habían caído del techo, las tuberías estaban rotas y dobladas y la ceniza lo había cubierto todo con una fina película de polvo gris. Aquellas extrañas raíces estaban también por todas partes. Brotaban serpenteando de las ruinas de arriba. A través de los agujeros del techo, pude ver una parte de las paredes de la torre, metálicas y relucientes.
—Esto parece abandonado —dijo Puck. Con un dedo, dibujó en el polvo una cara sonriente con la lengua fuera—. Espero que este sea el sitio indicado, princesa.
Miré a través del techo y seguí las raíces hasta perderlas de vista.
—Lo que estamos buscando está allí arriba. Vamos.
Subimos un piso más, trepando por las raíces y los montones de piedras. Al volver a pisar tierra firme, me incorporé y paseé la mirada por lo que antaño había sido la torre de Máquina.
Era un desastre, un laberinto de vigas de hierro, cristales rotos y paredes desmoronadas. Había piezas metálicas esparcidas por todas partes, rotas y oxidadas, del techo colgaban cables y alambres y de las tuberías rotas goteaba agua y aceite. Dispersas entre las ruinas como soldaditos de juguete había numerosas armaduras con el símbolo de la corona de alambre de espino en el peto. Me estremecí al imaginar los cadáveres putrefactos dentro de sus trajes metálicos, pero Ash abrió un casco con el pie y vio que estaba vacío. Al parecer, los caballeros de Hierro corrían la misma suerte que el resto de los duendes: al morir, simplemente dejaban de existir.
Todo estaba inmóvil, como si las ruinas mismas estuvieran conteniendo la respiración.
—Parece que no hay nadie en casa —dijo Puck, girando lentamente sobre sí mismo—. ¿Holaaaaa? ¿Hay alguien?
—Silencio, Goodfellow —gruñó Ash mientras escudriñaba las sombras con los ojos entornados—. No estamos solos.
—¿No? ¿Y cómo lo sabes, príncipe? Yo no veo a nadie.
—El cait sith ha desaparecido.
—Mierda.
«Por aquí, Meghan Chase».
Un tenue resplandor salió del centro de las ruinas, atrayéndome como una llama a una polilla. Sin decir nada, eché a andar hacia allí, pasé por debajo de unas vigas y sorteé varios muros medio derruidos, adentrándome en el laberinto.
—¡Princesa! ¡Espera, maldita sea!
Corrieron detrás de mí lanzando maldiciones, pero yo apenas los oí. Lo que me llamaba estaba allí. Allí, justo delante…
Luego, las paredes, las ruinas y los escombros desaparecieron de pronto y vi un árbol gigantesco en el centro de la torre.
El roble se elevaba en el aire, gigantesco y orgulloso, con un tronco tan ancho que cuatro personas no habrían podido rodearlo con sus brazos. Sus ramas enormes se extendían sobre la torre como una techumbre que tapaba el cielo abierto. El árbol entero relucía como el filo de una espada, metálico y lustroso, y sus hojas centelleaban como oropel en medio de la luz tenue.
—Máquina —musité, y miré con asombro el árbol mientras Puck y Ash me alcanzaban por fin—. ¿De veras es…? ¿Es posible? —me acerqué despacio a las raíces del roble y levanté la mirada hacia el tronco. Varios metros por encima de mi cabeza, una vara sobresalía del metal, fina y recta. A diferencia del resto del árbol, era de madera.
—¡Ahí está la flecha! ¡Dios mío! ¡Es él de verdad!
—Espera, ¿Máquina era un árbol? —Puck se rascó la nuca—. Me he perdido, princesa.
—Se convirtió en un árbol cuando le clavé la flecha de madera de maga —estaba junto al antiguo Rey de Hierro, tan cerca que veía mi reflejo distorsionado en el tronco—. No pensé que pudiera sobrevivir al derrumbe de la torre —movida por un impulso, alargué el brazo y toqué el árbol, pegando la palma a su superficie reluciente.
«Esto ya no es el Rey de Hierro, Meghan Chase». No me sorprendió oír de nuevo su voz dentro de mi cabeza, a pesar de que sentí vibrar el poder bajo mi mano.
El árbol estaba repleto de hierro hasta su mismo centro, pero pese a todo no se estaba muriendo. De hecho, estaba floreciendo. «Este roble solo es el vestigio material de su poder, y del tuyo. Como te he dicho otras veces, ahora estoy contigo».
—Meghan —dijo Ash en tono de advertencia.
Me aparté del árbol para romper el contacto y al volverme vi que estábamos rodeados.
Desde todos los rincones de las ruinas nos miraban duendes de Hierro cuyos ojos brillaban en las sombras. Por lo que pude distinguir, la mayoría portaba armas, sobre todo espadas de hierro y ballestas, pero también algunas pistolas con las que nos apuntaban.
—Meghan Chase —dijo una voz conocida, y Fallo del Sistema salió de detrás del gentío. Sacudió la cabeza, mirándome, y las púas de su coronilla chisporrotearon cargadas de electricidad—. ¿Qué demonios haces aquí?
Me quedé mirándolo mientras el desconcierto y la desilusión se extendían por mi pecho.
—¿Fallo del Sistema? —dije, y el líder rebelde arqueó una ceja—. ¿Qué haces tú aquí? Pensaba que… que era aquí donde vivía el falso rey.
Soltó un bufido.
—¿Bromeas? El falso rey no se acercaría ni a cien metros de este lugar. Esto sigue siendo territorio de Máquina y todo el mundo lo sabe —cruzó los brazos y me miró fijamente con sus ojos violetas—. Pero creo que te he preguntado yo primero, princesa. ¿Qué haces aquí? No me digas que has venido a buscar al falso rey.
—Sí —respondí—. He venido a matarlo.
Se atragantó y sus púas crepitaron, despidiendo rayos de luz.
—¿Cómo dices? —preguntó por fin—. A ver si me aclaro. Eres lo único que necesita el falso rey para volverse invencible, y en lugar de esconderte en el mundo mortal como una persona sensata, o mejor aún, dejar que te protejamos, quieres ir a atacar a las fuerzas del usurpador y eliminarlo con tus propias manos —sacudió la cabeza—. Estás más loca de lo que pensaba.
—Podemos hacerlo —insistí—. Solo necesito saber dónde está.
—Eh, no, no podéis —replicó—. No pienso decirte dónde está para que vayas alegremente a dejarte matar. Esto es lo que vamos a hacer: tus amiguitos y tú os quedaréis aquí, a salvo de su alcance, mientras él ataca el Nuncajamás y malgasta un poco sus fuerzas. Luego idearemos un plan para contraatacar. Ahora es demasiado poderoso para intentarlo.
—No podemos esperar —dije—. No puedo permitir que ataque el Nuncajamás y siga destruyéndolo. Debemos actuar inmediatamente.
—Lo siento, alteza, pero no creo que estés en situación de dar órdenes —repuso Fallo del Sistema con firmeza—. Este es mi cuartel general, y estas son mis tropas. Y me temo que no puedo permitir que te marches. Como te decía, sería como entregarle la victoria en bandeja al falso rey. Y a mí no me gusta perder. Esos dos duendes y tú no vais a salir de aquí.
—¿Crees que puedes retenernos por la fuerza? —preguntó Ash con voz suave y amenazadora mientras observaba al ejército desplegado ante nosotros—. Te aseguro que así perderás a un montón de rebeldes, y necesitas a todos y cada uno de ellos.
—No me subestimes, príncipe —contestó Fallo del Sistema, cuya voz se había vuelto de pronto amenazante—. Por algo era el lugarteniente primero de Máquina, y ahora estás en mi casa.
—No me digas —Puck sacó sus dagas antes de que pudiera detenerlo—. Pues yo apuesto por el equipo visitante.
Los rebeldes levantaron las armas poniéndose en guardia y Puck lanzó a Ash una sonrisa feroz.
—Las probabilidades de victoria están repartidas como a mí me gusta. ¿Listo, cubito de hielo?
—¡Alto! —mi voz resonó en la estancia, sorprendiendo a todo el mundo, yo incluida—. Esto no va a convertirse bajo ningún concepto en una batalla campal. Estamos en el mismo bando, maldita sea. Guardad las armas ahora mismo.
Puck se quedó mirándome, atónito, pero Ash se irguió y envainó tranquilamente su espada. Un suspiro colectivo pareció recorrer la sala cuando los rebeldes se relajaron y bajaron sus armas. Suspiré y me volví de nuevo hacia Fallo del Sistema, que me observaba con expresión ilegible.
—Mira —le dije, acercándome—, sé que crees que no debo acercarme al falso rey, pero no debes preocuparte. Fui yo quien derrotó a Máquina, ¿recuerdas? Me colé en esta misma torre, me enfrenté al último Rey de Hierro y le atravesé el corazón con una flecha. Por eso estoy aquí. Oberón y Mab me han enviado a enfrentarme al usurpador. Creen que soy la única que puede vencerle. No quiero pelear contigo, pero de un modo u otro tengo que enfrentarme a él. Puedes ayudarme, o quitarte de mi camino.
Suspiró y se pasó la mano por el pelo, haciéndolo chisporrotear.
—No tienes ni idea de lo que estás haciendo —replicó mientras se sacudía hilillos de neón de los dedos—. ¿Crees que estás preparada para vencer al falso rey? Muy bien —se alejó del árbol y nos llamó con una mano—. Ven conmigo. ¡Vosotros dos no! —bramó señalando a Puck y Ash—. Pueden quedarse aquí. Vamos a ir a dar una vuelta.
—Ni lo sueñes —contestó Ash con calma, y apoyó la mano en la empuñadura de su espada.
Le lancé una mirada de advertencia. Fallo del Sistema resopló.
—Tranquilo, príncipe —dijo con fastidio—. ¿De veras crees que voy a hacerle daño? El que no quiere que vaya a esa misión suicida soy yo. Ahora que está justamente donde yo quería, ¿crees que voy a ponerla en peligro? Tu princesa estará perfectamente a salvo bajo mi cuidado. Y te aseguro que le interesa ver esto.
—No tengo ningún motivo para fiarme de lo que dices —contestó Ash en tono tajante.
El líder de los rebeldes levantó las manos.
—Muy bien —dijo secamente—. Quieres que te dé mi palabra, ¿no es eso? Pues ahí va: yo, Fallo del Sistema, último lugarteniente del Rey Máquina, prometo proteger a Meghan Chase de todo daño y traerla de vuelta sana y salva para dejarla al cuidado de ese par de paranoicos que son sus guardianes. ¿Te basta con eso?
—¿Qué hay de Puck y Ash? —pregunté yo.
—Mis tropas tampoco les harán ningún daño. ¿Hemos terminado ya? —me miró con exasperación—. Creo que conviene que veas esto, princesa, ya que tantas ganas tienes de enfrentarte al falso rey.
Miré a Ash y Puck.
—No pasa nada —dije, y levanté una mano para atajar la protesta de Puck—. Si Fallo del Sistema dice que es importante, debo ir.
—Esto no me gusta —Puck cruzó los brazos y miró al líder de los rebeldes con aire escéptico—. No es que no me fíe de ese tío, pero… No, espera, esa es justamente la razón. ¿Estás segura de que quieres ir, princesa?
Asentí.
—Sí, estoy segura. Vosotros quedaos aquí. Volveré en cuanto pueda.
—Una cosa más —dijo Ash con aquella voz suave y peligrosa, y Fallo del Sistema le lanzó una mirada cansina—. Si no vuelves con ella —añadió, mirándolo fijamente—, si le sucede algo mientras esté contigo, convertiré este campamento en un baño de sangre. Esa es mi promesa, lugarteniente.
—La traeré de vuelta, príncipe —contestó Fallo del Sistema con una levísima nota de temor en la voz—. Te he dado mi palabra y he de cumplirla, igual que tú. Intenta no masacrar a mi gente mientras estamos fuera, ¿de acuerdo?
—¿Adónde vamos? —pregunté cuando nos alejamos.
Fallo del Sistema me obsequió con una sonrisa desganada.
—Voy a enseñarte a qué te enfrentas.
Me llevó por un tramo de escaleras, hasta una parte de la torre que no se había derrumbado del todo, donde un rellano temblaba a la intemperie, sacudido por el viento. Allí abajo, la meseta de obsidiana se extendía hasta perderse en el horizonte, cruzada por lava anaranjada y tachonada de árboles metálicos. Encima de nosotros, el cielo estaba despejado salvo por unas pocas nubes desgarradas, y la luna púrpura nos miraba parpadeando como un ojo rojo y malévolo.
Fallo del Sistema se acercó al borde del rellano y se asomó a los dominios de Hierro con la cara vuelta hacia el cielo.
—Bien, el cielo está despejado —se volvió para mirarme y sonrió—. Ahora no hay nubes, pero puede formarse una tormenta en un abrir y cerrar de ojos, así que hemos de darnos prisa. No quiero que me pille la lluvia sin un paraguas, te lo aseguro.
—¿Cómo vamos a llegar allí? —pregunté mientras me asomaba con cautela a la llanura ennegrecida que se extendía bajo nosotros.
Me sonrió.
—Volando.
Se oyó un fuerte zumbido. Miré hacia arriba y vi que un par de criaturas largas y segmentadas bajaban trazando círculos hacia nosotros. Retrocedí de un salto cuando se posaron al borde del rellano. Intenté no parecer asustada, pero no fue fácil. Aquellos seres parecían un cruce entre un ala delta y una libélula, con abultados ojos de insecto y seis patas de cobre que se agarraban a la barandilla con minúsculas garras. Sus cuerpos eran finos y relucientes, pero sus alas, hechas para planear más que para volar velozmente, se parecían más a las de un murciélago que a las de un insecto. Y tenían propulsores en la parte de atrás.
Fallo del Sistema parecía muy satisfecho de sí mismo.
—Son planeadores —me dijo—. Acércate al borde de la plataforma, extiende los brazos y se colocarán en posición. Para guiarlos, hay que tirar de sus patas traseras y mover el peso del cuerpo. Fácil, ¿no?
Me quedé mirándolo, incrédula, y se rio.
—Tú primero, alteza. A menos que estés asustada, claro.
—Por supuesto que no —contesté sarcásticamente, al estilo de Puck—. ¿Que unos insectos gigantescos me sostengan a varios centenares de metros de altura? ¿Por qué habría de asustarme?
Sonrió, burlón, pero no dijo nada. Respiré hondo para calmar mi corazón acelerado, me acerqué al borde y miré hacia abajo. Fue un error. Armándome de valor para afrontar lo inevitable, extendí los brazos.
Un momento después sentí que unas patas articuladas me agarraban de la ropa. Uno de los insectos trepó por mi espalda, sorprendentemente ligero para ser tan grande. Apreté los dientes y procuré no moverme cuando sus patas se curvaron debajo de mí formando una especie de hamaca. Por encima de mi cabeza, las alas zumbaron y se agitaron esperando el despegue, pero no nos movimos. Miré el precipicio vertiginoso y me dio un vuelco tan violento el estómago que temí vomitar en cualquier momento.
—Eh, vas a tener que saltar, princesa —dijo Fallo del Sistema.
Me habría vuelto para fulminarlo con la mirada si no hubiera estado demasiado aterrorizada para moverme.
—Sí, estoy en ello —cerré los ojos y respiré hondo varias veces seguidas, preparándome para la caída—. Está bien —susurré, intentando concienciarme—. A la de tres. Allá vamos. Una… dos… ¡tres!
No ocurrió nada. Mi mente dijo «salta», pero mi cuerpo se negó a moverse. Me quedé al borde de la plataforma, el viento sacudió mi pelo y me sentí mareada.
—No sé si puedo hacerlo —dije cuando mi planeador zumbó, enojado—. ¡Eh, no me juzgues! ¿Cómo sé que no…? ¡Aaaaah!
Alguien me empujó por detrás lo justo para hacerme perder el equilibrio. Chillando como una bean sidhe en una montaña rusa, caí hacia delante.
Por un momento no pude abrir los ojos. Estaba segura de que iba a morir. El viento restalló a mi alrededor, me aulló en los oídos mientras parecía precipitarme hacia una muerte segura. Luego, el planeador se inclinó hacia arriba y se enderezó al encontrar una corriente de aire. Cuando mi corazón dejó de latir a toda velocidad y pude aflojar un poco las manos, con las que me agarraba a las patas del insecto, abrí los ojos con cautela y miré a mi alrededor.
La tierra se extendía ante mí, llana e infinita, fracturada por fulgurantes cintas de lava que se perdían en el horizonte. Desde aquella altura, el Reino de Hierro no parecía tan lúgubre. El viento me chillaba en los oídos y sacudía mi pelo, pero yo no tenía miedo. Tiré con indecisión de la pata delantera del planeador y enseguida viró a la derecha. Tiré de la otra pata y viró a la izquierda, y una oleada de euforia se apoderó de mí. Deseé ir más deprisa, subir más alto, encontrar una bandada de… lo que fuese… y echarle una carrera hacia el sol. ¿Cómo era posible que hubiera temido aquello? Era tan fácil, tan asombroso… El planeador zumbó, excitado, como si percibiera mi estado de ánimo, y lo habría mandado en picado hacia abajo si una voz no me hubiera detenido.
—¿Verdad que es magnífico, princesa? —Fallo del Sistema tuvo que gritar para que le oyera cuando su planeador se puso a la altura del mío. De su pelo saltaban relámpagos frenéticos que dejaban una estela de energía tras él—. Un solo vuelo en planeador y no quieres volver a caminar en toda tu vida.
—¿No podrías haber dejado que saltara sola? —grité con enfado.
Se rio.
—Podría, sí, pero habríamos estado allí hasta mañana —tiró de las piernas de su planeador y el insecto se elevó, giró sobre sí mismo y descendió por mi otro lado hasta ponerse a mi altura—. Bueno, alteza, parece que le estás cogiendo el tranquillo. ¿Quieres que te enseñe lo que son capaces de hacer? Si no te asusta un poco de riesgo, claro.
Yo estaba repleta de adrenalina y la euforia del vuelo hacía bullir mi sangre. Y además estaba enfadada con el duende de Hierro y dispuesta a aceptar cualquier desafío, grande o pequeño.
—¡Claro que sí!
Sonrió y sus ojos brillaron.
—Sígueme, entonces. ¡Y procura no quedarte atrás!
Su insecto ascendió bruscamente y el grito de júbilo de Fallo del Sistema resonó tras él. Tiré de las patas delanteras de mi planeador y lo siguió al instante, subiendo como un cohete. Fallo del Sistema viró bruscamente a la derecha; yo tiré de la pata derecha del planeador, que ejecutó la misma maniobra, describiendo un amplio arco. Perseguimos a Fallo del Sistema por el cielo despejado, en una serie de tirabuzones, arcos, curvas y caídas en picado, todo ello a velocidad máxima. La tierra pasaba vertiginosamente debajo de mí, el viento aullaba en mis oídos y mi sangre corría más aprisa que nunca. Lancé a mi planeador a una caída en vertical y le hice ascender en el último segundo. Sentí una efusión de adrenalina y lancé un grito de pura felicidad.
Por fin alcanzamos de nuevo a Fallo del Sistema y volvimos a volar en línea recta. Me miró malhumorado cuando me reuní con él, jadeando todavía por la euforia del vuelo.
—Tienes talento para esto —dijo sacudiendo la cabeza—. Los planeadores no vuelan así de bien con cualquiera. Para que rindan al máximo, tienen que sentirse a gusto contigo. Creo que les has impresionado.
Me alegró absurdamente aquel cumplido, y tuve el extraño impulso de acariciar la cabeza de mi planeador.
—¿Cuánto queda para llegar adonde vamos? —pregunté al ver que la enorme luna roja estaba empezando a ponerse.
Suspiró y su buen humor pareció desvanecerse de pronto.
—Casi hemos llegado. De hecho, deberías empezar a verlo… ya.
Sobrevolamos una loma más allá de la cual el terreno se hundía formando una cuenca poco profunda, y por primera vez vi las fuerzas del falso rey.
Cubrían el terreno como una alfombra centelleante, una pequeña ciudad de duendes de Hierro marchando en secciones perfectamente cuadradas. Era un ejército enorme, seguramente el doble de grande que las fuerzas unidas de Verano e Invierno. Grandes escarabajos de hierro como los que habíamos visto en la última batalla avanzaban pesadamente, como tanques, cerniéndose sobre las filas de duendes más pequeños. Conté al menos una treintena de ellos, y me acordé de lo difícil que había sido derribar a uno solo. Pero eso no era lo peor.
Detrás del ejército, avanzando a velocidad vertiginosa, había una enorme fortaleza de hierro. Parpadeé y me froté los ojos, pensando que estaba alucinando. Era imposible. Algo de ese tamaño no debía poder moverse. Y aun así allí estaba, avanzando tras el ejército, una gigantesca estructura de hierro y acero. Torcida y desigual, parecía hecha a trozos, con cualquier cosa, pero tenía la forma de una monstruosa ciudadela móvil.
—Lleva algún tiempo reuniendo a sus fuerzas —comentó Fallo del Sistema mientras yo miraba atónita la fortaleza, incapaz de apartar los ojos de ella—. Esas escaramuzas en la frontera con el Nuncajamás… Eran solo una distracción, una forma de debilitar al otro bando mientras reunía sus fuerzas. Al paso que va, llegará al límite del Reino de Hierro en menos de una semana. Y cuando irrumpa en el Nuncajamás con esa fortaleza y todo el poder de su ejército, ninguno de los duendes antiguos podrá detenerlo. Primero eliminará las cortes y luego plantará ese castillo en medio de vuestro querido Nuncajamás para acabar de cargárselo. El País de las Hadas se convertirá en Hierro en cuestión de días.
»Así que, alteza —añadió cuando hicimos dar media vuelta a los planeadores y nos alejamos del ejército y de la mortífera fortaleza que lo seguía—, ¿qué esperas hacer contra eso?
Mi euforia se había disipado por completo y en su lugar solo quedaban miedo y desaliento.
No supe qué contestarle.
Los rebeldes habían convertido parte de la torre de Máquina en su base de operaciones subterránea. Aunque la torre seguía estando en ruinas en su mayor parte, la habían despejado lo suficiente para darnos una habitación a cada uno. Fallo del Sistema nos mostró una serie de cuartos que podíamos usar (pequeños y sin ventanas, con el suelo de piedra áspera) y dijo que de momento no iba a cerrarlos con llave.
—Podéis andar por los terrenos de la torre todo lo que queráis, pero preferiría que no salierais de las ruinas —dijo al abrir la puerta de otra habitación idéntica, amueblada únicamente con un camastro, una lámpara y un barril que, puesto boca abajo, servía de mesa—. Sois nuestros invitados, desde luego, pero os advierto que he dado orden de que os impidan abandonar la torre, por la fuerza si es preciso. Y no porque quiera luchar con vosotros. Preferiría que nos comportáramos todos civilizadamente.
—Pues te deseo buena suerte, cabeza de enchufe —bufó Puck, y yo estaba tan cansada que no dije nada.
De todos modos, Fallo del Sistema no tenía por qué preocuparse: no pensaba escaparme. No teníamos dónde ir. No podíamos llegar hasta el falso rey atravesando ese enorme ejército, y aunque lo hiciéramos tendríamos que encontrar el modo de entrar en la fortaleza ambulante, que sin duda estaría bien vigilada. No sabía qué hacer. Pedir a Fallo del Sistema y a los rebeldes que cargaran contra las fuerzas del usurpador habría sido un suicidio, pero si no hacíamos algo enseguida aquel castillo llegaría al frente de batalla y entonces todo se acabaría.
Ash se acercó y puso una mano sobre mi hombro. Sus ojos brillaron, preocupados.
—No te preocupes por Fallo del Sistema, ni por el castillo —dijo en voz baja para que solo le oyera yo.
Le había hablado del ejército de los duendes de Hierro y de la fortaleza móvil en cuanto había vuelto con Fallo del Sistema, y él había asentido solemnemente, aunque no parecía muy preocupado.
—Nada es inexpugnable. Ya se nos ocurrirá algo.
—¿Tú crees? Porque yo ahora mismo estoy un poco deprimida —suspiré y, apoyándome en él, cerré los ojos.
Puck y Fallo del Sistema estaban lanzándose insultos y desafíos a unos metros de allí, pero no parecía que fueran muy en serio, así que no iba a preocuparme por eso.
—¿Cómo vamos a entrar en esa cosa? —susurré—. ¿O a acercarnos siquiera? No hay tropas lo bastante numerosas para enfrentarse a ese enorme ejército. Y cuando lleguen al bosque ya será demasiado tarde.
—Todavía tenemos tiempo —dijo Ash en voz baja y tranquilizadora—. Y tú casi no has dormido desde que salimos de casa de Leanansidhe. Descansa un poco. Yo estaré junto a tu puerta.
—Siempre me estás diciendo que descanse —dije interrumpiéndome un momento para bostezar.
Bufó y yo fruncí el ceño y le clavé un dedo en el pecho.
—Puedo cuidar de mí misma, ¿sabes?
—Lo sé —contestó mientras me llevaba hacia la habitación—, pero también tienes tendencia a ir más allá de tu capacidad de resistencia, y no lo notas hasta que te caes de cansancio —me acompañó hasta el umbral y sonrió cuando lo miré con enfado—. Soy tu caballero, tengo derecho a decirte estas cosas. Es parte de mi tarea.
—Sí, ya —mascullé cruzando los brazos.
Sonrió.
—Yo no miento, ¿recuerdas? —entró en la habitación, se inclinó, me dio un suave beso en los labios y yo me derretí por dentro—. Estaré cerca. Intenta descansar un poco.
Cerró la puerta, dejándome con un anhelo cada vez más intenso. Con un anhelo que no se disipaba.