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Ecos del pasado

Caminamos durante casi dos días, deteniéndonos únicamente para dormir unas horas, agotados, antes de emprender de nuevo la marcha en dirección este. Siguiendo el sol naciente, atravesamos un pantano de petróleo burbujeante en el que oxidadas osamentas de coches se pudrían entre el cieno; cruzamos un bosque de farolas y postes de teléfono donde extraños pájaros eléctricos revoloteaban de cable en cable, dejando una estela de chispas. Pasamos por el «Valle de los Gusanos», como lo llamó Puck, un desfiladero lleno miles de ordenadores rotos e infestados de enormes gusanos, algunos más grandes que serpientes pitón y en cuyas pieles, de un azul metalizado, se encendían cientos de chispas y lucecitas parpadeantes. Por suerte no parecieron vernos, o quizá no les interesamos, pero aun así mi corazón seguía latiendo a toda prisa mucho después de que dejáramos atrás el Valle de los Gusanos.

Mientras viajábamos empecé a sentir un extraño pálpito procedente de la tierra. Era tenue al principio, pero fue haciéndose más fuerte a medida que avanzábamos. Como si algo me estuviera llamando, me atrajera con la fuerza de un imán. Pero lo más espeluznante de todo era que, si cerraba los ojos y me concentraba con todas mis fuerzas, podía sentir el centro del Reino de Hierro, como un ojo de buey invisible dentro de mi cabeza. No se lo dije a Ash ni a Puck porque ignoraba si era solo una corazonada sin pies ni cabeza, pero una o dos veces sorprendí a Grimalkin observándome con aire serio y pensativo, como si supiera que estaba pasando algo.

Al segundo día llegamos al borde de un vasto desierto, un mar de dunas de arena que subía y bajaba con el viento. Yo nunca había visto el mar, pero imaginaba que debía de ser algo así, solo que con agua en vez de arena, ancho e infinito, extendiéndose hasta el horizonte. A nuestra izquierda, una muralla de negros barrancos cortados a pico se alzaba sobre las dunas, y las olas de arena, empujadas por el viento, se estrellaban contra sus rocas dentadas, lanzando polvo al viento como si fuera espuma de mar.

—¿Estás segura de que vamos por buen camino, princesa? —preguntó Puck mientras se hacía sombra con la mano sobre los ojos para protegerse del fulgor del sol.

Entornando los párpados, miré a lo lejos por encima de las dunas y sentí un latido al otro lado: aquella baliza que me llamaba.

—Sí —asentí—. Vamos bien. Sigamos.

El desierto y los barrancos parecían extenderse interminablemente. Costaba un enorme esfuerzo caminar por la arena. Aunque aguantaba nuestro peso, nos hundíamos en las dunas, a veces hasta las rodillas, como si el desierto quisiera tragársenos enteros. El viento barría de cuando en cuando los cerros de arena dejando al descubierto lo que había debajo. Extraños objetos afloraban a la superficie, como restos de un naufragio meciéndose en las olas. Todo tipo de cosas (calcetines, bolígrafos, cuchillos y cucharas, llaves, pendientes, carteras, cochecitos de juguete y un sinfín de monedas) afloraban un momento y refulgían al sol antes de que la arena volviera a taparlas, ocultándolas a nuestra vista.

Una vez, por curiosidad, me agaché, saqué de la arena un teléfono móvil de color rosa claro y lo abrí. La batería se había acabado hacía tiempo, claro, y la pantalla estaba a oscuras, pero en la parte delantera había una pegatina descolorida: una Hello Kitty con caracteres japoneses debajo. Me pregunté cómo había llegado hasta allí. Evidentemente, había pertenecido a alguien en algún momento. ¿Lo había perdido su dueño?

—¿Estás pensando en hacer una llamada, princesa? —preguntó Puck al llegar a mi lado, y levantó una ceja mirando el teléfono—. Lo más probable es que aquí la cobertura sea un asco, pero si hay línea intenta pedir una pizza. Estoy muerto de hambre.

—Ya entiendo —dije bruscamente, y arrugó el ceño, desconcertado. Señalé las dunas y añadí—: Sé dónde estamos, más o menos. Me apostaría algo a que todas estas cosas se perdieron en algún momento, en el mundo mortal. Fíjate en eso: bolígrafos, llaves, teléfonos móviles… Aquí es donde viene a parar todo, donde acaban las cosas que se pierden.

—El Desierto de los Objetos Perdidos —dijo Puck teatralmente—. Bueno, es muy apropiado. A fin de cuentas, nosotros estamos aquí, ¿no?

—Nosotros no estamos perdidos —contesté con firmeza, y tiré el móvil. Cayó en la arena, que se lo tragó inmediatamente—. Sé perfectamente adónde voy.

—Ah, estupendo. Y yo que pensaba que estábamos haciendo turismo…

—Tenemos problemas —la voz cortante de Ash nos interrumpió. El príncipe de Invierno se acercó por la duna con Grimalkin trotando tras él. El gato tenía el largo pelo de punta. Una súbita racha de aire agitó el cabello de Ash e hizo restallar su manto—. Se acerca una tormenta —añadió, y señaló hacia el otro lado del desierto—. Mirad.

Miré por encima de las dunas aguzando la vista. Algo se movía en el horizonte, entre la calima. Cuando comenzó a aullar el viento, llenando el aire de listas de la compra, hojas de deberes y carnés de béisbol, vi una pared de arena que se agitaba y brillaba mientras avanzaba hacia nosotros comiéndose el terreno como una riada.

—¡Una tormenta de arena! —gemí, retrocediendo—. ¿Qué hacemos? No tenemos dónde ir.

—Por aquí —dijo Grimalkin, mucho más tranquilo que yo. Una ráfaga de viento echó arena sobre su lomo y se sacudió impaciente—. Tenemos que alcanzar los barrancos antes de que llegue la tormenta principal, o las cosas podrían ponerse feas. Seguidme.

Nos dirigimos hacia los barrancos, luchando con la arena y el viento que aullaban a nuestro alrededor, tiraban de nuestra ropa y arañaban las partes expuestas de nuestra piel. Cuando fue acercándose la tormenta, comenzaron a volar cosas cada vez más pesadas a nuestro alrededor. Se me heló la sangre en las venas cuando unas tijeras me golpearon en el pecho y rebotaron en la armadura de escamas de dragón. Teníamos que encontrar refugio enseguida, o acabaríamos hechos trizas.

El borde de la tormenta rugió sobre mí como una ola inmensa, chilló en mis oídos, me acribilló con arena y otras cosas. Tenía los ojos casi cerrados y no veía adónde iba; el viento taponaba mi nariz y mi boca, haciéndome difícil respirar. Perdí de vista a Grimalkin y a los demás y luché a ciegas contra la marea, tapándome la cara con un brazo mientras extendía el otro delante de mí.

Alguien me agarró de la mano y tiró de mí hacia delante. Miré hacia arriba y vi a Ash, encorvado y con la cabeza agachada para protegerse del viento. Tiró de mí hacia la alta pared del barranco, una oscura cortina en medio de un mar tormentoso. Puck ya estaba agazapado detrás de una afloración rocosa; se acurrucaba contra las rocas mientras un torrente de arena corría a su alrededor, rebotando sobre las piedras en todas direcciones.

—Qué divertido —dijo cuando nos metimos detrás de las rocas y nos apelotonamos a su lado.

El viento y la arena siguieron chillando a nuestro alrededor.

—No todos los días puedo contar que me han atacado unas gafas voladoras. ¡Au! —se frotó la frente, donde había empezado a salirle un moratón.

—¿Dónde está Grimalkin? —grité, escudriñando el vendaval.

La cabeza de una muñeca de plástico golpeó la roca a unos centímetros de mi cara y se perdió rebotando en la tormenta. Volví a agazaparme detrás de la roca.

—Estoy aquí —Grimalkin se materializó a nuestro lado, y al sacudirse la arena del pelo formó una nube de polvo—. Hay un pequeño entrante en el barranco, a unos metros de aquí, por ahí abajo —anunció mirándome—. Yo me voy allí, si queréis seguirme. Es más cómodo que estar aquí, encogidos contra una roca.

Nos pegamos a la pared y, con los brazos levantados para proteger nuestros ojos de la arena y los objetos voladores, seguimos al gato a lo largo del barranco, hasta que llegamos a una estrecha hendidura, un pasillo que se adentraba en la roca. La abertura era muy estrecha y apenas había sitio para estar de pie, pero era mejor que estar a la intemperie en medio de la tormenta.

Me metí por el pasillo, suspirando de alivio. Todavía me pitaban los oídos por el chillido del viento y tenía arena en todas partes: en el pelo, en los labios y en las pestañas. Me quité un guantelete y me limpié la cara deseando haber tenido una toalla. Después, intenté quitarme la arena del pelo.

—Uf —Puck sacudió la cabeza como un perro, haciendo saltar polvo y arena.

Ash lo miró con enfado y se apartó para ponerse a mi lado.

—Puaj, qué asco. Genial, ya está empezando a picarme todo el cuerpo. Ahora tendré arena durante meses en todos los resquicios.

Sonriendo por lo que había dicho Puck, levanté la mano y revolví el pelo de Ash. Una lluvia de arena cayó al suelo. Hizo una mueca y me miró con desgana.

—Me pregunto cuánto va a durar la tormenta —dije mientras veía agitarse la arena más allá de la grieta.

Al ver a Grimalkin aseándose minuciosamente en una piedra cercana, lo llamé:

—¿Alguna idea, Grim?

El gato ni siquiera aminoró el ritmo de sus lametazos.

—¿Por qué me preguntas a mí, humana? —dijo, y siguió lamiéndose como si su pelo estuviera en llamas y no solo cubierto de arena—. Nunca había estado aquí antes —sacudió la cabeza y continuó atusándose las zarpas y los bigotes—. Podríamos estar aquí unos minutos, o varios días. No soy un experto en los ciclos de la arena y el viento en el Desierto de los Objetos Perdidos —añadió con voz rebosante de sarcasmo.

Puse cara de fastidio.

—Aunque —prosiguió mientras se frotaba furiosamente la cara—, tal vez te interese saber que hay un túnel a la vuelta de la esquina, a la derecha, medio escondido detrás de un matorral. Quizá convendría ir a ver si está vacío y no lleno de arañas de Hierro o algo igual de desagradable.

Sacamos nuestras armas. Eso sí que era encontrarse entre la espada y la pared. Lo último que queríamos era vernos atrapados en un pasadizo estrecho, con el enemigo delante y la tormenta de arena a nuestra espalda. Con Ash delante de mí y Puck detrás, avanzamos despacio hasta que vimos el túnel al que se refería Grim: una raja abierta en la pared de roca, oscura e inhóspita como la boca abierta de una bestia.

Ash metió la espada con cuidado a través de la abertura y, como no salió nada inmediatamente, me acerqué para asomarme dentro.

Al principio, cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, me pareció un túnel de piedra corriente, quizá de los que conducían a un laberinto de cavernas o algo parecido. Luego, sin embargo, vi que había sido excavado en la roca, que en la pared, cerca de la entrada, crecía un cúmulo de setas blancas que me resultaban conocidas, y que una vieja lámpara metálica colgaba de un clavo, un poco más allá. No era una cueva cualquiera. Alguien había estado usando aquellos túneles, y no hacía mucho.

De pronto supe dónde estábamos.

—Espera, princesa —me advirtió Puck cuando iba a entrar—. ¿Qué vas a hacer?

—Sé qué es esto —mascullé mientras descolgaba la lámpara del clavo. Todavía tenía petróleo y, levantándola, conseguí que se avivara una llamita. La luz se reflejó en un camión de bomberos de juguete que había junto a una roca, y tuve que sonreír.

—Sí —murmuré. Me agaché para recoger el camión de juguete—. Este túnel es de los urracas. Estoy segura.

—¿De los qué? —Puck arrugó el ceño al pasar por la abertura y mirar a su alrededor, inquieto, con las dagas todavía desenvainadas—. ¿Urracas? ¿Urracas de hierro gigantes? Menos mal, creía que iban a ser arañas.

—No —lo miré con enfado mientras Ash envainaba su espada y entraba en el túnel cautelosamente—. Urracas. Pequeños duendes de Hierro que llevan montones de chatarra sobre la espalda. Los conocimos en nuestro primer viaje por el Reino de Hierro, cuando estaba buscando a Máquina. Estos túneles deberían llevar directamente a su guarida.

—Ah, estupendo. Ya me siento mucho mejor.

—¿Puedes parar de una vez? Son inofensivos. Y aquella vez nos ayudaron —dejé el camión en el suelo y avancé por el túnel alzando la lámpara todo lo que pude. La madriguera se perdía serpeando entre negras sombras, pero sentí de nuevo aquella extraña atracción, procedente de la oscuridad.

—¿Adónde vas, humana? —Grimalkin apareció en una roca cercana y me miró con intensidad—. ¿Conoces el camino a través de estos túneles? Sería extremadamente molesto que nos perdiéramos por seguirte.

—Conozco el camino —dije en voz baja. Di unos pasos adelante, adentrándome en la madriguera—. Y si encontramos a los urracas, nos ayudarán —al volverme vi que me miraban los tres con indecisión. Suspiré—. Sé lo que hago, chicos. Confiad en mí, ¿de acuerdo?

Ash y Puck se miraron un momento; luego, Ash se apartó de la pared y se puso a mi lado.

—Ve delante —dijo señalando hacia la oscuridad—. Iremos justo detrás de ti.

—Que conste —dijo Grimalkin cuando echamos a andar en fila india por la oscuridad— que no me parece buena idea. Pero como ya nadie escucha al gato, tendré que esperar a que nos hayamos perdido por completo para decir «os lo dije».

Los túneles se extendían sin fin. Como una conejera gigantesca o un nido de termitas, se retorcían y serpenteaban a través de la montaña, llevándonos cada vez más abajo. Seguí aquella extraña atracción y dejé que me guiara por el laberinto aparentemente infinito de madrigueras mientras Ash, Puck y Grim me seguían de cerca. Todos los túneles parecían iguales, salvo por los juguetes rotos o los trozos de chatarra dispersos aquí y allá entre las piedras. Pasamos por varias bifurcaciones de las que partían múltiples pasadizos en distintas direcciones, pero yo siempre sabía qué camino debíamos seguir, qué túnel tomar, y ni siquiera tenía que pensármelo mucho.

De pronto, Grimalkin soltó un siseo malhumorado.

—¿Cómo lo haces, humana? —preguntó, sacudiendo su cola con nerviosismo—. Solo has estado aquí una vez y es imposible que los mortales memoricen un camino tan rápidamente. ¿Cómo sabes que vas por donde debes?

—No sé —mascullé mientras avanzaba por otro pasadizo lateral—. Simplemente, lo hago.

La carcajada de Puck me sobresaltó.

—¿Lo ves? —dijo señalando a Grimalkin, que aplanó las orejas—. ¿Ves lo exasperante que es? Recuérdalo la próxima vez que… ¡Ey! —gritó cuando el gato desapareció—. ¡Sí, no te veo, pero sé que puedes oírme!

Estábamos acercándonos a la guarida de los urracas, lo supe por la cantidad de chatarra que empezó a aparecer en cualquier parte: un teclado roto aquí, una bocina de bicicleta allá. Al poco rato los túneles estaban llenos de cachivaches y tuvimos que tener mucho cuidado con dónde pisábamos. Empecé a sentirme inquieta. Ya deberíamos habernos encontrado con algún urraca. Estaba deseando volver a verlos y me preguntaba si se acordarían de mí. Pero los túneles parecían desiertos e inhóspitos, abandonados.

Y daba la impresión de que llevaban así algún tiempo.

El túnel acabó bruscamente y entramos en una enorme caverna con montañas de chatarra apiladas hasta más allá de donde alcanzaba nuestra vista. Mientras pasábamos junto a los enormes montones de basura, agucé la vista y el oído, confiando en divisar a los urracas o escucharlos parlotear en su extraño lenguaje. Pero en el fondo sabía que era inútil. No sentía ni una sola chispa de vida en aquel lugar. Los urracas se habían ido de allí hacía mucho tiempo.

—Eh —dijo Puck de repente, y su voz resonó en la caverna—. ¿Eso es… un trono?

Contuve la respiración. Un sillón hecho de chatarra se alzaba sobre un montículo de basura más bajo, en el centro de la estancia. Llevada por un impulso, me acerqué al montículo, me agaché al pie del trono y empecé a hurgar entre los desperdicios.

—Eh… princesa —dijo Puck—, ¿qué estás haciendo?

—¡Ajá! —me incorporé y levanté la mano, triunfante, blandiendo mi viejo iPod.

Ash y Puck me miraron desconcertados cuando volví a arrojarlo al montón.

—Solo quería ver si todavía estaba aquí. Ya podemos irnos.

—Deduzco que habías estado aquí antes —dijo Ash con calma, señalando el trono con la cabeza—. Y que ese trono no estaba vacío la primera vez, ¿no es así? ¿Quién se sentaba en él?

—Se llamaba Ferrum —contesté, acordándome del anciano cuyo cabello plateado casi tocaba el suelo—. Me dijo que era el primer Rey de Hierro, al que Máquina había destronado al tomar el poder. Los urracas todavía lo reverenciaban como a su rey, aunque Máquina le daba pánico —sentí una leve punzada de tristeza al mirar el trono vacío—. Supongo que murió finalmente, y que los urracas se marcharon entonces. Ojalá supiera adónde fueron.

—Ahora no hay tiempo de preguntarse esas cosas —dijo Grimalkin, apareciendo sobre el cojín del trono—. Esta sala apesta todavía a magia de Hierro. Está erosionando nuestros amuletos más rápidamente de lo normal. Debemos darnos prisa o dejarán de funcionar aquí mismo.

Miré alarmada el cristal de Ash y vi que el gato tenía razón: el amuleto estaba casi negro.

—Deprisa —dije, y salí corriendo de la sala del trono con los chicos pisándome los talones.

Volvimos a internarnos en el laberinto de piedra.

—Creo que estamos a medio camino.

Pasaron un par de horas, o al menos eso me pareció (era tan difícil calcular el tiempo bajo tierra…), y el combustible de la lámpara apenas ardía. Paramos a descansar un par de veces, pero me resultaba difícil quedarme quieta. Me impacientaba y empezaba a angustiarme, hasta que nos poníamos en marcha de nuevo. Puck dijo en broma que algo debía de estar llamándome otra vez, y no supe decir si se equivocaba o no. Algo tiraba de mí, desde luego. Era cada vez más fuerte a medida que nos acercábamos, y me hacía imposible descansar o pensar hasta que llegáramos a nuestro destino.

Y cuando los túneles se acabaron por fin, desembocando en un monstruoso precipicio cruzado por un estrecho puente de piedra, comprendí que casi habíamos llegado.

—La fortaleza de Máquina —dije en voz baja, mirando hacia el otro lado del abismo— está al otro lado del puente. Este fue el camino que seguí para llegar hasta ella. Estamos casi debajo de la torre.

Puck dejó escapar un silbido que resonó en las paredes.

—¿Y crees que el falso rey estará aquí, princesa?

—Tiene que estar —dije, confiando en no equivocarme—. «Acaba por el principio». Máquina fue quien empezó todo.

Eso esperaba. La primera vez que había estado allí con los urracas, se llamaba Sala de los Engranajes a la zona de debajo de la torre, debido a las gigantescas ruedas dentadas, pistones y bielas de hierro que giraban chirriando por las paredes y el techo, haciendo vibrar el suelo. Entonces el ruido había sido ensordecedor, pues algunos de los engranajes más voluminosos eran tres veces más grandes que yo. Ahora todo estaba en silencio: las enormes piezas metálicas estaban rotas, resquebrajadas y dispersas por el suelo como si el mecanismo se hubiera desplomado por completo. Algunas yacían aplastadas bajo rocas inmensas, prueba de que el techo también se había derrumbado. Al morir Máquina, su torre se había venido abajo, destruyéndolo todo bajo ella. Me pregunté qué aspecto tendría la superficie y si quedaría algo de la influencia del Rey de Hierro.

No mucho, me temía.

Cruzamos el puente, donde la roca daba paso a una rejilla de hierro, y empezamos a avanzar con cautela por entre el mecanismo aplastado, buscando una subida. Mientras caminaba entre los escombros, me fijé en unas extrañas raíces retorcidas que no habían estado allí antes y que se enroscaban alrededor de las piezas y colgaban del techo. Sentí que palpitaban llenas de vida.

—Por aquí —dijo Ash haciéndonos señas.

Una escalera de hierro fundido subía en espiral desde los escombros hacia una reja metálica que había en el techo.

Sentí una oleada de emoción y de miedo. Lo que había estado llamándome estaba allí arriba, en alguna parte. Seguramente era el falso rey y estábamos a punto de caer en su trampa, pero aun así tenía que ver lo que había allá arriba. Los chicos sacaron sus armas y yo empuñé mi espada y sentí que el corazón me latía con violencia en el pecho, no sé si por nerviosismo o por emoción. Con Ash delante y Puck pegado a mi espalda, comenzamos a subir por la escalera que llevaba a la torre de Máquina.