15
El Relojero
Llegamos a la ciudad de los fomorianos justo cuando empezaba a ponerse el sol.
Mag Tuiredh era enorme. No solo extensa, sino inmensa, del tipo «aquí me siento del tamaño de un ratón». O del estilo del cuento de Juan y las habichuelas. Todo era de proporciones gigantescas: portales de seis metros de altura, calles tan anchas que por ellas podía circular un avión, y escalones de mi altura. Fueran quienes fuesen los fomorianos, confié en que de veras se hubieran extinguido como aseguraba Ash.
La ciudad era muy antigua; lo noté mientras avanzábamos por sus ruinas cubiertas de musgo, que se alzaban como colosos despedazados por encima de nuestras cabezas. Los edificios originales estaban hechos de piedra basta, pero la corrosión del Reino de Hierro lo había invadido todo. Farolas rotas emergían del suelo aquí y allá, a intervalos irregulares, brillando erráticamente. Cables y conexiones informáticas serpenteaban por las paredes, se extendían por las calles y se enroscaban alrededor de todas las cosas como si intentaran asfixiar la vida de la antigua urbe. A lo lejos, cerca del centro de Mag Tuiredh, se elevaban negras chimeneas que vertían un humo denso en el cielo brumoso.
—Bueno, ¿dónde buscamos a ese tal Relojero? —preguntó Puck cuando íbamos cruzando una plaza llena de extraños árboles metálicos.
Los árboles estaban en plena floración, pero no habían dado flores, ni frutos, sino bombillas que despedían un fulgor fantasmagórico. En la fuente del centro de la plaza burbujeaba un líquido negro, espeso y brillante que quizá fuera petróleo.
Grimalkin volvió la cabeza para mirarnos. Sus ojos brillaron en la penumbra.
—En el sitio más obvio posible —dijo, y levantó la mirada hacia el cielo.
Por encima de los edificios, alzándose hacia las nubes como una oscura aguja, un gigantesco campanario contemplaba la ciudad con un rostro semejante a una luna numerada.
—Ah —Puck estiró el cuello y echó la cabeza hacia atrás para mirar el enorme reloj—. Vaya, qué… ironía —se rascó la parte de atrás de la cabeza y arrugó el ceño—. Espero que todavía esté despierto. Seguramente no recibe muchas visitas después de las nueve de la noche.
Sin saber por qué, me puse nerviosa al oírle, y más aún cuando miré a Ash y lo vi mirando el reloj con creciente horror.
—Eso no debería estar aquí —murmuró sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo puede funcionar? El tiempo no existe en el Nuncajamás y sin embargo esa cosa está contando su paso, lo está siguiendo. Y con cada segundo que cuenta, el Nuncajamás envejece.
Me acordé de cómo se me había parado el reloj en mi primer viaje al País de las Hadas y miré a Grim alarmada.
—¿Eso es cierto?
El gato pestañeó.
—No soy un experto en el Reino de Hierro, humana. Ni siquiera yo puedo contestar a todas tus preguntas —levantó una pata trasera, se rascó una oreja por dentro y luego se contempló los dedos—. Pero recuerda: nada vive para siempre. Hasta el Nuncajamás tiene una edad, aunque nadie recuerde cuál es. Ese reloj no está contando nada nuevo.
—Habría que destruirlo —refunfuñó Ash sin dejar de mirarlo.
—Yo procuraría no hacer enfadar a su guardián hasta que nos hayamos asegurado su ayuda —Grimalkin se levantó, se estiró y de pronto se puso rígido. Aguzó las orejas y se quedó inmóvil un momento, como si escuchara algo más allá del círculo de árboles. El pelo de su lomo fue erizándose poco a poco y yo tragué saliva, consciente de que estaba a punto de desaparecer.
—¿Grim?
El gato aplanó sus orejas.
—Están a nuestro alrededor, por todas partes —siseó justo antes de desvanecerse.
Sacamos nuestras armas.
Miles de ojos verdes agujerearon la oscuridad, sonrisas afiladas como cuchillas brillaron con un resplandor azul neón y una enorme bandada de gremlins salió a la luz. Como si fueran hormigas, inundaron el suelo, zumbando y siseando con sus voces chisporroteantes, hasta cercarnos por completo. Pero no atacaron. Se quedaron allí, brincando y bailando mientras sus dientes centelleaban como cuchillos, sin acercarse.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Puck, gritando para hacerse oír.
—¡No lo sé! —contesté.
El ruido me estaba dando dolor de cabeza. Me pitaban los oídos y tuve la impresión de que el estruendo aumentaba cuando oyeron mi voz. Sin pensarlo siquiera, levanté la cabeza y les grité:
—¡Callaos!
Se hizo el silencio en el acto. Podría haberse oído cantar a un grillo.
Miré perpleja a Ash y Puck.
—¿Por qué me han hecho caso? —susurré.
Ash entornó los ojos.
—No lo sé, pero ¿puedes hacerlo otra vez?
—¡Retiraos! —ordené dando un paso adelante.
Una parte de la bandada retrocedió en bloque, manteniendo la misma distancia entre nosotros. Di otro paso, y volvieron a hacer lo mismo. Parpadeé.
—Vale, esto es alucinante. ¿Podéis marcharos? —pregunté, pero no se movieron y algunos de ellos sisearon, mirándome. Di un respingo, alarmada—. Bueno, creo que eso es todo lo que van a retroceder.
—No les pidas que se vayan —murmuró Ash a mi espalda—. Ordénaselo.
—¿Seguro que es buena idea?
Asintió. Tragué saliva y volví a mirar de frente a la horda de gremlins con la esperanza de que no decidieran abalanzarse sobre mí como pirañas furiosas.
—¡Marchaos de aquí! —les dije levantando la voz—. ¡Enseguida!
Sisearon, chisporrotearon y chillaron, contrariados, pero se retiraron; retrocedieron como la marea, hasta que la plaza quedó vacía de nuevo.
—Qué… interesante —dijo Grimalkin pensativamente, haciéndose visible otra vez—. Es casi como si hubieran estado esperándote.
—Es muy raro —dije mientras me frotaba los brazos. Todavía sentía las vibraciones de los gremlins, me hormigueaba la piel.
Ahora los gremlins me obedecían como antes habían obedecido a Máquina. Como tenía el poder del Rey de Hierro, seguramente pensaban que era su nuevo amo, por inquietante que resultara la idea. No me apetecía lo más mínimo que una horda de monstruitos espeluznantes me siguiera a todas partes, riendo y causando problemas.
Aquel incidente me había puesto nerviosa. Estaba deseando salir de aquella ciudad.
—Vamos —dije—. Creo que deberíamos seguir.
Nos pusimos en marcha de nuevo, camino de la torre desde la que el enorme reloj vigilaba la ciudad. Allá donde íbamos sentía los ojos de los gremlins fijos en mí y los oía corretear entre las sombras. ¿Querían algo de mí? ¿Era simple curiosidad? Aparte de los gremlins, Mag Tuiredh parecía desprovista de vida. Pero eso no explicaba las chimeneas humeantes que se alzaban a los lejos, ni los destellos de hechizo de Hierro que sentía a mi alrededor, por todas partes.
Cuanto más nos adentrábamos en Mag Tuiredh, más «moderna» se volvía la ciudad. Entre las ruinas antiguas se alzaban edificios de metal oxidado, por encima de nuestras cabezas colgaban gruesos cables negros y en lo alto de las azoteas y en las esquinas brillaban luces de neón. Una niebla turbia y contaminada se deslizaba serpeando por las calles y las aceras, dando a la ciudad muerta una atmósfera tétrica y fantasmal. Me pregunté dónde estaban los duendes de Hierro. No quería encontrarme a ninguno, claro, pero en una ciudad tan grande era lógico pensar que hubiera al menos unos pocos.
Cuando llegamos a la base de la torre del reloj, me impresionó lo grande que era: construida en acero, metal y cristal y alojada entre ruinas antiguas de proporciones gigantescas, se alzaba sobre todas ellas. Su puerta, sin embargo, era de tamaño humano, de cobre y de bronce y cubierta con ruedecillas y engranajes que giraron chirriando cuando la abrí.
Una escalera interminable ocupaba por completo las paredes y se perdía, girando, en la oscuridad. Cuerdas y poleas colgaban de gruesas vigas metálicas, y engranajes de tamaño colosal giraban perezosamente en la enorme estancia del centro. Era, obviamente, como estar dentro de un reloj gigante.
—Por aquí —dijo la voz de Grimalkin, y lo seguimos por la retorcida escalera hasta que desapareció en algún lugar por encima de nosotros.
La escalera no tenía barandilla, y tuve que abrazarme a la pared a medida que ascendíamos por el reloj y que el suelo iba convirtiéndose en una losa cada vez más pequeña a lo lejos.
La escalera acabó por fin en una plataforma que daba a un enorme precipicio. Justo encima estaba el techo de madera, y en el centro de la plataforma una escalerilla llevaba a una trampilla cuadrada, de esas que suelen dar a un desván. Puck subió por la escalerilla, movió la trampilla y, al ver que no estaba cerrada con llave, la abrió con cautela para mirar por la rendija. Un momento después la abrió del todo y nos hizo señas de que subiéramos.
Cuando pasamos por la trampilla con cuidado de no hacer ningún ruido, nos recibió una habitación acogedora y repleta de cosas. El suelo y las paredes eran de madera, y en la pared del fondo se veía la parte de atrás de una gigantesca esfera de reloj. Había varias mesas que iban de lado a lado de la habitación, cubiertas por completo de relojes de diversas formas y tamaños. Las paredes también estaban atestadas de relojes. Relojes de cuco, de pared, de madera, de metal… Los había de todas clases y cada uno tenía una hora distinta. No había ni uno igual que otro. Un tictac infinito saturaba el aire, y de vez en cuando un pitido, un tintineo o un campanazo resonaban en la habitación. Si me hubiera quedado allí, me habría vuelto loca en muy poco tiempo.
Del Relojero, fuera quien fuese, no había ni rastro. En un rincón había un sillón verde y mullido, una isla de confort en medio de aquel mar de cachivaches. Pero en ese momento distaba mucho de estar vacío.
Un enorme felino con el pelaje como un espejo yacía acurrucado sobre el cojín. Respiraba profundamente, como si estuviera dormido. No era Grimalkin, desde luego, sino uno de aquellos seres que nos habían atacado camino de la ciudad. Antes de que pudiera decidir qué hacer, entreabrió sus ojos de color esmeralda y se incorporó con un gruñido.
Sacamos nuestras espadas, pero el súbito estruendo de un reloj de pared que había en un rincón ahogó el chirrido de sus hojas. El gato siseó y un instante después desapareció con una ondulación del aire. Eché rápidamente mano de mi magia, intentando ver adónde había ido y lista para gritar instrucciones a Ash y Puck, pero en lugar de atacar saltó sobre una mesa esquivando milagrosamente los muchos relojes que cubrían su superficie y salió de la habitación desapareciendo por una pequeña entrada que había al fondo.
—¡Ah, ahí estáis! —dijo una voz—. Justo a tiempo.
Una criatura pequeña y encorvada apartó una cortina y avanzó por la hilera de mesas. Medía la mitad que yo y llevaba un chaleco de color rojo intenso adornado con varios relojes de bolsillo. Su cabeza era un cruce entre la de un humano y la de un ratón, con grandes orejas redondas, ojos brillantes y redondos y un bigote que se parecía sospechosamente al de un animal. Una cola fina, acabada en un penacho, se movía tras él cuando caminaba, y un par de minúsculas gafas doradas se mantenían en equilibrio sobre la punta de su nariz.
—Hola, Meghan Chase —dijo al saltar a un taburete. Sacó un reloj de su chaleco y lo miró pensativamente—. Me alegro mucho de conocerte por fin. Prepararía té, pero me temo que no tenéis tiempo de quedaros a charlar. Una lástima —parpadeó al ver que yo seguía callada. Luego pareció reparar en las miradas desconfiadas de mis compañeros—. Ah, no os preocupéis por Onda, lo tengo aquí por los gremlins. Unos bichos horrendos, los gremlins, siempre metiéndose en los engranajes y revolviéndolo todo. Bueno, Meghan Chase… —guardó su reloj, cruzó sus largos dedos sobre el pecho y me miró—. Nuestro tiempo se agota a toda prisa. ¿Por qué has venido?
Me sobresalté.
—¿Es que… no lo sabes? Ya sabías mi nombre y cuándo iba a venir.
—Por supuesto que sí —el Relojero movió sus bigotes—. Por supuesto que sabía a qué hora llegarías, niña. Igual que sé a qué hora tirará Goodfellow al suelo mi reloj francés del siglo XIX.
Puck se sobresaltó al oír aquello, chocó con una mesa y tiró al suelo un reloj.
—En el segundo exacto —suspiró el Relojero cerrando los ojos. Volvió a abrirlos, fijó en mí una mirada brillante y no hizo caso de Puck cuando volvió a poner rápidamente el reloj sobre la mesa, intentando armarlo—. Veo cómo empieza todo y el momento exacto en que se agota su tiempo. Pero esa no era mi pregunta, Meghan Chase. Sé por qué estáis aquí. La cuestión es ¿lo sabes tú?
Miré a Ash, que se encogió de hombros.
—Estoy buscando al falso rey —dije, e hice una mueca cuando a Puck se le cayó algo pequeño y brillante que rodó por el suelo—. Caballo de Hierro dijo que tal vez podrías ayudarnos.
—¿Caballo de Hierro? —sus bigotes temblaron, se bajó de un salto del taburete y cruzó la habitación—. Vi cuándo se paró su reloj, cuando finalmente se agotó su tiempo. Era uno de los grandes, aunque su destino estuviera directamente ligado al rey Máquina. Cuando se paró el reloj de Máquina, solo era cuestión de tiempo que también se parara el suyo.
Sentí un nudo en la garganta al pensar en Caballo de Hierro y tuve que tragar saliva.
—Necesitamos encontrar al falso rey —dije—. ¿Sabes dónde está?
—No —resopló, agarró una tuerca y la miró, ceñudo—. No lo sé.
Solté un bufido.
—Entonces, ¿qué hacemos aquí?
—Todo a su debido tiempo, querida. Todo a su debido tiempo —apartó a Puck de la mesa y regresó a su trabajo. Sus largos dedos volaron sobre el reloj tan rápidamente que apenas se veían, como si estuviera tecleando algo a toda velocidad—. Ya te lo he dicho, niña, sé la hora a la que suceden las cosas y cuándo terminan. Pero desconozco los motivos. Tampoco sé dónde se encuentra el falso rey —se irguió, hurgó en su chaleco y sacó un paño blanco que usó para sacar lustre al reloj que acababa de arreglar—. Una cosa sí sé, sin embargo. Que lo encontrarás, y muy pronto. Tu destino y el de muchos otros se muestra en la esfera de los relojes, hacen tictac todos juntos. Así que, ya ves, niña —recogió el reloj, se bajó de un salto del taburete y se detuvo a mirarme con sus ojos como cuentas de cristal—. Ya sabes todo lo que necesitas para encontrarlo.
Procuré refrenar mi impaciencia. Aquello era inútil. Y cada segundo que perdíamos allí los amuletos de Puck y Ash seguían desgastándose, sucumbiendo al veneno del Reino de Hierro.
—Por favor —dije al Relojero—, no tenemos mucho… tiempo. Si dices que puedes ayudarnos, hazlo ya para que podamos seguir nuestro camino.
—Sí —convino él, volviéndose para mirarme cara a cara—. Ahora es el momento.
Hurgó de nuevo en su chaleco y sacó una llave de hierro grande colgada de una cinta de seda.
—Esto es tuyo —dijo con aire solemne al darme la llave—. Guárdala bien. No la pierdas, pues vas a necesitarla pronto.
Tomé la llave y la vi girar a la luz, colgando de su cinta.
—¿Para qué es?
—No lo sé —el Relojero parpadeó cuando fruncí el ceño—. Como te decía, niña, solo sé el cuándo de las cosas. No conozco el cómo ni el porqué. Pero una cosa sí sé: dentro de ciento sesenta y una horas, trece minutos y cincuenta y dos segundos, necesitarás esa llave.
—¿Ciento sesenta y una horas? Eso será dentro de varios días. ¿Cómo voy a contar el tiempo?
—Toma esto —metió la mano al otro lado de su chaleco y sacó un reloj de bolsillo que giró hipnóticamente, colgado de una cadena de oro—. Todo el mundo debería tener un reloj —afirmó al dármelo—. No sé cómo se las apañan los duendes antiguos sin preocuparse nunca del tiempo. Para mí sería sencillamente enloquecedor. Así que este te lo regalo.
—Yo… eh… te lo agradezco.
Movió los bigotes.
—No me cabe duda de que así es. Ah, y una última cosa. Ese reloj que tienes en la mano, Meghan Chase. Su plazo de vida se está agotando. Dejará de funcionar treinta y dos minutos y veinte segundos después de que uses la llave.
Sentí un escalofrío, a pesar de que la habitación estaba bien caldeada.
—¿Qué significa eso?
—Significa —contestó el Relojero mirándome sin pestañear— que dentro de ciento sesenta y una horas, cuarenta y cinco minutos y cincuenta y ocho segundos ocurrirá algo que hará pararse a ese reloj. Ahora —me sonrió por debajo de sus bigotes (al menos, eso creo) y se inclinó ligeramente ante mí—, creo que nuestro tiempo juntos ha tocado a su fin. Buena suerte, Meghan Chase —dijo mientras salía de la habitación—. Recuerda, acaba por el principio. Y da recuerdos de mi parte al lugarteniente primero cuando lo veas —apartó las cortinas que había sobre la puerta, pasó por ella y desapareció.
Suspiré. Colgué la llave de la cadena del reloj y me la puse al cuello.
—Aunque solo fuera por una vez, me gustaría que un duende me diera una respuesta clara —mascullé mientras Ash volvía a levantar la trampilla—. Me parece que esta excursión ha sido una pérdida de tiempo, de un tiempo que no tenemos. ¿Y dónde diablos está Grimalkin? Quizás él pudiera explicarnos un poco todo esto, si no desapareciera en cuanto me doy la vuelta.
—Estoy aquí, humana —apareció en el sillón, acurrucado en el mismo lugar que el otro felino, golpeando el cojín con el rabo de la manera más exasperante—. Donde he estado casi toda la conversación. No es culpa mía que no veas más allá de tus narices —con aire ofendido, saltó del cojín y salió por la trampilla sin detenerse a mirar atrás.
Genial, ahora estaba enfadado conmigo. Y conociendo a Grimalkin, tendría que suplicarle que nos dijera lo que sabía, o bien ofrecerle a mi primer hijo a cambio, o algo parecido.
Bajé por la escalera hecha una furia, seguida por Ash y Puck. Fuera, la ciudad brillaba llena de luces, tanto naturales como artificiales, pero quitando a los gremlins, que seguían zumbando y parloteando entre las sombras, las calles seguían desiertas. Me pregunté cuánto tiempo habíamos perdido al ir allí. Dudaba de que, dijera lo que dijera Grimalkin, hubiera sido necesario.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Ash, mirándome—. ¿Tenemos un destino?
—Sí —contesté con decisión, casi aliviada por estar de nuevo en marcha—. La torre.
—¿La torre? ¿La torre de Máquina?
Asentí.
—Es el único lugar que conozco donde puede encontrarse el falso rey. El propio Relojero lo ha dicho: acaba por el principio. Todo empezó con él. Es a la torre de Máquina donde tenemos que ir.
—Por mí estupendo —dijo Puck cruzando los brazos—. Por fin tenemos un plan. Así que… eh… ¿Cómo llegamos allí? No veo ningún puesto de información donde vendan mapas.
Cerré los ojos e intenté recordar la torre del Rey de Hierro y el camino que habíamos tomado para llegar a ella. Vi las vías del ferrocarril cruzando en línea recta una planicie de obsidiana, estanques de lava y chimeneas dispersas por el paisaje. Recordé que había caminado por aquella carretera con Ash mientras el sol nos daba en la cara, rumbo al monolito negro que se alzaba nítidamente a lo lejos.
—Hacia el Este —mascullé al abrir los ojos—. La torre de máquina está en el centro mismo del Reino de Hierro. Si nos dirigimos hacia el Este, la encontraremos.