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En los dominios de Hierro

Doblé con cuidado la manta y la guardé en la mochila, junto a los paquetes de fruta seca y nueces y el odre de agua. Agua, comida, una manta, una estera para dormir… ¿Necesitaba algo más para mi acampada en el infierno? Se me ocurrieron unas cuantas cosas humanas que me habría encantado tener en ese momento (una linterna, aspirinas, papel higiénico), pero el País de las Hadas se negaba a satisfacer los deseos de mi lado mortal, así que tendría que pasar sin ellas.

Detrás de mí se abrió la cortina de la tienda y la silueta de Ash se recortó contra la pared de la tienda y la luz roja y fantasmal de la luna.

—¿Lista?

Cerré la mochila y al atar los cordones maldije en voz baja porque me temblaban las manos.

—Todo lo lista que puedo estar, supongo —mascullé con la esperanza de que no se diera cuenta de que también me temblaba la voz. Los cordones resbalaron otra vez entre mis dedos y gruñí un exabrupto.

La cortina de la tienda se cerró y un momento después sentí sus brazos rodeándome. Cubrió mis manos temblorosas con las suyas, cerré los ojos y me apoyé en él cuando se inclinó hacia mí. Su aliento fresco rozó mi cuello.

—No quiero ser su asesina —musité.

No dijo nada, se limitó a cerrar sus manos sobre las mías y a apretarme contra sí.

—Pensé… Cuando maté a Máquina… Pensé que nunca más tendría que volver a hacer algo así. Todavía tengo pesadillas con eso —suspiré y escondí la cara en su brazo—. No voy a retractarme. Sé que tengo que hacerlo, pero… Yo no soy una asesina, Ash.

—Lo sé —murmuró contra mi piel—. No lo eres. Mira —abrió sus puños, sostuvo mis manos y acarició mis palmas con los pulgares—. Están perfectamente limpias —dijo—. No hay manchas, no hay sangre. Créeme, si pudieras ver las mías… —suspiró y cerró sus puños otra vez alrededor de los míos—. Si pudiera evitar que corrieras el mismo destino que yo, lo haría —dijo en voz tan baja que apenas le oí—. Deja que sea yo quien mate al falso rey. Tengo las manos tan manchadas de sangre que no importaría.

—¿Harías eso?

—Si puedo, sí.

Me lo pensé, feliz de sentir sus brazos a mi alrededor.

—Supongo que… con tal de que muera, da igual quién lo mate, ¿no?

Se encogió de hombros, pero me sentí incómoda al pensarlo. Aquella era mi misión. Era yo quien había accedido a matar al usurpador. La responsabilidad era mía, y no quería que nadie tuviera que volver a matar por mí, y menos aún Ash. Aunque seguía sin saber cómo iba a lograrlo cuando llegáramos allí. Esta vez no teníamos una flecha de madera mágica. Sólo contábamos con… conmigo.

—Más vale que no nos preocupemos por eso ahora —dije—. Primero tenemos que encontrarlo.

—Cosa que no podremos hacer si seguís manoseándoos cada dos segundos —replicó Puck, apartando de repente la cortina de la tienda.

Me sonrojé y, separándome de Ash, fingí que revisaba mi mochila. Puck resopló.

—Si estáis listos —dijo, soltando la cortina—, os estamos esperando.

Salimos a la noche fría y serena. Mi aliento formó una nube en el aire, y varios copos manchados de carbonilla cayeron en mi cara y mis manos. A ambos lados, flanqueando el camino hacia el bosque, los ejércitos de Verano e Invierno se habían congregado para vernos marchar. Cientos de ojos relucían en la oscuridad. En alguna parte del campamento chilló un wyvern. Aparte de eso, todo estaba en silencio.

Mab y Oberón aguardaban al borde del gentío, quietos como árboles. Más allá de los reyes, el bosque de acero se perdía en la oscuridad.

—Os hemos dado todo lo que podíamos —afirmó Oberón cuando nos acercamos, y su voz resonó solemne sobre el gentío—. A partir de aquí, solo podemos desearos buena suerte y esperar. Ahora todo depende de vosotros.

Mab levantó una mano y un trasgo salió de entre la muchedumbre y se cuadró ante nosotros, vestido con aquel camuflaje de hojas que le hacía parecer un arbusto.

—Snigg os llevará hasta el lindero del bosque, donde empieza el Páramo propiamente dicho —dijo la reina con voz ronca, mirando fijamente a Ash—. Más allá estaréis solos. Ninguno de los exploradores que se ha aventurado en territorio enemigo ha logrado volver.

Oberón seguía mirándome. Sus ojos verdes relucían, insondables, entre las sombras de su cara. Pensé que parecía cansado y viejo, pero quizá fuera solo un efecto de la luz.

—Ten cuidado, hija —dijo en voz baja, solo para mí.

Suspiré. Aquel era el único gesto de cariño paterno que podía esperar de él.

—Lo tendré —le dije, cambiándome la mochila al otro hombro—. Y no fracasaremos, te lo… —me detuve cuando estaba a punto de decir «te lo juro», no sabía si podría cumplir esa promesa—. No me daré por vencida —concluí.

Asintió con la cabeza. Ash se inclinó ante su reina y Puck, desafiante hasta el final, sonrió a Oberón. Yo miré al trasgo.

—Vamos, Snigg.

Inclinó la cabeza y se metió entre los árboles arrastrando los pies. Un momento después se volvió casi invisible entre la maleza. Con Ash y Puck a mi lado, me adentré en el bosque siguiendo al matorral que se movía entre los árboles, y el campamento pronto se perdió de vista a nuestra espalda.

—Reconozco esto —masculló Ash cuando llevábamos unos minutos caminando.

Siguiendo al explorador trasgo, avanzábamos con la cabeza agachada esquivando árboles cuyos troncos parecían cubiertos de mercurio: brillaban, metálicos, a la luz moteada del sol.

—Creo que sé dónde estamos.

—No me digas —dijo Puck con sorna—. Me preguntaba cuánto tiempo ibas a tardar en darte cuenta, príncipe. Aunque la verdad es que ninguno de los ejércitos sabía lo cerca que estaba, así que mi enhorabuena por tus conocimientos de historia —soltó un bufido—. Lo que es seguro es que Oberón y Mab lo sabían y lo han ocultado deliberadamente. Típico de ellos.

—¿Por qué? —miré a mi alrededor, sintiendo algo extraño; más extraño aún que un bosque completamente metálico—. ¿Dónde estamos?

Ash entornó los ojos.

—Esto es territorio fomoriano —dijo—. Vamos derechos hacia Mag Tuiredh.

Parpadeé.

—¿Qué es Mag Tuiredh? ¿Qué son los fomorianos?

—Una antigua raza de gigantes, princesa —respondió Puck al tiempo que se agachaba para esquivar una rama baja—. Son semiacuáticos, viven en clanes y son los tíos más feos que hayas tenido la desgracia de ver. Todos deformes y retorcidos. Y me refiero a engendros con un solo brazo y un solo ojo, con cascos saliéndoles de la cabeza y con extremidades en los sitios más extraños. Una de sus reinas hasta tenía dientes en cada…

—Está bien, ya me hago una idea —me estremecí, y esquivé un matorral con espinas metálicas como agujas—. Entonces, ¿esos gigantes son hostiles? ¿Creéis que el hierro los habrá matado?

—Bueno, eran hostiles, de eso no hay duda —prosiguió Puck alegremente—. De hecho, eran tan hostiles que tuvimos una guerra con ellos hace mucho, mucho tiempo. Creo que fue la única vez, aparte de esta, en la que se aliaron Verano e Invierno, ¿no, príncipe? Ah, espera, tú todavía ni siquiera habías nacido, ¿verdad?

—Se extinguieron, Meghan —dijo Ash, ignorándolo—. Llevan siglos extinguidos. Verano e Invierno los barrieron por completo. Mag Tuiredh era su ciudad. Ahora es un montón de ruinas y casi todo el mundo la evita. Es un lugar maléfico, lleno de maldiciones y de monstruos desconocidos. Uno de los lugares más oscuros del Nuncajamás.

—Y el lugar perfecto para el nuevo Rey de Hierro —dije pensativa.

Nos quedamos callados pues el bosque se aclaró de pronto y ante nosotros se abrió el Reino de Hierro.

Yo recordaba el corazón del reino de Máquina, aquella meseta resquebrajada y surcada de lava, y la infinita línea férrea que conducía a la torre negra. Aquello era distinto: un desierto pedregoso y seco, con enormes y aserradas afloraciones rocosas y colinas desiguales. Al mirar más atentamente, vi que algunas de aquellas colinas eran en realidad montones de chatarra de proporciones gigantescas: neumáticos, tuberías, coches aplastados, barriles oxidados, antenas de televisión por satélite, ordenadores rotos, y hasta el ala de un avión. Del suelo rocoso, o sobre afloraciones lejanas, brotaban farolas que brillaban débilmente entre la neblina. La luna roja y oxidada, suspendida en equilibrio sobre dos riscos afilados, parecía más cerca que nunca.

—Qué interesante —comentó Puck cruzando los brazos—. ¿Sabéis?, antes pensaba que la región de los fomorianos no podía volverse peor de lo que ya era. Me alegra saber que todavía puedo equivocarme de vez en cuando.

Ash se adelantó en silencio y recorrió el páramo con la mirada. Estaba de espaldas a mí, así que no pude ver su cara, pero seguramente estaba recordando nuestro último viaje al Reino de Hierro. Me pregunté si ya habría empezado a arrepentirse de su promesa.

Snigg, el trasgo, tosió un poco, masculló una disculpa y volvió a adentrarse en el bosque por donde habíamos venido, abandonándonos a nuestra suerte. Alarmada de pronto, me fijé en Ash y Puck, y me maldije por no haberme dado cuenta antes: nos hallábamos en pleno Reino de Hierro. Ash y Puck tenían que estar sintiendo los efectos del veneno que acabaría por matarlos si los amuletos no funcionaban.

—¿Estáis bien? Ash, mírame —agarré del brazo al príncipe y le hice girarse para mirar su cara.

Su piel parecía más pálida que de costumbre, y se me encogió el estómago.

—Los amuletos no están funcionando, ¿verdad? Lo sabía. Deberíamos volver.

—No —puso su mano sobre la mía—. No pasa nada, Meghan. Están funcionando bastante bien. Sigo sintiendo el hierro, pero es soportable. No como antes.

—¿Estás seguro? —cuando asintió, miré a Puck—. ¿Y tú?

Puck se encogió de hombros.

—No es un masaje shiatsu, pero sobreviviré, princesa.

Los miré enfadada.

—Sé que los duendes no pueden mentir, pero será mejor que no lo estéis diciendo solo para que no me preocupe —no dijeron nada, y empecé a enfadarme de veras—. Vosotros dos, lo digo en serio.

—Relájate, princesa —Puck se encogió de hombros a la defensiva—. Están funcionando, ¿vale? Sé que se supone que no tengo que sentirme genial, pero tampoco siento que se me vayan a salir las tripas por la boca de un momento a otro. Saldré de esta. Por peores cosas he pasado.

—Además, no importa —Ash me miró con terca calma—. De todos modos, nos quedaríamos. No podemos volver ahora. Y estamos perdiendo el tiempo.

—Estoy de acuerdo —dijo otra voz, más allá—. La protección que pueden ofreceros vuestros amuletos es limitada, a fin de cuentas. Cuanto más tiempo os quedéis aquí sin hacer nada, más se acorta el plazo del que disponéis.

No sé por qué, pero no me sorprendí.

—Grimalkin —dije con un suspiro, dándome la vuelta—. Deja de esconderte. ¿Dónde estás?

El gato apareció en una roca cercana donde un instante antes no había nada.

—Llegáis tarde —ronroneó, mirándonos con aire perezoso—, otra vez.

—¿Qué haces tú aquí, Grim?

—¿No salta a la vista? —bostezó y nos miró por turnos—. Estoy aquí por la misma razón de siempre, humana. Para evitar que te precipites en un agujero oscuro o caigas en el nido de una araña gigante.

—No puedes quedarte aquí —le dije—. El hierro te matará y tú no tienes amuleto.

Grimalkin resopló.

—A decir verdad, humana, a veces eres sumamente obtusa. ¿Quién crees que fue el primero en hablarle a Mab de los amuletos? —levantó la barbilla lo justo para que viera el brillo de un cristal bajo su pelaje ondulado.

—¿Tienes uno? ¿De dónde lo has sacado?

Se sentó y se lamió una de las zarpas delanteras.

—¿De verdad quieres saberlo, humana? —preguntó mirándome de reojo—. Ten cuidado con lo que respondes. Algunas cosas conviene que sigan siendo un misterio.

—¿Qué clase de respuesta es esa? Claro que quiero saberlo, y más ahora.

Suspiró, haciendo vibrar sus bigotes.

—Muy bien, pero recuerda que has insistido tú —bajó la pata, se irguió y, rodeándose con la cola, me miró muy serio—. ¿Recuerdas el día en que murió Caballo de Hierro?

Sentí un nudo en la garganta. Claro que lo recordaba. Nunca podría olvidar esa noche. Caballo de Hierro cargando solo contra el enemigo para que nosotros aprovecháramos su distracción; Caballo de Hierro protegiéndome de un golpe mortal; Caballo de Hierro, hecho pedazos en el suelo de cemento de la fábrica. Sus últimas palabras.

Se me saltaron las lágrimas al pensarlo. Y entonces me acordé de Grimalkin sentado junto al noble duende de Hierro justo antes de que muriera, inclinado hacia su cabeza. Había pensado que eran imaginaciones mías, que mis ojos me estaban engañando, porque el gato había desaparecido en una fracción de segundo. Ahora, en cambio, parecía extremadamente importante que lo recordara.

Noté frío en el estómago.

—¿Qué le hiciste, Grim?

—Nada —me miró fijamente—. Nada a lo que él no hubiera accedido ya. Yo sabía que tarde o temprano tendría que entrar en el Reino de Hierro, y Caballo de Hierro sabía que era muy posible que muriera intentando ayudarte. Estaba preparado para ello. Llegamos a un… acuerdo.

—Dios mío —comprenderlo fue como un mazazo. Miré boquiabierta al gato—. Ese de ahí es él, ¿verdad? Utilizaste a Caballo de Hierro para tu amuleto —me sentí mareada y al apartarme del cait sith tambaleándome tropecé con Ash—. ¿Cómo pudiste? —susurré, temblorosa—. ¿Es que para ti todo es un contrato? Caballo de Hierro era nuestro amigo, yo habría muerto si no me hubiera ayudado. ¿O es que no te importa estar usándolo como si fuera una pila?

—Caballo de Hierro estaba dispuesto a darlo todo por ti, humana —Grimalkin me clavó su mirada y entornó los párpados hasta que sus ojos se convirtieron en dos ranuras doradas—. Él quiso. Quiso que hubiera un modo de protegerte cuando ya no estuviera aquí. Deberías estarle agradecida. Yo no habría hecho lo mismo. Gracias a su sacrificio, la búsqueda puede continuar —se levantó, saltó de la roca y se volvió para mirarnos por encima del hombro—. ¿Y bien? —dijo meneando el rabo—. ¿Venís o no?

Arrugué el ceño y avancé unos pasos.

—¿Se puede saber adónde nos llevas?

Estiró una oreja.

—Caballo de Hierro me dijo que, si alguna vez venía contigo al Reino de Hierro, buscara a un viejo amigo suyo. El Relojero, creo que era su nombre. Y está muy cerca, por suerte para nosotros.

—¿Por qué tenemos que ir a buscar a ese Relojero? ¿Por qué no nos limitamos a buscar al falso rey?

—Caballo de Hierro me dio a entender que era importante, humana —Grimalkin parpadeó y se sentó, meneando la cola con impaciencia—. Pero si tú no lo crees oportuno, por mí podéis seguir vagando por ahí sin rumbo fijo hasta que los amuletos pierdan su poder y estéis completamente perdidos. ¿O ese era el plan desde el principio?

Miré a los chicos. Se encogieron de hombros.

—Parece tan buen plan como cualquier otro —dijo Puck con cara de fastidio—. Si es que el gato sabe dónde va, claro. Odiaría que nos perdiéramos aquí.

Grimalkin bufó y movió los bigotes, desdeñoso.

—Por favor, no me insultes. ¿Perderos? ¿Cuándo os he llevado yo por mal camino?

—Ya empezamos otra vez —dije con un suspiro.

Tras pasar una noche caminando, me di cuenta de lo grande que era la ciudad de los fomorianos.

Había imaginado Mag Tuiredh como una urbe de ruinas desparramadas: murallas de piedra desmoronadas, edificios medio derruidos y grandes rocas aquí y allá donde antes se había alzado el castillo. Y quizás habría sido así, de haber estado en el mundo real. Pero allí, en el Nuncajamás, donde el tiempo no existía y hasta los edificios se resistían a la erosión, Mag Tuiredh se alzaba alta y amenazadora en el horizonte neblinoso, sus torres negras vomitaban humo a un cielo amarillo y turbio.

—¿Cómo es de antigua esta ciudad? —pregunté mientras me protegía los ojos con la mano para mirar a través del paisaje yermo.

Incluso filtrada por las nubes amarillas grisáceas, la luz seguía centelleando en mil objetos metálicos que relucían al sol y me deslumbraban. Puck y Grimalkin habían visto moverse algo entre las rocas y habían ido a echar un vistazo.

—Nadie lo sabe en realidad —contestó Ash sin dejar de contemplar el paisaje—. Los fomorianos estaban aquí antes que nosotros, y su ciudad ya era inmensa. En aquella época, Mag Tuiredh estaba medio dentro, medio fuera del mundo de los mortales, en un lugar que ahora se llama Irlanda. Como los humanos todavía nos veneraban como a dioses y el Nuncajamás era aún muy joven, muchas razas de duendes preferían vivir en el universo de los mortales. Los fomorianos ya habían esclavizado a varias razas inferiores, e intentaron hacer lo mismo con nosotros. Naturalmente, no nos hizo mucha gracia…

—Así que hubo una guerra.

—Una guerra que sacudió los cimientos de los dos mundos. Al final, Mag Tuiredh se sumió por completo en el Nuncajamás, y los fomorianos fueron empujados al mar. Fue la última vez que se los vio. Al menos, eso es lo que me han contado.

—Pero si han desaparecido… —miré la ciudad y el humo negro que subía hacia el cielo—, ¿por qué siguen humeando esas cosas?

—No lo sé —Ash fijó la mirada en las torres lejanas—. Supuestamente, Mag Tuiredh llevaba miles de años abandonada, pero ¿quién sabe en qué se ha convertido ahora? A juzgar por ese humo, yo diría que ya no está deshabitada.

—Malas noticias —Puck se dejó caer de pronto desde una cornisa de piedra que había sobre nosotros y aterrizó a nuestro lado levantando una polvareda—. Nos están siguiendo. Grim y yo hemos visto algo que parecía un insecto metálico gigante. Iba zumbando detrás de nosotros. Intenté atrapar a ese maldito canijo, pero me vio y salió pitando.

—¿Crees que habrá más? —Ash se puso tenso y bajó la mano hacia su espada, acordándose seguramente de la horda de gremlins que se había abalanzado sobre él en las minas, en nuestro primer viaje al Reino de Hierro.

Los ojos de Puck se oscurecieron. Negó con la cabeza.

—No sé, pero creo que alguien sabe que estamos aquí.

Grim apareció sobre una roca, meneando la cola. Tenía de punta el suave pelaje gris, como si acabara de salir de una secadora y estuviera cargado de electricidad estática.

—Se acerca una tormenta. Deberíamos buscar refugio.

No había acabado de decirlo cuando un rayo iluminó el cielo y el olor a ozono impregnó el aire.

Se me puso de punta el vello de la nuca.

—Grim —dije, girándome hacia él—, ¡sácanos de aquí! ¡Tenemos que encontrar refugio enseguida!

Ya fuera por mi mirada aterrorizada o por el pánico de mi voz, esa vez el gato no perdió ni un instante. Salimos corriendo, trepando por la tierra y las rocas, mientras el cielo pasaba de amarillo grisáceo a negro en cuestión de segundos. Un viento apestoso sacudía nuestras ropas y hacía que me lloraran los ojos, y a nuestro alrededor el aire estaba cargado de electricidad. Un relámpago verde hendió el cielo y un momento después comenzaron a caer las primeras gotas.

Sentí un dolor abrasador en el muslo y apreté los dientes para no gritar, consciente de que una de aquellas gotas de ácido acababa de caer sobre mí. Detrás de nosotros, Puck gritó, sorprendido y asustado. Se me revolvió el estómago. Entre la oscuridad y el viento que se había levantado, ya no veía a Grimalkin.

—¡Grimalkin! —grité frenética.

—¡Por aquí! —se le oyó gritar entre el rugido de la tormenta, y dos ojos brillantes aparecieron de pronto a la entrada de una cueva, a un lado del barranco.

La cueva estaba tan bien escondida que, de no haber estado Grimalkin allí, yo jamás la habría visto. Otra gota cayó en mi frente y se deslizó por mi mejilla, y grité al sentir que una raya de fuego me abrasaba la piel. Oí el siseo de la lluvia que caía a nuestro alrededor, por todas partes, y me precipité en la cueva seguida por Ash y Puck en el instante en que estalló la tormenta y la lluvia comenzó a caer a raudales.

Jadeando, me tendí de espaldas en el suelo de arena y contemplé cómo barría la tierra la tormenta mientras Ash y Puck se apoyaban contra la pared de la cueva.

—Vaya, qué… curioso —dijo Puck con voz ahogada—. ¿Qué demonios era eso?

—Lluvia ácida —contesté.

Todavía no me sentía con fuerzas para levantarme del suelo. Me dolía la cara y la arena estaba fresca.

—También nos tropezamos con ella en nuestro primer viaje aquí. Y no fue divertido.

—Bienvenidos a las maravillas del Reino de Hierro —masculló Ash y, apartándose de la pared, fue a arrodillarse a mi lado.

Tomé su mano y dejé que me ayudara a sentarme.

—¿Estás bien? —preguntó.

Me apartó el pelo de la cara, retirándolo de la quemadura. Sus dedos pasaron sobre la herida sin llegar a tocarla, y di un respingo sin querer. Él dejó escapar un suspiro. Vi que Puck nos estaba mirando y me sonrojé, avergonzada. De pronto ansié romper la tensión.

—Bueno, dime la verdad —dije, solo medio en broma—. ¿Va a quedar cicatriz? ¿Tendré que llevar una máscara como el Fantasma de la Ópera para esconder mi horrenda cara?

Ash se quitó la mochila de la espalda y un momento después un ungüento fresco y de olor familiar impregnó mi mejilla, aliviando el intenso dolor.

—Creo que te pondrás bien —dijo con una sonrisa tenue—. No van a quedarte cicatrices de guerra, por lo menos hoy —dejó la mano un momento sobre mi mejilla antes de levantarse. Luego me ayudó a incorporarme.

Puck soltó un bufido y se alejó fingiendo que iba a explorar la cueva.

Grimalkin pasó de largo con la cola enhiesta, ajeno a la tensión creciente.

—La lluvia tardará en parar —dijo de pasada—, así que sugiero que descanséis mientras podáis. Y que uno de vosotros se encargue de vigilar. No queremos llevarnos una sorpresa si el dueño de esta cueva regresa mientras estemos durmiendo.

—Buena idea —dijo Puck desde el fondo de la cueva—. ¿Por qué no haces tú el primer turno, príncipe? Así por lo menos no me darían ganas de sacarme los ojos con un tenedor al verte.

Ash esbozó una sonrisa burlona.

—Opino que tú estás mejor preparado para esa tarea, Goodfellow —respondió sin darse la vuelta—. A fin de cuentas, es lo que se te da mejor, ¿no? Mirar.

—Sigue así, cubito de hielo. En algún momento tendrás que dormir.

Los miré con fastidio.

—Está bien, vosotros dos seguid peleándoos. Yo voy a intentar dormir un poco —quitándome la mochila, me acerqué a un rincón, la vacié y desenrollé el saco de dormir. Tumbada en el suelo arenoso, oí discutir a Ash y Puck mientras montaban el campamento lanzándose insultos y desafíos. Curiosamente, me pareció más normal que antes, y me quedé dormida oyendo sus voces y el sonido de la lluvia.

Estaba esperándome otra vez en mis sueños.

Suspiré.

—Máquina —dije al enfrentarme al Rey de Hierro, y mi voz casi se perdió en el vacío circundante—, ¿por qué estás aquí? Creía que te había dicho que me dejaras en paz. No te necesito.

—No —murmuró con una sonrisa mientras sus cables lo envolvían en una jaula de acero reluciente—, eso no es cierto. Has llegado muy lejos, pero aún no estás allí, Meghan Chase. Todavía me necesitas.

—No —no me moví cuando se acercó y los cables se estiraron para serpear a mi alrededor—. Ahora soy más fuerte que la primera vez que nos vimos. Estoy aprendiendo a controlar la magia que me dejaste —empujé los cables con solo pensar en ello, y retrocedieron alarmados.

—Sigues sin entenderlo —Máquina retiró sus apéndices y los dobló como alas detrás de su espalda—. Utilizas la magia como una herramienta, como una espada que blandes torpemente en círculos, lanzando mandobles a ciegas a los que te rodean. Si quieres ganar, has de abrazarla por completo, convertirla en parte de ti. Si me permitieras enseñarte la manera…

—Ya me has dado suficiente —dije con amargura—. Yo no pedí esto. No lo quería. Si estuvieras vivo, me alegraría de que me lo arrebataras.

—Pero yo no podría arrebatártelo —me miró con sus ojos negros e insondables—. El poder del Rey de Hierro puede entregarse, o puede perderse. Pero no puede conquistarse.

Fruncí el ceño.

—Entonces, ¿por qué intenta matarme el falso rey? Si el poder solo puede entregarse voluntariamente, ¿por qué intentar apoderarse de él por la fuerza?

Máquina sacudió la cabeza.

—El usurpador nunca ha sabido cómo se elige a un rey. Cree que puede arrebatarte el poder por la fuerza, y se ha cegado en su obsesión. No se da cuenta de que sus actos solo le hacen aún menos digno.

—Si muero… ¿entonces el poder se perderá?

Máquina asintió con la cabeza.

—A menos que renuncies a él voluntariamente, o que elijas a un sucesor.

—¿No puedo renunciar a él ahora mismo?

—No —contestó tajante—. Solo puede entregarse en el momento de la muerte. Únicamente abandona el cuerpo cuando su portador sabe que va a morir. Si el portador muere sin haber elegido sucesor, el poder queda latente, esperando, hasta que aparece alguien digno de portarlo de nuevo. Pero no, no puedes sencillamente renunciar a él cuando te plazca —parecía levemente ofendido por aquella idea—. Además, ¿a quién se lo darías, Meghan Chase? ¿A quién considerarías digno de llevar esa carga?

—Supongo que eso significa que tú me considerabas digna —mascullé—, aunque yo preferiría que no te hubieras tomado esa molestia.

El Rey de Hierro se limitó a sonreír.

—Estaré aquí —murmuró mientras se desvanecía.

Su brillo fue apagándose, pero su voz siguió resonando en el vacío.

—No puedes vencer sin mí, Meghan Chase. Hasta que seamos uno, estás destinada a perder esta guerra.

Cuando abrí los ojos todo estaba en silencio. La lluvia había cesado y un peso cálido y peludo se apretaba contra mis costillas, ronroneando. Me levanté con cuidado de no despertar a Grimalkin y aparté el saco de dormir mientras miraba a mi alrededor. Puck estaba tumbado de espaldas en el rincón, envuelto en mantas, con un brazo sobre los ojos. De su boca abierta salía un ronquido ensordecedor como un martillo hidráulico. Hice una mueca.

Ash estaba de pie a la entrada de la cueva. Su silueta se recortaba, negra, contra el cielo nublado. Tenía la vista fija en la lejana ciudad. Deduje que era por la tarde por la luz amarillenta que entraba en la cueva, y comprendí por el modo sutil con que Ash ladeó la cabeza que me había oído levantarme. No se volvió, sin embargo.

Me acerqué a él y le rodeé la cintura con los brazos. Sus manos se posaron sobre las mías, nuestros dedos se entrelazaron y nos quedamos así un momento, respirando al unísono mientras yo escuchaba su corazón a través de la armadura.

—¿Estás bien? —su voz profunda vibró en mi oído, pegado a su espalda.

—Sí —me retiré para mirar la parte de atrás de su cabeza—. ¿Por qué? ¿Ya estás otra vez adivinándome el pensamiento?

—Has hablado en sueños —dijo con solemnidad—. No estaba escuchando, pero has dicho «Máquina» una o dos veces —hizo una pausa y me dio un vuelco el corazón—. Es por el Reino de Hierro, ¿verdad? —prosiguió—. Estar aquí te está haciendo recordar.

—Sí —mentí pegando mi cara a su espalda.

No quería hablarle de mis conversaciones con el antiguo Rey de Hierro, al que habíamos matado en nuestro último viaje allí y que supuestamente acechaba dentro de mí.

—Era solo una pesadilla, Ash. No te preocupes por mí.

—Ese es mi trabajo ahora —contestó en voz tan baja que apenas le oí—. Meghan, no temas pedir ayuda. No estás sola. Recuérdalo.

Me removí incómoda, con la esperanza de que no se diera cuenta de que me sentía culpable.

—Entonces, ese rollo del caballero y la dama… —dije para cambiar de tema—. ¿Tienes que hacer lo que te diga? Por ejemplo, si te ordenara… no sé… que hagas el pino con la cabeza, ¿lo harías?

Intentaba bromear, pero él titubeó y me pregunté si habría tocado un tema delicado.

—Ahora sabes mi Verdadero Nombre —dijo al cabo de un momento—. Técnicamente, sí, si me lo ordenas usando mi nombre completo, me vería obligado a obedecer, pero… —se detuvo de nuevo. Nunca me había parecido tan inseguro—. Se da por sentado que nunca se llega a ese extremo. Que la dama confía en el caballero lo suficiente como para…

—Ash —lo interrumpí—, date la vuelta.

Obedeció. Se giró lentamente para mirarme, con expresión cautelosa. Entrelacé las manos detrás de su cuello, le hice agachar la cabeza y lo besé. Se quedó rígido un momento, sin moverse. Luego se relajó y sus brazos rodearon mi cintura, acercando nuestros cuerpos.

—Lo siento —susurré cuando nos apartamos—. No quiero que te arrepientas de… de estar aquí conmigo, de ser mi caballero y todo eso.

Pasó los dedos por mi pelo para apartármelo de la mejilla.

—Si hubiera creído que iba a arrepentirme —dijo con calma—, no habría hecho ese juramento. Sé lo que significa convertirse en caballero de una dama. Y si volvieras a pedírmelo, la respuesta sería la misma —suspiró y tomó mi cara entre sus manos—. Mi vida… todo lo que soy… te pertenece.

Sentí que me escocían los ojos cuando se inclinó para besarme.

De pronto salió de la cueva un ronquido estrepitoso y el bulto del rincón se giró sospechosamente hacia nosotros. Ash suspiró otra vez, miró a Puck con resignación y se apartó.

—Deberíamos irnos pronto —murmuró, mirando hacia la ciudad—. Si nos vamos ahora, podemos llegar a Mag Tuiredh antes de que anochezca. Además, he visto el insecto metálico del que hablaba Puck revoloteando por ahí fuera. Nos está siguiendo, no hay duda. Y si ataca, preferiría no tener que enfrentarme a él en la oscuridad.

Me estremecí y miré el amuleto que tenía en el pecho. El cristal ya no era del todo transparente. Dentro, las espirales eran de un color plateado y metálico, como el mercurio dentro de un termómetro. Me dio escalofríos, como si estuviera mirando caer los granos de un reloj de arena que me recordaba que su tiempo en el Reino de Hierro era limitado.

—Sí —dije apartándome de él—, vámonos ya. Puck, sé que estás despierto. Nos vamos.

—Menos mal —Puck resopló y se levantó de un salto—. Temía tener que pasarme toda la mañana escuchando vuestras cursiladas. Ya me siento un poco mareado. Por favor, no empeoréis las cosas.

—Estoy de acuerdo —añadió Grimalkin desde la entrada de la cueva—. Tenemos que irnos. Se nos está agotando el tiempo.

Recogimos rápidamente nuestras cosas y nos pusimos en camino de nuevo. La ciudad de los fomorianos parecía llamarnos desde la distancia.

Cuando salimos de la cueva siguiendo a Grim y a Puck, vi un destello por el rabillo del ojo, como una onda de calor que desaparecía detrás de una roca. Me detuve y miré hacia atrás, pero solo vi arena y piedras.

—¿Lo has visto? —masculló Ash cuando echamos a andar otra vez por el sendero polvoriento.

Arrugué el ceño al mirar a mi alrededor e hice una mueca cuando el sol relumbró en los objetos metálicos desperdigados por todas partes.

—No sé. Me ha parecido ver… algo. Casi como un reflejo, pero muy claro. ¿Tú lo has visto?

Asintió mientras su mirada de cazador se movía incesantemente.

—Algo nos está siguiendo —dijo en voz baja—. Goodfellow también lo sabe. Mantente alerta. Puede que pronto tengamos pro…

Atacó desde lo alto de un peñasco, arrojándose sobre nosotros con un grito. No había nada allí arriba y un instante después aquel extraño resplandor vibró en el aire y algo chocó contra mí y arañó mi armadura con zarpas invisibles que chirriaron al tocar las escamas de dragón. Retrocedí tambaleándome mientras una figura felina del tamaño de un puma y traslúcida como el cristal se alejaba de un salto de la espada de Ash y volvía a desaparecer entre las rocas. Saqué mi espada con un rasposo chirrido y Puck echó mano de sus dagas, escudriñando el paisaje vacío que nos rodeaba.

—¿Le importaría a alguien decirme qué era eso? —dijo, y un instante después otro felino transparente saltó hacia él desde el otro lado.

Grité y agachó la cabeza. El gato no le dio por poco. Aterrizó levantando polvo, saltó hacia las rocas y se perdió de vista.

Nos apiñamos dándonos la espalda, con las armas delante de nosotros, atentos a cualquier destello de nuestros asaltantes invisibles. «No», pensé, «invisibles, no». Eso no tenía sentido en el Reino de Hierro. Grimalkin podía volverse invisible sirviéndose del hechizo corriente. De hecho, ya había desaparecido. El hechizo corriente era la magia del mito y la ilusión, cosas que no podían manejar los duendes de Hierro, así que ¿cómo estaban ocultando su presencia? ¿Cuál era la explicación lógica?

Vimos un borrón cuando los gatos monstruosos atacaron de nuevo, precipitándose sobre nosotros desde lados opuestos. No los vi hasta que uno estaba casi encima de mí, cuando sentí que sus garras ganchudas arañaban mi costado. Eran increíblemente rápidos. Por suerte la armadura de escamas de dragón aguantó, aunque chirrió y soltó chispas como si protestara, pero el gato se alejó antes de que yo pudiera reaccionar.

Puck soltó un exabrupto y acuchilló el aire vacío cuando el segundo gato saltó detrás de las rocas y desapareció otra vez. La sangre goteó por su brazo y manchó la tierra. Él no había tenido tanta suerte como yo, y empecé a ponerme frenética.

«¡Piensa, Meghan!». Tenía que haber una explicación. Los duendes de Hierro no podían servirse del hechizo normal, así que ¿cómo podía parecer invisible un ser sólido? Sentí el hechizo de Hierro girando a nuestro alrededor, frío, paciente y calculador, y de pronto lo entendí.

—Se están camuflando —dije cuando por fin encajaron las piezas—. Están usando el hechizo de Hierro para alterar la luz a su alrededor y parecer invisibles —sentí la euforia del descubrimiento, la certeza de que tenía razón. Todos esos años viendo Star Trek por fin habían dado su fruto.

Ash me miró un instante.

—¿Puedes utilizar el hechizo para ver desde dónde vienen?

—Voy a intentarlo.

Cerré los ojos, me concentré y busqué a nuestros asaltantes extendiendo mis sentidos hasta que… Ahí. Los percibí con la mente: dos nítidos apelotonamientos de hechizo en forma de gato que se deslizaban por el suelo, a unos metros de nosotros. Uno se estaba a cercando a Ash. Sus músculos temblaron y de pronto saltó profiriendo un aullido.

—¡Arriba a la izquierda, Ash! ¡A las siete!

Se giró ágilmente. Oí un maullido y la forma de gato que veía en mi cabeza se partió en dos justo antes de que algo caliente y mojado salpicara mi cara.

Sin pararme a pensar o a hacer caso de mis náuseas, vi que el otro gato saltaba derecho hacia mí con las garras extendidas. Esta vez iba derecho a mi cuello. Levanté la espada y el monstruo se estrelló contra mi pecho, ensartándose en la espada por la fuerza del salto. Caí hacia atrás y quedé tendida en la tierra, sin respiración por el golpe.

Durante unos segundos solo pude quedarme allí, con la boca abierta, aplastada bajo el cuerpo del felino. De cerca, el gato muerto era de un extraño color gris y metálico. Su pelaje era corto y brillaba como un espejo, pero sus dientes eran del mismo marfil amarillento de los grandes gatos, puntiagudos y mortíferos, y su aliento apestaba a carne podrida y ácido de batería. Fue todo lo que noté antes de que Ash apartara al enorme felino y Puck me ayudara a levantarme.

—Vaya, qué divertido —Puck esbozó una de sus sonrisas sarcásticas—. ¿Estás bien, princesa?

—Sí —sonreí rápidamente a Ash para borrar la preocupación de su cara y me volví de nuevo hacia Puck—. Estoy bien, ¡pero tú estás sangrando, Puck!

—¿Qué, esto? —sonrió—. No es más que un rasguño —su sonrisa se convirtió en una mueca cuando le hice sentarse en una roca y empecé a arrancarle la manga de la camiseta.

Tenía el brazo hecho un desastre, había sangre por todas partes y vi cuatro marcas de uñas que iban del codo a la muñeca. Hice una mueca, preocupada por él.

—Ash, voy a necesitar un poco de ese ungüento que has traído —mascullé mientras enjugaba la sangre. Como no se movió, me giré y entorné los ojos—. Vale, ya estoy harta de esto. Sé que no os lleváis bien, pero o arregláis las cosas entre vosotros o no conseguiremos salir vivos de aquí.

Recibí una mirada más bien fría, pero abrió su mochila, sacó el frasco y me lo dio, reticente. Puck se recostó en la roca y sonrió cuando me incliné sobre su brazo.

—Se te da bien esto, princesa —ronroneó, y lanzó una sonrisa engreída a Ash por encima de mi hombro—. ¿Has estado fijándote en el témpano de hielo, o es que eres una enfermera nata? No me costaría acostumbrarme a… ¡Ay! —me miró con enfado cuando até el vendaje bruscamente.

—No tientes a tu suerte —le advertí, y me miró con ojos llenos de candor. Era la primera vez en mucho tiempo que veía al antiguo Puck, y me hizo sonreír.

Mientras yo recogía las cosas de nuestro botiquín, Grimalkin apareció de nuevo y arrugó la nariz mirando a los gatos muertos.

—Bárbaros —bufó. Se bajó de la roca y se acercó al trote, esquivando los dos cuerpos—. Humana, conviene que sepas que hay otras criaturas que sin duda se sentirán atraídas por el revuelo. Te aconsejo que te des prisa.