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Consejo de guerra

Esa noche se cernía sobre el campamento una luna redonda y encarnada, agorera y roja como el óxido, que todo lo teñía de un tono sanguinolento y fantasmagórico. Del cielo casi despejado caían ráfagas de nieve, copos rojizos que bailaban al viento como si la mismísima luna se estuviera deshaciendo, emponzoñada.

Salí de mi tienda, que era pequeña y mohosa y no tenía dentro el claro de un bosque de fantasía, para reunirme con Ash y Puck, que me esperaban al otro lado de la cortina.

La luz rojiza y espectral realzaba sus rostros angulosos, haciéndolos parecer más inhumanos que antes, y sus ojos refulgían en la oscuridad. Tras ellos, el campamento estaba en calma. Nada se movía bajo la torva luna roja, y las tiendas apiñadas semejaban una ciudad fantasma.

—Han pedido verte —dijo Ash con solemnidad.

Asentí.

—No los hagamos esperar, entonces.

La tienda de Oberón se alzaba sobre las otras con sus estandartes gemelos ondeando flojamente empujados por la brisa. Una fina capa de nieve cubría el suelo, manchado por las botas y arañado por pies y cascos cuyas huellas conducían hacia el centro del campamento. Por las rendijas de la cortina de la tienda se colaba una luz amarillenta y parpadeante. Empujé la cortina y entré.

El claro del bosque seguía allí, pero en su centro se alzaba ahora una enorme mesa de piedra rodeada por duendes en armadura. Oberón y Mab ocupaban la cabecera de la mesa, severos e imponentes, flanqueados por varios nobles sidhes.

Un trol gigantesco, cuyos curvos cuernos de carnero atravesaban un casco de asta, permanecía en pie con los brazos cruzados, observando la escena, mientras un centauro discutía con un jefe trasgo, clavando ambos sus dedos en el mapa desplegado sobre la mesa. Un hombrerroble inmenso, nudoso y retorcido, se inclinaba, el rostro arrugado impasible, para oír las voces de los que estaban a sus pies.

—Te lo advierto —dijo el centauro, los músculos de cuyo costado temblaban de rabia—, si tus exploradores van a montar trampas en el lindero del yermo, avísame para que los míos no caigan en ellas. Dos se han roto las patas al caer en un hoyo, y otro ha estado a punto de morir por culpa de uno de vuestros dardos envenenados.

El jefe trasgo sonrió, burlón.

—No es culpa mía que tus exploradores no miren por dónde pisan —bufó, enseñando sus colmillos torcidos—. Además, ¿qué hacían tus exploradores tan cerca de nuestro campamento? ¿Eh? Robando secretos, me apostaría algo. Nos tenéis envidia porque siempre hemos sido los mejores rastreadores.

—¡Ya basta! —ordenó Oberón antes de que el centauro pudiera saltar sobre la mesa y estrangular al trasgo—. No estamos aquí para pelearnos entre nosotros. Solo quería saber qué han descubierto vuestros exploradores, no que haya una guerra soterrada entre ellos.

El centauro suspiró y lanzó al trasgo una mirada asesina.

—Es como dicen los trasgos, mi señor —dijo volviéndose hacia Oberón—. Los engendros de Hierro con los que hemos librado escaramuzas parecen pertenecer a unidades de avanzadilla. Nos están poniendo a prueba, intentan sondear nuestros puntos flacos a sabiendas de que no podemos seguirlos a sus dominios. Aún no hemos visto a su ejército al completo. Ni al Rey de Hierro.

—Señor —dijo uno de los generales sidhe inclinándose ante Oberón—, ¿y si se trata de una estratagema? ¿Y si el Rey de Hierro planea atacar en otra parte? Quizás haríamos mejor en defender Arcadia y la Corte de Verano en lugar de esperar en el lindero del bosque.

—No —dijo Mab, fría e inflexible—. Si os marcháis para regresar a vuestra corte, estaremos perdidos. Si el Rey de Hierro envenena el bosque, pronto le seguirán Verano e Invierno. No podemos retirarnos a nuestros territorios. Debemos mantener el frente aquí.

—Estoy de acuerdo —dijo Oberón tajantemente—. Verano no va a retirarse. El único modo de proteger Arcadia y todo el Nuncajamás es detener su avance aquí. Kruxas —dijo mirando al trol—, ¿dónde están tus fuerzas? ¿Vienen de camino?

—Sí, majestad —gruñó el trol inclinando su enorme cabeza—. Llegarán dentro de tres días si no hay complicaciones.

—¿Y qué hay de los Antiguos? —Mab miró al general que había tomado la palabra—. Este es su mundo, aunque permanezcan dormidos. ¿Han hecho caso los dragones de nuestra llamada a las armas?

—Desconocemos en qué estado se encuentran los pocos Antiguos que quedan, majestad —el general inclinó la cabeza—. De momento solo hemos podido encontrar a uno, y no estamos seguros de que vaya a ayudarnos. En cuanto a los demás, o siguen durmiendo o se han retirado a lo profundo de la tierra para esperar a que pase todo esto.

Oberón asintió.

—Entonces tendremos que arreglárnoslas sin ellos.

—Disculpad, majestad —fue el centauro quien habló de nuevo, lanzando a Oberón una mirada suplicante—, pero ¿cómo vamos a detener al Rey de Hierro si se niega a luchar con nosotros? Sigue escondido en el interior de su páramo envenenado mientras nosotros malgastamos vidas y recursos esperándolo. No podemos quedarnos aquí eternamente mientras los engendros de Hierro nos eliminan uno a uno.

—No —repuso Oberón, y me miró fijamente—. No podemos.

Todos se volvieron hacia mí. Tragué saliva y resistí el impulso de retroceder. Puck soltó un soplido y me miró con sorna.

—Vaya, parece que nos toca salir a escena —dijo.

—Meghan Chase ha accedido a penetrar en el páramo para ir en busca del Rey de Hierro —afirmó Oberón mientras me acercaba a la mesa seguida por Ash y Puck.

Los generales me siguieron con la mirada, curiosos, incrédulos y llenos de desdén.

—Su sangre medio humana la protegerá del veneno de sus dominios, y sin un ejército que la acompañe podrá pasar desapercibida —Oberón entornó los ojos y clavó un dedo en el mapa—. Mientras esté allí, debemos mantener esta posición a toda costa. Hemos de darle el tiempo que necesita para descubrir el escondite del Rey de Hierro y matarlo.

Se me encogieron las entrañas y noté la garganta seca. En realidad no quería tener que matar a nadie. Todavía tenía pesadillas en las que atravesaba con una flecha el pecho del último Rey de Hierro. Pero había dado mi palabra y todos contaban conmigo. Si quería volver a ver a mi familia, había que poner fin a aquello inmediatamente.

—Majestad —dijo un sidhe de Invierno, un guerrero alto, con armadura de hierro y el cabello blanco recogido en una trenza, a la espalda—. Disculpad, señor, pero ¿de veras vamos a confiar la seguridad de nuestros territorios, de todo el Nuncajamás, a esta… mestiza? ¿A una exiliada que ha quebrantado las leyes de las dos cortes? —me lanzó una mirada hostil y sus ojos azules centellearon—. No es de los nuestros. Nunca lo será. ¿Qué le importa a ella lo que sea del Nuncajamás? ¿Por qué hemos de confiar en ella?

—Es hija mía —la voz de Oberón sonó serena, pero tenía el temblor de un terremoto inminente—. Y no necesitáis confiar en ella. Solo tenéis que obedecer.

—Pero el general tiene razón, rey —dijo Mab, y me sonrió de un modo que hizo que se me erizara la piel—. ¿Cuáles son tus planes, mestiza? ¿Cómo esperas encontrar al Rey de Hierro y, en caso de que lo encuentres, cómo esperas detenerlo?

—No lo sé —reconocí en voz baja, y un gruñido de fastidio recorrió la mesa—. No sé dónde está, pero lo encontraré, os lo prometo. Derroté a un Rey de Hierro. Tendréis que confiar en que pueda volver a hacerlo.

—Pides mucho de nosotros, mestiza —dijo otro duende, un caballero de Verano que me miraba incrédulamente, con ojos de un verde ácido—. No puedo decir que me agrade ese plan tuyo, tal y como lo has expuesto.

—No tiene por qué gustaros —contesté mirándolos a todos—. Y tampoco tenéis que confiar en mí. Pero me parece que soy la mejor oportunidad que tenéis de detener al falso rey. Y no veo que ninguno de vosotros se ofrezca voluntario para adentrarse en sus dominios. Si alguien tiene una idea mejor, me encantaría oírla.

Se hizo un largo silencio, roto solo por la risilla de Puck. Me miraron malhumorados, pero ninguno se levantó para desafiarme.

Oberón permaneció impasible, pero Mab fijó en mí una mirada fría y temible.

—Tienes razón, rey —dijo por fin volviéndose hacia Oberón—. El tiempo es de vital importancia. Mandaremos a la mestiza al páramo para que mate a ese engendro que se hace llamar Rey de Hierro. Si lo consigue, la guerra será nuestra. Si muere… —se interrumpió para mirarme y sus labios, rojos y perfectos, se tensaron en una sonrisa—… no perdemos nada.

Oberón asintió, todavía inexpresivo.

—No te enviaría sola si las circunstancias no fueran tan críticas, hija mía —prosiguió—. Sé que te pido mucho, pero ya antes me has sorprendido. Solo puedo confiar en que esta vez también me sorprendas.

—No irá sola —dijo Ash suavemente, y todos se sobresaltaron. El príncipe se acercó a mí para mirar al consejo de guerra y añadió con voz firme—: Goodfellow y yo la acompañaremos.

El rey de Verano me miró fijamente.

—Eso me parecía, caballero —dijo—. Y admiro vuestra lealtad, aunque temo que acabe por destruiros. Pero… haced lo que debáis. No os detendremos.

—Sigues pareciéndome un necio, muchacho —dijo Mab, fijando su fría mirada en su hijo menor—. Si fuera por mí, te habría arrancado la garganta antes de que hicieras ese juramento, pero ya que insistes en acompañar a la muchacha, la Corte Tenebrosa tiene algo que tal vez os ayude.

Parpadeé sorprendida y Oberón se volvió hacia Mab levantando una ceja. Saltaba a la vista que aquello también era una novedad para él. La Reina de Invierno no le hizo caso, sin embargo, y volvió a fijar en mí sus ojos oscuros y feroces.

—¿Te sorprende, mestiza? —resopló, desdeñosa—. Pienses lo que pienses, no tengo deseo alguno de ver muerto al único hijo que me queda. Si Ash insiste en seguirte de nuevo a los dominios de Hierro, necesitará algo que lo proteja de su veneno. Mis herreros han estado trabajando en un encantamiento que quizá pueda proteger a quien lo lleve del hechizo de Hierro. Afirman que está casi listo.

Me dio un vuelco el corazón.

—¿Qué es?

Mab esbozó una sonrisa fría y crispada, y se volvió hacia los duendes que observaban la conversación.

—Marchaos —siseó—. Todos, menos la muchacha y sus defensores. Fuera.

Los duendes de Invierno se incorporaron inmediatamente y se marcharon. Salieron del claro sin mirar atrás. Los caballeros de Verano miraron a Oberón, que los despidió con una escueta inclinación de cabeza. Se retiraron de mala gana, se inclinaron ante su rey y siguieron a los duendes de Invierno fuera de la tienda, dejándonos a solas con los gobernantes del País de las Hadas.

Oberón miró fijamente a Mab.

—¿Ocultando cosas a la Corte de Verano, lady Mab?

—No te gastes ese tono conmigo, lord Oberón —Mab entornó los ojos—. Tú harías lo mismo. Yo velo por los míos, no por los demás —levantó las manos y dio una sola palmada—. Heinzelmann, traed el engendro.

La hierba se removió cuando tres hombrecillos con cara de lagarto se apartaron de las sombras y se acercaron a la mesa. Eran más pequeños que enanos, apenas me llegaban a la rodilla, pero no eran gnomos, ni trasgos. Miré a Ash inquisitivamente y respondió con una mueca.

—Kobolds —dijo—. Son los herreros de la Corte Tenebrosa.

Los kobolds llevaban entre sí una jaula hecha de ramas entrelazadas que resplandecía, envuelta por el hechizo de Verano. Dentro de ella, gruñendo y siseando mientras sacudía los barrotes de la jaula, había un gremlin.

No pude evitar asustarme al ver a aquella criatura. Los gremlins eran duendes de Hierro, pero tan salvajes y caóticos que ni siquiera los otros duendes de Hierro los querían cerca. Vivían en máquinas y ordenadores y a menudo se congregaban en enormes bandadas, normalmente donde podían hacer más daño. Eran seres pequeños, feos y delgaduchos, una especie de cruce entre un mono sin pelo y un murciélago sin alas, con brazos largos, grandes orejas y dientes afilados como cuchillas que refulgían con un color azul neón cada vez que sonreían.

Comprendí por qué había hecho salir Mab a los demás. Si no, el gremlin no habría llegado hasta la mesa: algún caballero habría acabado con él nada más verlo. Oberón observó al duende como si estuviera contemplando un insecto especialmente repugnante, pero apenas pestañeó.

Los kobolds llevaron la jaula hasta la mesa y el gremlin comenzó a gruñir y a escupirnos mientras iba de un lado de la jaula a otro. El kobold más corpulento, una criatura de ojos amarillos y pelo hirsuto, sonrió y sacó la lengua como un lagarto.

—Essstá listo, reina Mab —dijo con voz sibilante—. ¿Quieres llevar a cabo el ritual?

Mab esbozó una sonrisa espeluznante.

—Dame el amuleto, Heinzelmann.

El kobold le entregó algo que brilló un momento en la penumbra. Sin dejar de sonreír, la Reina de Invierno se volvió hacia el gremlin y lo observó con un destello feroz en los ojos. El gremlin le gruñó. La reina levantó el puño y empezó a cantar una canción cuya letra no entendí, pero de la que manaba un remolino de poder. Sentí como si tiraran de mí por dentro, como si mi alma luchara por abandonar mi cuerpo y precipitarse hacia aquel torbellino. Gemí y sentí que Ash me agarraba de la mano y me la apretaba con fuerza, como si él también temiera que fuera a salir volando.

El gremlin curvó la espalda con la boca abierta y soltó un gemido desgarrador. Vi que un jirón oscuro y desflecado, semejante a una nube sucia, salía de su boca y era arrastrado hacia el interior del torbellino. Mab siguió cantando, y como un tornado tragado por un desagüe, el remolino despareció en el interior del objeto que tenía en la mano. El gremlin se desplomó convulsionándose y de su cuerpo saltaron chispas que crepitaron sobre la piedra. Tras un último estertor, se quedó quieto.

Yo tenía la boca seca cuando Mab se volvió hacia nosotros con expresión triunfante.

—¿Qué le has hecho? —pregunté con voz ronca.

La reina levantó la mano. De una fina cadena de plata colgaba un amuleto que relucía como una gota de agua al sol. Era muy pequeño, en forma de lágrima sostenida por púas de hielo. La lágrima era transparente como el cristal, y vi que una especie de humo se retorcía dentro de ella.

—Hemos encontrado el modo de atrapar la esencia vital de los seres de Hierro —anunció Mab con voz ronroneante, espantosamente satisfecha de sí misma—. Si el amuleto funciona, absorberá el hechizo de Hierro y de ese modo limpiará y protegerá del veneno a quien lo porte. Hasta podrás tocar el hierro sin quemarte. Mucho, al menos —se encogió de hombros—. Eso es lo que dicen mis herreros. Aún no se ha probado.

—¿Y ese era el único? —Ash señaló con incredulidad al gremlin inerte, que muerto parecía aún más pequeño que en vida, frágil como un montón de ramitas.

Mab soltó una risa cruel, sacudiendo la cabeza.

—Ah, no, querido mío —dejó colgar el amuleto, que giró lentamente, suspendido de su cadena—. Para crear este amuleto han hecho falta muchos, muchísimos engendros como ese. Por eso no podíamos entregárselos a nadie. Y capturarlos con vida ha resultado… difícil.

—Y… —miré fijamente la neblina que se retorcía dentro del cristal y de pronto me sentí un poco mareada—, ¿habéis tenido que matarlos a todos para que funcionara?

—Estamos en guerra, humana —su voz sonó fría e implacable—. Se trata de matar o morir —la reina profirió un bufido y miró con desdén el cuerpo retorcido del gremlin—. Los duendes de Hierro están corrompiendo nuestro hogar y envenenando a nuestro pueblo. Opino que es un trato justo, ¿tú no?

Yo no estaba muy segura, pero Puck carraspeó para llamar nuestra atención.

—Lamento parecer avaricioso y esas cosas —dijo—, pero ¿aquí el témpano de hielo es el único que va a tener un collarcito reluciente? Porque como vamos a ser tres los que entremos en el Reino de Hierro…

Mab le lanzó una mirada gélida.

—No, Robin Goodfellow —dijo, y el nombre de Puck sonó como una maldición—. El ser que nos enseñó a hacer los amuletos insistió en que tú también tuvieras uno —hizo un gesto y Heinzelmann el kobold se acercó a Puck con una sonrisa y le ofreció otro amuleto colgado de una cadena. El suyo tenía enredaderas enroscadas alrededor del cristal en vez de hielo, pero por lo demás eran idénticos. Puck sonrió al colgárselo del cuello y a continuación hizo una ligera reverencia a la reina, que le ignoró por completo.

Mab hizo señas a Ash de que se acercara y le puso el amuleto al cuello cuando el príncipe se inclinó ante ella.

—Es lo mejor que podemos hacer por vosotros —dijo cuando Ash se irguió, y por un momento, mientras miraba a su hijo, la Reina de Invierno pareció casi angustiada—. Si no lográis derrotar al Rey de Hierro, estamos todos perdidos.

—No fallaremos —dijo Ash con calma, y Mab puso una mano sobre su mejilla y lo miró como si no fuera a verlo nunca más.

—Una última cosa —añadió cuando su hijo dio un paso atrás—. La magia del amuleto no es permanente. Se debilita y se desgasta con el tiempo, y al final se hará añicos. Los herreros me han dicho también que cualquier uso del hechizo acelera la destrucción del encantamiento, igual que cualquier contacto directo con objetos hechos de hierro. No están seguros de cuánto tiempo tardará en perder su fuerza, pero en una cosa están todos de acuerdo: no dudará eternamente. Una vez entréis en los dominios de Hierro, tenéis un tiempo limitado para encontrar a vuestro objetivo y matarlo. Así que yo que tú me daría prisa, Meghan Chase.

«Ah, claro», pensé mientras se me caía el alma a los pies y se me retorcía el estómago. «La situación ya es desesperada, pero además viene con un plazo. Nada de presión».

—¡Reina Mab!

El grito, agudo y rasposo, resonó desde más allá del claro y un instante después un frondoso arbusto se coló en la tienda y comenzó a brincar a los pies de Mab. Tardé un momento en darme cuenta de que era un trasgo con hojas y ramas pegadas a la ropa para camuflarse en el bosque.

—¡Reina Mab! —exclamó de nuevo—. ¡Duendes de Hierro! ¡Snigg ha visto muchos acampados en el lindero del páramo! ¡Dad la voz de alarma! ¡Preparad las armas! ¡Aprisa, aprisa!

Mab se agachó y con un ademán raudo como una centella agarró al trasgo frenético por el pescuezo y lo levantó.

—¿Cuántos son? —preguntó en voz baja mientras el trasgo intentaba respirar y pataleaba débilmente, agitando su cobertura de hojas.

—Eh… —el trasgo se sacudió una última vez y se calmó—. ¿Unos centenares? —dijo con voz rasposa—. Muchas luces, muchas criaturas. Snigg no pudo verlo bien, lo siente mucho.

—¿Se están acercando o están acampados? —preguntó Mab en un tono que podría haber sido sereno y razonable si la mirada vidriosa de sus ojos no hubiera delatado su crueldad—. ¿Tenemos tiempo para prepararnos o están ya a las puertas de nuestro campamento?

—A un par de leguas de aquí, majestad. Snigg ha venido corriendo cuando los ha visto, pero habían acampado, acampado para pasar la noche. Snigg cree que atacarán al amanecer.

—Entonces tenemos un poco de tiempo, al menos —Mab lanzó al trasgo como si tirara una lata de refresco vacía—. Ve a informar a nuestras tropas de que se acerca la batalla. Di a los generales que se presenten ante mí para debatir nuestra estrategia. ¡Vamos!

El trasgo salió corriendo como un matorral que escapara de la tienda. Mab se volvió hacia Oberón.

—Qué oportuno —siseó, ceñuda—, que aparezca tu hija y nos ataquen inmediatamente. Casi se diría que vienen a por ella.

Sentí una negra oleada de pánico. Podía vérmelas con uno o dos oponentes, pero no con un ejército entero.

—¿Qué puedo hacer? —pregunté, intentando que no me temblara la voz—. ¿Queréis que me vaya ya?

Oberón sacudió la cabeza.

—Esta noche, no —dijo con firmeza—. El enemigo está a nuestras puertas y podrías caer directamente en sus fauces.

—Podría escabullirme…

—No, Meghan Chase. No me arriesgaré a que te descubran. Hay demasiado en juego para que te capturen y te maten. Mañana nos enfrentaremos a ellos y, cuando los hayamos derrotado, tendrás el camino libre para entrar en los dominios de Hierro.

—Pero…

—No voy a discutir contigo, hija —Oberón clavó en mí sus ojos verdes e implacables, y su voz se volvió profunda y sobrecogedora—: Te quedarás aquí, donde podemos protegerte, hasta que venzamos en la batalla. Todavía sigo siendo el rey, y esa es mi última palabra.

Me miró con enfado y no protesté. A pesar de nuestros lazos de familia, seguía siendo el Señor de los Duendes de Verano. Era peligroso insistir. Mab resopló y sacudió la cabeza, contrariada.

—He de preparar a mis tropas para la batalla. Disculpad.

Lanzándome una última sonrisa gélida, la Reina de los Duendes de Invierno abandonó el claro. Al verla salir de la tienda, me volví hacia Oberón:

—¿Y ahora qué?

—Ahora —contestó el rey—, hay que prepararse para la guerra.