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El filo de Hierro

El País de las Hadas no era como yo lo recordaba.

Me acordé de la primera vez que había entrado en el Nuncajamás, a través de la puerta del armario de Ethan. Recordé los árboles enormes, tan próximos entre sí y tan enmarañados que sus ramas tapaban el cielo; la niebla que se retorcía a ras de suelo; el eterno crepúsculo que pesaba sobre todas las cosas. Allí, en el bosque, no imperaba ninguna de las dos cortes. Era territorio agreste y neutral en el que nada importaban las costumbres medievales de Verano, ni las crueles costumbres de Invierno.

Pero el bosque se estaba muriendo.

Era muy sutil, una mancha que había calado en la tierra y los árboles y que iba corrompiéndolos desde dentro. Aquí y allá había árboles que habían perdido las hojas, o un rosal con relucientes espinas de acero. Me enredé en una telaraña y descubrí que estaba hecha de alambres del grosor de un pelo, como la red que habían usado conmigo las brujarañas. Aparentemente, el cambio era muy leve, casi invisible. Pero el corazón palpitante del Nuncajamás, que yo sentía a mi alrededor en cada árbol, en cada hoja y cada brizna de hierba, se estaba pudriendo. El hechizo de Hierro no había dejado nada intacto, y el Nuncajamás iba consumiéndose poco a poco, como un papel suspendido sobre una llama.

Y a juzgar por las caras de espanto de Ash y Puck, ellos también lo notaban.

—Es horrible, ¿verdad? —dijo el gnomo mirando a su alrededor con aire solemne—. Poco después de que fuerais… ejem… desterrados, nos atacó el ejército del Rey de Hierro, y allá donde iba extendía su reino. Las fuerzas unidas de Verano e Invierno pudieron rechazar al ejército invasor, pero el veneno siguió actuando después de su retirada. Nuestros ejércitos están acampados en el lindero, donde el bosque hace frontera con el Reino de Hierro, para intentar contener a los duendes de Hierro que siguen penetrando por la brecha abierta.

—¿Solo estáis defendiendo el frente? —Ash fijó su fría mirada en el gnomo, que se encogió, apartándose de él—. ¿Qué hay de un ataque frontal para cerrarlo por completo?

El gnomo sacudió la cabeza.

—No es posible. Hemos mandado numerosas fuerzas a la brecha del frente, y ninguna de ellas ha vuelto.

—¿Y el Rey de Hierro no ha asomado ni una sola vez su fea cara en la batalla? —preguntó Puck—. ¿Se queda sentado como un cobarde en la retaguardia y deja que el enemigo acuda a él?

—Por supuesto —Grimalkin resopló, arrugando el hocico con desagrado—. ¿Para qué va a ponerse en peligro teniendo todas las de ganar? Tiene el tiempo de su parte. Las cortes, no. Oberón y Mab deben de estar desesperados si están dispuestos a levantaros el destierro. Que yo recuerde, es la primera vez que se retractan de sus órdenes —parpadeó y me miró con los ojos entornados—. La situación debe de ser muy grave. Parece que eres la única esperanza de salvar el Nuncajamás.

—Gracias, Grim. Me hacía mucha falta que me lo recordaras —suspiré, intentando olvidarme de mis pensamientos lúgubres y aterradores, y me volví hacia el emisario—. Supongo que Oberón está esperándome.

—Así es, alteza —el gnomo inclinó la cabeza y se alejó—. Seguidme, por favor. Os llevaré al frente.

Miré desde lo alto de la loma el valle en el que estaban acampados los ejércitos de Verano e Invierno. Las tiendas se alzaban aquí y allá sin orden ni concierto, formando una pequeña ciudad de toldos de colores y calles embarradas. Incluso desde lejos noté la diferencia entre tenebrosos y opalinos: los opalinos preferían las tiendas más ligeras y de colores veraniegos, marrones, verdes y amarillas, mientras que el campamento de la Corte Tenebrosa se distinguía por sus tonos de negro, azul y rojo oscuro. Aunque formaban parte del mismo bando, Verano e Invierno no se mezclaban ni compartían el mismo espacio, ni siquiera el mismo lado del valle. En el centro, sin embargo, donde parecían converger los dos campamentos, se alzaba una estructura más grande en la que flameaban los estandartes de las dos cortes, uno al lado del otro. Al menos Mab y Oberón procuraban llevarse bien. De momento.

Más allá de los campamentos, un bosque retorcido, de acero reluciente, señalaba la entrada a los dominios del Rey de Hierro.

A mi lado, Ash inspeccionó el frente de batalla con los ojos entornados, fijándose en todo.

—Han tenido que replegarse varias veces —murmuró con voz grave y baja—. Da la impresión de que están listos para recoger el campamento en cualquier momento. Me pregunto a qué velocidad se está extendiendo el Reino de Hierro.

—Creo que estamos a punto de descubrirlo —repuso Puck cuando el gnomo nos indicó que lo siguiéramos y empezamos a descender hacia el campamento.

Al llegar a la ciudad de tiendas de campaña, que vista de cerca era mucho más grande y laberíntica, se apoderó de mí la inquietud que había sentido otras veces al caminar entre gran número de duendes. Sus ojos resplandecientes e inhumanos parecían vigilar cada uno de mis movimientos. Por suerte solo tuvimos que atravesar el campamento opalino para llegar a la gran tienda del centro, pero aun así Ash y Puck no se despegaron de mí mientras avanzamos por las estrechas callejuelas.

Elegantes caballeros de Verano, ataviados con armaduras que semejaban miles de hojas superpuestas, nos observaron con expresión pétrea, sin quitar los ojos al príncipe de Invierno que iba a mi lado. Un par de sílfides corrieron a apartarse de nuestro camino haciendo chirriar sus afiladas alas de libélula y me miraron sin disimular su curiosidad. Un grifo atado levantó la cabeza y siseó, agitando su colorida crin de plumas. Tenía herida una de sus alas, que arrastraba por el suelo cada vez que se movía cojeando adelante y atrás.

—Este sitio huele a sangre —murmuró Ash mientras miraba a su alrededor.

Un trol verde fango pasó bamboleándose por nuestro lado. De uno de sus brazos, quemado y ennegrecido, manaba un líquido viscoso. Me estremecí.

—Parece que la guerra no nos está yendo bien.

—Eso es lo que me gusta de ti, príncipe. Lo optimista que eres siempre —Puck sacudió la cabeza y al mirar a su alrededor arrugó la nariz—. Aunque reconozco que este sitio ha conocido mejores tiempos. ¿Tiene alguien la impresión de que están a punto de ponerse a gritar o son solo imaginaciones mías?

—Es por el hierro —Grimalkin pasó de puntillas por un charco, se encaramó a lo alto de un árbol caído y se sacudió las zarpas—. Aquí, tan cerca de los dominios del falso rey, su influencia es más fuerte que nunca. Pero será aún peor cuando estéis dentro de sus fronteras.

Puck resopló.

—A ti no parece afectarte mucho, gato.

—Eso es porque soy más listo que tú y me preparo para estas cosas.

—¿De veras? ¿Y cómo te prepararías para que te arrojara a un lago?

—Puck —suspiré, pero en ese momento dos caballeros de Verano se acercaron y se inclinaron ante nosotros con expresión arrogante y altiva.

—Lady Meghan —dijo uno de ellos secamente, tras lanzar una mirada venenosa a Ash—, su majestad el rey Oberón os recibirá de inmediato.

—Adelante —ronroneó Grimalkin, sentándose en el tronco—, hoy no tengo asuntos que tratar con Su Majestad el de la Orejas Puntiagudas. No voy con vosotros.

—¿Y dónde vas a estar, Grim?

—Por ahí —dijo, y desapareció.

Sacudí la cabeza y seguí a los caballeros, consciente de que Grimalkin volvería a aparecer cuando lo necesitáramos.

Nos acercamos a la tienda mayor, pasamos por su puerta agachando la cabeza cuando los guardias retiraron la cortina y entramos en un claro del bosque cubierto por toldos. Por encima de nosotros se extendían árboles gigantescos por cuyas ramas se colaban minúsculos alfileres de luz. En el aire bailaban fuegos fatuos que se arremolinaron a mi alrededor, riendo, hasta que los espanté. Un búho ululó cerca de allí, y su grito hizo aún más real el complejo espejismo que nos rodeaba. Si miraba los árboles por el rabillo del ojo, sin fijarme en ellos, veía las paredes de tela de la tienda y los postes de madera que las sujetaban. Pero también sentía el calor de la húmeda noche de verano y el olor terroso de los pinos y los cedros a nuestro alrededor. En cuestión de espejismos, aquel era casi perfecto.

Sentados en sendos tronos, en el centro del claro, tan antiguos e imponentes como el bosque mismo, nos aguardaban los gobernantes de la Corte de Verano.

Oberón iba vestido para la batalla con una cota de malla dorada y verde esmeralda que lanzaba destellos bajo la luz ilusoria de las estrellas. Una capa moteada ondeaba tras él, y su corona de asta proyectaba sobre el suelo del bosque sombras semejantes a garras. Alto, delgado y elegante, con el largo cabello plateado trenzado a la espalda y la espada en el costado, el Rey nos observó acercarnos con sus extraños ojos verdes, que no revelaron ninguna emoción ni siquiera cuando se posaron un instante en Ash y Puck, que avanzaban a mi lado.

La expresión de Titania, sentada junto a él, era mucho más fácil de interpretar. La reina de las hadas irradiaba odio, no solo hacia mí, sino también hacia el príncipe de Invierno. Incluso clavó en Puck una mirada desdeñosa, pero el grueso de su desprecio iba dirigido contra Ash y contra mí.

Verla hizo que la sangre me hirviera de rabia. Era la responsable última de lo que le había sucedido a mi padre. Habían sido sus celos los que habían empujado a Puck a pedir a Leanansidhe que se llevara a Paul por miedo a que la Reina de Verano, despechada con Oberón, le hiciera daño o lo matara. Al notar mi expresión, Titania esbozó una sonrisa cruel, como si hubiera adivinado lo que estaba pensando. De pronto sentí miedo por Paul. Si Titania se enteraba de que seguía vivo, tal vez intentara hacerle daño para vengarse de mí.

—Has venido —dijo Oberón, haciendo temblar la tierra—. Bienvenida a casa, hija.

«Así que ahora que necesitas algo de mí vuelvo a ser de la familia, ¿no es eso?». Quise decirle que no me llamara «hija», que no tenía derecho a hacerlo. Quise decirle que no podía repudiarme y luego hacerme volver como si nada hubiera pasado. Pero no lo hice. Me limité a asentir con un gesto y a mirarlo con aplomo, o eso esperaba. Nada de inclinarme ante él, eso se había acabado. Si los duendes querían algo de mí, iban a tener que esforzarse por conseguirlo.

Oberón levantó una ceja al ver que no respondía, pero ese fue su único gesto de sorpresa.

—Deduzco que los términos de nuestro contrato te parecen razonables —añadió con una voz baja y reconfortante que me envolvió como un denso sirope.

De pronto me costó pensar.

—Te levantaremos el destierro, a ti y a Robin Goodfellow, a cambio de que destruyas al Rey de Hierro. Creo que es un trato justo. Ahora… —se volvió hacia Puck como si el asunto estuviera zanjado—, cuéntame qué has averiguado sobre los duendes de Hierro durante tu exilio. Desobedeciste mis órdenes directas al abandonar el Nuncajamás para ir en busca de la muchacha, supongo que por un motivo de la mayor importancia.

—No tan deprisa —me sacudí el hechizo que nublaba mi pensamiento y miré a Oberón con enfado—. Aún no he dicho que sí.

El rey me miró con sorpresa.

—¿No estás de acuerdo en que es un trato justo? —levantó la voz al final, extrañado por mi reticencia. O quizá fuera que intentaba hechizarme de nuevo—. Es una oferta sumamente generosa, Meghan Chase. Estoy dispuesto a pasar por alto tu relación contra natura con el príncipe de Invierno y a darte la oportunidad de volver a casa.

—Todavía me lo estoy pensando —sentí que Ash y Puck me miraban y añadí rápidamente—: El caso es que esta no es mi casa. Yo ya tengo una casa esperándome en el mundo de los mortales. Ya tengo familia, y no necesito nada de esto.

—Ya basta —Titania se levantó y clavó en mí una mirada venenosa—. No necesitamos a la mestiza, esposo mío. Mándala de vuelta al mundo de los mortales si tanto le gusta.

—Siéntate. No he acabado.

Titania puso una cara tan impagable como aterradora.

—Estoy dispuesta a negociar —añadí apresuradamente, antes de perder el aplomo o de que la reina me transformara en araña—, pero debéis añadir varias cláusulas al acuerdo. Mi familia. Dejadlos fuera de esta guerra. Dejadlos en paz, y punto. Y me refiero a todos los miembros de mi familia, incluido el hombre al que robó Leanansidhe cuando yo tenía seis años —fijé una mirada penetrante en Titania, que me miraba como si quisiera matarme—. Quiero tu palabra de que lo dejarás en paz.

—¿Te atreves a decirme lo que debo hacer, Meghan Chase? —la voz de la reina sonó baja, suave, pero tan amenazadora como una tormenta en ciernes. Un año antes, me habría atemorizado. Ahora, solo aumentó mi determinación.

—Me necesitáis —dije, y sentí que Ash y Puck se acercaban más a mí—. Soy la única que puede parar al falso rey. La única que puede entrar en ese desierto y salir con vida. Pues esas son mis condiciones: vuestra palabra de que mi familia no volverá a ver a un duende mientras viva, y de que Ash y Puck podrán volver a casa cuando todo esto acabe, como habéis prometido. Quiero oíroslo decir, ahora mismo. Eso es lo que pido por detener al falso rey. O lo tomáis o lo dejáis.

El rey se quedó callado un momento. Sus ojos verdes, inexpresivos y diáfanos como un espejo, no reflejaban nada. Luego sonrió muy levemente y asintió una sola vez con la cabeza.

—Como desees, hija —dijo sin hacer caso de Titania cuando se giró bruscamente hacia él—. Prometo que ninguna persona de mi corte hará daño a tu familia mortal. La Corte de Invierno y los moradores de Tir Na Nog no están bajo mis órdenes, pero es lo mejor que puedo ofrecerte.

Titania dejó escapar un ruido estrangulado y salió del claro, dejándome victoriosa en el campo de batalla. Respiré hondo para calmar mi corazón acelerado y me volví de nuevo hacia Oberón.

—¿Qué hay de Ash y Puck?

—Goodfellow es libre de regresar al País de las Hadas cuando le plazca —contestó lanzando una ojeada a Puck—, aunque no me cabe duda de que hará algo que provoque mi ira en los próximos cien o doscientos años.

Puck lo miró con candor, pero el rey no se dejó aplacar.

—Sin embargo —añadió volviéndose hacia mí—, no soy yo quien desterró al príncipe Ash. Eso tendrás que hablarlo con la Reina de Invierno.

—¿Dónde está?

—Meghan —Ash se acercó y puso una mano sobre mi brazo—, no tienes que enfrentarte a Mab por mi causa.

Di media vuelta sin hacer caso de Oberón y lo miré a los ojos.

—¿No quieres volver a casa?

Se quedó callado y lo vi en sus ojos: quería volver. Desterrado del Nuncajamás, se iría desdibujando hasta desaparecer. Los dos lo sabíamos, pero se limitó a decir:

—Ahora tú eres mi único deber.

—Mab está en el campamento de Invierno —dijo Oberón tras lanzar una larga mirada a Ash. Después clavó en mí una mirada solemne—. Hija, esta noche los generales de Verano e Invierno celebran un consejo de guerra. Sería conveniente que asistieras.

Asentí y el rey nos despachó con un ademán:

—Pronto haré que alguien os enseñe vuestros aposentos —murmuró—. Ahora, marchaos.

Habíamos empezado a retirarnos cuando su voz nos detuvo a medio camino de la puerta:

—Robin Goodfellow —dijo, y Puck dio un respingo—, tú te quedas aquí.

—Maldita sea —masculló Puck—. Qué rapidez. Llevo un minuto en el Nuncajamás y ya está intentando mangonearme. Adelantaos vosotros, chicos —nos dijo—. Me reuniré con vosotros en cuanto pueda —puso cara de fastidio y regresó hacia Oberón mientras salíamos del claro.

—Ha sido impresionante —comentó Ash cuando echamos a andar por el laberinto de tiendas.

Los duendes de Verano se retiraban para dejarnos paso y se escabullían a toda prisa mientras nos adentrábamos en el campamento.

—Oberón te estaba lanzando todo el hechizo que podía para alterar tu mente, intentando que aceptaras sus condiciones enseguida y sin rechistar. Pero no solo has resistido, sino que has conseguido un contrato ventajoso. Muy pocos habrían podido hacer eso.

—¿En serio? —pensé en la sensación de abotargamiento que había experimentado en la tienda del rey—. Así que Oberón ha intentado manipularme otra vez, ¿eh? Quizá puedo resistirme a él porque somos familia. Porque llevo sangre de Oberón y todo eso.

—O porque eres increíblemente terca —dijo Ash, y le di una palmada en el brazo.

Se rio, me agarró de la mano y seguimos caminando hacia territorio de Invierno.

El campamento de la Corte Tenebrosa se hallaba más cerca de la frontera con el Reino de Hierro, y en él la tensión se palpaba en el ambiente. Los caballeros de Invierno patrullaban los límites del campamento, adustos y amenazadores, ataviados con sus armaduras de hielo negro. Los ogros me miraron torvamente desde sus puestos de guardia, con colmillos chorreantes de baba y ojos inexpresivos y amenazadores. Un wyvern atado a varias estacas chilló y agitó sus alas intentando liberarse, tirando furioso de sus ataduras. Me estremecí y Ash me apretó la mano.

No encontramos resistencia, ni siquiera entre los muchos trasgos, gorros rojos y bogarts que deambulaban entre las hileras de tiendas. Los tenebrosos procuraron no cruzarse en nuestro camino y miraron a Ash (el príncipe descarriado que les había vuelto la espalda a todos ellos para estar con una humana mestiza) con una mezcla de fascinación, temor y desprecio. A mí se limitaron a mirarme con frialdad, o a lanzarme alguna que otra sonrisa lasciva, pero de todos modos me alegré de llevar al príncipe de Invierno a mi lado y la espada de acero en el costado.

Un poco más allá del campamento se cernía amenazadora la entrada a los dominios de Hierro, en los que árboles metálicos de retorcidas ramas de acero brillaban en la penumbra. Me detuve a mirar y sentí que se formaba hielo en mi estómago al recordar cómo era: el abrasador yermo cubierto de chatarra, la lluvia corrosiva que destruía la carne barriendo la tierra, la negra torre de Máquina acuchillando el cielo.

—Vaya, mirad quién ha vuelto.

Me volví y vi que tres caballeros de Invierno nos habían cortado el paso. Iban cubiertos con armaduras y parecían peligrosos. De sus hombros y sus cascos salían afilados carámbanos azules.

—Faolan —Ash inclinó la cabeza y se colocó sutilmente delante de mí.

—Reconozco que tienes valor por haber vuelto, Ash —dijo el caballero del medio. Sus ojos brillaron bajo el casco, azules como cristal y llenos de desprecio—. Mab hizo bien en desterrarte. Esa furcia mestiza y tú deberíais haberos quedado en el mundo de los mortales. Ese es vuestro sitio.

Ash desenvainó su espada y un áspero chirrido resonó en el campamento. Los caballeros se pusieron alerta y retrocedieron rápidamente, echando mano de sus espadas.

—Insúltala otra vez y te cortaré en tantos pedazos que no podrán encontrarlos todos —afirmó Ash con calma.

Faolan dio un respingo y comenzó a avanzar, pero Ash lo apuntó con su espada.

—Ahora no tenemos tiempo para jugar contigo, así que voy a pedirte que te apartes.

—Ya no eres príncipe, Ash —gruñó Faolan al tiempo que desenvainaba su espada—. No eres más que un desterrado. Vales menos que el estiércol de trasgo —escupió a nuestros pies y su saliva cristalizó en la hierba convirtiéndose en hielo—. Creo que va siendo hora de que te pongamos en tu sitio, alteza.

Aparecieron más caballeros, sacaron sus armas y comenzaron a rodearnos. Conté cinco en total mientras mi corazón latía a toda prisa. Cuando el cerco empezó a cerrarse, saqué mi espada y, apoyando mi espalda en la de Ash, levanté la hoja para que la luz centelleara en su filo metálico.

—¡Deteneos! —ordené con un aplomo que distaba mucho de sentir—. Esto es hierro, como sin duda notáis —hendí el aire, oí satisfecha el silbido de la hoja y apunté con ella a uno de mis asaltantes—. Si quieres que te atraviese con esto, adelante. Me muero de ganas por ver lo que puede hacer con vuestras armaduras.

—Apártate, Meghan —masculló Ash sin quitar los ojos a sus oponentes—. No tienes por qué hacer esto. No te buscan a ti.

—No voy a permitir que te enfrentes solo a ellos —respondí en voz baja.

Empezó a congregarse una multitud que nos observaba desde las tiendas, ansiosa por ver una pelea. Unos cuantos trasgos y gorros rojos comenzaron a gritar «¡Pelea!» y «¡Matadlos!». Envalentonado por el gentío y los gritos que pedían sangre, Faolan sonrió y levantó su espada.

—No te preocupes, Ash —dijo sin dejar de sonreír—. No seremos muy duros con tu humana. Por desgracia, no puedo decir lo mismo de ti. ¡Atacad!

Los caballeros se abalanzaron sobre nosotros. Puesta de puntillas como me había enseñado Ash, me concentré en los dos que avanzaron desde atrás y me dejé llevar por mi instinto. Los caballeros sonreían burlones mientras se acercaban, relajados. Estaba claro que no me temían. Una espada se alzó lentamente describiendo un arco hacia mi cabeza. Levanté mi sable y rechacé hacia un lado el golpe. Vi la mirada de perplejidad del caballero, y vi también una oportunidad. Guiada por mi instinto, estiré el brazo más rápidamente de lo que me creía capaz y la punta de mi espada atravesó su armadura a la altura del muslo. El grito del caballero me sacó de mi trance y un hedor a carne quemada impregnó el aire. Se me revolvió el estómago. Había esperado que se apartara de un salto o que detuviera la estocada, como hacía siempre Ash. Vi sin embargo que se alejaba tambaleándose, aullando de dolor y agarrándose la pierna, y de pronto me quedé paralizada. El otro caballero me miró con furia, levantó una enorme espada azul y se precipitó hacia mí lanzando un gruñido. Retrocedí frenética, esquivándolo por los pelos. Pero estaba furioso y se lanzó de nuevo hacia mí sin perder un instante. El miedo me revolvió las entrañas.

—¡Concéntrate, Meghan!

La voz de Ash me sacó de mi aturdimiento y levanté de nuevo la espada instintivamente.

—Recuerda lo que te he enseñado —gruñó él con voz crispada y jadeante desde algún punto a mi izquierda mientras luchaba—. Esto es igual.

El caballero arremetió contra mí salvajemente, enseñando los dientes mientras soltaba un gruñido feroz. Su espada hendió el aire describiendo un arco mortífero. «Su arma», pensé al esquivarlo, «pesa más que la mía, y eso lo hace más lento. Procura siempre sacar partido de la debilidad de tu enemigo». Comencé a moverme a su alrededor, fuera de su alcance, mientras lo veía jadear, rechinar los dientes y lanzarme mandobles como si fuera una mosca fastidiosa.

Soltando un alarido de frustración, golpeó el suelo con el filo de su espada y una lluvia de tierra y esquirlas de hielo regó mi cara. Agaché la cabeza instintivamente y estuve a punto de caer de rodillas. Sentí el silbido de su espada sobre mi cabeza e, incorporándome a ciegas, dejé que el brazo con el que sostenía el sable me guiara hacia delante y lo atravesé con todas mis fuerzas.

El impacto hizo temblar mi hombro y el caballero profirió un grito. Al levantar la vista me descubrí en pie delante de él. Le había atravesado el vientre con la espada de hierro.

El caballero soltó un gorgoteo ahogado, dejó caer su espada y se llevó las manos al vientre mientras retrocedía tambaleándose. Un súbito olor a carne quemada impregnó la brisa. Con el rostro crispado por la furia y el dolor, el caballero dio media vuelta y desapareció entre la multitud. Dejé escapar un suspiro de alivio.

Temblando por la adrenalina, busqué a Ash a mi alrededor y lo vi apuntando con su espada al cuello de Faolan, arrodillado a sus pies. Los otros caballeros gemían allí cerca, dispersos por el suelo.

—¿Hemos terminado aquí? —preguntó Ash con suavidad, y Faolan, cuyos ojos brillaban de odio, asintió con un gesto.

Ash dejó que se levantara y los caballeros se alejaron renqueando entre los gritos de burla y las pullas de los duendes de Invierno. Ash se volvió hacia mí al tiempo que envainaba su espada. Yo seguía temblando mientras repasaba de memoria cada movimiento de la pelea. No me parecía real, era como si le hubiera sucedido a otra persona y sin embargo la excitación que corría por mis venas me decía lo contrario.

—¿Has visto eso? —sonreí a Ash. Me temblaba la voz por los nervios y la euforia—. Lo he conseguido. ¡He ganado de verdad!

—En efecto —dijo pensativamente una voz familiar y aterradora, una voz que me heló la sangre en las venas e hizo que se me erizara el vello de la nuca—. Ha sido bastante divertido. Creo que voy a tener que cambiar de guardias si hasta una mestiza flacucha como tú puede derrotarlos.

Es asombroso lo rápidamente que puede dispersarse una muchedumbre sedienta de sangre, pero la reina de los duendes de Invierno surtía ese efecto sobre la gente. En cuestión de segundos, el gentío había huido, escabulléndose por el campamento hasta que solo quedamos Ash y yo en medio del camino. La temperatura bajó bruscamente y la escarcha comenzó a extenderse sobre las briznas de hierba, a nuestros pies, lo cual solo podía significar una cosa: a unos metros de distancia, flanqueada por dos adustos caballeros, la reina Mab nos observaba con la quietud de un glacial.

Estaba tan deslumbrante como de costumbre con su largo vestido de batalla negro y rojo y el cabello de ébano formando una oscura nube a su espalda. Me estremecí y me arrimé a Ash cuando levantó una mano blanquísima y nos indicó que nos acercáramos. La reina de los tenebrosos era tan peligrosa e impredecible como bella, y tenía por costumbre encerrar a seres vivos en hielo o congelarles la sangre en las venas para que sufrieran una muerte lenta y dolorosa. Yo ya había sentido en carne propia su cólera legendaria, y no tenía ningún deseo de repetir la experiencia.

—Ash —dijo Mab con voz ronroneante, sin prestarme atención—, he oído decir que habías vuelto. ¿Te has cansado ya del mundo de los mortales? ¿Estás dispuesto a volver a casa?

El rostro de Ash se había convertido en una máscara impenetrable y sus gélidos ojos no dejaban traslucir nada. Un mecanismo de defensa, pensé, para protegerse de la crueldad de la Corte de Invierno. Los tenebrosos se cebaban en los débiles, y allí las emociones se consideraban una debilidad.

—No, mi reina —contestó con voz suave pero tranquila—, ya no estoy a tus órdenes. Mi deber para con la Corte de Invierno concluyó anoche.

Se hizo el silencio unos segundos.

—Tú —los ojos negros e insondables de Mab se clavaron en mí y luego volvieron a posarse en Ash—. Te has convertido en su caballero, ¿no es eso? Has hecho el juramento —sacudió la cabeza, incrédula y horrorizada—. Necio chiquillo —musitó—. Ahora sí que has muerto para mí.

Temiendo que diera media vuelta y se marchara, me adelanté:

—Aun así le levantarás el destierro, ¿verdad? —pregunté, y Mab me clavó su mirada—. Cuando esto acabe, cuando nos encarguemos del falso rey, Ash seguirá siendo libre de volver al Nuncajamás, ¿verdad?

—No —contestó Mab con mortífera calma, y sentí un escalofrío que me puso los pelos de punta—. Aunque le levante el destierro, tendrá que quedarse contigo en el mundo de los mortales porque has cometido la estupidez de pedirle ese juramento. Tú le has condenado a algo mucho peor que yo.

Se me encogió el estómago, pero respiré hondo y dije con firmeza:

—Aun así quiero tu palabra, reina Mab. Por favor. Cuando esto acabe, Ash será libre de regresar a Tir Na Nog si lo desea.

Me miró fijamente, el tiempo justo para que empezara a correrme el sudor por la espalda. Luego nos dedicó una sonrisa fría y desganada.

—¿Por qué no? De todos modos vais a morir, así que no veo qué importancia tiene eso —suspiró—. Muy bien, Meghan Chase. Ash es libre de regresar a casa si quiere, aunque él mismo lo ha dicho: sus deberes para con la Corte Tenebrosa han acabado. El juramento que te ha hecho acabará con él mucho antes que cualquier otra cosa.

Sin esperar respuesta, la reina tenebrosa dio media vuelta y se marchó. Y aunque no pude verle la cara mientras se alejaba, estoy casi segura de que iba llorando.