1
El largo camino a casa
Hace once años, el día en que cumplí seis, desapareció mi padre.
El año pasado, ese mismo día, mi hermano también me fue arrebatado. Pero esa vez fui al País de las Hadas a buscarlo.
Es extraño cómo puede cambiarte un viaje, lo que puedes aprender de él. Yo descubrí que el hombre al que creía mi padre no lo era en realidad. Que mi padre biológico ni siquiera era humano. Que era la hija mestiza de un rey legendario del mundo de las hadas y los duendes cuya sangre corría por mis venas.
Descubrí que tenía poder, un poder que todavía hoy me asusta. Un poder que temen incluso los duendes, que puede destruirlos y que no estoy segura de poder controlar.
Descubrí que el amor puede trascender el tiempo y la raza, y que puede ser bello y perfecto, que merece la pena luchar por él, pero que también es frágil y doloroso, y que a veces es preciso un sacrificio.
Que a veces tienes que enfrentarte sola al mundo y que no hay respuestas fáciles. Que tienes que saber cuándo aferrarte a un amor y cuándo darte por vencida. Y que aunque recuperes ese amor, tal vez descubras algo en otra persona que te ha acompañado desde el principio.
Yo pensaba que todo había terminado. Pensaba que había dejado atrás mi tiempo con los duendes, las decisiones vertiginosas que tuve que tomar, los sacrificios que tuve que hacer por aquellos a quienes amaba. Pero se avecinaba una tormenta que pondría a prueba esas decisiones como nunca antes. Y esta vez no habría vuelta atrás.
Me llamo Meghan Chase.
Faltan menos de veinticuatro horas para que cumpla diecisiete años.
Os suena, ¿verdad? Es alucinante lo rápido que pasa el tiempo, como si tú estuvieras parado y él pasara volando. Me cuesta creer que hace ya un año de aquel día. El día en que entré en el País de las Hadas. El día en que mi vida cambió para siempre.
Técnicamente, no son diecisiete años los que cumplo. He pasado demasiado tiempo en el Nuncajamás. Cuando estás en el País de las Hadas, no envejeces, o envejeces tan despacio que casi ni se nota. Así que, aunque en el mundo real ha pasado un año, seguramente solo soy unos días más vieja que cuando llegué al Nuncajamás.
En la vida real he cambiado tanto que ni me reconozco.
Debajo de mí, los cascos del harapotro resonaban contra el asfalto con ritmo lento, acompasados con el latido de mi corazón. Por aquel tramo desierto de una carretera de Luisiana, rodeado de tupelos y cipreses cubiertos de musgo, pasaban pocos coches y los que pasaban lo hacían como una exhalación, sin reducir la marcha y levantando hojas a su paso.
No veían el greñudo caballo negro con ojos como brasas de carbón que caminaba por la carretera sin riendas, bocado ni silla. No veían a sus jinetes, la chica rubia y el príncipe moreno y apuesto que iba tras ella con los brazos enlazados a su cintura. Los mortales eran ciegos al mundo de los duendes, un mundo del que yo formaba parte ahora aunque no lo hubiera elegido.
—¿De qué tienes miedo? —murmuró una voz grave en mi oído, y un escalofrío recorrió mi espalda.
El príncipe de Invierno irradiaba frío incluso en los húmedos pantanos de Luisiana, y su aliento refrescaba deliciosamente mi piel.
Lo miré por encima del hombro.
—¿Qué quieres decir?
Ash, príncipe de la Corte Tenebrosa, me miró a los ojos, y los suyos brillaron plateados a la luz del crepúsculo. Oficialmente ya no era príncipe. La reina Mab lo había desterrado del Nuncajamás después de que se negara a renunciar a su amor por la hija mestiza de Oberón, el rey de Verano. Mi padre. Se suponía que Verano e Invierno eran enemigos. Que no debíamos ayudarnos, ni embarcarnos juntos en ninguna empresa ni, sobre todo, enamorarnos.
Pero Ash y yo nos habíamos enamorado, y ahora Ash estaba aquí, conmigo. Éramos exiliados y las veredas (los senderos que llevaban al País de las Hadas) se nos habían cerrado para siempre, pero no me importaba. De todos modos, no pensaba volver.
—Estás nerviosa —Ash acarició con la mano la parte de atrás de mi cabeza, peinándome el pelo de la nuca, y yo me estremecí de nuevo—. Lo noto. La angustia te envuelve en una especie de aura temblorosa, y estoy tan cerca que me está crispando los nervios. ¿Qué ocurre?
Debería haberlo imaginado. No podía ocultarle a Ash lo que sentía. Ni a Ash, ni a ningún otro duende. Su magia, su embrujo, procedía de las emociones y los sueños humanos. Por eso, sin proponérselo siquiera, percibía lo que sentía yo.
—Lo siento —le dije—. Estoy un poco nerviosa, supongo.
—¿Por qué?
—¿Que por qué? Porque llevo fuera casi un año. A mi madre le va a dar un ataque cuando me vea —se me encogió el estómago al imaginar el reencuentro: las lágrimas, la alegría cargada de rabia, las preguntas inevitables—. No han sabido nada de mí mientras he estado en el Nuncajamás —suspiré y miré hacia el lugar en que el asfalto de la carretera se confundía con la oscuridad—. ¿Qué voy a decirles? ¿Cómo se lo voy a explicar?
El harapotro resopló y aguzó las orejas cuando una camioneta pasó rugiendo a nuestro lado, demasiado cerca. No estaba segura, pero cuando la vi avanzar traqueteando por la carretera y desaparecer al doblar una curva, me pareció la de Luke, una Ford vieja y destartalada. Si era mi padrastro, no nos habría visto, eso seguro: hasta cuando vivíamos en la misma casa le costaba recordar mi nombre.
—Diles la verdad —sugirió Ash.
Me sobresalté. No esperaba que respondiera.
—Desde el principio —añadió—. O la aceptan o no la aceptan, pero no puedes ocultar quién eres, y menos aún a tu familia. Es mejor acabar cuanto antes. Después nos enfrentaremos a lo que ocurra, sea lo que sea.
Su franqueza me sorprendió. Todavía no me había acostumbrado al nuevo Ash, a ese duende que hablaba y sonreía en lugar de ocultarse tras un gélido muro de indiferencia. Desde que habíamos sido desterrados del Nuncajamás, parecía más abierto, menos melancólico y malhumorado, como si se hubiera quitado un enorme peso de encima. Seguía siendo solemne y taciturno, sí, pero por vez primera yo empezaba a vislumbrarlo tal y como siempre había creído que era.
—Pero ¿y si no pueden asumirlo? —mascullé, expresando en voz alta la preocupación que llevaba reconcomiéndome toda la mañana—. ¿Y si al ver lo que soy se asustan? ¿Y si… y si ya no me quieren? —bajé la voz al final, consciente de que parecía una niña de cinco años enfurruñada.
Ash me estrechó entre sus abrazos y me apretó contra sí.
—Entonces serás una huérfana, igual que yo —contestó—. Y encontraremos el modo de salir adelante —rozó mi oreja con los labios y el estómago se me hizo una docena de nudos—. Juntos.
Contuve la respiración y giré la cabeza para besarlo, echando la mano hacia atrás para tocar su cabello oscuro y sedoso. El harapotro soltó un bufido y se encabritó ligeramente, no lo suficiente para descabalgarme pero sí para hacerme brincar unos centímetros. Le tiré con fuerza de la crin y Ash me agarró de la cintura para que no me cayera. Con el corazón acelerado, clavé la mirada entre las orejas del harapotro y tuve que refrenarme para no darle una patada en las costillas. Así al menos habría tenido una excusa para tirarme al suelo. Levantó la cabeza y nos miró con enfado. Sus ojos brillaron carmesíes y el fastidio se pintó claramente en su rostro de equino.
Arrugué la nariz.
—Ay, perdona, ¿te sientes incómodo por culpa nuestra? —pregunté con sarcasmo, y bufó de nuevo—. Está bien. Nos comportaremos.
Ash se rio, pero no intentó abrazarme de nuevo. Con un suspiro, miré la carretera por encima de la cabeza del potro buscando algún punto de referencia que me resultara familiar.
Me dio un brinco el corazón cuando vi una furgoneta herrumbrosa aparcada entre los árboles del arcén, tan vieja y roída por la intemperie que un árbol había crecido a través de su techo. Llevaba allí desde que yo podía recordar: la veía todos los días en autobús, al ir y al volver de clase. Siempre sabía por ella cuándo estaba cerca de casa.
Parecía que había pasado muchísimo tiempo (una eternidad) desde la época en que me sentaba en el autobús con mi amigo Robbie y mis únicas preocupaciones eran las notas, los deberes y sacarme el carné de conducir. Habían cambiado tantas cosas… Sería muy extraño regresar al instituto y a mi prosaica vida de antes como si nada hubiera pasado.
—Seguramente tendré que repetir curso —dije suspirando, y sentí que Ash miraba extrañado mi nuca. Él, claro, era un duende inmortal, no tenía que preocuparse por el instituto, ni por el carné de conducir, ni por…
Me detuve cuando la realidad pareció caerme encima de golpe.
El tiempo que había pasado en el Nuncajamás era como un sueño brumoso y etéreo, pero ahora estábamos de vuelta en el mundo real, donde tenía que preocuparme por los deberes, las notas y el ingreso en la universidad. Antes había deseado buscarme un trabajo de verano y ahorrar para comprarme un coche. Había querido ir a la universidad cuando acabara el instituto, y tal vez mudarme a Baton Rouge o a Nueva Orleans después de graduarme. ¿Podría hacerlo ahora, después de todo lo ocurrido? ¿Y cómo encajaba un príncipe de los duendes exiliado en todo aquello?
—¿Qué sucede? —su aliento me hizo cosquillas en la oreja.
Respiré hondo, estremecida.
—¿Qué vamos a hacer, Ash? —me giré a medias para mirarlo—. ¿Dónde estaremos dentro de un año, dentro de dos años? No puedo quedarme aquí eternamente. Tarde o temprano tendré que seguir con mi vida. Las clases, el trabajo, la universidad algún día… —me interrumpí y me miré las manos—. Tengo que pasar página en algún momento, pero no quiero hacer ninguna de esas cosas sin ti.
—He estado pensando en eso —contestó Ash.
Lo miré y me sorprendió con una breve sonrisa.
—Tienes toda la vida por delante. Es lógico que hagas planes para el futuro. Y deduzco que Goodfellow fingió ser un mortal durante dieciséis años. No sé por qué no puedo hacer yo lo mismo.
Parpadeé.
—¿En serio?
Acarició mi mejilla mirándome intensamente a los ojos.
—Quizá tengas que enseñarme algunas cosas sobre el mundo de los humanos, pero estoy dispuesto a aprender si así puedo estar cerca de ti —sonrió de nuevo, tensando los labios con aire irónico—. Estoy seguro de que puedo acostumbrarme a ser humano si es preciso. Si quieres que vaya a clase, que me convierta en un alumno, puedo hacerlo. Si quieres irte a vivir a una ciudad grande para cumplir tus sueños, te seguiré. Y si algún día quieres casarte con un vestido blanco para que esto sea oficial a ojos de los humanos, también estoy dispuesto a hacerlo —se inclinó y me vi reflejada en sus ojos plateados—. Para bien o para mal, me temo que ahora tienes que cargar conmigo.
Me faltó el aliento, no supe qué decir. Quise darle las gracias, pero para un duende esas palabras no significaban lo mismo que para un humano. Quise apoyarme en él el resto del camino y besarlo, pero el harapotro seguramente me lanzaría a la cuneta si lo intentaba.
—Ash —comencé a decir, pero el harapotro se detuvo bruscamente al final de un largo camino de grava que se extendía por un suave promontorio. Reconocí el buzón verde precariamente colocado sobre su poste junto al camino, descolorido por el tiempo y la intemperie, y a pesar de que había oscurecido no me costó ningún trabajo leer la dirección. Chase, 14202.
Se me paró el corazón. Estaba en casa.
Me apeé del harapotro y al pisar el suelo me tambaleé. Habíamos pasado tanto tiempo a caballo que tenía las piernas entumecidas y temblorosas. Ash desmontó con agilidad, dijo algo en voz baja al harapotro, que resopló, levantó la cabeza y se alejó con un trotecillo en medio de la oscuridad. Unos segundos después había desaparecido por completo.
Miré el largo camino de grava. El corazón me latía violentamente dentro del pecho. Mi casa y mi familia me esperaban más allá de aquella loma: la vieja casa de madera verde con la pintura descascarillada, las pocilgas en la parte de atrás, más allá de una extensión de fango, la camioneta de Luke y la ranchera de mamá en el camino de entrada.
Ash se puso a mi lado sin hacer ruido al pisar las piedras.
—¿Estás lista?
No, no lo estaba. Miré la oscuridad por la que había desparecido el harapotro.
—¿Qué ha pasado con el caballo? —pregunté para distraerme—. ¿Qué le has dicho?
—Le he dicho que el favor que me debía estaba pagado y que ahora estamos en paz —por algún motivo aquello parecía hacerle gracia. Se quedó mirando el lugar por donde se había alejado el potro con una leve sonrisa en los labios—. Por lo visto, ya no puedo darles órdenes como antes. De ahora en adelante tendré que acostumbrarme a pedir que me devuelvan favores.
—¿Y eso es malo?
Su sonrisa se convirtió en una mueca irónica.
—Hay mucha gente que me debe algo —al ver que yo vacilaba, señaló hacia el camino con la cabeza—. Adelante. Tu familia te espera.
—¿Y tú?
—Seguramente es mejor que esta vez vayas sola —un destello de pesar cruzó sus ojos. Me lanzó una sonrisa apenada—. No creo que a tu hermano le apetezca volver a verme.
—Pero…
—Estaré cerca —alargó el brazo y me puso un mechón de pelo detrás de la oreja—. Te lo prometo.
Suspiré y miré de nuevo el camino.
—Está bien —mascullé mientras me armaba de valor para afrontar lo inevitable—. Aquí no hago nada.
Di tres pasos, sentí crujir la grava bajo mis pies y miré hacia atrás. La carretera vacía pareció burlarse de mí. La brisa agitaba las hojas en el lugar en el que un momento antes había estado Ash. «Típico de los duendes». Meneé la cabeza y seguí subiendo sola por el camino.
Poco después llegué a lo alto del promontorio y allí, en todo su rústico esplendor, estaba la casa en la que había vivido diez años.
Vi luz en la ventana, y a mi familia moviéndose por la cocina. Allí estaba la figura esbelta de mamá, inclinada sobre el fregadero, y Luke con su mono descolorido, dejando unos platos sucios en la encimera. Y si entornaba los ojos y me esforzaba un poco, podía ver la coronilla rizada de Ethan asomando por encima de la mesa de la cocina.
Sentí el escozor de las lágrimas en los ojos. Después de un año de ausencia luchando contra duendes, descubriendo quién era y burlando a la muerte más veces de las que me atrevía a recordar, estaba por fin en casa.
—¿No es precioso? —siseó alguien.
Me giré y miré a mi alrededor ansiosamente.
—Aquí arriba, princesa.
Miré hacia arriba y vi el destello de una delgada red antes de que cayera sobre mí y me hiciera caer hacia atrás. Comencé a maldecir y a revolverme, tirando de los hilos de la red para intentar romper su finísima trama. Un dolor agudo y penetrante me hizo gemir. La sangre corrió por mis manos y al mirar los hilos vi que la red estaba hecha de alambre fino y flexible y que al forcejear me había hecho cortes en los dedos.
Oí una risotada áspera y estiré el cuello, buscando a mis asaltantes. Sobre los cables de la luz que llegaban hasta el tejado de la casa había posados tres seres bulbosos cuyas patas largas y finas brillaban a la luz de la luna. Me dio un brusco vuelco el corazón cuando todos a un tiempo desplegaron sus patas y, saltando de los cables, aterrizaron en el camino con un leve chasquido. Al incorporarse corrieron hacia mí.
Retrocedí, enredándome más aún en la malla de alambre. Cuando pude verlos claramente me recordaron a arañas gigantes, solo que aún más horribles. Sus patas finas eran agujas enormes, relucientes y puntiagudas, que se deslizaban rápidamente sobre la grava. Tenían, en cambio, cuerpo y cara de mujer, esqueléticos y demacrados, de piel pálida y ojos negros y saltones. Sus brazos eran de alambre y, al acercarse a mí haciendo aquel ruido tintineante sobre la grava, sus dedos largos y finos como agujas se desplegaron como garras.
—Aquí está —siseó una mientras me rodeaba, sonriendo—. Tal y como dijo el rey.
—Ha sido demasiado fácil —graznó otra, mirándome con un ojo negro y abultado—. Qué desilusión. Pensaba que sería una buena presa, pero no es más que un bichito flacucho atrapado en una red. ¿De qué tiene tanto miedo el rey?
—El rey —dije, y me miraron parpadeando, sorprendidas. Quizá porque les había hablado en lugar de encogerme despavorida—. Habláis del falso rey, ¿verdad? Sigue buscándome.
Las brujarañas sisearon, enseñándome sus dientes afilados.
—¡No blasfemes contra él, niña! —chilló una, y agarrando la red tiró de mí—. ¡No es el falso rey! ¡Es el Rey de Hierro, el monarca legítimo de los duendes de Hierro!
—No es eso lo que he oído —repliqué, mirando de lleno sus ojos negros y fulgurantes—. Yo conocí al Rey de Hierro, al verdadero, a Máquina. ¿O es que os habéis olvidado de él?
—¡Claro que no! —silbó otra—. Nunca olvidaremos a Máquina. Quería hacerte su reina, la reina de todos los duendes de Hierro, y tú se lo agradeciste matándolo.
—¡Secuestró a mi hermano y planeaba destruir el Nuncajamás! —repliqué—. Pero eso ahora no importa. El rey al que servís, el que se ha apropiado del trono, es un impostor. No es el verdadero heredero. Estáis apoyando a un falso rey.
—¡Mientes! —chillaron las tres brujas, rodeándome y agarrándome con sus garras puntiagudas hasta hacerme sangre—. ¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién se atreve a insultar así al nuevo rey?
—Caballo de Hierro —dije, y una de ellas me agarró del pelo y comenzó a sacudirme la cabeza adelante y atrás—. Me lo dijo Caballo de Hierro, el lugarteniente de Máquina.
—¡Ese traidor! ¡Los rebeldes y él serán aplastados en cuanto el rey se encargue de ti!
Las brujarañas siguieron chillando y lanzando maldiciones y amenazas mientras me pinchaban a través de la tela de alambre. Una me agarró del pelo con fuerza y me levantó en vilo. Gemí de dolor y las lágrimas inundaron mis ojos cuando la bruja de alambre comenzó a sisear ante mi cara.
Un relámpago de fría luz azul brilló entre las dos. La brujaraña chilló y un instante después se deshizo, convertida en miles de minúsculas esquirlas que cayeron como una lluvia a mi alrededor, brillando en la oscuridad. Pereció como solían hacerlo las de su especie, entre el brillo de las agujas y los alfileres que reflejaban la luz de la luna. Las otras dos soltaron un gemido y retrocedieron asustadas al tiempo que algo rasgaba su telaraña y se interponía entre nosotras.
—¿Estás bien? —gruñó Ash cuando me puse de pie tambaleándome, sin apartar la mirada de las brujas que tenía delante.
Me escocía el cuero cabelludo, todavía me sangraban los dedos y las garras de las arañas me habían dejado los brazos cubiertos de arañazos, pero no tenía nada grave.
—Estoy bien —le dije mientras la ira comenzaba a bullir lentamente dentro de mi pecho.
Sentí que mi hechizo se alzaba como un tornado, girando como una espiral de emociones y energía. La primera vez que había visto a Mab, la reina de Invierno había sellado mi magia, temerosa de mi poder, pero el sello se había roto y de nuevo sentí el pálpito del hechizo. Estaba a mi alrededor, en todas partes, agreste y salvaje, la magia de Oberón y de los duendes de Verano.
—¡Has matado a nuestra hermana! —chillaron las brujarañas tirándose del pelo—. ¡Vamos a hacerte pedazos! —avanzaron hacia nosotros silbando, con las uñas levantadas.
Sentí una oleada de hechizo procedente de Ash, más fría que la magia feroz de Verano, y el príncipe de Invierno lanzó el brazo hacia delante.
Se vio un fogonazo azul y una andanada de punzones de hielo cayó sobre una de las arañas, atravesándola con sus esquirlas puntiagudas como si fuera metralla. La brujaraña gimió y se deshizo, se dispersó en miles de fragmentos brillantes entre la hierba. Ash blandió su espada y cargó contra la última.
La brujaraña que quedaba chilló llena de furia y levantó los brazos. Diez hilos de alambre reluciente parecieron brotar de sus dedos de aguja. Los lanzó hacia Ash, que se agachó, y el alambre cortó en pedazos un arbolito que había allí cerca. Mientras Ash se movía a su alrededor, me arrodillé y hundí las manos en la tierra, invocando mi hechizo. Sentí el pálpito de las cosas vivas en lo hondo de la tierra y pedí ayuda al suelo para derrotar al monstruo de hierro de la superficie.
La brujaraña estaba tan atareada intentando hacer trizas a Ash que se llevó una sorpresa cuando la tierra se abrió bajo sus pies y las hierbas y los hierbajos, las enredaderas y las raíces envolvieron sus piernas de alambre y treparon por su torso. Chilló y agitó sus mortíferos alambres cortando la vegetación como una segadora enloquecida, pero vertí más hechizo en la tierra y las plantas reaccionaron creciendo a cámara rápida. Aterrorizada, la brujaraña intentó huir cortando la vegetación que se enrollaba en sus piernas y tiraba de ella.
Una sombra emborronó el aire cuando Ash saltó sobre ella con la espada apuntada hacia abajo. Atravesó el cuerpo bulboso de la araña, clavándola en la tierra una fracción de segundo antes de que se deshiciera temblando en un montón de agujas que se dispersaron por el suelo.
Suspiré aliviada y me levanté, pero de pronto la tierra pareció oscilar. Los árboles comenzaron a girar a mi alrededor, dejé de notar las piernas y los brazos y un instante después caí al suelo.
Cuando me desperté estaba tumbada de espaldas, jadeante y débil como si acabara de correr un maratón. Ash me miraba desde arriba con los ojos plateados llenos de preocupación.
—Meghan, ¿estás bien? ¿Qué ha ocurrido?
El mareo se fue disipando. Respiré hondo varias veces para asegurarme de que mis vísceras seguían donde debían estar, y me senté para mirarlo.
—No lo sé… He usado mi hechizo y… me he desmayado.
Maldita sea, seguía dándome vueltas la cabeza. Me apoyé en Ash y él me abrazó con cautela, como si temiera que fuera a romperme.
—¿Es normal? —mascullé, apoyada en su pecho.
—No, que yo sepa —parecía preocupado aunque intentara disimular—. Puede que sea por haber tenido tanto tiempo sellada tu magia.
En fin, otra cosa que agradecerle a Mab…
Ash se levantó y tiró de mí con cuidado. Me picaban los brazos y notaba los dedos pegajosos allí donde me había cortado con la malla de alambre.
Ash rasgó unas tiras de tela de su camisa y me vendó las manos con ellas en silencio, hábilmente y con delicadeza.
—Estaban esperándome —murmuré con la vista fija en los miles de agujas que, esparcidas por la explanada, brillaban al claro de luna.
Un problema más que los duendes habían causado a mi familia. A mi madre y a Luke seguramente les daría un ataque, y ojalá Ethan no las pisara por accidente antes de que les diera tiempo a desaparecer.
—Saben dónde vivo —añadí sin dejar de mirar las esquirlas que destellaban entre la hierba—. El falso rey sabía que iba a venir a casa y las ha enviado… —miré hacia mi casa y vi a través de las ventanas cómo se movía mi familia, ajena al caos que reinaba fuera.
Tuve frío. Sentí una náusea.
—No puedo volver a casa —musité, sintiendo la mirada de Ash fija en mí—. Ya no puedo volver. No puedo traerle esta locura a mi familia —me quedé mirando la casa un momento más. Luego cerré los ojos—. El usurpador no se detendrá aquí. Seguirá mandándome a sus criaturas, y mi familia estará en medio. No puedo permitir que eso ocurra. Tengo que… tengo que marcharme. Enseguida.
—¿Adónde irás? —la voz firme de Ash traspasó mi desesperación—. No podemos volver al País de las Hadas, y en el mundo mortal hay duendes de Hierro por todas partes.
—No lo sé —me tapé la cara con las manos.
Solo sabía que no podía estar con mi familia, que no podía volver a casa, tener una vida normal. No, hasta que el falso rey dejara de buscarme o muriera de repente, como por milagro.
O hasta que me muriera yo.
—Eso no importa ahora, ¿no crees? —gruñí entre los dedos—. Vaya donde vaya, van a seguirme.
Sus fuertes dedos rodearon mis muñecas y me obligaron con suavidad a bajar las manos. Me estremecí y miré sus brillantes ojos de plata.
—Seguiré luchando por ti —dijo con voz baja e intensa—. Haz lo que debas. Yo estaré aquí, decidas lo que decidas. Te protegeré, da igual que pase un año o que pasen mil.
Mi corazón latió con violencia. Ash soltó mis muñecas y deslizó las manos por mis brazos, atrayéndome hacia sí. Me hundí en su abrazo y pegué la cara a su pecho, consciente de que mi odisea no había acabado aún. La decisión se cernía claramente delante de mí. Si quería que aquella huida y aquella lucha constantes acabaran de una vez, tendría que enfrentarme al rey de Hierro. Nuevamente.
Abrí los ojos y miré el lugar en el que habían caído los duendes de Hierro, las esquirlas de metal que titilaban entre los hierbajos. La idea de que aquellos monstruos entraran en mi habitación y fijaran sus ojos asesinos en Ethan o en mi madre me heló la sangre en las venas de pura rabia. «Está bien», pensé, apretando la camisa de Ash con los puños. «¿Ese impostor quiere guerra? Pues va a tenerla».
Aún no estaba preparada. Tenía que cobrar fuerzas. Tenía que aprender a controlar mi magia, el hechizo de Verano y el de Hierro, en caso de que fuera posible dominar ambos. Y para eso necesitaba tiempo. Necesitaba un lugar al que los duendes de Hierro no pudieran seguirme. Y solo conocía un sitio seguro en el que los servidores del usurpador jamás me encontrarían.
Ash pareció advertir que algo había cambiado.
—¿Adónde vamos? —murmuró contra mi pelo.
Respiré hondo y me aparté para mirarlo.
—A casa de Leanansidhe.
Un destello de alarma cruzó su rostro.
—¿La Reina de los Exiliados? —preguntó sorprendido—. ¿Estás segura de que querrá ayudarnos?
No, no lo estaba. La Reina de los Exiliados, como era conocida entre otros nombres, era caprichosa e impredecible y, francamente, bastante aterradora. Pero me había ayudado ya antes, y su casa en el Medio (la membrana que separaba el mundo mortal del País de las Hadas) era el único refugio posible que nos quedaba. Además, tenía una deuda que saldar con ella y unas cuantas preguntas para las que necesitaba respuesta.
Ash seguía mirándome, preocupado.
—No sé —le dije con franqueza—, pero es la única que se me ocurre que puede ayudarnos, y odia a los duendes de Hierro con ferocidad. Además, es la reina de los exiliados. Y nosotros somos exiliados, ¿no?
—Dímelo tú —Ash cruzó los brazos y se apoyó contra un árbol—. Yo no he tenido el placer de conocerla, aunque he oído hablar de ella. Cosas terribles, por cierto —arrugó ligeramente el entrecejo y suspiró—. Esto va a ser muy peligroso, ¿verdad?
—Seguramente.
Una sonrisa remolona tensó sus labios.
—¿Adónde vamos primero?
Una fría determinación tensó mi estómago. Miré mi casa, a mi familia, allí, tan cerca, y me tragué el nudo que tenía en la garganta. «Todavía no», les prometí, «pero pronto. Pronto volveremos a vernos».
—A Nueva Orleans —contesté volviéndome hacia Ash, que esperaba pacientemente, sin apartar los ojos de mi cara—. El Museo de Historia del Vudú. Hay algo allí que debo recuperar.