Desde su cama en el hospital, Chyna dio informes detallados a la policía, pero ninguno a los periodistas que la buscaban afanosamente. Movidos por el espíritu de reciprocidad, los policías le contaron muchas cosas sobre Edgler Veiss y sus crímenes, aunque el hombre seguía siendo tan incomprensible como antes.
Dos de los relatos le interesaron por motivos personales.
Primero, Paul Templeton, el padre de Laura, estaba en viaje de negocios en Oregon cuando lo detuvieron por exceso de velocidad en la ruta. El agente que confeccionó la boleta de multa fue el joven comisario. Las fotografías cayeron de la billetera de Paul cuando buscaba su registro de conductor, y Veiss puso ver la cara hermosa de Laura.
Segundo, el nombre completo de Ariel era Ariel Beth Delane. Un año antes, vivía con sus padres y su hermano de nueve años en un suburbio residencial de Sacramento, California. La madre y el padre habían muerto en la cama, acribillados a balazos. El niño había sido torturado con las herramientas que empleaba la señora Delane para fabricar muñecas —tal era su pasatiempo—, y había motivos para creer que Veiss había obligado a Ariel a presenciar la sesión de tortura antes de secuestrarla. Además de los agentes de policía, la atendieron muchos médicos. Junto con los que trataban sus múltiples heridas venían otros, los psiquiatras, que la instaban a hablar sobre sus vivencias. El más insistente era el cordial doctor Kevin Lofglun, un cincuentón de aspecto juvenil, risa alegre y un tic nervioso que consistía en pellizcarse el lóbulo de la oreja hasta dejarlo rojo como un tomate.
—No necesito terapia —le dijo ella—, porque la vida es la mejor terapia.
Desconcertado, el médico le pidió que hablara sobre su relación de mutua dependencia con su madre a pesar de que había terminado diez años antes, el día que la abandonó. Quería ayudarla a aprender a asumir el dolor, pero ella dijo:
—No quiero aprender a asumirlo, doctor. Quiero sentirlo.
Él hablaba del síndrome de estrés postraumático, ella, de esperanza; él hablaba de auto-realización, ella, de responsabilidad; él de aumentar la autoestima; ella, de la fe y la confianza; por último, el médico llegó a la conclusión de que no podía ayudar a alguien que hablaba un idioma totalmente distinto del suyo.
Los médicos y las enfermeras temían que sufriera de insomnio, pero Chyna dormía profundamente. Estaban seguros de que tenía pesadillas, pero ella sólo soñaba con un bosque majestuoso donde se encontraba acompañada y a salvo.
El 11 de abril, doce días después de ingresar en el hospital, le dieron el alta. Al salir por la puerta principal, vio que la aguardaba un centenar de periodistas de televisión, radio y diarios, incluso de los tabloides sensacionalistas que le habían ofrecido fuertes sumas de dinero a cambio de una entrevista exclusiva. Se abrió paso entre ellos sin responder a las preguntas que le hacían, pero sin mostrarse descortés. Cuando llegó al taxi que la esperaba, uno le metió el micrófono en la cara y preguntó:
—Señorita Shepherd, ¿qué se siente al ser una heroína tan famosa?
Al escuchar la pregunta idiota se detuvo y respondió:
—No soy una heroína. Soy una persona que pasa por la vida como todos ustedes, se pregunta por qué es tan dura y espera no tener que hacerle daño a nadie en el futuro.
Los más próximos callaron al oír la respuesta, los demás siguieron preguntando a los gritos.
Chyna subió al taxi y se alejó.
La familia Delane, adicta al crédito fácil de Visa y MasterCard, estaba hundida en deudas cuando Edgler Veiss vino a liberarlos de todo mal, de manera que Ariel no heredó un centavo. Sus abuelos paternos vivían, pero no tenían buena salud y estaban escasos de recursos. Aunque hubiera tenido parientes con medios suficientes para asumir el peso de criar a una adolescente con los problemas especiales de Ariel, ninguno se hubiera sentido capaz de hacerlo. Por consiguiente, quedó a disposición de un tribunal de menores, que la internó en un hospital psiquiátrico del estado de California.
Ningún familiar se opuso.
Durante todo el verano y el otoño, Chyna viajó una vez por semana de San Francisco a Sacramento para peticionar a la Corte que la declarara custodia legal de Ariel Beth Delane. Visitaba a la niña y con mucha paciencia —con terquedad, decían algunos— se abría paso en los laberintos de la justicia y la seguridad social. De no haberlo hecho, hubieran condenado a la niña a cadena perpetua en esos asilos llamados «instituciones de salud».
Aunque Chyna no se consideraba una heroína, otros sí lo creían. La admiración de ciertas personas influyentes fue la clave para ablandar el corazón de la burocracia, que acabó por otorgarle la custodia permanente tal como ella lo deseaba. Una mañana de fines de enero, diez meses después de liberar a la niña del sótano custodiado por muñecas, se fue de Sacramento llevando consigo a Ariel.
Juntas fueron a vivir en un departamento en San Francisco.
A pesar de que le faltaban pocas materias para la licenciatura en sicología, Chyna cambió esa carrera por la de literatura en la Universidad de California. Siempre le había gustado leer, y aunque no creía tener talento como escritora, pensaba que le gustaría trabajar en una editorial. Había más verdad en la ficción que en la ciencia. También le gustaba la idea de enseñar. Y si pasaba el resto de su vida atendiendo mesas en un restorán, eso estaría igualmente bien porque sabía hacerlo y era un trabajo digno.
El verano siguiente, cuando asignaron a Chyna el turno de la cena en el restorán, ella y Ariel solían pasar el día en la playa desde la mañana hasta la media tarde. La niña se ponía anteojos oscuros para contemplar la bahía, y a veces incluso se dejaba llevar al borde del mar para mojarse los pies.
Un día de junio, sin saber por qué, Chyna escribió una palabra en la arena: SERENIDAD. Después de mirarla unos instantes, le dijo a Ariel:
—Esa palabra casi se forma con las letras de mi nombre.
El 1º de julio, mientras Ariel, sentada sobre la manta, contemplaba el juego del sol sobre el agua, Chyna trataba de leer un diario, pero las noticias la angustiaban. Guerra, estupro, homicidio, robo, políticos de todos los colores que escupían su odio. Leyó la crítica de una película, en realidad una colección de insultos al director y el guionista a quienes el crítico negaba el mero derecho a la creación artística, y de ahí pasó al ataque igualmente destructivo de una columnista a un novelista, nada de crítica verdadera, ponzoña pura. Acabó por arrojar el diario al canasto de residuos. Esos odios mezquinos, esos ataques por la espalda le parecieron expresiones desagradablemente claras de los impulsos homicidas que contaminaban el espíritu humano; agresiones simbólicas que sólo diferían en grado, no en calidad, del homicidio real, y los corazones de los victimarios estaban infectados por el mismo mal.
El mal que hay en los seres humanos no admite explicaciones; sólo pretextos.
En esos días de principios de julio, observó que un hombre de unos treinta años bajaba a la playa mañana por medio con su hijo de ocho años y una computadora portátil con la que trabajaba bajo una sombrilla. Finalmente empezaron a conversar. El hombre se llamaba Ned Barnes, y su hijo, Jamie. Ned era viudo y, oh casualidad, era un novelista independiente con varios modestos éxitos de librería en su haber. Jamie le tomó cariño a Ariel; le traía pequeños obsequios —un ramito de flores silvestres, un lindo caracol, la foto de un perrito de aspecto gracioso arrancada de una revista— y los colocaba a su lado sobre la manta sin pedirle que los mirara.
El 12 de agosto, Chyna preparó fideos con salsa para los cuatro en el departamento. Después de cenar, ella y Ned jugaron al ludo con Jamie mientras Ariel, sentada en su sillón, se contemplaba las manos con aire plácido. Después de la noche de horror en la casa rodante, la expresión de angustia atroz y el grito mudo no habían vuelto a alterar sus facciones. Ya no se abrazaba ni se hamacaba en el sillón.
Días después, los cuatro fueron al cine y luego siguieron encontrándose en la playa, donde alquilaron carpas contiguas. Era una relación sosegada, sin tensiones ni expectativas. Lo único que buscaban en ella era un remedio para la soledad.
Un día de septiembre, cuando se acercaba el otoño y empezaba a refrescar, Ned alzó la vista de su computadora:
—Chyna…
Absorta en una novela, ella dijo «mmmm», sin alzar la vista.
—Mira. Mira a Ariel.
La niña vestía jeans y una blusa de mangas largas porque el día era demasiado fresco para tomar sol. Estaba descalza y el agua le lamía los tobillos, pero no miraba hacia la bahía con aire de zombie, como hacía siempre. Con los brazos extendidos hacia lo alto, agitaba suavemente las manos y bailaba sin moverse del lugar.
—Le gusta tanto la bahía… —dijo Ned.
Chyna no pudo responder.
—Ama la vida —agregó él.
Sofocada por la emoción, Chyna rogó que fuera verdad.
La danza no se prolongó, y cuando la niña volvió a sentarse sobre la manta, su mirada estaba tan perdida como siempre.
Al llegar diciembre, casi dos años después de haber escapado de la casa de Edgler Veiss, Ariel cumplió dieciocho años. Ya no era una niña sino una hermosa joven. Sin embargo, cuando hablaba en sueños —era la única vez que dejaba oír su voz—, llamaba a su madre y su padre, a su hermano, y parecía una niña, frágil y perdida.
La mañana de Navidad, entre los regalos que aguardaban a Ariel, Ned y Jamie bajo el arbolito en la sala del departamento, Chyna se sorprendió al encontrar un paquete para ella. Era pequeño, envuelto con gran cuidado como si lo hubiera hecho un niño con gran entusiasmo pero cierta torpeza. Su nombre estaba escrito con letras de imprenta desparejas sobre una tarjeta con forma de muñeco de nieve. Al abrirlo, encontró un trozo de papel azul. En él estaban escritas dos palabras, aparentemente dibujadas con gran esfuerzo y después de muchos titubeos: Quiero vivir.
Con el corazón que amenazaba con saltarle del pecho y la lengua reseca, Chyna tomó las manos de la niña. No sabía qué decir, y en todo caso no hubiera podido hacerlo. Por fin balbuceó:
—Es… es lo mejor… es el mejor regalo que recibí en mi vida, mi amor. De veras, el mejor. Es lo único que quiero… que lo intentes.
Leyó las dos palabras nuevamente, entre lágrimas.
Quiero vivir.
—Pero no sabes cómo volver, ¿no es cierto?
La niña la miraba, inmóvil. Entonces parpadeó. Sus manos estrecharon las de Chyna.
—Hay un camino —dijo Chyna con convicción.
Las manos de la niña apretaron las suyas con más fuerza.
—La esperanza, pequeña. Siempre hay esperanza. Hay un camino, sólo que nadie puede encontrarlo por su cuenta, pero lo haremos juntas. Lo encontraremos juntas. Es cuestión de creerlo, nada más.
La niña apartó la mirada, pero sus manos seguían estrechando las de Chyna.
—Quiero contarte una historia sobre un bosque de secoyas y lo que vi ahí cierta noche, y también algo que vi después, cuando me hacía mucha falta. Tal vez no le des mucha importancia, y sé que para otros no significaría nada, pero es lo más importante que me ha pasado en la vida, aunque no termino de entenderlo.
Quiero vivir.
Pasaron algunos años y el regreso desde el planeta del Principito a las bellezas y maravillas de este mundo no fue fácil para Ariel. Hubo momentos de desesperación en los cuales no hacía el menor progreso, incluso sufría regresiones.
Sin embargo, el día llegó en que fueron con Ned y Jamie al bosque de secoyas.
Caminaron entre los rododendros y los helechos a la sombra de los árboles majestuosos.
—Muéstrame dónde sucedió —dijo Ariel. Chyna la llevó de la mano al lugar preciso—: Aquí.
Cuánto miedo había sentido esa noche al arriesgarse tanto por una niña desconocida. No era tanto el miedo de Veiss como el de ese sentimiento nuevo que había descubierto en su interior: el amor, sin pensar en las consecuencias.
Ahora sabe que no había motivos para temerlo. Es el fin de nuestra existencia. El amor, sin pensar en las consecuencias.