El comisario Edgler Foreman Veiss, el más joven de la historia del condado, mira por el espejo retrovisor mientras Chyna Shepherd corre por la banquina hacia su patrullero, y se pregunta si la joven no es, después de todo, su «neumático reventado», la destructora de su futuro feliz. Al verla detenerse, girar y correr entre las luces de vuelta a la casa rodante, el miedo de Edgler Veiss aumenta bruscamente.
Al mismo tiempo, siente una gran admiración por ella y no lamenta del todo haberla conocido.
—Tú sí que eres una perra astuta —dice en voz alta. Al salir del patrullero blanco y negro, desenfunda el revólver con la intención de herirla en una pierna. Tal vez aún pueda salvar la situación.
Si consigue dejarla fuera de combate e introducirla en la casa rodante antes de que pase otro auto, todo estará bien. Será un placer volver a encadenarla. Ariel no levantará una mano para ayudarla, y si lo intenta, la someterá a culatazos. Ese no era su plan, pero hace un año que mira esa carita hermosa con ganas de destrozarla, y lo hará con inmenso placer, a pesar de las circunstancias.
Aunque Veiss sale rápidamente del auto, Chyna es más ágil. Cuando él termina de apuntar, ella ya está detrás del volante y ha cerrado la puerta.
Veiss ya no puede correr riesgos; adiós a la idea de herirla ahora para divertirse con ella más tarde. Tiene que matarla. Dispara seis veces, derecho al parabrisas.
Al ver que Veiss alzaba el revólver, Chyna gritó: «¡Abajo!», obligó a Ariel a agachar la cabeza y se arrojó de costado sobre la consola abierta. Cubrió a la niña con su propio cuerpo lo mejor que pudo, cerró los ojos y le gritó que hiciera lo mismo.
Sonaron los estampidos en rápida sucesión y el parabrisas estalló hacia adentro. Una lluvia de añicos de vidrio cayó sobre las butacas, sobre Chyna y la niña, y otros objetos en el fondo de la casa rodante cayeron hechos pedazos bajo el impacto de las balas.
Trató de contar los disparos. Creyó oír seis. O tal vez cinco. No estaba segura. Carajo. Pero entonces comprendió que eso no tenía importancia porque no había visto el arma, no sabía con seguridad si era un revólver o qué. Una pistola no cargaba seis proyectiles sino diez o más; muchos más, si tenía un cargador con extensión.
A pesar del riesgo de recibir un balazo en la cara, Chyna se sentó, se sacudió los fragmentos pegajosos de vidrio de seguridad y miró a través del marco del parabrisas. Edgler Veiss estaba junto al patrullero, a diez metros de ella. Vaciaba las cápsulas servidas del arma; por consiguiente, era un revólver.
Ella ya había soltado el freno de seguridad. Puso la primera.
Erguido, aparentemente sereno y sin prisa, pero con dedos ágiles, Veiss sacó un tambor cargado de la riñonera sujeta a su cinturón.
Gracias a los delincuentes amigos de su madre, Chyna lo reconoció al instante. Sin darle tiempo a cargar el arma, levantó el pie del freno y apretó el acelerador a fondo.
Ya, ya, ya.
En el momento de desprender el tambor vacío del arma y colocar el otro, Veiss alzó la vista casi despreocupadamente al oír el rugido del motor.
Chyna subió al pavimento como si pensara seguir de largo, alejarse a toda velocidad, pero iba a atropellar al degenerado.
Veiss colocó el tambor y lo cerró.
Temerosa de que Ariel levantara la cabeza, gritó: «¡Abajo, abajo!». También ella agachó la cabeza cuando una bala hizo impacto en el marco del parabrisas y rebotó hacia el fondo del vehículo.
La alzó al instante porque estaba en movimiento y no podía conducir a ciegas. Giró el volante a la derecha para enfilar hacia Veiss, parado junto a la puerta abierta del patrullero.
Él disparó otra vez y ella creyó ver el interior mismo del caño cuando salió el fogonazo. Oyó un zumbido-siseo-latido extraño, algo así como el de un abejorro bajo el sol del verano, y sintió un olor cálido de pelo chamuscado.
Veiss se arrojó al interior del auto para esquivarla. La casa rodante embistió la puerta abierta y la arrancó, tal vez le arrancó también una pierna al degenerado hijo de puta, o las dos.
El perfume de la pólvora siempre evoca en el comisario Veiss el hedor del sexo, acaso porque es un olor cálido, acaso porque tiene rastros de amoníaco que es más fuerte en el semen, pero por la razón que fuere, los disparos lo excitan y le provocan una erección inmediata, y al saltar al interior del auto, lanza un grito de júbilo. El rugido del motor lo rodea, la casa rodante se abalanza sobre él con los faros encendidos con un alboroto propio de un encuentro cercano del tercer tipo. Al arrojarse, encoge las piernas, consciente de que si escapa será por poco, por un pelito qué joder, y por eso es tan excitante. Siente un golpe fuerte en el pie derecho, sopla un viento frío, la puerta se desprende y se va dando vueltas estrepitosamente sobre el pavimento… y la casa rodante pasa de largo con un alarido.
Ha perdido la sensibilidad del pie derecho y aunque no siente dolor, piensa que el golpe tal vez lo aplastó o incluso lo arrancó. Después de sentarse y enfundar el revólver, palpa con una mano en busca del muñón y la sangre que brota a torrentes para descubrir que está ileso. Lo único que le han arrancado es el tacón de la bota. Sólo eso. Nada más. El tacón de goma.
El pie está insensible, la pantorrilla está dormida hasta la altura de la rodilla, pero el comisario ríe.
—Pagarás por el remiendo, putita.
La casa rodante está a setenta metros y se aleja hacia el sur.
El motor del patrullero sigue en marcha tal como él lo ha dejado, y le basta soltar el freno de mano y poner la primera. Los neumáticos alzan una nube de ripio que repiquetea sobre el chasis. El auto blanco y negro se pone en marcha. El caucho recalentado chilla como un bebé herido, muerde el alquitrán, y Veiss se lanza a la persecución de la casa rodante.
Demasiado tarde, absorto en su pie dormido y loco de ganas de poner las manos sobre la mujer, advierte que el vehículo no se dirige hacia el sur. Vuela hacia él en retroceso, a cuarenta kilómetros por hora o más.
Aprieta el freno hasta el piso, pero no tiene tiempo para esquivar la casa rodante, que lo embiste con un ruido horroroso, y es como chocar contra un muro de piedra. Su cabeza se dobla violentamente hacia atrás, luego su cuerpo se estrella contra el volante con tanta fuerza, que lo deja sin aliento y un torbellino negro envuelve su visión.
La tapa del motor se arruga y se abre, y no se ve una mierda a través del parabrisas. Pero oye el zumbido de los neumáticos al girar en falso y huele el caucho quemado. El patrullero es empujado hacia atrás, y aunque el choque la ha frenado, la casa rodante empieza a tomar velocidad otra vez.
Veiss trata de poner la marcha atrás para alejarse de la casa rodante que lo empuja, pero la palanca se traba, cae en punto muerto y se traba definitivamente. Ha saltado la caja de cambios.
Es más: sospecha que la trompa destrozada del auto está colgada del paragolpes trasero de la casa rodante.
Ella quiere sacarlo de la ruta. En algunos tramos, la caída es de dos a tres metros y tan empinada, que casi con seguridad el patrullero volcará de punta. Peor aún, si está colgado y la mujer pierde el control de la casa rodante, ésta caerá sobre el patrullero y lo aplastará con él adentro.
Carajo, tal vez es lo que quiere.
Sí que es un caso único; a su manera, se parece bastante a él. Por eso la admira.
Hay olor a nafta. Conviene salir de ahí.
A la derecha de la consola central y el transmisor policial (que él apagó en el momento en que vio y reconoció la casa rodante), hay una escopeta .20 montada sobre un par de grampas sujetas al tablero. Tiene un cargador de cinco cartuchos que el comisario Veiss mantiene siempre lleno.
Arranca la escopeta de las grampas, la toma con las dos manos y se desliza a la izquierda sobre el asiento para salir de detrás del volante. Se arroja por el hueco de la puerta arrancada.
Retroceden a unos treinta o treinta y cinco kilómetros por hora y la velocidad aumenta rápidamente porque el auto está en punto muerto y ya no resiste el arrastre. El pavimento viene a su encuentro como si se hubiera arrojado de un avión con un paracaídas lleno de agujeros. Choca y rueda, los brazos apretados contra el cuerpo, con la esperanza de evitar la rotura de los huesos; aferrando la escopeta, cruzando la ruta alquitranada en diagonal hacia la banquina del carril que va hacia el norte. Trata de mantener la cabeza en alto pero recibe un golpe fuerte y luego otro. El dolor es grato, y la increíble intensidad de la aventura le arranca un grito de placer.
Chyna miraba por el espejo retrovisor cuando Edgler Veiss saltó del patrullero, cayó sobre el pavimento y rodó hasta la banquina de la ruta.
—Mierda.
Cuando terminó de frenar, entre los gritos de dolor por el pie mordido, Veiss estaba tendido boca abajo sobre la banquina contraria, cien metros hacia el sur. Estaba inmóvil. Probablemente la caída no lo mató, pero al menos lo habrá desmayado o atontado.
Chyna no era capaz de atropellar a un hombre desmayado. Pero tampoco era cuestión de darle una buena probabilidad de reaccionar.
Abrochó las correas de seguridad, una en torno de la cintura y la otra sobre el hombro. Tenía la sospecha de que le haría falta.
Al poner la primera y reanudar la marcha, sintió un ardor fuerte en el costado derecho de la cabeza, y al palparlo descubrió que sangraba. El zumbido fugaz no había sido el de un abejorro sino el de una bala que había abierto un surco de unos siete centímetros de longitud y escasos milímetros de profundidad. Por poco no le había arrancado la tapa lateral del cráneo. Comprendió también la causa del leve olor a quemado: plomo caliente, pelos chamuscados.
Ariel estaba envuelta en una mantilla deslumbrante de fragmentos pegajosos de vidrio. Sus ojos, aunque clavados en Veiss, estaban en blanco.
Sangraban sus manos. Chyna se sobresaltó al ver la sangre, pero enseguida advirtió que las heridas eran tajos diminutos; ninguno era grave. El vidrio de seguridad no podía atravesar la piel para causar una herida mortal, pero sí causaba pequeños tajos y rasguños.
Al volver la vista a Veiss, vio que se alzaba sobre las manos y las rodillas a setenta metros de ella. A su lado había una escopeta.
Apretó el acelerador.
Un campanazo detrás de la casa rodante. El vehículo se sacudió. Otro campanazo. Siguió un chirrido y un estrépito metálico infernal, pero el vehículo empezaba a acelerar.
En el espejo lateral vio la lluvia de chispas alzada por el roce del metal sobre el pavimento.
El patrullero destruido la seguía a los tumbos. Ella lo arrastraba.
La oreja derecha del comisario Veiss está herida, desgarrada, y el olor de su sangre es como el viento del invierno al barrer la nieve en una ladera alta. Un estruendo de campanas de bronce en los dos oídos evoca el sabor metálico amargo de la araña en la casa de los Templeton. Lo saborea con placer.
Al erguirse y comprobar que sus huesos están intactos, contiene el interesante sabor agrio del vómito y toma la escopeta. Observa con satisfacción que no parece haber sufrido daños.
La casa rodante cruza la ruta hacia él, está a cincuenta metros y se acerca rápidamente. Un monstruo ciego, inexorable.
Pero Veiss no corre hacia el bosque para alejarse del monstruo que viene a atropellarlo; al contrario, corre hacia la derecha en un arco que lo colocará al costado del vehículo en el momento en que lo pase. Renguea, no a causa de una herida en la pierna sino porque le han arrancado el tacón del borceguí derecho.
Aunque le falta el tacón, Veiss es más ágil que el vehículo torpe, y la mujer advierte que no podrá atropellarlo. Sin duda, ella ha visto la escopeta, y vira a la derecha para alejarse, sacrificando la venganza en aras de la fuga. Veiss no intentará volarle la cabeza mediante un disparo a través del marco del parabrisas o la ventanilla lateral, en parte porque lo asusta su insólita ductilidad y le parece difícil acertarle cuando pase veloz como un plato volador. Además, es más fácil detenerse y disparar desde la cadera que alzar el arma para apuntar, lo cual quita elevación al disparo.
El retroceso de los tres primeros disparos, efectuados con toda la rapidez de la que es capaz, casi tumba al comisario de espaldas, pero revienta el neumático delantero del lado del conductor.
A escasos dos metros de él, la casa rodante empieza a patinar. Jirones de caucho del neumático reventado flotan en el aire. Cuando el monstruo pasa junto a él, Veiss usa los dos últimos cartuchos para reventar uno de los neumáticos traseros.
Ahora la joven Chyna Shepherd, intacta y viva, tiene graves problemas.
* * *
El volante giraba enloquecido y quemaba las palmas de Chyna en su esfuerzo por controlarlo.
Apretó el freno y al instante le pareció un error fatal porque el vehículo derrapó hacia la izquierda, pero soltarlo también fue un error porque el derrape a la derecha fue aún más pronunciado. El patrullero enganchado chocaba con el paragolpes trasero, la casa rodante se estremecía violentamente con cada derrape, y Chyna comprendió que estaba a punto de volcar.
Ebrio de la deliciosa mezcla del olor de su sangre con el hedor sexual de la pólvora, el comisario Veiss termina de vaciar el cargador y arroja a un lado la escopeta. Con ojos brillantes de júbilo, ve cómo la vieja casa rodante se inclina inexorablemente y corre sobre las llantas del lado del conductor. Nada queda de los neumáticos, salvo los jirones desparramados a lo ancho de la ruta. El rechinar de las llantas de acero sobre el pavimento le recuerda la textura de la crinolina almidonada por los coágulos de sangre, lo cual evoca a su vez el sabor de la boca de cierta jovencita en trance de morir. Entonces, el vehículo cae de costado con tanta violencia que Veiss siente las vibraciones del pavimento bajo los pies. El estruendo reverbera entre los árboles que bordean la ruta como si el diablo mismo disparara su escopeta.
Colgado del paragolpes trasero de la casa rodante, el patrullero también vuelca. Finalmente queda libre, cae sobre su techo, gira en redondo y se detiene sobre el carril del norte.
La casa rodante se ha alejado, está a cien metros del comisario y sigue patinando, pero ya empieza a detenerse.
Todo se le ha ido al diablo: tendrá que hallar una explicación para todo lo que ha quedado desparramado sobre la ruta; olvidarse de sus planes para Ariel, que tanto lo han excitado durante todo un año; deshacerse de los cadáveres delatores en el dormitorio de su casa rodante.
Pero el comisario Veiss jamás ha sentido semejante euforia. Nunca ha estado tan vivo, con todos los sentidos agudizados por la ferocidad del momento. Se siente mareado, como un idiota. Quiere bailar bajo la Luna, agitando los brazos y girando como una peonza, igual que un niño al contemplar las estrellas.
Pero antes debe dar muerte a dos personas, desfigurar una cara joven y hermosa, y eso también es parte de la diversión.
Quiere desenfundar el revólver, pero no lo encuentra; evidentemente lo perdió al arrojarse del auto y rodar sobre la ruta. Lo busca alrededor.
Cuando la casa rodante se detuvo, Chyna consideró que no era un buen momento para regocijarse por el hecho de estar viva. Desabrochó sus correas de seguridad y las de Ariel.
El costado derecho ahora era el techo de la casa rodante. Allá arriba, Ariel aferraba el picaporte para no caer sobre Chyna, que estaba acostada sobre el lado izquierdo del vehículo ahora convertido en piso. A través de su ventanilla, sólo veía un primer plano del pavimento.
Salió penosamente de su asiento, giró, se sentó sobre el tablero de espaldas al parabrisas y con los pies sobre la consola. Apoyó su flanco derecho contra el volante.
Era difícil respirar ese aire impregnado por los gases de la nafta.
Se volvió hacia Ariel:
—Tenemos que salir por el parabrisas, pequeña. Vamos, rápido.
Ante la falta de reacción de la niña, que se aferraba a la puerta y contemplaba el cielo nocturno por la ventanilla, Chyna le sacudió el hombro.
—Vamos, mi amor, vamos, vamos, vamos. Seríamos un par de estúpidas si nos dejáramos matar después de haber llegado tan lejos. ¿Te imaginas cómo se burlarían las muñecas? Se morirían de risa.
He aquí al comisario Edgler Veiss, dolorido y lastimado, pero acercándose con paso elástico al techo de su casa rodante, convertido en flanco izquierdo ahora que el vehículo yace de costado sobre el mar de nafta que baña el pavimento. Le llama la atención el tragaluz roto, pero avanza sin detenerse hacia la cabina del vehículo… para descubrir que Chyna y Ariel, las muy traviesas, acaban de salir a través del hueco del parabrisas.
Le dan la espalda y se alejan hacia el borde de la ruta, hacia una arboleda no lejos del pavimento donde seguramente esperan ocultarse antes de que él las encuentre. La mujer renguea y a la vez empuja a la chica, apoyándole una mano en la baja espalda.
Aunque el comisario no encontró su revólver, tiene la escopeta para blandirla como un garrote y la aferra por el caño con ambas manos. Se acerca rápidamente. La mujer oye su extraño chapoteo sobre el pavimento empapado debido a la cojera causada por la falta de un tacón, pero él no le da tiempo para darse vuelta y enfrentarlo. Con todas sus fuerzas, le da un garrotazo entre los hombros con el plano de la culata.
El golpe que la derriba le arranca el aliento y le impide gritar. La joven cae de bruces sobre el pavimento, inconsciente o en todo caso atontada.
Ariel se tambalea en la misma dirección en que iba, acaso sin saber qué le ha sucedido a Chyna. Tal vez está desesperada por alcanzar la libertad, pero lo más probable es que al cruzar la ruta sea tan consciente de sus actos como una muñeca mecánica.
Chyna rueda sobre el pavimento y mira a Veiss; no está atontada sino lívida y enloquecida de rabia.
—Dios es miedo —dice. Son palabras formadas con las letras de su nombre.
La mujer no parece asustada. Entre jadeos provocados por los gases o por el golpe en la espalda, murmura:
—Me cago en tu alma.
Después de matarla, deberá comer un trozo de ella tal como hizo con la araña, porque su fuerza increíble le ayudará a afrontar los días difíciles que lo aguardan.
Ariel está a veinticinco o treinta metros, y el comisario se pregunta si no conviene ir en su busca. No: primero eliminará a la mujer, porque en ese estado, la chica no irá muy lejos.
Cuando Veiss baja la vista, la mujer está extrayendo un objeto pequeño del bolsillo de sus jeans.
Chyna tomó el encendedor que había sustraído de la estación de servicio donde Veiss asesinó a los dos empleados. Soltó la traba de la palanquita que liberaba el gas y colocó la yema del pulgar sobre el chispero. La aterraba tener que encenderlo. Estaba tendida en un charco de gasolina, que impregnaba su ropa, su pelo. Los gases sofocantes le dificultaban la respiración. Su mano temblorosa también estaba mojada de gasolina, y estaba segura de que la llama saltaría inmediatamente al pulgar, de ahí a la mano y el brazo, y en pocos segundos, su cuerpo estaría envuelto en una mortaja de fuego.
Pero tenía que creer que había justicia en el universo y algún significado en las brumas de las secoyas, porque sin esa confianza ella no era mejor que Edgler Veiss ni más consciente que una cucaracha frenética.
Estaba tendida a los pies de Veiss. En el peor de los casos, lo arrastraría consigo al otro mundo.
—Sin fin —dijo ella, porque también eran palabras que se formaban con las letras de su nombre, y encendió la llama.
El Bic se encendió al instante, pero la llama no saltó a su pulgar, de modo que lo apoyó en el borceguí de Veiss y lo soltó. La llama se apagó al instante, no sin antes encender el cuero empapado de gasolina.
A la vez que soltaba el encendedor, Chyna empezó a rodar, alejándose de Veiss, los brazos apretados contra el pecho, girando sobre el pavimento, atontada por la súbita llamarada a su espalda y la ráfaga de aire caliente que la siguió. Las etéreas llamas azules seguramente la perseguían sobre el pavimento empapado, y se preparó para recibir el abrazo candente del fuego… pero ya rodaba sobre pavimento seco, lejos del charco de nafta.
Jadeando desesperadamente, se paró y se alejó aún más del pavimento ardiente, de la bestia sumergida en la conflagración.
Calzado con botas de fuego, Edgler Veiss chillaba y pataleaba en medio de las llamaradas que se alzaban a su alrededor.
Cuando se encendió su pelo, Chyna apartó la mirada. Ariel estaba a salvo, lejos del charco de nafta, en apariencia inconsciente de lo que sucedía. De espaldas al fuego, contemplaba las estrellas.
Chyna corrió hacia ella y la alejó varios metros más, por las dudas.
Los alaridos espantosos de Veiss se volvían más fuertes y agudos porque, según advirtió Chyna al echar una mirada atrás, el degenerado las perseguía, convertido en un pilar de fuego, rodeado totalmente por las llamas. Pero seguía de pie y se tambaleaba sobre las burbujas de alquitrán hirviente. Sus brazos candentes estaban extendidos hacia adelante y lenguas de fuego azul brotaban de sus dedos. Un torbellino de fuego rojo como la sangre le llenaba la boca, su nariz echaba llamas de dragón, su cara era una máscara anaranjada, pero seguía avanzando, terco como el ocaso, entre alaridos.
Chyna se colocó delante de la niña, pero Veiss viró bruscamente y se alejó, y ella comprendió que no las había visto. Totalmente ciego, no la buscaba a ella ni a Ariel sino a una clemencia inmerecida.
Cayó sobre las líneas amarillas del centro de la ruta, convulsionado por los últimos estertores de agonía, retorciéndose hasta que poco a poco quedó tendido de costado con las rodillas contra el pecho y las manos bajo el mentón. Su cabeza cayó sobre el pecho como si el cuello derretido no pudiera soportar el peso. Después siguió consumiéndose en silencio.
En cierto nivel de conciencia, Veiss sabía que el alarido moribundo salía de su boca, pero el martirio era tan intenso, que su mente se poblaba de imágenes delirantes. En otro nivel, pensó que no era él quien lanzaba esos gritos espeluznantes sino el gemelo nonato del empleado de la estación de servicio, que había dejado su impronta en la frente del hermano. Al final, Veiss tenía mucho miedo en medio del fuego que lo consumía, y luego ya no fue un hombre sino una noche perpetua.
Chyna tomó la mano de Ariel para alejarse del fuego, pero al final ya no podía tenerse en pie. Se sentó sobre el pavimento, sacudida por temblores incontrolables, agobiada por mil dolores, enferma de alivio. Estalló en llanto y, sollozando como una niña de ocho años, soltó las lágrimas que jamás había vertido cuando estaba bajo una cama o en un granero infestado de ratones o en una playa quemada por los relámpagos.
Poco después aparecieron faros a la distancia. Chyna los miraba mientras la niña a su lado contemplaba la Luna, sumida en su silencio.