10

Habían pasado menos de veintidós horas desde que oyó el primer grito en la casa de los Templeton en Napa. Toda una vida. Ahora se acercaba una nueva medianoche y lo que fuere que la aguardaba más allá.

Chyna encendió dos lámparas en la sala. Mantener la casa a oscuras ya no tenía importancia. Apenas saliera por la puerta principal y enfrentara a los perros, sería imposible hacerle creer a Veiss que en su casa reinaba la paz.

El reloj de la repisa indicaba las diez y media. Sentada en un sillón, Ariel se abrazaba y se hamacaba lentamente como si le doliera la barriga, aunque no hacía el menor ruido y su rostro estaba impávido.

El equipo protector confeccionado a la medida de Veiss le quedaba enorme a Chyna, quien se sentía ridícula a la vez que temía que una armadura tan abultada le estorbara los movimientos. Había enrollado las botamangas de las chaparreras y las había sujetado con un par de imperdibles que encontró en un estuche de costura en el lavadero. Los cinturones tenían lazos y cintas de velcro que le permitieron ajustarlos para que no se deslizaran sobre sus caderas. También enrolló los puños de las mangas acolchadas, mientras el chaleco de kevlar le abultaba el pecho y ayudaba a sostener la chaqueta. Un collar de plástico duro que le rodeaba el cuello impediría que los perros le desgarraran la garganta. La vestimenta era gruesa como para limpiar desperdicios nucleares en un reactor después de una pérdida de radiaciones.

Los puntos vulnerables eran los pies y los tobillos. El equipo de adiestramiento de Veiss incluía un par de borceguíes de cuero con punteras de acero, pero eran demasiado grandes. Sus zapatillas serían tan efectivas para protegerla de las mordeduras como un par de chinelas. Debería actuar rápida y agresivamente para llegar a la casa rodante sin sufrir una herida grave.

Había pensado en improvisar un garrote. Pero las capas de material protector entorpecían sus movimientos hasta tal punto que el garrote no serviría para hacerle daño a un doberman o siquiera para rechazar su ataque.

En cambio, se había armado con dos frascos rociadores hallados en un armario del lavadero; uno de limpiavidrios y otro de quitamanchas para tapices y alfombras. Los había vaciado y enjuagado en la pileta de la cocina; pensó llenarlos con lavandina, pero optó por el amoníaco puro. Veiss, maniático de la limpieza hogareña, tenía dos frascos de esa sustancia. Ahora los dos rociadores estaban en el piso, cerca de la puerta principal. Las boquillas podían ajustarse para producir un rocío o un chorro; optó por éste.

En el sillón, Ariel seguía hamacándose en silencio, la mirada fija en la alfombra.

Era improbable que en su estado catatónico la muchacha se levantara del sillón y se fuera sola, pero Chyna le dijo que se quedara ahí:

—Quédate donde estás, mi amor. No te muevas, ¿oíste? Volveré enseguida.

Ariel no respondió.

—No te muevas de ahí.

Las pesadas capas de acolchado le reavivaban a Chyna los dolores de los músculos y las articulaciones. Las molestias disminuirían su rapidez física y mental. Debía actuar mientras conservara un mínimo de agilidad.

Se puso el casco con máscara. En su interior había colocado una toalla plegada para que el casco no bailara sobre su cabeza, y había terminado de sujetarlo con una correa bajo el mentón. La máscara curva de plexiglás sobresalía cinco centímetros debajo del mentón, pero la cara inferior de la mandíbula quedaba al descubierto para permitir la circulación del aire… y había seis pequeños orificios en el frente de la máscara para mayor ventilación.

Miró sucesivamente por las dos ventanas que daban a la galería, apenas iluminada por la luz de las lámparas de la sala. Ningún doberman estaba a la vista.

El patio más allá de la galería estaba oscuro, y el prado parecía negro como el lado oculto de la Luna. Quizá los perros la acechaban desde allá, contemplaban su silueta en la ventana iluminada. Más aún, tal vez estaban agazapados en el borde de la galería, listos para saltar. Miró el reloj.

Las diez y media.

—Dios, no quiero hacerlo —murmuró.

Sin saber por qué, recordó un capullo de mariposa que había visto cuando su madre se había alojado con unos amigos en Pennsylvania, catorce o quince años antes. La crisálida pendía de la ramita de un arce; semitransparente e iluminada desde atrás por un rayo de sol, dejaba ver el insecto en su interior. Era un imago maduro que ya había pasado el estadio de pupa. Culminada su metamorfosis, se agitaba frenéticamente dentro del capullo, sus patas delgadas como cabellos escarbaban sin cesar como si anhelara salir y a la vez temiera el mundo hostil que la aguardaba. En su armadura de plástico y tela acolchada, Chyna se estremecía como esa mariposa, pero su deseo no era irrumpir en el mundo nocturno que la aguardaba sino hundirse en lo más profundo de su crisálida.

Fue a la puerta principal.

Se puso los guantes de cuero, bastante flexibles a pesar del grosor del material. Le quedaban grandes, pero las cintas ajustables de velcro los sujetaban con firmeza en las muñecas.

Había cosido la llave de la casa rodante al pulgar del guante derecho, enhebrando el hilo en el orificio de la llave. La parte que debía introducir en la cerradura sobresalía del extremo del pulgar, de manera que sería fácil introducirla para abrir la puerta del vehículo. No quería tener que hurgar torpemente en el bolsillo mientras la atacaban varios perros ni correr el riesgo —Dios la librara— de dejarla caer.

Tal vez el vehículo no estaba cerrado con llave. Pero no dejaría nada librado al azar.

Tomó los rociadores del piso. Uno en cada mano. Verificó que estuvieran en la posición de CHORRO.

Corrió sigilosamente la falleba, aguardó a la espera del ruido sordo de las patas sobre las tablas y por fin entreabrió la puerta.

La galería estaba desierta.

Chyna cruzó el umbral y cerró la puerta enseguida, aunque le costó un poco accionar el picaporte porque llevaba los frascos de plástico en las manos.

Puso los índices en las palancas de los frascos. La eficacia de esas armas dependía de la rapidez de la embestida de los perros y de que ella supiera aprovechar la menor oportunidad para usarlas.

La noche era tan calma como oscura, y el móvil de caracolas pendía inmóvil. Ni una hoja se agitaba en el árbol junto al extremo norte de la galería.

Tampoco se oía el menor ruido. Por otra parte, los ruidos leves no podrían atravesar el casco acolchado. Tenía la sensación fantástica de que el mundo entero era un diorama encerrado en una burbuja de vidrio.

A falta de la menor brisa que transportara su olor a los perros, quizás éstos no se habían dado cuenta de que había salido.

Sí, claro, y los chanchos vuelan pero sólo cuando no los vemos.

Los escalones de piedra estaban en el extremo sur de la galería. La casa rodante se hallaba estacionada en el camino de entrada, a seis metros de los escalones. Apretó la espalda contra la pared de la casa y se deslizó hacia su derecha. Al desplazarse, volvió la cabeza una y otra vez a la izquierda, a la baranda del extremo norte de la galería, y hacia el patio delantero más allá de la balaustrada frente a ella. Ni un perro a la vista.

La noche era tan fresca, que su aliento empañaba la cara interna de la máscara. La condensación se desvanecía rápidamente, pero cada vez parecía cubrir el plexiglás un poco más. A pesar de la ventilación bajo el mentón y a través de los orificios en el centro de la máscara, Chyna empezó a temer que su aliento tibio acabara por dejarla sin visión. Dominar sus rápidos jadeos resultaba casi tan difícil como reducir el veloz latido de su corazón.

A fin de disminuir el problema, frunció los labios para apuntar la exhalación hacia la abertura inferior de la máscara. Esto provocó un suave silbido hueco caracterizado por un vibrato que revelaba la magnitud de su miedo.

Dos pasos al costado, tres, cuatro. Pasó la ventana de la sala. Su silueta estaba claramente a la vista, iluminada desde atrás.

Debería haber apagado las luces, pero no quería dejar a Ariel sola en la oscuridad. En su condición, tal vez la niña no se hubiera dado cuenta si las luces estaban encendidas o apagadas, pero a Chyna le había parecido mal abandonarla en la oscuridad.

Envalentonada por haber recorrido sin inconvenientes la mitad de la distancia de la puerta al extremo de la galería, empezó a caminar de frente y lo más rápido que le permitía el pesado equipo.

Negro como la noche de la cual salía, sigiloso como las nubes rasgadas que cruzaban lentamente el campo tachonado de estrellas, el primer doberman corría hacia ella desde la casa rodante. No ladraba ni gruñía.

Cuando lo advirtió, casi era tarde. Se olvidó de exhalar hacia abajo y la humedad se condensó en el interior de la máscara. La película se desvaneció casi al instante, pero la bestia ya saltaba los escalones, con las orejas apretadas contra su fino cráneo y los dientes al descubierto. Apretó la palanca del frasco que llevaba en la diestra. El chorro de amoníaco saltó poco más de un metro en el aire.

El perro aún estaba demasiado lejos para que lo alcanzara el chorro, pero se acercaba rápidamente.

Se sintió torpe como un chico jugando con una pistola de agua. El aparato no servía. No servía. Pero, por Dios, tenía que servir si no quería acabar como alimento para perros.

Apretó la palanca cuando el perro subía los escalones y el chorro se quedó corto, y lamentó no poder lanzar un chorro más largo, de seis o siete metros, que alcanzara a la bestia de lejos, pero lanzó otro chorro antes de que cayera el anterior y dio en el blanco cuando el perro entraba en la galería. Le apuntó a los ojos, pero el chorro bañó el hocico y los dientes del animal.

El efecto fue instantáneo. El doberman perdió pie, chilló, rodó hacia Chyna y habrían chocado si ella no lo hubiera esquivado de un salto.

Con la lengua quemada por el amoníaco cáustico y los pulmones llenos de vapores corrosivos, imposibilitado de respirar aire fresco, el perro rodó de espaldas y se frotó frenéticamente el hocico con las patas. Bufaba y jadeaba y chillaba en su angustia.

Chyna le dio la espalda y siguió adelante. La sorprendió su propia voz:

—Mierda, mierda, mierda…

Adelante, pues, hasta el extremo de la galería, donde echó una mirada atrás y vio que el gran perro, alzado sobre sus patas temblorosas, daba vueltas y sacudía la cabeza, chillando de dolor y estornudando con violencia. El segundo perro salió volando de la noche cuando Chyna llegaba al último escalón. Por el rabillo del ojo detectó un movimiento a su izquierda, giró la cabeza y vio al doberman que volaba por el aire —por Dios— con la fuerza de una bala de cañón. Alzó el brazo izquierdo y giró, pero era tarde y antes de poder soltar un chorro de amoníaco, el perro la golpeó con tanta fuerza que casi la derribó. Se tambaleó pero logró conservar el equilibrio.

Los dientes del doberman estaban hundidos en la manga acolchada que cubría el brazo izquierdo. No la aferraba como lo hubiera hecho un perro de policía sino que mascaba el acolchado como si fuera un trozo de carne, tratando de arrancar un pedazo para dejarla fuera de combate, desgarrar una arteria para que se desangrara, pero afortunadamente los dientes no penetraban hasta la carne.

El perro la había atacado en silencio, tal como le habían inculcado, y aun ahora no gruñía. Pero de su garganta salía un ruido mitad gruñido, mitad jadeo hambriento, una especie de silbido ávido y fantasmagórico que atravesó el casco acolchado.

Apuntó a quemarropa con la diestra y echó un chorro de amoníaco en los feroces ojos negros del doberman. Las mandíbulas se abrieron como un mecanismo activado por un resorte tenso y el perro se fue rodando, echando espumarajos de saliva plateada, chillando de dolor. Recordó el rótulo en el frasco de amoníaco: Causa lesiones oculares serias pero temporarias.

Chillando como niño lastimado, el perro rodó por el césped, frotándose los ojos como el primero se frotaba el hocico, pero con desesperación aun mayor.

El fabricante recomendaba lavarse los ojos con abundante agua durante quince minutos. Salvo que encontrara instintivamente el camino hacia un arroyo o laguna, el perro no tenía agua para lavarse; por lo tanto, estaría fuera de combate durante por lo menos un cuarto de hora, probablemente mucho más.

El doberman se paró de un salto y empezó a perseguirse la cola, lanzando dentelladas. Tropezó, cayó, se paró nuevamente y desapareció en la noche, enceguecido y presa de un insoportable dolor.

Escuchando los chillidos del pobre animal mientras ella corría hacia la casa rodante, Chyna tuvo tiempo de sentir una punzada de remordimiento. El doberman la destrozaría a dentelladas si tuviera la oportunidad, pero era un asesino por adiestramiento, no por naturaleza. Los perros también eran víctimas de Edgler Veiss, que los adaptaba a sus propósitos. Ella no los haría sufrir si la ropa acolchada le brindara suficiente protección. ¿Cuántos perros más?

Veiss había insinuado que era una jauría. ¿No había dicho que eran cuatro? Claro que tal vez mentía. Tal vez eran dos.

Vamos, vamos, vamos.

Llegó a la puerta delantera derecha de la casa rodante y trató de abrirla. Estaba cerrada con llave.

Por favor, que no haya más perros, que me den cinco segundos nada más.

Dejó caer el frasco rociador de la diestra para tomar la cabeza de la llave entre el pulgar y un dedo. Casi no la sentía a través del guante.

Sus manos temblaban. Erró a la cerradura y la llave chocó con la chapa de cromo del tambor. No se le cayó porque la había cosido al guante.

Cuando intentaba por segunda vez introducir la llave, un doberman saltó sobre su espalda y trató de morderle la nuca.

Impulsada violentamente hacia adelante, la máscara del casco golpeó la puerta.

Hundidos en el grueso cuello de la chaqueta del adiestrador —sin duda, también en el collar de plástico acolchado que se había colocado para protegerse la garganta—, los dientes del perro trataban vanamente de llegar a su piel, aferrados como las garras de un amante demoníaco en una pesadilla.

Así como el impacto la había arrojado contra la casa rodante, ahora el peso y los forcejeos del perro furioso la alejaban del vehículo. Estuvo a punto de caer de espaldas, pero sabía que el animal obtendría una ventaja si lograba derribarla.

De pie. Erguida.

Girando media vuelta para conservar el equilibrio, vio que el primer doberman ya no estaba en la galería. Aunque era difícil de creer, la bestia aferrada a su cuello debía de ser la más pequeña de las dos, la que había salpicado en el hocico. Recuperado el aliento, había vuelto al combate, desafiando el arsenal químico, dispuesto a dar la vida por Edgler Veiss.

Bueno, tal vez los perros no eran más de dos.

Aún tenía el frasco rociador en la zurda. Lanzó varios chorros sobre su hombro, pero el acolchado de las mangas le impedía doblar el brazo en el ángulo necesario para echar amoníaco en los ojos del perro.

Se arrojó de espaldas contra el costado de la casa rodante, así como más temprano se había arrojado contra el hogar. Atrapado entre ella y el vehículo, tal como la silla había quedado entre ella y la pared de piedra, el animal absorbió toda la fuerza del impacto.

El perro chilló al soltarla, y era un sonido lastimero que le revolvió las tripas, pero hermoso, claro que sí, bello como la música más dulce.

Entre el tintineo de las hebillas y el frotar de las chaparreras, Chyna se deslizó hacia un costado para alejarse del animal, preocupada por sus tobillos, su punto más vulnerable.

Pero el doberman parecía haber perdido su espíritu belicoso. Se alejó con el rabo entre las patas, mirándola de reojo, temblando y jadeando como si le hubiera lastimado un pulmón, tratando de no pisar con la pata trasera derecha.

Chyna apretó la palanca del frasco. La criatura estaba fuera de su alcance, y el chorro de amoníaco cayó sobre el césped.

Dos perros menos.

Rápido, rápido.

Chyna se volvió nuevamente hacia la casa rodante… y chilló cuando un tercer perro, que pesaba más que ella, le saltó a la garganta, mordió la chaqueta y la envió hacia atrás.

Caía. Mierda. Y el perro caía sobre ella, mordiendo frenético el cuello de la chaqueta.

Cayó con tanta violencia que, a pesar de tanto acolchado, el golpe le expulsó el aliento, y el frasco rociador saltó por el aire. Trató de atajarlo, pero se le escapó.

El perro arrancó un jirón de acolchado del cuello y al sacudir la cabeza para echarlo a un costado desparramó espumarajos de saliva sobre la máscara. Atacó otra vez, hundió el hocico en el mismo lugar que antes, mordiendo en busca de la carne, la sangre, la victoria.

Le martilló la cabeza con los dos puños, trató de golpearle las orejas, esperaba que fueran sensibles, vulnerables.

—¡Fuera! ¡Fuera, hijo de puta, fuera!

Los dientes del doberman chasquearon al errar una dentellada a su mano, pero la alcanzó en el segundo intento. Aunque los incisivos no penetraron el cuero, el perro sacudió la mano con fuerza como si se tratara de quebrarle el espinazo a una rata. Chyna no estaba herida, pero la presión de las mandíbulas sobre la mano era tan dolorosa, que le arrancó un alarido.

El perro le soltó la mano y buscó de nuevo la garganta. El hocico atravesó la chaqueta desgarrada. Los dientes atacaron el chaleco de kevlar.

Aullando de dolor, Chyna extendió la mano palpitante hacia el frasco rociador. Le faltaron unos treinta centímetros para alcanzar el arma.

No advirtió que al girar la cabeza hacia el frasco alzaba la máscara, lo que exponía la garganta a los ataques del perro. Éste introdujo el hocico bajo la curva de plexiglás, sobre el chaleco, y mordió el grueso acolchado exterior del collar de plástico segmentado, su última defensa. Empeñado en arrancar esa pieza de la armadura, el perro dio un tirón tan fuerte, que alzó la cabeza de Chyna y le provocó un dolor agudo en la nuca.

Trató de quitarse el perro de encima. Era abrumadoramente pesado, obstinado, y con sus patas escarbaba con frenesí el cuerpo de Chyna.

A medida que el perro desplazaba el collar protector, Chyna sentía su aliento cálido bajo el mentón. Si hallara el ángulo preciso para introducir el hocico bajo la máscara, tal vez podría morderle el mentón, mejor dicho, seguramente podría hacerlo y faltaba poco para que se diera cuenta de ello.

Alzó el cuerpo con todas sus fuerzas y aunque no se sacó al perro de encima, pudo acercarse unos centímetros al frasco rociador. Repitió el movimiento y el frasco quedó a escasos diez centímetros de las puntas de sus dedos.

El otro doberman se acercaba cojeando, listo para volver al combate. O sea que no le había perforado los pulmones al aplastarlo contra la casa rodante con su propio cuerpo.

Eran dos. No podría con dos perros al mismo tiempo, y para colmo, tendida de espaldas.

Se alzó y se arrastró lateralmente, de espaldas, llevando consigo al doberman.

La lengua ardiente de la bestia lamió su mentón, saboreó el sudor. De lo profundo de su garganta, salía ese silbido obsceno, horrible.

Arriba.

El perro cojo advirtió el punto vulnerable y corrió a su pie derecho. Ella lo alejó de una patada, pero el perro volvió a atacar. Volvió a patear y el perro hundió los dientes en el talón de la zapatilla.

Sus propios jadeos frenéticos empañaban el interior de la máscara. También lo empañaba el aliento del doberman aferrado a ella porque había introducido el hocico bajo el plexiglás. Chyna estaba totalmente ciega. Pataleaba con los dos pies para alejar el perro cojo. Y a la vez que pataleaba, se arrastraba hacia un costado. La lengua caliente del otro le lamía el mentón. Su aliento agrio. Los dientes a escasos centímetros de la piel. Otra vez la lengua.

Chyna palpó el frasco rociador. Sus dedos lo aferraron.

Aunque la dentellada del perro no había atravesado el guante, la mano palpitaba de dolor insoportable y Chyna temía que no podría agarrarlo, no podría accionar la palanca, pero lanzó un chorro de amoníaco a ciegas. Lo hizo con el índice hinchado, y la punzada de dolor la obnubiló por un instante. Con el dedo mayor lanzó otro chorro.

A pesar de sus pataleos, el perro lisiado le mordió la zapatilla y los dientes alcanzaron la piel del pie derecho. Lanzó un chorro de amoníaco hacia el pie, luego otro y bruscamente el doberman la soltó. Chyna y el perro chillaban, ciegos y temblorosos, unidos en el dolor.

Dentelladas. El otro perro. El hocico bajo la máscara, buscando el mentón. Chac-chac-chac. El silbido ávido, hambriento.

Le metió el frasco en la cara, accionó la palanca una, dos veces, y el perro chilló y la soltó por fin.

Algunas gotas de amoníaco penetraron por los orificios de ventilación de la máscara. No podía ver a través del plexiglás empañado y era difícil respirar debido a los gases agrios.

Jadeando, con los ojos llenos de lágrimas, soltó el frasco rociador y gateó hacia donde pensaba que encontraría la casa rodante. Chocó con el vehículo y se paró penosamente. Sentía calor en el pie mordido, tal vez porque la zapatilla estaba llena de sangre, pero pudo apoyarse sobre él.

Tres perros fuera de combate.

Si eran tres, seguramente había cuatro. El cuarto no tardaría en llegar.

A medida que el amoníaco se evaporaba de la máscara y también, aunque no tan rápidamente, de la chaqueta desgarrada, el gas se disipaba pero no del todo. Ansiaba quitarse el casco para respirar con libertad. Con todo, no lo haría hasta encontrarse a salvo dentro de la casa rodante.

Ahogada por los gases de amoníaco, tratando de exhalar hacia abajo, enceguecida por las lágrimas, Chyna palpó el costado de la casa rodante hasta hallar otra vez la puerta. Para su propia sorpresa, el dolor del pie mordido era intermitente y soportable.

La llave seguía cosida al guante derecho. La tomó entre el pulgar y el índice.

A lo lejos aullaba un perro, probablemente el primero que había recibido un chorro en los ojos. Cerca de ella, otro perro lloriqueaba de dolor mientras el tercero jadeaba, estornudaba y se ahogaba con los gases.

¿Y el cuarto?

Sus dedos torpes tantearon hasta encontrar la cerradura. Abrió la puerta. Se acomodó a duras penas en el asiento del acompañante.

Cuando cerraba la puerta, un cuerpo pesado chocó con el panel exterior. El cuarto perro.

Se quitó el casco y los guantes. La chaqueta acolchada.

El cuarto doberman se lanzó a la ventanilla, mostrando los dientes. Sus tiñas arañaron el vidrio cuando caía a tierra, mirándola con furia.

A la luz del pasillo estrecho, el cuerpo de Laura Templeton aún yacía sobre la cama, engrillado y envuelto en una sábana.

Chyna sintió que la angustia le oprimía el pecho, y se le formó un nudo en la garganta, que le impidió tragar. Se dijo que el cadáver sobre la cama no era la verdadera Laura. La esencia de Laura había partido; éste era apenas el cascarón, una masa de músculos y huesos que poco a poco se volvería polvo. Durante la noche, el espíritu de Laura había volado a un hogar luminoso y tibio. No tenía sentido llorarla porque había trascendido.

La puerta del armario estaba cerrada. Chyna estaba segura de que el muerto aún pendía en su interior. Durante las casi quince horas pasadas desde que había salido del dormitorio de la casa rodante, el aire enrarecido se había impregnado con el olor leve pero repugnante de la podredumbre. Ella había previsto algo peor. No obstante, respiraba por la boca para evitar el hedor. Encendió la lámpara y abrió el primer cajón de la mesita. Los objetos que había visto la noche anterior seguían ahí y se entrechocaban con las vibraciones del motor transmitidas por el piso.

Temía que el ruido del motor le impidiera oír el de otro vehículo en caso de que Veiss volviera antes de lo esperado; pero necesitaba la luz y no quería correr el riesgo de agotar la batería.

Del cajón tomó el paquete de vendas, la cinta adhesiva y la tijera.

Fue a la salita detrás de la cabina y se sentó en un sillón. Ya se había despojado de la vestimenta protectora. Ahora se quitó la zapatilla derecha y la media empapada de sangre.

La sangre, negra y espesa, manaba de dos heridas del pie. Pero era una hemorragia lenta, no a chorros, que no la desangraría en poco tiempo.

Puso una doble venda de gasa sobre las heridas y la sujetó con cinta adhesiva. Al apretarla con fuerza esperaba detener o al menos reducir la hemorragia.

Hubiera querido empapar las vendas con iodo u otro desinfectante, pero no había nada de eso a mano. En todo caso, las heridas tardarían un par de horas en infectarse, y para entonces ya habría escapado y obtenido asistencia médica. O estaría muerta por otras causas.

El peligro de contraer rabia era escaso o nulo. Seguramente Edgler Veiss atendía solícitamente la salud de sus perros y les aplicaba las vacunas necesarias.

No trató de ponerse la media, que estaba fría y viscosa a causa de la sangre. Se calzó la zapatilla en el pie herido y ajustó el cordón un poco menos que de costumbre.

En el hueco estrecho entre las alacenas de la cocina y la heladera, encontró una escalera metálica plegable. La llevó al pasillo corto en el extremo del vehículo, y la colocó bajo el tragaluz, que era un panel de plástico mate de un metro de largo por unos sesenta centímetros de ancho.

Se paró en el primer escalón para inspeccionar el tragaluz; esperaba poder abrirlo para que entrara aire fresco, o que al menos estuviera sujeto desde el interior. Lamentablemente era un panel fijo, sin mecanismo de apertura ni tornillos o remaches a la vista, sujeto por un marco al techo del vehículo.

Antes de ponerse la vestimenta acolchada se había abrochado un cinturón de carpintero hallado en un cajón del banco de trabajo de Veiss. Se lo había quitado con el resto del equipo y lo había apoyado sobre la mesa del comedor del vehículo.

Sin saber qué clase de herramientas necesitaría, había traído un juego de pinzas, tenazas, limas planas y convexas, destornilladores de varias medidas, de cabezas tanto planas como en estrella. También había traído un martillo, lo único que le servía en ese momento. Parada en el primero de los dos escalones, su cabeza llegaba a escasos veinticinco centímetros del tragaluz. Apartó la cara, blandió el martillo con la mano izquierda y la cabeza plana de acero golpeó el plástico con un estrépito horrendo.

El tragaluz estaba intacto.

Chyna siguió golpeando, una y otra vez. Cada golpe reverberaba en el plástico, pero también en sus músculos tensos y exhaustos, en sus huesos doloridos.

La casa rodante tenía por lo menos quince años, y el tragaluz parecía una pieza original de fábrica. No era de plexiglás sino de un material menos resistente; en años de sol y lluvia, el plástico se había vuelto quebradizo. Por fin apareció una grieta en un borde del panel rectangular. Chyna golpeó el extremo de la grieta para extenderla hasta un ángulo y todo lo largo de uno de los bordes menores. Luego siguió por uno de los bordes largos.

Varias veces tuvo que detenerse para tomar aliento y pasar el martillo de una mano a la otra. Por fin, el panel quedó suelto, retenido sólo por astillas de material en las grietas y por el cuarto borde, que estaba intacto.

Chyna soltó el martillo, flexionó las manos repetidamente para quitarles rigidez y apoyó los palmas contra el plástico. Con un esfuerzo que le arrancó varios gruñidos, alzó los brazos al tiempo que subía al segundo escalón.

El plástico se astilló y el panel se alzó un par de centímetros entre el chillido de los bordes al frotarse. Se dobló por el cuarto borde, crujiendo, resistiendo… resistiendo… hasta arrancarle a ella un grito mudo de impotencia; sacó nuevas fuerzas de alguna parte y dio un nuevo envión. El cuarto borde se rompió con un estampido fuerte como un disparo de revólver.

Alzó el panel, que resbaló sobre el techo hasta caer a tierra.

A través del hueco sobre su cabeza, Chyna vio las nubes, que se alejaban rápidamente de la Luna. Una luz fría bañó su rostro y en el cielo insondable brillaba el fuego blanco y puro de las estrellas.

Chyna puso la marcha atrás y llevó la casa rodante hasta el frente de la casa, donde la estacionó paralela a la galería y casi rozándola. Lo hizo lentamente para evitar que las ruedas del gran vehículo arrancaran el césped. Aunque la lluvia había cesado casi medio día antes, temía quedar atascada en el barro.

Cuando el vehículo quedó en la posición deseada, colocó la palanca de cambios en punto muerto y puso el freno de mano. Dejó el motor en marcha.

La escalera plegable se había caído en la salita de la casa rodante. La enderezó, subió los dos escalones y asomó la cabeza al aire nocturno, sobre el marco del tragaluz que había arrancado.

Lamentó que la escalera tuviera sólo dos escalones. Tenía que hacer fuerza para salir al techo, y el ángulo no era el mejor.

Apoyó las manos abiertas sobre el techo a ambos lados de la abertura y, haciendo fuerza con los brazos, trató de alzar su cuerpo. La tensión le desgarraba los tendones del cuello y los hombros, el pulso retumbaba como un tambor fatídico en las sienes y las carótidas, temblaban los músculos de la espalda y los brazos.

A punto de dejarse vencer por el dolor y el agotamiento, recordó a Ariel en el sillón de la sala: hamacándose, con una mirada perdida en los ojos, los labios abiertos en un grito mudo. La visión le dio nuevas fuerzas, activó recursos que ignoraba poseer. Sus brazos temblorosos se enderezaron, el cuerpo se alzó por el tragaluz, sus piernas pataleaban como las de un nadador al subir desde las profundidades. Por fin, sus brazos se enderezaron del todo, echó el cuerpo hacia adelante y salió al techo.

Su suéter se enganchó con las astillas de plástico que asomaban del marco, algunas atravesaron la lana y le rasguñaron el abdomen, pero se liberó de un sacudón.

De espaldas sobre el techo, se alzó el suéter para mirar sus heridas. Algunos rasguños sangraban un poco: nada serio.

Desde la noche llegaban los aullidos de por lo menos dos de los perros heridos. Eran tan lastimeros, tan patéticos en su angustia y soledad, que Chyna no podía soportarlos.

Se deslizó hasta el borde del techo y miró el patio al este de la casa.

El doberman ileso que rondaba la cabina de la casa rodante la vio de inmediato. Alzó el hocico y mostró los dientes. El sufrimiento de sus camaradas no parecía afectarlo.

Chyna se alejó del borde y se paró. La superficie metálica era resbalosa debido al rocío, pero por suerte calzaba zapatillas con suela de goma. Si cayera al patio, sin armas ni vestimenta protectora, el doberman la derribaría y le desgarraría la garganta en pocos segundos.

La casa rodante era apenas más baja que el alero de la galería, y la distancia entre el vehículo y la casa era de unos veinte centímetros.

Cruzó la brecha fácilmente para pasar al techo inclinado de la galería. Las tejas eran rugosas, no traicioneras como el techo de la casa rodante.

La pendiente no era empinada y Chyna pudo llegar sin problemas al frente de la casa. La lluvia había liberado un leve olor alquitranado debido a las sucesivas capas de creosota con que habían pintado los troncos a lo largo de los años.

La ventana de paneles verticales del dormitorio de Veiss estaba abierta unos seis centímetros, tal como la había dejado al salir. Introdujo las manos, y entre gruñidos de dolor alzó el panel inferior. La madera se había hinchado con la humedad, pero aunque se atascó un par de veces, pudo terminar de abrir la ventana.

Entró en el dormitorio de Veiss, donde había dejado una lámpara encendida.

En el vestíbulo de la planta alta miró la puerta abierta enfrente del dormitorio. Allí estaba el escritorio, y aún la perturbaba la sensación de que había pasado por alto algún detalle, una información vital acerca de Edgler Veiss.

Pero no tenía tiempo para investigar. Corrió escalera abajo hacia la sala.

Acurrucada en el sillón, Ariel se hamacaba y su mirada seguía perdida.

El reloj de la repisa marcaba las once y cuatro minutos.

—Quédate ahí —dijo Chyna—. Sólo un minuto más, mi amor.

Atravesó la cocina hacia el lavadero en busca de una escoba. Junto a ésta encontró una especie de lampazo, con un palo más largo, de manera que optó por él.

De vuelta en la sala, la recibió un ruido tan conocido como aterrador: chiiic-chiiic.

El doberman ileso arañaba la ventana más cercana.

Sus orejas puntiagudas estaban alzadas, pero las dejó caer apenas Chyna lo miró a los ojos. Emitía esa especie de silbido ávido que a Chyna le erizaba los pelos de la nuca.

Chiiic-chiiic-chiiic.

Chyna dio la espalda al perro y fue hacia Ariel… pero le llamó la atención un ruido en la otra ventana: también allá había un doberman.

Sólo podía ser el primer animal que la había enfrentado al salir de la casa, al que le había echado un chorro de amoníaco en el hocico. Se había recuperado rápidamente y la había mordido en el pie cuando el otro la tenía en el suelo.

Estaba segura de que el segundo perro, el que había saltado sobre ella como una bala de cañón, estaba ciego, lo mismo que el tercero. Pensó que también éste había recibido el chorro en los ojos, pero se había equivocado.

Claro que en ese momento también ella estaba casi ciega porque la máscara estaba empañada… y además, frenética porque el tercer perro le arrancaba el collar acolchado y le lamía el mentón. Sólo sabía que el animal había chillado y le había soltado el pie al recibir el chorro. Por consiguiente, le había salpicado el hocico pero no los ojos, como en su primer encuentro con él.

—Tienes suerte, desgraciado —murmuró.

El doberman dos veces agredido no arañaba el vidrio. Sólo la miraba. Fijamente. Las orejas alzadas. Sin perder detalle. Tal vez no era el mismo perro. Tal vez eran cinco. O seis.

En la otra ventana: chiiic-chiiic. Chiiic-chiiic.

Se inclinó frente a Ariel:

—Nos vamos, mi amor.

La niña se hamacaba.

Chyna le tomó una mano. Esta vez no estaba rígidamente crispada; y la niña se paró enseguida.

Con el palo en una mano y la de Ariel en la otra, cruzó la sala. Pasó lentamente frente a las ventanas, evitando mirar a los doberman por temor a que un movimiento precipitado o una mirada provocadora los impulsara a saltar a través de los vidrios.

Ella y Ariel pasaron la abertura sin puerta hacia la escalera.

A sus espaldas, uno de los perros empezó a ladrar.

A Chyna no le gustó para nada. Era la primera vez que ladraban. Su sigilo disciplinado había sido espeluznante… pero el ladrido era peor.

Al subir la escalera arrastrando consigo a Ariel, se sentía vieja, débil y exhausta. Quería sentarse, tomar aliento, descansar sus piernas doloridas. Cuando dejaba de tirar de su brazo, Ariel se detenía y reanudaba su murmullo mudo. Cada escalón parecía más empinado que el anterior, como si Chyna fuera la Alicia del cuento infantil persiguiendo al conejo blanco, el estómago lleno de hongos exóticos, corriendo por una escalera encantada en un lúgubre País de Maravillas.

Entonces, al llegar al descanso e iniciar el segundo tramo de la escalera, hubo un estrépito de vidrios rotos en la sala. El ruido le devolvió la juventud y la agilidad para trepar como una gacela por una escalera hecha para gigantes.

—¡Arriba! —exclamó, tirando del brazo de Ariel. Aunque se apuró un poco, la niña parecía arrastrar los pies.

¡Arriba! —chilló Chyna con desesperación al ganar la planta alta.

Desde abajo llegaban los ladridos del animal furioso. Aferrando la mano de la niña, Chyna llegó al vestíbulo de la planta alta. El galope de los perros era más atronador que los latidos de su corazón.

La puerta de la izquierda. La habitación de Veiss. Arrastró consigo a Ariel, cruzó el umbral y cerró la puerta con violencia. No había cerradura sino sólo un picaporte.

Son perros, por amor de Dios, más malos que el demonio, pero no saben mover un picaporte.

Un perro se arrojó contra la puerta, que se sacudió en el marco, pero pareció estar bien cerrada.

Chyna llevó a Ariel hasta la ventana y apoyó el lampazo contra la pared.

Los perros ladraban y arañaban la puerta.

Chyna tomó la cara de la niña entre sus manos, acercó la suya y miró con optimismo el fondo de esos ojos celestes, bellos pero ausentes.

—Por favor, mi amor, te necesito otra vez. Como allá abajo, cuando me quitaste las esposas con el taladro. Te necesito mucho más que antes, Ariel, porque tenemos poco tiempo, muy poco tiempo, y estamos tan cerca, de veras, tan cerca de escapar.

Aunque la distancia entre sus ojos era menos de diez centímetros, Ariel parecía no verla.

—Escucha, mi amor, dondequiera que estés escondida, en el planeta del Principito o el país de Nunca Jamás… ¿te fuiste hasta allá, bebé…? o en el país del Mago de Oz. Dondequiera que estés, por favor escucha bien porque debes hacerme caso. Tenemos que salir al techo de la galería. No es empinado, puedes hacerlo, pero con cuidado. Quiero que salgas por la ventana y des un par de pasos a la izquierda. A la derecha no, porque hay poco espacio y podrías caerte. Un par de pasos a la izquierda y ahí me esperas. Yo te seguiré y me haré cargo de ti.

Soltó la cara de la niña y la abrazó con fuerza, con el amor que le hubiera dado a una hermana si la tuviera, con el que hubiera querido sentir por su madre. La amaba por lo que había padecido, por haber sobrevivido al sufrimiento.

—Me haré cargo de ti, mi amor. Me haré cargo de ti. Veiss, ese degenerado hijo de puta, no volverá a ponerte las manos encima. Nunca volverá a hacerte daño. Voy a sacarte de este lugar de mierda, nunca volverás a verlo, pero tenemos que hacerlo juntas, debes ayudarme y escuchar bien y tener cuidado, muchísimo cuidado.

Soltó a la chica y sus ojos se encontraron.

Ariel estaba en el país de Nunca Jamás. No hubo un destello de lucidez como el que había cruzado sus ojos en el sótano al tomar el taladro.

Los perros habían dejado de ladrar.

Del otro extremo de la habitación venía un ruido distinto e inquietante. No era el estrépito de la puerta en el marco sino un ruido más duro. Metálico.

Se agitaba el picaporte. Uno de los perros debía de estar toqueteándolo con la pata.

La puerta no estaba bien ajustada. Había una brecha de un centímetro entre el borde y el marco. En la brecha brillaba un objeto metálico: era el pestillo. Si éste no penetraba profundamente en el marco, tal vez los toqueteos del perro acabarían por abrir la puerta.

—Un momento —dijo a Ariel.

Cruzó la habitación y trató de correr la cómoda delante de la puerta.

Los perros seguramente advirtieron su proximidad porque echaron a ladrar. El viejo picaporte de hierro negro se sacudió con furia.

La cómoda era muy pesada, pero no había en el cuarto una silla de respaldo recto para trabar el picaporte y la mesa de noche era demasiado liviana para detener a los perros, si hacían saltar el pestillo.

Aunque la cómoda era pesada, logró cruzarla a medias delante de la puerta. Le pareció suficiente.

Los doberman parecían enloquecer, ladraban con más furia que nunca como si comprendieran que Chyna los había burlado.

Cuando se volvió hacia Ariel, la niña había desaparecido.

—No.

Aterrada, corrió a la ventana y echó una mirada afuera.

Radiante bajo la luz de la Luna, la cabellera plateada en lugar de rubia, Ariel estaba sobre el techo, exactamente dos pasitos a la izquierda de la ventana, tal como le habían dicho. Con la espalda apretada contra la pared de troncos, contemplaba el cielo aunque probablemente miraba algo infinitamente más remoto que las estrellas.

Chyna puso el lampazo sobre el techo y salió a su vez, seguida por los ladridos de furia impotente de los doberman en la casa.

Afuera habían cesado los aullidos de angustia de los perros enceguecidos.

Chyna tomó la mano de la niña, que no estaba rígidamente plegada en garra como antes sino fría pero floja.

—Bien, mi amor, lo hiciste muy bien. Me hiciste caso. Pero siempre debes esperarme, ¿de acuerdo? No te apartes de mí.

Ariel miraba el cielo. Las cataratas de luz de Luna le daban el aspecto de un cadáver de ojos glaucos. Eran espeluznantes esos ojos muertos, como un mal presagio. Chyna soltó la mano de su acompañante y con suave presión la obligó a inclinar la cabeza para mirar la brecha entre el techo de la galería y el de la casa rodante.

—Juntas. Ven, dame la mano. Cuidado al cruzar. No es muy ancho, no tienes que saltar, es fácil. Pero si das un mal paso podrías caer al suelo, donde están los perros. Y aunque no caigas, podrías lastimarte.

Chyna dio el paso, pero Ariel no la siguió.

Sin soltar la mano floja de la niña, Chyna se volvió y dio un tirón suave.

—Vamos, nena, vámonos de aquí. Lo denunciaremos a la policía para que no vuelva a hacerle mal a nadie, ni a ti ni a mí ni a nadie.

Ariel titubeó, cruzó la brecha… y resbaló sobre el techo metálico de la casa rodante que estaba húmedo de rocío. Chyna soltó el lampazo y aferró con fuerza la mano de la niña para impedir la caída.

—Falta poco, nena.

Tomó el lampazo, condujo a Ariel al borde del tragaluz y la obligó a arrodillarse.

—Muy bien. Espera, sólo falta una cosa.

Chyna se tendió boca abajo sobre el techo, introdujo el palo del lampazo por el tragaluz y empujó la escalerilla metálica hasta sacarla del camino. No era cuestión de caer sobre ella y quebrarse una pierna. Ahora que la fuga estaba casi consumada no podía correr riesgos. Chyna se paró y arrojó el lamapazo al suelo.

Se inclinó, puso una mano sobre el hombro de la niña:

—Ahora deslízate hasta meter las piernas por el tragaluz. Vamos, mi amor. Cuidado con las astillas, muy bien, eso es, deja caer las piernas. Ahora déjate caer al piso y ve hacia adelante. ¿De acuerdo? ¿Entiendes lo que te digo? Adelante, hacia la cabina, mi amor, así no caigo encima de ti.

Bastó un leve empujón. Ariel cayó de pie en el interior de la casa rodante, tropezó con el martillo que Chyna había dejado en el piso y extendió un brazo para asirse de la pared.

—Córrete hacia adelante —la urgió Chyna.

A sus espaldas, una lluvia de vidrios cayó sobre el techo de la galería. Una de las ventanas del escritorio. La puerta estaba abierta, y los perros, burlados por la puerta del dormitorio, habían cruzado el pasillo de la planta alta para salir por ahí.

Giró a tiempo para ver al doberman que cruzaba el techo y saltaba hacia ella con una fuerza tal, que la derribaría de la casa rodante al suelo.

Trató de esquivarlo, pero el perro era más ágil y corrigió su trayectoria en el momento de caer sobre el vehículo. Sin embargo, sus patas resbalaron sobre la superficie húmeda, hubo un chillido de uñas sobre metal, y Chyna, atónita e ilesa, lo vio caer al suelo.

El perro chilló y trató de alzarse sobre sus patas. Tenía un problema en el cuarto trasero. No podía alzarse. Tal vez se había quebrado la pelvis. Pero la furia era más fuerte que el dolor, y miraba a Chyna sin pensar en sí mismo. Ladraba, sentado sobre el cuarto trasero con las patas torcidas en un ángulo antinatural.

El otro doberman no ladraba. Había salido por la ventana rota del escritorio y la miraba desde el techo, cauto y atento. Era el perro que había recibido dos chorros de amoníaco en el hocico, pues seguía agitando la cabeza y bufando como si lo irritara un remanente del gas. Había aprendido a respetarla; no saltaría temerariamente sobre ella, como su camarada.

Desde luego, tarde o temprano advertiría que ella ya no tenía el frasco rociador ni nada que sirviera de arma. Recobraría el coraje.

¿Qué podía hacer?

Lamentablemente había arrojado el trapeador al suelo. Con ese palo hubiera podido golpear al perro, incluso hacerle daño. Pero estaba fuera de su alcance.

Piensa.

En lugar de cruzar el techo, el doberman se paseaba frente a la pared de la casa, con los hombros alzados y la cabeza gacha, pero echando la mirada atrás. Llegaba a la ventana abierta y volvía lentamente, cuidándose de pisar los fragmentos de vidrio que brillaban como astillas de plata a la luz de la Luna, y mirándola con ojos feroces.

Chyna se preguntó si habría algo en la casa rodante que le sirviera como arma. La niña se lo alcanzaría.

—Ariel… —dijo suavemente.

El perro se detuvo al oírla.

—Ariel…

No hubo respuesta.

Era inútil. Tratar de inducirla a hacer algo era perder el tiempo.

Cuando este doberman la atacara, no volvería a tener suerte. El perro no cruzaría el techo a los saltos ni resbalaría de la casa rodante sin hincarle un diente. Cuando saltara sobre ella, tendría que enfrentarlo con las manos vacías.

El perro detuvo su deambular. Alzó su fina cabeza negra y la miró fijo, las orejas paradas, jadeando.

Mil pensamientos cruzaban la cabeza de Chyna. Nunca había tenido la mente tan ágil y lúcida.

Aunque no quería apartar los ojos del doberman, echó una rápida mirada al tragaluz. Ariel no estaba en el pasillo. Se había alejado hacia la cabina. Bien, le había hecho caso.

El perro había dejado de jadear. Rígido y atento, bajó las orejas hasta aplastarlas contra el cráneo.

—La puta que te parió —murmuró Chyna, y saltó por el tragaluz al interior de la casa rodante. Una punzada de dolor le atravesó el pie mordido.

La escalerita que había apartado con el lampazo estaba apoyada contra la puerta del dormitorio. La tomó y se colocó bajo el tragaluz.

Golpes sordos de patas sobre el techo metálico. Chyna tomó el martillo del piso y deslizó el mango bajo el cinturón de sus jeans. A pesar del suéter, sentía el frío de la cabeza acerada del martillo contra su panza. El perro apareció en el tragaluz, una silueta carnicera a la luz de la Luna.

Chyna tomó la escalera por el mango tubular metálico que servía de respaldo cuando se la usaba como taburete. Retrocedió hacia la puerta del baño. El pasillo era demasiado estrecho para blandir la escalera como un garrote. La alzó frente a su cuerpo a la manera de un domador de leones con una silla.

—A ver, hijo de puta —dijo al perro acechante, consternada por el temblor de su voz—. A ver, ataca.

El animal vaciló, cauteloso, en el borde de la abertura. Chyna no se atrevía a darse vuelta. Sabía que en ese momento el perro se arrojaría sobre ella.

Alzó la voz, furiosa y burlona:

—A ver, ¿qué mierda esperas? ¿Tienes miedo, pedazo de cagón?

El perro gruñó.

—Vamos, vamos, carajo, ataca y sabrás lo que es bueno. ¡Ataca, hijo de puta!

El perro gruñó y saltó. Al caer rebotó sobre el piso y se lanzó derecho hacia Chyna, sin vacilar.

Tratar de defenderse hubiera sido suicida. Había una sola, leve, posibilidad. La agresión. Adelante. Se abalanzó frontalmente hacia el perro, con las patas de la escalera hacia adelante como si fueran cuatro estoques.

La fuerza del golpe la estremeció, casi la derribó, pero el animal cayó hacia atrás aullando de dolor. Tal vez había recibido un golpe en el ojo o en la punta del hocico. Rodó hacia el fondo del pasillo.

El doberman se alzó de un salto, pero sus patas parecían flaquear. Chyna no le dio respiro: con las patas metálicas, lo obligaba a retroceder, le impedía recuperar del todo el equilibrio para que no pudiera atacarle el flanco por el costado de la escalera o los tobillos por abajo o la cara por arriba. A pesar de las heridas, el perro era rápido, fuerte —Dios querido— tremendamente fuerte, ágil como un gato. El dolor de los brazos era insoportable, los latidos violentos del corazón le oscurecían la vista, pero no podía aflojar ni por un segundo. Cuando las patas de la escalera empezaron a plegarse y le pellizcaron los dedos, las abrió al instante y siguió lanzando estocadas, una vez y otra y otra hasta que el animal quedó atrapado entre el panel de aglomerado que era la puerta del dormitorio y las patas metálicas. El doberman se retorcía, gruñía, mordía la escalerilla, arañaba el piso y la puerta con frenesí para escapar de la trampa. Con sus sesenta kilos de puro músculo acabaría por vencerla. Chyna apoyó todo su cuerpo contra la escalera y con una mano buscó el martillo. Era más difícil manejar la escalerilla con una mano que con dos, y el perro empezó a escurrirse entre las patas para saltar por encima de su jaula, estirando la cabeza, lanzando dentelladas feroces, salpicándola con espumarajos de saliva, los ojos negros e inyectados de sangre y protuberantes de rabia. Apoyada contra la escalerilla, Chyna golpeó con la maza. Escuchó un toc de acero contra el hueso y un chillido. Chyna golpeó otra vez en el cráneo, el chillido cesó abruptamente y el perro cayó.

Retrocedió.

La escalerilla cayó con estrépito.

El perro aún respiraba entre gemidos lastimeros. Trató de alzarse.

Lo golpeó por tercera vez. Fue el fin.

Con aliento tembloroso, bañada en sudor frío, Chyna dejó caer el martillo y se tambaleó hacia el baño. En el inodoro, vomitó hasta el último resto de la torta de chocolate de Veiss.

Su ánimo no era triunfal.

Nunca en su vida había matado nada más grande que una cucaracha de las palmeras… hasta ese momento. La autodefensa era una justificación, no un consuelo.

Aunque era consciente de que les quedaba muy poco tiempo, se tomó unos segundos para lavarse la cara y enjuagarse la boca.

Se asustó al ver su cara en el espejo. Lastimada, cubierta de costras de sangre. Los ojos hundidos entre ojeras enormes. El pelo sucio y enredado. Parecía una loca.

En un sentido, estaba loca. Loca de amor por la libertad, ávida por alcanzarla. Por fin, por fin… Libre de Veiss y de su madre. Del pasado. De la compulsión de comprender. Loca de esperanzas de salvar a Ariel y, por fin, hacer algo más que sobrevivir.

Acurrucada en el sofá de la salita, la niña se hamacaba. Por primera vez desde que la vio a través de la mirilla de la puerta acolchada, la mañana anterior, Chyna la escuchó emitir sonidos: una sucesión de gemidos acompasados, angustiados.

—Todo está bien, mi amor. Vamos, no llores. Todo estará bien, ya lo verás.

La niña gemía, inconsolable.

Chyna la condujo al asiento delantero, le ajustó el cinturón de seguridad.

—Bueno, nos vamos, pequeña, Se acabó.

Se sentó detrás del volante. El motor estaba en marcha y no se había recalentado. El panel indicaba que tenían combustible de sobra y una adecuada presión de aceite. No había luces testigo encendidas.

Entre los indicadores del panel había un reloj. Tal vez no marchaba bien. La casa rodante era vieja. Marcaba las doce menos diez.

Chyna encendió los faros, soltó el freno de mano y puso la primera.

Recordó que no debía acelerar debido al riesgo de que los neumáticos arrancaran la hierba y quedaran atascados en el barro. Dejó que el vehículo rodara lentamente hasta salir del césped y luego enfiló hacia el este por el camino de salida.

Aunque no estaba habituada a vehículos grandes como este, pudo conducirlo sin inconvenientes. Después de los sucesos de las últimas veinticuatro horas, no había vehículo en el mundo capaz de arredrarla. Si tuviera a mano un tanque militar, se las ingeniaría para ponerlo en marcha y conducirlo hasta salir de ahí.

Por el espejo retrovisor externo contempló la casa de troncos que se alejaba bajo la luz de la Luna. Con las ventanas iluminadas, parecía un hogar tan acogedor como cualquier otro.

Ariel había dejado de gemir. Echada hacia adelante en la medida que lo permitían las correas, había hundido las manos en la cabellera y se tomaba la cabeza como si estuviera a punto de explotar.

—Ahora sí estamos en marcha —le aseguró Chyna—. Falta poco, muy poco.

El rostro de la niña había perdido la placidez que mantenía desde que Chyna la vio por primera vez a la luz de la lámpara en el cuarto atestado de muñecas. No era hermosa. Sus facciones estaban crispadas en una expresión de angustia inenarrable y parecía llorar aunque sin sollozos ni lágrimas.

Era imposible llegar al fondo de los tormentos que sufría. Tal vez estaba aterrada por la posibilidad de cruzarse con Edgler Veiss cuando faltaban escasos metros para escapar. O tal vez no reaccionaba ante los hechos del aquí y ahora sino ante un momento terrible del pasado o los sucesos imaginarios del Nunca Jamás donde se había perdido para escapar de Veiss.

Pasaron la loma pelada e iniciaron el descenso largo y gradual hacia una arboleda junto a la salida. Chyna creía recordar que la mañana anterior Veiss se había detenido dos veces al entrar en la propiedad. Seguramente faltaba poco.

Veiss no había bajado de la casa rodante; por lo tanto, el portón se abriría mediante un mecanismo eléctrico. Mientras conducía con una mano, alzó el bastidor de la consola entre los asientos. Hurgó en su interior y halló un aparato de control remoto en el momento en que el portón apareció a la luz de los faros.

Era una barrera infranqueable. Pilares de acero. Marcos y tirantes de acero tubular. Alambre de púas. Rogó a Dios, que no fuera necesario embestirlo porque tal vez ni siquiera un vehículo pesado como la casa rodante sería capaz de derribarlo.

Apuntó el control remoto hacia el parabrisas, apretó el botón y lanzó un grito de júbilo cuando el portón empezó a girar hacia el interior.

Soltó el acelerador y apretó el freno para darle tiempo a la barrera para abrirse del todo antes de alcanzarla. El portón giraba majestuosamente.

El miedo se agitó en su interior como las alas frenéticas de un ave negra, y tuvo la brusca certeza de que Veiss aparecería para cerrarles el paso apenas se abriera el portón.

Pero salió entre los postes a una angosta ruta alquitranada por la cual podría alejarse hacia la derecha o la izquierda. No había autos a la vista.

Hacia la izquierda, el norte, la ruta se perdía entre bosques nocturnos apuntando a las nubes y estrellas bañadas por la luz de la Luna, como una rampa para salir del planeta al espacio exterior.

Hacia el sur la ruta descendía hasta perderse de vista entre los campos y los bosques. A la distancia, a menos de diez kilómetros, un tenue resplandor dorado se extendía sobre la cortina de la noche como un abanico japonés abierto sobre terciopelo negro; tal vez era un pueblo. Sin molestarse en cerrar el portón, Chyna giró hacia el sur y aceleró. Treinta kilómetros por hora. Cuarenta y cinco. Llegó hasta sesenta, pero tenía la sensación de volar más velozmente que un avión a chorro. Hacia la libertad. A pesar de los innumerables dolores, de un agotamiento que calaba hasta los huesos, su espíritu se alzó hacia el cielo.

—Chyna Shepherd, intacta y viva —dijo. Esta vez no era un ruego sino un informe a Dios.

Cruzaban un paraje rural, sin casas ni comercios a los lados de la ruta, ni otra luz que el resplandor a la distancia, pero Chyna se sentía bañada en luz.

Ariel aún se tomaba la cabeza y su rostro tan dulce estaba crispado de angustia.

—Ariel, intacta y viva —dijo Chyna—. Intacta y viva. Viva, vivita. Todo está bien, mi amor. Todo estará muy bien. —Miró el cuentakilómetros—. Ya estamos a cinco kilómetros y nos alejamos más y más, segundo a segundo.

Al llegar a la cresta de una loma, Chyna entrecerró los ojos cuando aparecieron los faros de un auto que venía en sentido contrario.

Sintió miedo: tal vez era Veiss.

Faltaban tres minutos para la medianoche, según el reloj del tablero.

Pero aunque fuera Veiss, y seguramente reconocería su propia casa rodante, el miedo pasó enseguida. La casa rodante era mucho más grande que el auto, de modo que no podría correrla del camino. Al contrario, en caso de necesidad podía hacerlo mierda y no vacilaría en embestirlo si no lograba alejarse de él.

No era Veiss. A medida que el auto se acercaba, vio algo sobre el techo que al principio le pareció un portaesquíes, pero luego se dio cuenta de que era una batería de luces giratorias apagadas y la bocina de una sirena. La noche anterior, al seguir a Veiss hacia el norte por la ruta 101 en dirección a los bosques de secoyas, había deseado con toda el alma que se cruzaran con un patrullero… y por fin sucedía.

Hizo sonar largamente la bocina, guiñó los faros y frenó.

—¡La policía! —dijo a Ariel—. Mi amor, te dije que todo estaría bien. ¡Es la policía!

La niña se echó hacia adelante, sujeta por las correas. En respuesta a la bocina y el guiño de los faros, el agente encendió sus luces giratorias pero no hizo sonar la sirena.

Ella detuvo la casa rodante sobre la banquina.

—Veiss no sabe que escapamos. Podrán atraparlo sin darle tiempo a huir.

El patrullero siguió de largo. Ella alcanzó a leer en la puerta las palabras DEPARTAMENTO DE POLICÍA, las más bellas del mundo.

Mirando por el espejo retrovisor, vio que el auto giraba en redondo sobre la ruta. Volvió a pasar y se detuvo unos diez metros más adelante, sobre la banquina de ripio.

Alegre, eufórica, Chyna abrió la puerta y bajó de un salto. Fue hacia el patrullero.

Lo ocupaba un solo agente. Llevaba el sombrero de ala ancha de los comisarios rurales. No parecía tener prisa por bajar.

Las luces giratorias derramaban baldazos de luces rojas y azules sobre el pavimento como en un sueño agitado, mientras los árboles altos junto al camino parecían ir y volver, ir y volver a los saltos. Una brisa proveniente de ninguna parte alzó torbellinos de hojas y grumos de tierra como si las luces hubieran perturbado la quietud.

A mitad de camino hacia el auto, donde el policía aguardaba inmóvil detrás del volante, Chyna recordó los archivos en el escritorio de Veiss, que bruscamente adquirieron una significación muy distinta, lo mismo que las esposas.

Se detuvo.

—Dios querido.

Lo supo.

Chyna dio la espalda al auto blanco y negro para correr hacia la casa rodante. Bajo las luces azules y rojas, agobiada por la Luna gorda, tenía la sensación de correr en cámara lenta, como en un sueño, a través del aire espeso como un flan.

Al llegar a la puerta abierta, echó una mirada atrás. El policía salía del auto.

Entre jadeos, Chyna se sentó y cerró la puerta.

El policía había salido del patrullero. Edgler Veiss. Chyna soltó el freno de mano.

Veiss abrió fuego.