Aterrada por la presencia de los perros, Chyna se despertó de un sueño rojo poblado de revólveres refrigerados y cabezas reventadas. No había perros. Estaba sola en la habitación y reinaba el silencio. Los doberman no se paseaban por la galería, y cuando pudo alzar la cabeza, no los vio en la ventana.
Estaban afuera y se habían serenado al comprender que ya llegaría el momento. Vigilaban la puerta y las ventanas. Atentos a la aparición de una cara, al chasquido de una cerradura o el chirrido de una bisagra.
El dolor era tan intenso, que a Chyna la sorprendía haber recuperado el sentido. Y más la sorprendía el poder pensar con claridad.
Entre tanto martirio se destacaba un dolor distinto y apremiante. Pero éste, a diferencia del tormento de los huesos y músculos, se podía aliviar fácilmente y sin siquiera afrontar el martirio de levantarse del piso.
—No, carajo —murmuró, y se sentó lentamente.
El esfuerzo de pararse reavivó dolores profundos que se habían calmado cuando estaba tendida en el piso: crujidos en los huesos, punzadas candentes en los músculos. Algunos eran tan fuertes, que la paralizaron por un momento y le quitaron el aliento, pero cuando terminó de erguirse, comprendió que ninguno de sus dolores por sí solo podría inmovilizarla. Y aunque la arredraba el cúmulo de tormentos, supo que lo sobrellevaría.
Ya no tenía que cargar con la silla. Ésta se había reducido a fragmentos desparramados por el piso, y las cadenas estaban sueltas.
Para su desconcierto, el reloj de la repisa marcaba las ocho menos tres minutos. La última vez que lo había mirado, marcaba las siete y diez. No sabía cuánto había demorado en liberarse de la silla, pero sospechaba que había permanecido inconsciente durante media hora, por lo menos. El sudor de su cuerpo se había secado, su pelo estaba apenas húmedo en la nuca: por lo tanto, media hora. Al caer en la cuenta del tiempo transcurrido, tuvo un nuevo acceso de debilidad e incertidumbre.
Si Veiss había dicho la verdad, faltaban cuatro horas para su regreso. Pero tal vez no tenía tiempo suficiente para todo lo que restaba por hacer.
Chyna se sentó en el borde del sofá. Libre por fin de la silla de pino, podía alcanzar la barra en los grilletes cortos que unían sus tobillos. Esta barra de acero unía los grilletes con la cadena larga que había rodeado la silla y el pie de la mesa. Después de desenroscar la camisa para dejar al descubierto el mecanismo, se deshizo de la cadena larga.
Los grilletes en los tobillos la obligaron a arrastrar los pies al caminar hacia la escalera.
Encendió la luz y empezó a subir penosamente, alzando el pie izquierdo y luego el derecho en cada peldaño. Los grilletes le impedían alzar un pie por escalón y demoraban su ascenso.
Aferraba el pasamano con las dos manos. Libre de la silla, ya no temía por su equilibrio, pero quedaba la posibilidad de enredarse con las cadenas.
Al pasar el descanso a mitad de camino hacia la planta alta, los dolores, el miedo de caer y la presión en la vejiga le provocaron un fuerte calambre en el estómago. Se apoyó contra la pared y aferró el pasamano, bañada en un sudor agrio, gimiendo en su tormento. Estaba segura de que perdería el sentido y se desnucaría al rodar por la escalera.
Pero pasó el espasmo y pudo continuar el ascenso. En poco tiempo llegó a la planta alta.
Al encender la luz del pasillo superior, se halló ante tres puertas. Las de la izquierda y la derecha estaban cerradas, pero la del fondo estaba abierta: era el baño.
Allí, a pesar de las esposas y los fuertes temblores, se desabrochó el cinturón, se bajó los jeans y la bombacha. Al sentarse sufrió otro calambre, muchísimo más intenso que el de la escalera. Encadenada a la mesa de la cocina, se había contenido para negarle a Veiss la satisfacción de verla reducida a semejante grado de impotencia. Ahora, a pesar de la desesperación, de la necesidad de orinar para aliviar el calambre, no podía hacerlo y se preguntó si el hecho de contenerse durante tanto tiempo no le habría provocado un espasmo en la vejiga. Era posible, y la intensidad del calambre parecía confirmar su diagnóstico. Era como si le pasaran las tripas por un exprimidor… pero en ese momento pasó el calambre y vino el alivio.
En medio del torrente repentino, la sorprendió su propia voz:
—Chyna Shepherd, intacta y viva y orinando.
Estremecida simultáneamente por la risa y el llanto, la embargó una absurda sensación de triunfo. Liberarse de la mesa, destrozar la silla, no orinarse encima: todo eso era un acto de resistencia y coraje equivalente a pisar la Luna con los primeros astronautas, conquistar el Polo Norte en medio de las colosales tormentas de nieve, asaltar las playas de Normandía defendidas por el poderoso ejército alemán. Era tan absurdo, que no podía contener las carcajadas; las lágrimas le bañaban la cara; sin embargo, sentía que ésa era la magnitud de su triunfo. Era una victoria pequeña, incluso patética, pero para ella era colosal.
—Me cago en tu alma —le dijo a Edgler Veiss.
Ya se lo diría en la cara antes de apretar el gatillo y mandarlo al otro mundo. Era tan intenso el dolor de los golpes, sobre todo en la espalda y en torno de los riñones, que al levantarse miró en el inodoro a ver si había sangrado. Comprobó con alivio que la orina tenía un color cristalino.
Se sobresaltó al mirarse la cara en el espejo. Su pelo corto estaba enredado y empapado de sudor. El lado derecho de su cara, a la altura de la mandíbula, parecía manchado de tinta violeta, pero al palparlo comprobó que era el borde de un hematoma que le abarcaba todo ese lado del cuello. Donde no había hematomas o mugre, su piel estaba gris y áspera, como si hubiera sufrido una enfermedad larga y penosa. El ojo derecho era una bola de fuego: en lugar del blanco, la pupila nadaba en un charco elíptico de sangre. Tanto el ojo sanguinolento como el izquierdo, intacto, tenían una mirada alucinada y tan aterradora, que tuvo que apartar la vista.
La cara en el espejo era la de una mujer que había perdido una batalla. No era el rostro de una triunfadora. Chyna trató de borrar inmediatamente esa idea tan desalentadora. Había visto la cara de una luchadora: no una sobreviviente, sino una combatiente. Todo luchador sufría algún castigo, tanto físico como emocional. Sin la agonía y la angustia, no había esperanza de victoria.
Arrastrando los pies, fue del baño a la puerta de la derecha del pasillo superior, que daba al dormitorio de Veiss. El mobiliario era sencillo y escaso. Una cama prolijamente tendida, cubierta con un edredón beige. Ni un cuadro. Ni un bibelot o adorno de ninguna clase. Libros, revistas, diarios abiertos en la página de los crucigramas: nada. El dueño de casa usaba ese cuarto nada más que para dormir, no para holgazanear o vivir.
Sólo vivía en el dolor ajeno, en una tormenta de muerte, en el ojo de la tormenta donde reinaban el orden y la serenidad mientras el viento aullaba a su alrededor.
Chyna abrió los cajones de la mesa de noche en busca de un revólver. Nada; tampoco encontró un teléfono.
El clóset, de tres metros de profundidad y ancho como todo el dormitorio, era en realidad otro cuarto. A primera vista no encontró nada que pudiera serle útil. Tal vez la búsqueda daría algún fruto, acaso un arma bien oculta. Pero sólo había armarios con muchos cajones y estantes, además de cajas apiladas; el registro le tomaría varias horas. La aguardaban tareas más urgentes.
Volcó los cajones de la cómoda sobre el piso, pero contenían medias, ropa interior, remeras, suéteres, un par de cinturones. Ni un revólver.
Al otro lado del pasillo había un estudio de trabajo de austeridad espartana. Paredes desnudas. Persianas impermeables a la luz, en lugar de cortinas. Sobre dos escritorios había sendas computadoras, cada una provista de impresora láser. Pudo identificar algunos de los accesorios de computación; otros le eran totalmente desconocidos.
Entre los dos escritorios había un sillón de oficina con ruedas. No había alfombra. Evidentemente, Veiss prefería dejar el piso descubierto para poder rodar de una mesa a la otra.
El cuarto tan austero y utilitario despertó su curiosidad, la sensación de que hallaría algo importante. Aunque el tiempo volaba, valía la pena detenerse un momento.
Se sentó en el sillón y echó una mirada desconcertada alrededor. Sabía que últimamente todo el mundo estaba interconectado, incluso en zonas alejadas de las ciudades, pero era extraño encontrar un equipo de alta tecnología en una casa tan remota y rústica.
Chyna sospechaba que el equipo de Veiss podía conectarse con Internet, pero no había teléfono ni modem a la vista. Sí había dos tomas para teléfono en el tablero de conexiones. Una vez más, sus minuciosas medidas de seguridad habían salvado a Veiss, dejándola a ella en un callejón sin salida.
¿Qué hacía él en ese cuarto?
En uno de los escritorios había media docena de cuadernos con anillas y tapas de colores; abrió el primero. Estaba dividido en cinco partes, cada una rotulada con el nombre de una repartición del gobierno federal. La primera correspondía a la Administración de Seguridad Social. Los apuntes de Veiss parecían un registro del método de tanteo mediante el cual había ingresado en el Banco de datos de la repartición y lo había manipulado. La segunda división llevaba el rótulo DEPARTAMENTO DE ESTADO (OFICINA DE PASAPORTES), y a juzgar por los apuntes, Veiss había iniciado un experimento para tratar de ingresar por una vía tortuosa a los archivos informatizados de la agencia sin ser descubierto.
Evidentemente, tomaba recaudos para el día en que cometiera un error en sus «aventuras homicidas» y necesitara cambiar de identidad.
Sin embargo, Chyna no creía que el único objeto de esos experimentos fuera alterar los archivos públicos y obtener documentos de identidad falsos. La perturbaba la sensación de que en el cuarto había datos sobre Veiss que serían vitales para su propia supervivencia, si sólo pudiera hallarlos.
Dejó el cuaderno y giró el sillón hacia la otra computadora. Bajo la mesa había un archivero con dos cajones. Abrió el primero y lo encontró lleno de carpetas colgantes con rótulos azules; cada rótulo llevaba el apellido y nombre de una persona.
Cada carpeta contenía un expediente de dos hojas sobre un agente policial, y al cabo de una breve investigación Chyna comprendió que esos agentes se desempeñaban en la comisaría de la zona donde se encontraba la casa. Cada expediente contenía los datos personales del agente, su familia y sus asuntos personales, además de una fotocopia de la fotografía de su documento de identidad.
¿Creía el degenerado que toda esa información sobre la policía local le sería de utilidad el día del enfrentamiento final? Parecía un esfuerzo excesivo incluso para un maniático como Edgler Veiss; con todo, el exceso era su filosofía de vida.
En el cajón inferior del archivero halló sobres de papel manila, cada uno rotulado con un apellido.
En el primero, rotulado ALMES, encontró una copia ampliada de un registro de conductor, de California, a nombre de Mia Lorinda Almes, una joven rubia y atractiva. A juzgar por la extraordinaria nitidez del documento, no era una fotocopia ampliada del original sino una transmisión digital recibida por línea telefónica en una computadora, e impresa con una láser de alta definición.
Los artículos restantes en el sobre eran seis fotografías Polaroid de Mia Lorinda Almes. Las dos primeras, tomadas desde distintos ángulos, eran retratos en primer plano. Era hermosa. Estaba aterrada.
Este cajón era el archivo de las hazañas de Edgler Veiss.
Otras cuatro fotos de Mia Almes.
No mires.
Las dos siguientes eran fotos de cuerpo entero. La joven estaba desnuda. Engrillada.
Chyna cerró los ojos. Los abrió. Se sentía obligada a mirar, acaso porque había resuelto que jamás volvería a esconderse.
En la quinta y sexta fotos la joven estaba muerta, y en la última faltaba su hermosa cara, como si la hubieran arrancado a golpes o cuchilladas.
La carpeta y las fotografías cayeron de las manos de Chyna, susurraron al deslizarse sobre el piso de madera. Se tapó la cara con las manos.
No trataba de borrar de su mente la imagen espeluznante de la foto. En realidad, trataba de inhibir un recuerdo de diecinueve años atrás, cuando ella vivía en una granja en las afueras de New Orleans y una mujer llamada Memphis mató con fría precisión a dos visitantes que llegaron con una heladera de telgopor.
Lamentablemente, la memoria siempre impone sus leyes.
Los visitantes, clientes habituales de Zack y Memphis, habían venido a comprar un cargamento de droga. La heladera contenía fajos de billetes de cien dólares. Tal vez Zack y Memphis no tenían el cargamento prometido; acaso necesitaban más plata de la que obtendrían con una sola venta; por algún motivo habían resuelto eliminar a los dos hombres.
Después de los disparos, Chyna fue a ocultarse en el granero, segura de que Memphis los mataría a todos. Cuando Anne y Memphis por fin la hallaron, trató de rechazarlas con todas sus fuerzas. Pero tenía siete años, no podía con ellas. Entre el ulular de las lechuzas asustadas, las dos mujeres arrastraron a Chyna del heno infestado de ratones y la llevaron a la casa.
Zack se había llevado los cadáveres a otra parte, y Memphis había lavado la sangre de la cocina cuando Anne obligó a Chyna a beber un trago de whisky. Chyna apretó los labios con fuerza, pero Anne le dijo:
—Eres un desastre, una llorona. Un trago no te hará mal. Es justo lo que necesitas, nena, hazle caso a mamá. Un buen trago de whisky es bueno contra la fiebre, que es lo que tú tienes. Vamos, pendeja, que no es veneno. Diablos, qué llorona de mierda. Si no lo tomas, te ato y te tapo la nariz y Memphis te lo echará en la boca cuando trates de respirar. ¿Eso es lo que quieres?
Entonces Chyna bebió el whisky y otro trago más mezclado con leche porque su madre pensó que le haría bien. Lejos de serenarla, el trago la mareó y le revolvió el estómago.
Pero ella fingió porque, como buena pescadora, había atrapado su miedo y lo había ocultado en su interior donde no pudieran verlo. A los siete años ya conocía los peligros del miedo porque los demás lo confundían con debilidad y en ese mundo no había lugar para los débiles. Esa noche, al volver, Zack también olía a whisky. Eufórico y con ganas de celebrar, fue derecho a Chyna, la abrazó, la besó en la mejilla y trató de obligarla a bailar con él.
—Ese hijo de puta de Bobby, la vez anterior que estuvo me di cuenta de que no apartaba los ojos de Chyna, al degenerado le gustaban las nenas, y esta noche la lengua le colgaba hasta las rodillas de sólo verla. ¡Le hubieras metido diez tiros antes de que se diera cuenta! Bobby era el hombre que, sentado a la mesa y mirando a Chyna con sus hermosos ojos grises, le había dirigido la palabra de una manera que pocos adultos empleaban con los chicos para preguntarle si le gustaban más los gatitos o los perritos, si cuando fuera grande le gustaría ser estrella de cine o maestra o médica o qué, y en ese momento Memphis le había volado la tapa de los sesos.
—Con esa ropa que lleva la nena, Bobby no tenía ojos para nadie más —dijo Zack, excitado.
En la noche tórrida y húmeda del pantano, la madre de Chyna le había quitado los shorts y la remera para que se pusiera el diminuto bikini amarillo.
—Pero sólo el calzón, nena, para que no sufras un golpe de calor.
A sus siete años, le disgustaba andar con el pecho desnudo aunque no sabía bien por qué. Hasta un año antes, siempre andaba con el pecho al aire, y en verdad aquélla era una noche bochornosa. Cuando Zack dijo que su vestimenta había distraído por completo a Bobby hasta hacerle olvidar que había otras personas en el lugar, Chyna no entendió a qué se refería. Años después, al comprender por fin, se lo enrostró a su madre.
—No me vengas con melindres, nena —dijo Anne con una carcajada—. Cada cual usa lo que tiene y si hay algo que tenemos las chicas es nuestro cuerpo. Eras la distracción ideal. Además, el pobre infeliz ni te tocó. Sólo pudo mirarte un poco mientras Memphis buscaba el revólver. No olvides que nos habían prometido una tajada de ese pastel y con eso vivimos bastante bien por un tiempo.
Chyna había querido responder: ¡Pero me usaste, me pusiste frente a él para que viera cómo le volaban la cabeza, y yo tenía siete años!
Años después, en el estudio de Edgler Veiss, el recuerdo del estampido y de la cara de Bobby al explotar era tan nítido como antes. No sabía qué clase de arma había utilizado Memphis, pero la munición debió de ser una dum-dum de plomo de grueso calibre de las que se abren al hacer impacto, porque el daño causado había sido tremendo.
Bajó las manos y contempló el archivero abierto. Veiss empleaba carpetas de distintos tamaños y sus rótulos estaban colocados en forma de índice de modo que todos los nombres estaban a la vista. Hacia el fondo del cajón estaba la carpeta rotulada TEMPLETON.
Cerró el cajón de un puntapié.
Había encontrado demasiadas cosas en el escritorio… pero ninguna que le fuera útil.
Antes de abandonar la planta alta apagó todas las luces. Si Veiss volviera antes de lo esperado, antes de que Chyna escapara con Ariel, las luces le indicarían que algo andaba mal. En cambio, la oscuridad lo tranquilizaría y tal vez le daría a Chyna una última oportunidad para matarlo en el momento que cruzara el umbral. Esperaba no tener que hacerlo. Fantaseaba con matarlo, pero no quería una nueva confrontación con Veiss aunque tuviera tiempo para hallar una escopeta, cargarla y hacer un disparo de prueba antes de su regreso. Era una sobreviviente, una combatiente, pero Veiss era mucho más que eso: un ser inaccesible como las estrellas, proveniente de una noche remota. No podía con él ni quería una nueva oportunidad para demostrarlo.
Chyna bajó peldaño por peldaño, aferrada al pasamano, lo más rápidamente que pudo. En la sala, echó una mirada a la ventana: los doberman no estaban a la vista.
El reloj de la repisa indicaba las ocho y veintidós, y de pronto la noche era una bola de nieve que adquiría velocidad al rodar cuesta abajo.
Apagó la lámpara y fue a la cocina, arrastrando los pies. Encendió la luz fluorescente para evitar un tropiezo que la derribara sobre el piso regado de fragmentos de vidrio.
Tampoco había ningún doberman a la vista en la galería trasera. Más allá de la ventana, sólo la aguardaba la noche.
Entró en el lavadero sin ventanas, apagó la luz de la cocina y cerró la puerta.
Luego bajó al sótano, donde estaban la mesa de carpintero y los cajones que había visto antes.
En los armarios metálicos con ranuras en las puertas halló latas de pintura y barniz, pinceles, trapos plegados con el mismo cuidado que si fueran sábanas de hilo. En uno de ellos había planchas gruesas de tela acolchada de las cuales pendían correas de cuero negro con hebillas cromadas; no sabía qué eran ni se molestó en averiguarlo. En el último armario, Veiss guardaba sus herramientas eléctricas, entre ellas un taladro.
En uno de los compartimientos del gran cajón de herramientas montado sobre ruedas, halló una buena colección de mechas de taladro en tres cajas de plástico transparente. También había unas antiparras de seguridad de plexiglás.
Había una toma de electricidad con ocho enchufes sujeta a la pared detrás de la mesa, y otra de dos enchufes cerca del suelo. Eligió esta última porque le permitía trabajar sentada.
Aunque las mechas sólo llevaban rótulo de medida, Chyna se dio cuenta de que eran para madera, no adecuadas para trabajar el acero. De todos modos, ella no quería taladrar sino sólo destrozar las cerraduras de los grillos para liberar sus tobillos.
Escogió una mecha que le pareció de la misma medida que la cerradura, la introdujo en el mandril y la ajustó. Al tomar el taladro con las dos manos y apretar el gatillo, escuchó un zumbido agudo. La delgada mecha giró a tal velocidad, que la canaleta espiralada se volvió borrosa. La punta parecía tan lisa e inofensiva como el asta.
Chyna soltó el gatillo, dejó el taladro en el piso y se puso las antiparras protectoras. La idea de que Veiss las había usado era desconcertante. Tuvo la extraña impresión de que vería una imagen distorsionada de las cosas, como si el poder magnético de Veiss, que atraía toda la visión del mundo, hubiera alterado las moléculas de los lentes.
Pero las antiparras no alteraron su visión en absoluto, aunque los marcos limitaron un poco su campo visual.
Tomó nuevamente el taladro con las dos manos e introdujo la punta de la mecha en la cerradura del grillo que rodeaba su tobillo izquierdo. Al apretar el gatillo, se produjo un chirrido infernal de acero contra acero. La mecha se trabó momentáneamente, saltó de la cerradura y echó chispas al frotar el grillo de cinco centímetros de ancho. La mecha giratoria estuvo a punto de taladrar su pie izquierdo, pero sus buenos reflejos para soltar el gatillo y alzar la herramienta evitaron el desastre.
Tal vez había dañado la cerradura. No estaba segura. Pero el grillo seguía ahí, tan firme como antes. Nuevamente introdujo la mecha en la cerradura. Aferró el taladro con fuerza y lo apretó para impedir que la mecha volviera a saltar. El acero chirriaba, hilillos de humo acre salían del punto de contacto, la vibración de la abrazadera le lastimaba el tobillo a pesar de la media.
El taladro vibraba en sus manos, bruscamente empapadas de sudor debido al esfuerzo. Una lluvia de virutas de acero le bañó la cara. La mecha se quebró, el extremo zumbó junto a su cabeza, golpeó la pared de hormigón con tanta fuerza que arrancó un pedazo, y rodó por el piso como un proyectil servido hasta el otro lado del sótano.
Sintió ardor en su mejilla izquierda: tenía una esquirla enterrada en la carne, de medio centímetro de largo y delgada como un fragmento de cristal. La tomó entre dos uñas y la sacó. La herida diminuta sangraba; tenía sangre en las yemas de los dedos y un hilo tibio corría por la cara hacia la comisura de los labios.
Extrajo la mecha rota del taladro y la arrojó. Escogió una mecha un poco más gruesa y la ajustó en el mandril. De nuevo taladró la cerradura. El grillo del tobillo izquierdo se abrió. Un minuto después saltó el del tobillo derecho.
Chyna dejó el taladro en el piso y se alzó con dificultad sobre sus piernas temblorosas. Los temblores no eran producto del dolor ni el hambre ni la debilidad sino del hecho de haberse liberado, cuando pocas horas antes estaba sumida en la impotencia. Se había liberado por sus propios medios.
Con todo, sus muñecas seguían esposadas y no podía manejar el taladro con una sola mano para hacer saltar las cerraduras. Pero ya se le había ocurrido una idea para liberarlas.
Aunque las esposas no eran la única dificultad por superar, aunque la fuga en modo alguno estaba asegurada, sentía su pecho henchido de júbilo al subir la escalera del sótano. Libre de los grillos, a pesar de la debilidad y los temblores, subió a los saltos sin tomarse del pasamano, al lavadero donde estaban la lavadora y el secarropa. Al tomar el picaporte, se detuvo bruscamente, asaltada por el recuerdo de esa mañana, cuando había recorrido la misma ruta hacia la cocina, sin temor debido al tatá-tatá-tatá, el repiqueteo del agua en el caño, y Veiss la había atacado por la espalda.
Permaneció en el umbral hasta que cesaron los jadeos, pero no podía serenar su corazón, que había latido con la fuerza de la euforia y del esfuerzo de subir la escalera a los saltos y ahora lo hacía con el pavor de encontrarse con Edgler Veiss. Aguzó el oído, pero el latido en su pecho era ensordecedor, y movió el picaporte con todo el sigilo de que era capaz.
La puerta giró sobre sus bisagras silenciosas y se abrió hacia la cocina, a oscuras como la había dejado. Halló la llave de luz, vaciló, la encendió… Veiss no la aguardaba ahí.
Del cajón donde había encontrado los cubiertos tomó una cuchilla de carnicero con gastado mango de nogal. Lo puso sobre la mesada, cerca del fregadero.
De otra alacena tomó un vaso, lo llenó con agua fría de la canilla y lo bebió de una sola vez. Le pareció que nunca había tomado nada tan delicioso como ese vaso de agua.
En el refrigerador encontró una torta de chocolate con nueces y cobertura de fondant blanco. El envoltorio estaba intacto. Lo desgarró y arrancó un trozo de torta. Inclinada sobre el fregadero, comió vorazmente, a dos carrillos, lamiéndose los labios ávidos, dejando caer migajas y trozos de nuez.
Al comer, la embargaba una sensación desconocida: gemía de placer y se atragantaba con la risa hasta llegar al borde de las lágrimas, se serenaba y volvía a reír. Era una tormenta de emociones. Ningún problema: las tormentas pasan, y limpian el aire.
Había llegado muy lejos. Pero faltaba mucho camino por recorrer. Así era esa jornada.
Del especiero tomó el frasco de aspirinas y dejó caer dos en la palma de la mano, pero no las masticó. Las tragó con un vaso de agua y luego tragó otras dos.
Canturreó A mi manera imitando a Sinatra y agregó: «tomé la aspirina de mierda a mi manera». Rió, comió más torta y por un instante pensó que la hazaña estaba cumplida.
Hay perros allá afuera, pensó. Doberman nazis en la noche, perros asesinos con dientes grandes y ojos negros de tiburón.
Junto a los frascos de especias había una tabla con ganchos para llaves. Las de la casa rodante pendían de uno de los cuatro ganchos; eran las únicas. Sin duda, el minucioso Veiss siempre tenía consigo las llaves de la celda blindada.
Tomó la cuchilla de carnicero, la torta que había empezado a comer y apagó la luz de la cocina antes de bajar al sótano.
Perno y encastre.
Chyna conocía esas palabras poco corrientes, como muchas otras, porque en su infancia había sido una gran lectora de novelas y cuentos de aventuras. Y cada vez que leía una palabra desconocida, consultaba un destartalado diccionario en rústica, un tesoro que llevaba consigo dondequiera que la arrastraba su madre errabunda; año tras año, hasta que los sucesivos remiendos amarillentos con cinta Scotch casi no permitían leer algunas definiciones.
Perno. Era el macho de la bisagra, la pieza que giraba al abrir o cerrar una puerta.
Encastre. Era la hembra, la manga dentro de la cual giraba el perno.
La gruesa puerta interior del vestíbulo insonorizado tenía tres bisagras. Cada perno tenía una cabeza redondeada que sobresalía unos milímetros del encastre.
Tomó un destornillador y un martillo del cajón de herramientas.
Con una cuña de madera abrió la puerta exterior acolchada del vestíbulo. Luego colocó la cuchilla sobre la alfombra de caucho del vestíbulo, al alcance de su mano.
Corrió la tapa de la mirilla de la puerta interior y contempló el aquelarre de muñecas bajo la luz sonrosada de la lámpara. Algunas tenían ojos brillantes como los de los lagartos; otras los tenían tan oscuros como los de ciertos doberman.
Ariel estaba sentada en el gran sillón, con las piernas plegadas sobre el almohadón, la cabeza inclinada hacia adelante, la cara tapada por el pelo. Tal vez estaba dormida, pero tenía los puños crispados sobre el regazo. Sus ojos, si estaban abiertos, los mantenía fijos en sus puños.
—No te preocupes, soy yo —dijo Chyna.
La chica no respondió.
—No tengas miedo.
Era tal su inmovilidad, que ni siquiera se le agitaba el pelo.
—Soy yo.
Con la humildad impuesta por la experiencia, no se creía la guardiana ni la salvadora de nadie.
Empezó con la bisagra inferior. La cadena que unía las esposas limitaba sus movimientos al empuñar las herramientas. Con la mano izquierda apoyó la hoja del destornillador en ángulo bajo la cabeza del perno. La cadena le impedía tomar el martillo por el mango, de modo que lo tomó por la cabeza y golpeó el mango del destornillador con toda la fuerza que le permitían sus movimientos limitados. Afortunadamente, la bisagra estaba engrasada y a cada golpe el perno salía un poco más del encastre. En cinco minutos, a pesar de cierta resistencia del tercer perno, terminó de extraerlo de la bisagra superior.
Los encastres estaban formados por mangas entrelazadas que formaban parte de las dos hojas de cada bisagra, una en el marco y la otra en el borde interior de la propia puerta. Al faltar los pernos que las convertían en un encastre único, las mangas se separaron levemente. La puerta sólo estaba sujeta por las dos cerraduras del costado derecho, pero los pestillos de dos centímetros no giraban como bisagras. Chyna aferró las mangas de las bisagras y dio un tirón a la puerta acolchada. Sólo dos de sus diez centímetros de espesor asomaron del marco con un chirrido de vinilo contra vinilo. Enganchó ese borde con los dedos, dio un tirón violento y sobre sus ojos apareció un velo escarlata debido al dolor del dedo luxado. Esta vez la gratificó el chirrido metálico de los pestillos en la chapa de acero que revestía los huecos, seguido por un crujir de madera provocado por la tensión de la cerradura en el marco. A tirones pausados, redoblando sus esfuerzos, fue abriendo gradualmente la puerta, en tanto los jadeos le impedían gritar su impotencia.
El peso de la puerta y la posición de los pestillos favorecían sus esfuerzos. Las dos cerraduras estaban muy juntas, no separadas como las bisagras, de modo que la pesada tabla de madera trataba de girar sobre los pestillos como si conformaran un eje único. Como las cerraduras estaban más cerca del umbral que del dintel, el borde superior se inclinaba hacia afuera atraído por la gravedad. Aprovechando estas fuerzas inexorables, Chyna tironeó con más fuerza que nunca y gruñó con satisfacción al escuchar el crujido de la madera astillada. El borde izquierdo de la tabla acolchada asomó del marco en todo su grosor. Ahora que el marco no la estorbaba, hizo girar la puerta y los pestillos salieron de sus huecos.
Bruscamente, la puerta se liberó de sus trabas y empezó a caer arrastrada por su propio peso. Chyna retrocedió con rapidez y la tabla cayó con un golpe sordo en el interior del vestíbulo.
Mientras recuperaba el aliento, aguzó el oído para saber si Veiss había regresado.
Luego volvió al vestíbulo. Caminó sobre la puerta caída como si fuera un puente y entró en la celda.
Las muñecas la miraban, inmóviles y astutas.
Ariel estaba sentada en el sillón, la cabeza gacha, los puños crispados sobre el regazo, exactamente en la misma posición que ocupaba cuando Chyna le habló a través de la mirilla. Los martillazos y el estrépito no la habían inmutado; tal vez ni siquiera los había oído.
—Ariel… —dijo Chyna.
La chica no respondió ni alzó la cabeza. Chyna se sentó en el escabel frente al sillón.
—Mi amor, tenemos que irnos.
Ante la falta de respuesta, Chyna se inclinó, bajó la cabeza y miró la cara de la chica, hundida en la sombra. Los ojos de Ariel estaban abiertos, su mirada estaba clavada en sus puños de nudillos lívidos. Movía los labios como si susurrara al oído de alguien, pero ningún sonido escapaba de su boca.
Chyna llevó sus manos esposadas al mentón de Ariel y le enderezó la cabeza. La chica no se apartó ni se crispó, pero los mechones de pelo se corrieron y dejaron la cara al descubierto. Aunque sus ojos se encontraron, la mirada de Ariel atravesó a Chyna como si todo el mundo fuera transparente, y en sus ojos había una desolación estremecedora: parecían contemplar un paisaje de otro mundo, muerto y aterrador.
—Tenemos que irnos. Antes de que vuelva.
Acaso la escucharon las muñecas de ojos brillantes y mirada atenta. Ariel, aparentemente no.
Chyna tomó uno de sus puños con las dos manos. Asomaban los huesos y la piel era fría como si se hubiera aferrado al borde de un precipicio.
Chyna trató de abrirle una mano. Los dedos esculpidos de una estatua de mármol no eran más resistentes. Finalmente alzó la mano de la niña y la besó con ternura, con una ternura que jamás había expresado ni nadie le había brindado.
—Quiero ayudarte, mi amor. Tengo que hacerlo. Si no puedo irme contigo, no tiene sentido que me vaya.
Ariel no respondió.
—Por favor, déjame ayudarte. —Bajó aún más la voz—: Por favor…
Chyna besó la mano otra vez y por fin obtuvo una reacción. Los dedos, fríos y rígidos, se abrieron pero no del todo, quedaron tensos y en garra como los de un esqueleto con las articulaciones calcificadas.
Profundamente conmovida, Chyna reconoció en Ariel el deseo de pedir ayuda inhibido por el miedo a entregarse. Su cuerda interior vibró en simpatía con la chica, con todas las chicas perdidas del mundo, y por un instante, el nudo en la garganta le impidió respirar o tragar. Entonces, tomó el puño de Ariel con sus manos esposadas y se puso de pie.
—Vamos, nena. Ven conmigo. Nos vamos de aquí.
Aunque su cara era tan inexpresiva como un huevo, aunque traspasaba a Chyna con la mirada perdida de una novicia sumida en el éxtasis de una experiencia mística y la cabeza llena de visiones divinas, Ariel se levantó del sillón. Sin embargo, dio apenas dos pasos hacia la puerta, se detuvo y no dio un paso más a pesar de los ruegos de Chyna. Aun si pudiera imaginar un mundo donde hallar una frágil paz, un planeta del Principito propio, aparentemente ya no podía concebir ese mundo de más allá de los muros de su celda, y al ser incapaz de visualizarlo, no podía ingresar en él.
Chyna soltó la mano de Ariel. Escogió una muñeca, una encantadora campesina de porcelana, de rizos dorados y ojos verdes, ataviada con un vestido azul y un delantal blanco bordado. La puso sobre el seno de Ariel y la instó a abrazarla. La presencia de tantas muñecas era un misterio más, pero acaso a Ariel le gustaban y estaría más dispuesta a acompañarla si llevaba una consigo.
En un primer momento, Ariel permaneció indiferente, con un puño crispado y la otra mano abierta en garra como la pinza de un cangrejo. A continuación, sin alterar su mirada perdida, tomó a la muñeca por las piernas. Una expresión de rabia cruzó su rostro, fugaz como un ave en vuelo, y se desvaneció antes de que Chyna pudiera descifrarla. Giró, blandió la muñeca como si fuera una maza y le destrozó la cara de porcelana al estrellar la cabeza sobre la mesita.
—Qué haces —exclamó Chyna, sobresaltada, y la tomó del hombro.
Ariel se apartó con violencia, estrelló la muñeca contra la mesa con más fuerza y Chyna retrocedió, no por miedo sino por respeto a su furia. Y en verdad expresaba furia, una furia justiciera, no un mero espasmo autista a pesar de que su rostro permanecía impasible.
Aporreó la muñeca una y otra vez hasta que la cabeza se separó del cuerpo y se estrelló contra una pared, hasta destrozarle los brazos, hasta dejarla irreparablemente destruida. Luego la soltó y dejó caer los brazos temblorosos. Con la mirada perdida en el país de Nunca Jamás, seguía tan ausente como antes.
Desde los anaqueles, las alacenas, los rincones sombríos del cuarto, las muñecas la contemplaban fijamente, como fascinadas por la explosión de furia, absorbiéndola como lo habría hecho Veiss si la hubiera presenciado.
Chyna quería abrazarla, pero impedida por las esposas, acarició la cara de Ariel y la besó en la frente:
—Ariel, intacta y viva.
Rígida, temblorosa, Ariel no se apartó de Chyna ni respondió a la caricia. Poco a poco, cesaron sus temblores.
—Necesito tu ayuda —suplicó Chyna—. Te necesito.
Esta vez Ariel no ofreció resistencia y salió con ella, caminando como una sonámbula.
Atravesaron el vestíbulo caminando sobre la puerta caída. En el sótano, Chyna tomó el taladro eléctrico del suelo, lo enchufó en el tomacorriente de la pared y lo puso sobre el banco de carpintero.
Aunque no tenía reloj, estaba segura de que ya eran más de las nueve. En la noche la aguardaban los perros, mientras Edgler Veiss trabajaba en alguna parte y fantaseaba con lo que haría a las cautivas encerradas en su casa.
Sin conseguir que la chica la mirara a los ojos, Chyna le explicó lo que debía hacer. Las esposas no le impedirían conducir torpemente la casa rodante, aunque debería soltar el volante para efectuar los cambios. Los perros eran otra cosa. Sería mucho más difícil, acaso imposible, deshacerse de ellos con las manos esposadas. Si querían aprovechar el tiempo que les quedaba antes del regreso de Veiss, si querían mejorar las probabilidades de fugarse, Ariel tendría que taladrar las cerraduras de las esposas.
La chica no dio la menor señal de haber oído. Al contrario, antes de que Chyna terminara su explicación, los labios de Ariel empezaron a moverse en muda conversación con un fantasma. No «hablaba» sin cesar sino que se interrumpía como si escuchara la respuesta de su imaginario interlocutor.
No obstante, Chyna le mostró cómo debía sostener el taladro y apretar el gatillo. El brusco chillido del motor, el silbido de la mecha en el aire ni siquiera la hicieron pestañear.
—Tómalo —dijo Chyna.
Ariel seguía absorta, los brazos a los costados, las manos semiabiertas con los dedos en garra, tal como estaban cuando dejaron caer la muñeca destrozada.
—Mi amor, se nos acaba el tiempo.
En su Nunca Jamás sin relojes, Ariel no tenía concepción del tiempo.
Chyna colocó el taladro sobre el banco. Puso a la chica frente a la herramienta y la obligó a poner las manos sobre ella.
Ariel no se apartó, no dejó caer las manos, pero tampoco tomó el taladro.
Chyna sabía que la chica la escuchaba, comprendía la situación y en cierto nivel anhelaba ayudarla.
—Nuestras esperanzas están en tus manos, querida. Puedes hacerlo.
Fue a buscar el taburete que mantenía abierta la puerta exterior del vestíbulo y se sentó. Puso las manos sobre el banco con las muñecas vueltas hacia arriba para mostrar la cerradura diminuta de la pulsera izquierda.
Con la mirada que seguía clavada en la pared, que traspasaba los bloques de hormigón, en muda conversación con su amigo imaginario, Ariel parecía no tener conciencia del taladro. O acaso para ella no era un taladro sino un objeto totalmente distinto, algo que la llenaba de esperanzas o de pavor, la cosa de la cual hablaba con el amigo fantasma.
Aunque la chica tomara el taladro y volviera los ojos a la argolla, parecía difícil que pudiera ejecutar la tarea; más difícil aún que evitara perforar la palma o la muñeca de Chyna.
Con todo, si bien la probabilidad de salvarse de cualquier problema o enemigo en esta vida siempre era escasa, Chyna había sobrevivido a innumerables noches de furia sangrienta y lujuria ávida. Desde luego, sobrevivir no era lo mismo que salvarse, pero sí era una condición indispensable.
Sea como fuere, por primera vez se había despertado en ella un sentimiento que no había experimentado ni siquiera con Laura Templeton: confianza. La confianza sin reservas. Y si la chica lo intentaba y fracasaba, si dejaba caer el taladro o perforaba la piel en lugar del acero, Chyna no la culparía por ello. A veces el solo hecho de intentar algo era un triunfo.
Sabía que Ariel quería intentarlo.
Lo sabía.
Chyna la alentó durante un par de minutos, y al no lograr respuesta, decidió esperar en silencio. Pero el silencio trajo imágenes de ciervos de bronce que enmarcaban un reloj sobre la repisa de la sala, y en su imaginación, el cuadrante del reloj adquirió las facciones de un joven colgado en el armario de la casa rodante con los párpados y los labios cosidos, sumido en un silencio aún más profundo que el del sótano.
Sin pensarlo, sorprendida por su propia voz pero dispuesta a confiar en el instinto, Chyna relató lo que había sucedido esa noche remota en que cumplió ocho años: la casita en Cayo Hueso, Jim Woltz, la enorme cucaracha frenética bajo la cama de hierro de patas cortas… Borracho de cerveza mexicana y alterado por las dos pildoritas blancas que había tomado con la primera botella, Woltz se había mofado de Chyna porque al soplar las velas en la torta de cumpleaños había dejado una de ellas encendida.
—Eso es mala suerte, nena. No sabes los problemas que trae. Si no apagas las velitas de una sola vez, te atacan los demonios y los ogros, toda clase de gente mala viene a buscarte.
En ese instante, una luz blanca había iluminado el cielo y las sombras de las palmeras habían irrumpido por las ventanas de la cocina. La casa se estremeció con las ondas expansivas de truenos que parecían bombas y estalló la tormenta.
—¿Te das cuenta? —dijo Woltz—. Tenemos que arreglar esto enseguida porque si no, vienen los chicos malos, nos hacen pedazos, salen al mar en un bote y nos usan de carnada para los tiburones. ¿Qué tal, acabar como carnada de tiburón? ¿Te gustaría?
Chyna estaba asustada, pero su madre reía, divertida. Ya andaba por su enésimo vaso de limonada con vodka. Woltz encendió las velas e insistió que Chyna volviera a intentarlo. Sólo consiguió apagar siete velas de una vez; entonces Woltz le tomó la mano, le lamió el pulgar y el índice con una lentitud repugnante y la obligó a apagar la última vela con los dedos. Aunque sintió un breve ardor en la piel, no se quemó; sin embargo, se asustó al ver las marcas de tizne negro en sus yemas.
Chyna empezó a llorar, Woltz la tomó de un brazo para evitar que escapara y Anne encendió nuevamente las ocho velas. La tercera vez, Chyna apagó sólo seis velas con su aliento tembloroso. Woltz quiso obligarla a apagarlas con los dedos, pero la niña se liberó de él y escapó de la cocina. Pensaba huir a la playa, pero el cielo se derrumbaba en fragmentos de vidrio y plata, los truenos venían del Golfo de México como una andanada de cañones, y entonces corrió a su cuarto y se ocultó bajo la cama de elástico vencido, en las sombras secretas donde aguardaba la cucaracha de las palmeras.
—El asqueroso hijo de puta de Woltz me perseguía por la casa —dijo Chyna—, me llamaba a los gritos, derribaba los muebles, daba portazos, gritaba que me iba a hacer pedazos, que me iba a tirar a los tiburones. Mucho después me di cuenta de que todo era fingido. Quería que yo me cagara de miedo. Le gustaba verme llorar porque yo casi nunca lloraba, no era fácil… era difícil hacerme llorar…
Chyna no pudo seguir.
Ariel ya no miraba la pared como antes sino el taladro eléctrico bajo sus manos. Si lo veía era otra cosa; sus ojos seguían fijos en un paisaje remoto.
Aunque no la escuchara, Chyna quería contarle todo lo que había sucedido esa noche en Cayo Hueso.
Era la primera vez que revelaba sucesos de su infancia a alguien que no fuera Laura. Una vergüenza inexplicable siempre la obligaba a callar; inexplicable porque ninguna de las humillaciones sufridas se debía a un acto suyo. Había sido una víctima, pequeña e indefensa; pero la agobiaba la vergüenza que sus torturadores, incluso su madre, eran incapaces de sentir.
Los peores detalles de su pasado los había ocultado incluso a Laura Templeton, su única amiga de verdad. A veces, cuando estaba a punto de revelar algo, se contenía y en lugar de hablar sobre los padecimientos y sus causantes, describía los lugares donde había vivido: Cayo Hueso, el distrito de Mendocino, New Orleans, San Francisco, Wyoming. Describía con embeleso la belleza natural de los cerros, las llanuras, los ríos pantanosos, el suave oleaje del Golfo de México a la luz de la Luna, pero la furia crispaba su cara y la vergüenza la teñía de rojo cuando relataba las duras verdades sobre los amigos de Anne que habían poblado su infancia.
Ahora sentía un nudo en la garganta, y el peso del pasado le agobiaba el pecho como una roca.
Asqueada de vergüenza y de furia, sin embargo intuyó que debía continuar el relato de la noche de las velas no apagadas en la Florida. Tal vez la revelación sería una puerta para salir de la noche.
—Dios, no sabes cómo odiaba a ese degenerado roñoso que apestaba a cerveza y sudor, que se tambaleaba borracho por mi habitación y chillaba que me iba a usar de carnada, y Anne a las carcajadas primero en la sala y después en la puerta con esa risa chillona que tenía cuando estaba borracha, pensando que todo era tan gracioso, carajo, y era mi cumpleaños, mi día especial, mi cumpleaños. —Las lágrimas habrían brotado si no hubiera aprendido durante toda su vida a contenerlas—. Y la cucaracha que corría por todo mi cuerpo, por mi espalda, se me metía en el pelo…
En el calor bochornoso y sofocante de Cayo Hueso, los truenos habían sacudido la ventana y estremecido el elástico de la cama, y los fríos reflejos azules de los relámpagos habían revoloteado sobre el piso como llamas de un fuego fatuo. Chyna casi gritó cuando la cucaracha tropical, grande como su mano de niña, se enredó en su pelo, pero el miedo de Woltz la hizo contenerse. También se contuvo cuando el insecto corrió por su hombro y su brazo hasta el piso, deseó con toda el alma que se fuera, sin atreverse a arrojarla lejos por miedo a que el ruido la delatara a pesar de los truenos, a pesar de los aullidos de Woltz y las carcajadas de su madre. Pero la cucaracha corrió hasta uno de sus pies y empezó a explorarla por ese extremo, del pie al tobillo, de la pantorrilla al muslo. Se introdujo bajo una pierna de los shorts y fue a detenerse en la raya del trasero, tanteando con sus antenas temblorosas. Y ella, paralizada por el terror, sólo quería que se acabara el martirio, que la matara un rayo y Dios se la llevara lejos de este mundo abominable.
Su madre había entrado en la habitación.
—Jimmy, pedazo de idiota, no está ahí —dijo entre carcajadas—. Se fue corriendo a la playa, como siempre.
—Bueno, si vuelve juro que la voy a hacer pedazos y la voy a tirar a los tiburones —respondió Woltz. Y añadió, riendo—: ¿Viste sus ojos? Joder, estaba cagada de miedo.
—Sí —dijo Anne—, es una cagona total. Va a pasar horas allá afuera. No sé qué cómo hacer para que madure un poco.
Entonces, Woltz dijo:
—En eso sí que no sale a su madre. Tú naciste madura, ¿no?
—Pues no jodas conmigo, ¿oíste imbécil? —dijo Anne—. Si lo intentas, te daré tal patada en las bolas, que de ahí en adelante tendrás que llamarte Nancy.
Woltz rugió de risa, y desde su escondite bajo la cama Chyna vio los pies descalzos de su madre y escuchó su risa insinuante.
Gorda, asquerosa, agitada, la cucaracha había salido bajo la cintura elástica de los shorts para subir por la espalda de Chyna hacia su cuello, y ante la idea insoportable de que volviera a metérsele en el pelo, ella había torcido el brazo y, sin pensar en las consecuencias, la había aferrado. El bicho se retorcía y pataleaba entre sus dedos, pero ella apretó el puño.
La cabeza vuelta a un costado, Chyna aún miraba los pies descalzos de su madre. Entre los fogonazos de los rayos, una tela de hilo amarillo cayó lentamente junto a los tobillos esbeltos de Anne. Era su blusa. Rió nuevamente cuando los shorts se deslizaron sobre sus piernas bronceadas y dio un paso al costado para terminar de quitárselos.
Las patas de la cucaracha se agitaban frenéticas entre los dedos crispados de Chyna. Las antenas tanteaban sin cesar. Woltz sacudió los pies para quitarse las sandalias, una de las cuales fue a parar cerca de la cara de Chyna. Escuchó el ruido de un cierre de cremallera. Dura y fría y viscosa, la cabecita de la cucaracha se estremecía entre sus dos dedos. Cayeron los jeans gastados de Woltz, la hebilla del cinturón tintineó sobre el piso.
Él y Anne se arrojaron sobre el camastro, vibraron los resortes y los listones de madera aprisionaron los hombros y la espalda de Chyna contra el piso. Suspiros, murmullos, palabras de aliento, jadeos, gruñidos animales… Chyna los había escuchado con frecuencia en Cayo Hueso y otros lugares, pero siempre a través de las paredes, desde cuartos contiguos. No entendía de qué se trataba ni quería saberlo porque intuía que ese conocimiento traería consigo nuevos peligros que no estaba en condiciones de afrontar. Lo que hacían su madre y Woltz encima de ella la llenaba de miedo y también de una profunda congoja, tenía un significado portentoso, no menos misterioso y terrible que el de los truenos que se abatían sobre el Golfo y los relámpagos arrojados por el Cielo a la Tierra.
Chyna había cerrado los ojos para no ver los rayos ni las prendas desparramadas en el piso. Quería alejar el hedor del polvo y la podredumbre y la cerveza y el sudor y el jabón perfumado de su madre, imaginaba que unos tapones de cera amortiguaban los truenos, el repiqueteo de la lluvia sobre el techo, los jadeos de Anne y Woltz. En semejante situación, hubiera debido caer en un estado de insensibilidad o abrir la puerta mágica para entrar en el planeta del Principito.
Pero sólo lo había conseguido a medias porque Woltz hamacaba la cama con tanto vigor, que la obligaba a respirar al compás de sus movimientos. Cuando arrojaba su peso sobre la cama, los listones del elástico la aprisionaban contra el piso con tanta fuerza, que le dolía el pecho y no podía llenarse los pulmones. Sólo podía tomar aire cuando él se alzaba, y al dejarse caer, la obligaba a soltarlo. Esto continuó durante un lapso que le pareció interminable, y cuando por fin terminó, ella quedó temblando, empapada de sudor, atontada por el miedo, desesperada por olvidar lo que había oído, sorprendida porque los golpes no le habían aplastado los pulmones ni reventado el corazón. En su mano conservaba los restos de la gran cucaracha de las palmeras, que había aplastado inadvertidamente; el icor rezumaba entre sus dedos, una viscosidad repugnante que tal vez era tibia al principio pero ahora era fría, y su estómago se revolvía de náuseas ante la textura desusada de esa porquería.
Después de unos minutos de murmullos y risitas, Anne se había levantado de la cama, había recogido su ropa e ido al baño. Apenas se cerró la puerta del dormitorio, Woltz encendió la lámpara, se corrió y se asomó bajo la cama. Su cara apareció al revés frente a Chyna. La lámpara lo iluminaba desde atrás y su cara estaba a oscuras, aunque había una luz siniestra en sus ojos. Sonrió.
—¿Qué tal, la cumpleañera?
Muda, paralizada, Chyna estaba convencida de que su mano aferraba un trozo de carnada sanguinolenta. Sabía que Woltz la mataría por haber escuchado lo que hacía con su madre, la cortaría en pedazos y la llevaría al mar para usarla como carnada de tiburón. Pero él sólo se levantó de la cama y —convertido desde su ángulo de mira en un par de pies— se puso los pantalones y las sandalias y se alejó.
En el sótano de Edgler Veiss, a miles de kilómetros y a dieciocho años de esa noche en Cayo Hueso, Chyna vio que la mirada de Ariel parecía posarse sobre el taladro en lugar de atravesarlo.
—No sé cuánto tiempo estuve bajo la cama —prosiguió—. Unos minutos, una hora, qué sé yo. Los dos volvieron a la cocina, él destapó otra cerveza, ella se sirvió otra limonada con vodka, mientras hablaban y reían. Y había algo en la risa de mi mamá… no sé, algo obsceno, como si supiera que yo estaba escondida debajo de la cama desde el momento en que Woltz le desabrochó la blusa.
Miró sus manos esposadas sobre el banco de carpintero.
Sentía como si el icor de la cucaracha rezumara entre sus dedos. Al destrozar el insecto, había aplastado los últimos restos de su frágil inocencia, la última esperanza de ser una hija para su madre; con todo, le había llevado años comprenderlo.
—No tengo el menor recuerdo de cómo salí de la casa, si por la puerta o por una ventana, sólo sé que estaba en la playa en medio de la tormenta. Fui hasta el agua y me lavé las manos. Las olas no eran muy grandes. Allá casi nunca lo son, salvo cuando hay un huracán, pero era sólo una tormenta tropical, no había viento y la lluvia caía vertical. De todas maneras, las olas eran más grandes que de costumbre, y se me ocurrió que podía nadar mar adentro hasta que me arrastrara la corriente. Traté de convencerme de que estaba bien, de que sólo era cuestión de nadar hasta quedar agotada y que sólo quería ir hacia Dios.
Las manos de Ariel tomaban el taladro.
—Pero por primera vez en mi vida, tuve miedo del mar… de esa rompiente que latía como un corazón, de esa agua negra y lustrosa como el caparazón de una cucaracha, que se alzaba al encuentro de un cielo totalmente negro. Me asustaba esa extensión infinita y sin grietas, esa continuidad de la noche, aunque entonces no tenía palabras para expresarlo. Me tendí en la playa, de espaldas sobre la arena, bajo una lluvia torrencial que me impedía abrir los ojos. Detrás de mis párpados cerrados veía el resplandor de los rayos, y como tenía tanto miedo de ir nadando al encuentro de Dios, esperaba que Dios viniera hacia mí en ese resplandor. Pero Él no venía y finalmente me dormí. Cuando desperté, poco después del amanecer, la tormenta había pasado. El cielo estaba rojo en el este y púrpura en el oeste sobre un mar verde y sereno.
»Fui a la casa; Anne y Woltz dormían en el cuarto de él. La torta de cumpleaños estaba en la mesa de la cocina donde la habían puesto la noche anterior. La cobertura blanca y rosada estaba derretida por el calor y manchada de amarillo por el aceite, y las ocho velas estaban caídas. Nadie había comido un bocado, y yo tampoco la toqué… Dos días después, mi madre soltó amarras y me llevó a Tupelo, Mississippi o Santa Fe o tal vez a Boston. No me acuerdo, sólo sé que estaba feliz de alejarme de ahí y tenía miedo del próximo compañero de ella. Yo sólo era feliz cuando viajábamos, me sentía en paz en la ruta o sobre las vías, entre la partida y el destino. Hubiera querido viajar eternamente sin destino.
Sobre sus cabezas, en la casa de Edgler Veiss, reinaba el silencio.
Una sombra puntiaguda cruzaba el piso del sótano. Al alzar la vista, Chyna vio una araña afanosa que tejía su tela entre una viga y la lámpara del techo.
Tal vez tendría que ocuparse de los doberman con las manos esposadas. Se acababa el tiempo.
Ariel tomó el taladro.
Chyna estuvo a punto de darle unas frases de aliento, pero calló por temor a sumirla en un nuevo trance con una palabra equivocada.
Tomó las antiparras de seguridad y, sin decir palabra, se las colocó. Ella las aceptó, sumisa.
Chyna se sentó en el taburete y esperó.
Una arruga afloró en la superficie serena del rostro de Ariel. No desapareció sino que quedó flotando ahí. La niña oprimió el gatillo del taladro, al tanteo. El motor aulló, giró la mecha. Soltó el gatillo y contempló la mecha hasta que dejó de girar.
Chyna se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Lo soltó, inspiró profundamente, y el aire era más dulce que antes. Acomodó las manos sobre el banco para presentar la argolla izquierda de las esposas.
Detrás de las antiparras, los ojos de Ariel se desplazaron lentamente de la mecha del taladro a la cerradura. Era evidente que miraba las cosas, pero con indiferencia. Confianza.
Chyna cerró los ojos.
El silencio se volvió tan profundo que empezó a escuchar remotos sonidos imaginarios similares a esas luces fantasmas que aparecen detrás de los párpados cerrados: el tictac suave y solemne del reloj en la repisa de la sala, el deambular agitado de los doberman que montaban guardia en la noche exterior…
Sintió una presión en la pulsera izquierda. Chyna abrió los ojos.
La mecha se había introducido en la cerradura.
No miró a la chica; cerró los ojos con fuerza para protegerlos de las esquirlas voladoras. Volvió la cabeza a un costado.
Tal como Chyna le había enseñado, Ariel se apoyó sobre el taladro para que la mecha no se saliera del orificio. La manilla ejercía una presión dolorosa sobre la muñeca. Silencio. Quietud. Juntar coraje.
Zumbó el motor del taladro. Hubo un chirrido de acero contra acero seguido del olor agrio del metal recalentado. Las vibraciones en la muñeca se extendieron por los huesos a todo el brazo, acentuando los dolores musculares. Un traqueteo, un ping y se abrió la pulsera izquierda.
Las esposas colgando de la muñeca derecha no hubieran entorpecido sus movimientos. Tal vez no tenía sentido arriesgarse a sufrir una herida con tal de obtener la mínima ventaja adicional de liberarse por completo de las esposas. Pero esto trascendía la lógica, la ecuación meramente racional de riesgo-beneficio. Tenía que ver con la fe.
La mecha chasqueó al entrar en la cerradura derecha. El taladro chirrió, el acero giró dentro del acero. Una lluvia de esquirlas diminutas le salpicó la cara, y la cerradura se abrió.
Ariel soltó el gatillo y alzó el taladro.
Riendo de alivio y placer, Chyna sacudió las muñecas y alzó las manos, maravillada. Sus muñecas estaban lastimadas; en algunos lugares estaban en carne viva y sangraban. Pero ese dolor era menos agudo que los otros que padecía y ninguno era más fuerte que la euforia de la anhelada libertad.
Ariel sostenía el taladro con las dos manos, sin saber qué se esperaba de ella.
Chyna le quitó la herramienta y la puso sobre el banco de carpintero.
—Gracias, mi amor. Estuviste bárbara. De veras, eso estuvo genial.
Los brazos de la chica pendían nuevamente a sus costados, las delicadas manos pálidas no estaban rígidas como garras sino flojas, como si durmiera.
Chyna le quitó las antiparras y se miraron a los ojos; por primera vez se miraron de veras. Chyna vio a la niña que vivía detrás de ese hermoso rostro, la niña verdadera oculta en la fortaleza del cráneo, a la que Edgler Veiss sólo podía acceder con un esfuerzo enorme, si es que alguna vez lo conseguía.
Entonces, en un instante, la mirada de Ariel corrió de este mundo al santuario de Nunca Jamás.
—Ay, no —dijo Chyna, porque no quería perder a la niña que apenas había alcanzado a vislumbrar. La abrazó con fuerza—: Vuelve, mi amor. Todo está bien. No te vayas, háblame.
Pero Ariel no volvió. Había regresado plenamente al mundo de Edgler Veiss sólo para taladrar las cerraduras de las esposas, y el esfuerzo había agotado su coraje.
—Está bien, no te culpo. Todavía no hemos salido —dijo Chyna—. Pero ahora tenemos que preocuparnos por los perros, nada más.
Aunque estaba perdida en un mundo remoto, Ariel se dejó tomar de la mano y conducir a la escalera.
—Ya nos ocuparemos de esos perros de mierda, nena. De veras, créeme —dijo Chyna, aunque ella misma no terminaba de creerlo.
Libre de las esposas, los grilletes y el peso de una silla sobre su espalda, con el estómago lleno de torta de chocolate y la gloria suprema de haber vaciado la vejiga, sólo debía pensar en los perros. Cuando subía la escalera hacia el lavadero, recordó algo que había visto antes; en ese momento la había desconcertado, pero ahora comprendía, y era de importancia vital.
—Espera. Espérame aquí —dijo, y colocó la mano laxa de Ariel sobre el pasamano.
Bajó a la carrera, fue a los armarios metálicos y abrió la puerta del compartimiento donde había visto esas extrañas telas acolchadas con correas de cuero negro y hebillas plateadas. Las sacó y las desparramó sobre el piso. No eran cobertores. Eran prendas de tela acolchada. Una chaqueta confeccionada de espuma de goma densa bajo una capa de un material artificial que parecía mucho más rígido que el cuero. El acolchado era aún más grueso en los brazos. Unas especies de chaparreras de plástico duro bajo las gruesas capas de acolchado eran sólidas como una armadura de guerra; el plástico tenía bisagras en las rodillas para facilitar los movimientos. Otro par, para las caras posteriores de las piernas, incluía un protector plástico para el trasero, cinturón y correas para unirlas a la parte de adelante.
Además, había guantes y un casco de forma extraña con máscara de plexiglás transparente. El chaleco llevaba el rótulo KEVLAR y parecía idéntico a la vestimenta antibalas usada por las fuerzas policiales de asalto.
El equipo estaba desgarrado y aquí y allá; algunos desgarrones estaban cosidos con hilo grueso como tanza de pesca. Reconoció las puntadas prolijas que cerraban los ojos y labios del joven mochilero. También había orificios sin reparación. Eran huellas de dientes.
Veiss utilizaba esa vestimenta protectora cuando trabajaba con los doberman.
Aparentemente era una armadura capaz de soportar las dentelladas de una manada de leones famélicos. Él decía que le gustaban los riesgos, la vida en el filo de la navaja, pero no escatimaba precauciones en las sesiones de adiestramiento de los doberman.
Las extraordinarias precauciones de Veiss eran indicios por demás elocuentes de la ferocidad de los perros.