8

Edgler Veiss sale a la galería, cierra la puerta principal con llave y silba para llamar a los perros.

El día se vuelve más fresco hacia el atardecer y el aire es tonificante. Se abrocha la chaqueta.

Desde los cuatro puntos cardinales, los doberman aparecen en el ocaso e irrumpen en la galería. Corren hacia Veiss, forcejean para ser cada uno el primero en llegar hasta él y sus enormes patas golpean pesadamente las tablas del piso en un fandango de júbilo canino.

Veiss se arrodilla entre ellos y les sirve generosas porciones de afecto.

Al igual que mucha gente, estos doberman parecen incapaces de comprender que el afecto de Edgler Veiss es totalmente falaz. Para él no son mascotas que merecen amor sino herramientas, y el afecto que les brinda es como el aceite de máquina para lubricar el taladro eléctrico, la lijadora de ruano y la sierra sinfín. En las películas siempre es un perro el que detecta al licántropo en el hombre que teme a la Luna y lo recibe con un gruñido; el perro es el primero en huir del personaje que oculta al parásito en su cuerpo. Pero el cine no es la vida.

Sin duda, el engaño entre él y sus perros es mutuo. Tampoco ellos sienten amor por él sino respeto… o miedo sublimado.

Se para, y los perros lo miran expectantes. Horas antes, el timbre los había despertado en la perrera y puesto en estado de alerta.

—Nietzsche —dice.

Los cuatro doberman se estremecen al unísono y se ponen rígidos. Sus orejas se alzan al escuchar la orden e inmediatamente se aplanan sobre sus cabezas.

Sus ojos negros brillan en la penumbra.

Saltan de la galería y desaparecen en distintas direcciones, preparados para atacar.

Edgler Veiss se pone el sombrero y va hacia el granero donde guarda el auto.

Dejará la casa rodante estacionada afuera. Más tarde, para reducir el esfuerzo de cargar con los cadáveres, acercará el vehículo al prado de las tumbas sin lápida.

Al caminar, Veiss respira lenta y profundamente, despeja sus pensamientos en preparación para el retorno a la vida cotidiana.

Disfruta de la charada de su otra vida, en la que se hace pasar por uno más en la incontable multitud de reprimidos y despistados, los que dominan la Tierra con mentiras y viven sumidos en la negación, la angustia, la hipocresía. Es como un zorro en un corral de pollos retardados, incapaces de distinguir entre un depredador y uno de los suyos; un juego interesante para un zorro que posee sentido del humor.

Día tras día, las veinticuatro horas, Veiss estudia a los demás con sus ojos, comprueba furtivamente su firmeza con un roce amistoso, aspira el aroma de la carne de cada uno y los selecciona como quien compra un pollo envasado en el mercado. No suele matar a quienes conoce cuando viste su personalidad pública; sólo lo hace si está seguro de que no lo descubrirán y si se trata de un pollo singularmente apetecible.

Si Chyna Shepherd no hubiera trastornado su rutina, Veiss hubiera dedicado más tiempo a adaptarse a su papel de tipo común y corriente. Tal vez hubiera mirado un programa de concursos por televisión, leído dos o tres capítulos de una novela romántica de Robert James Walker y hojeado una revista de actualidad para recordar esas cosas que utilizan las muchedumbres desesperadas para anestesiarse de la conciencia de su verdadera naturaleza animal y la inevitabilidad de la muerte. Se hubiera parado frente al espejo para ensayar su sonrisa, mirarse a los ojos.

No obstante, cuando llega al granero de cedro plateado confía en que volverá a sumergirse en su segunda vida sin hacer olas, y que los que miren su laguna se tranquilizarán al ver reflejadas sus propias caras. La mayoría de la gente dedica tanto tiempo y esfuerzo a negar su naturaleza depredadora, que difícilmente la reconocen en otros.

Abre la pequeña entrada junto al portón levadizo, se detiene y echa una mirada a la casa. Como ha dejado a la mujer en la oscuridad, no alcanza a ver su silueta a través de la ventana.

Sin embargo, hay suficiente luz en el ocaso sombrío y nublado para que la eminente psicóloga, licenciada Shepherd, lo vea caminar hacia el granero. Seguramente lo observa.

¿Qué pensará de él al verlo con ese atavío inesperado? Será un nuevo golpe para ella. Más ilusiones destruidas. Al verlo caminar hacia su segunda vida y comprender que en verdad pasa por ser un ciudadano ejemplar, su desesperación será aun mayor que hasta el momento. Sabe manejar a las mujeres.

Una vez que Veiss apagó las luces y salió de la cocina, Chyna se echó hacia atrás en la silla recta de pino, lo más lejos posible de la mesa, porque el olor del emparedado de jamón le daba náuseas. El jamón no estaba rancio; al contrario, olía bien. Pero la sola idea de comer le revolvía el estómago.

Habían pasado más de veinte horas desde su última comida completa, la cena en casa de los Templeton. Los escasos bocados de omelette de queso fueron insuficientes para recuperar fuerzas, sobre todo después de la intensa actividad física de la noche anterior; debería estar famélica.

Pero comer era abrigar una esperanza, y eso era justamente lo que no quería. Toda su vida había alentado esperanzas, como una idiota intoxicada con sus propias expectativas. Las esperanzas eran pompas de jabón; los sueños, vasos de cristal que se rompían en cualquier momento.

Hasta la noche anterior creía que se había alejado del martirio de la infancia, había trepado una escalera engrasada hasta alcanzar las alturas excelsas del discernimiento; estaba conforme consigo y con sus logros. Ahora pensaba que no había ascendido un solo peldaño, que todo había sido ilusión, que durante años sus pies habían patinado sobre los mismos escalones engrasados, como en esas máquinas de gimnasio en las que uno gasta muchísima energía caminando sin cesar para acabar en el mismo punto donde empezó. Los largos años en el restorán, las piernas fatigadas y la lumbalgia después de horas de estar de pie, los cursos exigentes en la Universidad de California, las noches dedicadas al estudio al regresar del trabajo, los innumerables sacrificios, la soledad, la brega incesante… todo eso la había conducido hasta aquí, a este lugar tenebroso, a estas cadenas, al ocaso.

Su gran esperanza había sido que algún día comprendería a su madre y hallaría buenas razones para perdonarla. Incluso había deseado, Dios mediante, llegar a una tregua con ella. Jamás tendrían una sana relación como madre e hija; tampoco serían amigas. Pero acaso alguna vez almorzaría con Anne en un bar con vista al mar, bajo una gran sombrilla en la terraza, donde no hablarían del pasado sino de películas y el clima y de cómo las gaviotas revoloteaban sobre el mar azul zafiro. No habría un sano afecto entre ellas, pero tampoco habría odio. Ahora comprendía que si por algún milagro escapaba intacta y viva de sus cadenas, jamás llegaría al discernimiento soñado. No volvería a acercarse a su madre.

La crueldad y la duplicidad humanas superaban toda comprensión. No había respuestas; sólo pretextos. Chyna estaba perdida. Se había hundido en un lugar más extraño que la cocina de Edgler Veiss, un lugar donde las tinieblas eran aún más aterradoras.

En todos esos años jamás se había sentido totalmente perdida. Asustada, sí. A veces desconcertada y triste. Pero en su mente llevaba un mapa con una ruta señalada aunque fuera de manera vaga, y creía que en su corazón había una brújula que no fallaría. Muchas veces había ido a parar al lugar equivocado, pero nunca le había faltado la certeza de que encontraría la salida, así como en los laberintos de espejos de los parques de diversiones siempre hay una salida entre los infinitos reflejos de uno mismo, las imágenes distorsionadas, las enigmáticas sombras plateadas.

Esta vez no tenía el mapa. Ni la brújula.

La vida misma era un laberinto infinito de espejos, y ella estaba perdida en sus pasillos sin salida, sin nade que la reconfortara o la tomara de la mano.

Al reconocer por fin que nunca había tenido madre ni la tendría y que su única amiga íntima yacía muerta en la casa rodante de Edgler Veiss, Chyna pensó en su padre, a quien jamás había visto y cuyo nombre no conocía, Shepherd era el apellido de su madre, que nunca se había casado.

—Gracias a Dios que eres ilegítima, cariño —solía decir Anne—, porque por eso eres libre. Los bastardos no tienen parientes que se les adhieran como sanguijuelas psíquicas y les chupen el alma.

Cuando Chyna preguntaba quién era su padre, Anne respondía que había muerto; lo decía sin que se le humedecieran los ojos, incluso con una risa alegre. Se negaba a describir su aspecto, su trabajo, incluso a revelar su nombre.

—Cuando me enteré de que estaba embarazada —le dijo una vez—, ya había dejado de verlo. Pertenecía a mi pasado. Él ni siquiera sabe que existes.

Chyna solía fantasear con él: que su madre había mentido, como siempre, y que papá estaba vivo. Lo imaginaba como Gregory Peck en Matar a un ruiseñor, un hombre alto de mirada tierna, voz suave, bondadoso, alegre, con un sentido estricto de la justicia, seguro de sí y firme en sus convicciones. Aunque todos lo admiraban y respetaban, él no creía ser una persona excepcional. Y la amaba.

Si hubiera sabido su nombre o su apellido lo hubiera pronunciado en voz alta. La sola mención del nombre de su padre la hubiera reconfortado.

Lloraba. En todas esas horas desde que había caído en las garras de Veiss, las lágrimas habían asomado más de una vez, y las había contenido. Ahora no podía contener ese torrente ardiente. Se despreció por llorar… pero sólo por un instante. Bienvenidas las lágrimas candentes, confesión de que no había más esperanzas. Quería que el llanto arrastrara consigo la esperanza que solamente conducía a la desilusión y el dolor. A lo largo de su vida turbulenta, al menos desde los ocho años, se había negado a soltar el llanto, a llorar de veras. Debía ser recia y mantener los ojos secos; sólo así se ganaría el respeto de aquellos que, al percibir la menor señal de debilidad en el otro, se acercaban con una luz turbia en los ojos, chacales en torno de una gacela herida. Pero la contención del llanto no alejaría al chacal que había prometido volver después de medianoche, y en su pecho estallaron el dolor y la pena de toda una vida. Sacudido por los sollozos, el pecho le empezó a doler más que la nuca o el dedo luxado. La garganta le ardía terriblemente. Abrumada por las cadenas que la sujetaban a la silla, la cara tensa y empapada y ardiente, el estómago apretado y frío, el sabor de la sal en la boca, jadeando, gimiendo de desesperación, se ahogaba con la conciencia de, su aterradora soledad. Temblaba sin poder contenerse, sus puños se crispaban débilmente y aferraban el aire en torno de su cabeza como si la angustia fuera una capucha que se pudiera quitar y arrojar a un lado. Profundamente sola, perdida y sin amor, se hundió en un laberinto mental de espejos donde ni siquiera el nombre de su padre vino a consolarla.

Después de unos minutos oyó el rugido de un motor. Sonó una bocina fuerte: dos trompetazos cortos y otros dos.

Chyna alzó la cabeza para mirar por la ventana: del granero salía un auto con los faros encendidos. Las lágrimas enturbiaban su visión. No pudo ver el auto que se alejaba rápidamente en la tiniebla gris, pero el conductor sólo podía ser Veiss. Entonces el coche desapareció. El trompetazo burlón de la bocina se había mofado de ella, aunque no fue suficiente para despertar la furia. Contempló el crepúsculo; qué importaba que fuera el último de su vida. Sólo importaba que había pasado la mayor parte de sus veintiséis años en soledad, sin nadie con quien compartir los atardeceres, los cielos estrellados, la belleza turbulenta de las nubes de tormenta. Lamentaba no haberse brindado más a la gente en lugar de refugiarse en su interior, en el armario de su corazón. Ahora que nada tenía importancia y la comprensión no le servía para nada, se dio cuenta de que había menos esperanzas de sobrevivir sola que acompañada. Conocía el rostro humano del terror, la traición y la crueldad, pero no había comprendido que el coraje, la bondad y el amor también lo poseían. La esperanza no era una manufactura hogareña; no era un producto que uno pudiera fabricar por su cuenta como un mantel bordado a mano ni una sustancia que pudiera segregar en su aprensiva soledad como un arce segregaba su jarabe. Había que buscar la esperanza en otros, brindarse a ellos, correr riesgos, abrir la fortaleza de su corazón.

Ahora que lo comprendía le parecía tan sencillo, tan elemental; pero sólo había llegado a ese conocimiento en el momento supremo.

Y la oportunidad para aprovecharlo había pasado mucho antes. Estaría tan sola en la muerte como lo había estado en la vida. Sin embargo, al comprenderlo no tuvo un nuevo acceso de llanto sino que se hundió en un mundo tenebroso como ningún otro, un jardín interior de piedra y cenizas.

Entonces, al mirar por la ventana, vio que algo se movía en la última luz del crepúsculo. A través de las lágrimas vio que por su tamaño no podía ser un doberman.

Pero si Veiss había partido, no podía ser un hombre. Se secó los ojos con la manga del suéter y parpadeó hasta que la figura misteriosa adquirió contornos nítidos en las sombras del crepúsculo. Era un alce. Una hembra, puesto que no tenía cuernos.

Cruzaba despreocupadamente el jardín trasero, desde las lomas boscosas al oeste, y dos veces se detuvo a probar un bocado de los pastos suculentos. Por los meses que había pasado en la estancia en Mendocino, años atrás, Chyna sabía que eran animales gregarios y siempre andaban en manada. Sin embargo, esta hembra parecía estar sola.

Qué extraño que los doberman no acosaran a la intrusa, ladrando y gruñendo, ávidos de sangre. Sin duda, podían olfatearla desde los rincones más alejados del terreno. No había perros a la vista.

Así mismo, qué extraño que el alce no hubiera olfateado a los perros y huido velozmente, los ojos desorbitados por el terror. En el mundo natural, los de su especie eran presa de los pumas, los lobos y las manadas de coyotes; como alimento en pie para tantos depredadores, los alces eran cautelosos, siempre estaban alertas.

Pero este ejemplar no mostraba la menor preocupación por la proximidad de los perros. Después de dos breves pausas para pastar en la hierba verde, se acercó directamente a la galería trasera sin demostrar la menor timidez.

Aunque Chyna no era especialista en fauna silvestre, creyó reconocer un alce costeño, de la misma especie que había visto entre las secoyas. La piel era de color pardo grisáceo, con las consabidas manchas blancas y negras en el cuerpo y la cara.

Sin embargo, le parecía que ese lugar estaba demasiado lejos del mar como para ser un hábitat adecuado para el alce costeño o proporcionarle la vegetación que constituía su dieta. Al salir de la casa rodante, había tenido la impresión de estar rodeada por montañas. Ahora había cesado de llover y se disipaba la bruma; hacia el oeste, donde desaparecían rápidamente los restos de luz del día, las siluetas negras de los picos altos se perfilaban contra las nubes rasgadas y el cielo de color púrpura eléctrico. Una cordillera tan imponente debía de ser un obstáculo insuperable para la migración tierra adentro del alce costeño del Pacífico, una especie de las tierras bajas que prefería las llanuras y las elevaciones suaves. Tenía que ser otra especie de alce, aunque su color era notablemente parecido al de los animales que había visto la noche anterior.

Parada frente a la balaustrada de madera de la galería, a escasos dos metros de ella, la bella criatura miraba directo hacia la ventana. A los ojos de Chyna.

A ella le parecía increíble que el alce pudiera verla. Las luces estaban apagadas y la cocina estaba más oscura que la penumbra exterior en la que se hallaba el animal. Desde su punto de vista, la cocina debía de estar oscura como el fondo de un pozo.

No obstante, era innegable que sus miradas se encontraban. Los enormes ojos oscuros del alce tenían un brillo luminoso.

Recordó el brusco regreso de Veiss a la cocina esa mañana. Presa de una tensión inexplicable, jugueteaba con el destornillador y en sus ojos brillaba una luz extraña. La había interrogado sobre los alces en el bosque de secoyas.

Para Chyna, el interés de Veiss por aquellos alces era tan insólito como la presencia de ese animal que, sin ser molestado por los perros, la contemplaba fijamente a través de la ventana. No ponderó el misterio por mucho tiempo. En su estado de ánimo presente, estaba dispuesta a aceptar cualquier vivencia y a reconocer que a veces es imposible comprender.

A medida que el violeta profundo del cielo se tornaba índigo y luego negro, los ojos del alce se volvían más luminosos. No eran rojos, como los de los animales nocturnos, sino dorados.

Al compás de su respiración pausada, de su hocico negro y húmedo brotaban nubes pálidas de vapor.

Sin dejar de mirar los ojos del animal, Chyna juntó las caras internas de sus muñecas tanto como se lo permitían las esposas. Tintinearon las cadenas de acero: las que la sujetaban a la silla, a la mesa, al pasado.

Recordó su juramento solemne de horas antes, de matarse antes que presenciar la destrucción mental de la joven en el sótano. Había creído que no le faltaría coraje para morderse las venas de las muñecas hasta desgarrarlas y morir desangrada. El dolor sería terrible, pero relativamente breve… y entonces sobrevendría el tránsito soñoliento desde esta oscuridad hacia otra, que sería eterna.

El llanto había cesado. Sus ojos estaban secos.

Su corazón latía con sorprendente lentitud, como en esa vigilia relajada que provoca un sedante fuerte.

Alzó las manos frente a la cara y las retorció hacia atrás lo más que pudo, a la vez que separó los dedos para no perder de vista los ojos del alce.

Acercó la boca al punto de la muñeca izquierda donde debía morder. Su aliento tibio le acariciaba la piel fría. La luz del día se había desvanecido por completo. Las montañas y el cielo formaban una única marejada negra sobre el océano de la noche, un peso colosal a punto de abatirse sobre ella.

La cara con forma de corazón del alce era apenas visible a dos metros de distancia. Sin embargo, sus ojos brillaban.

Chyna posó los labios sobre su muñeca izquierda. Bajo el beso, sintió su pulso, firme y potente.

Chyna y el alce inmóvil se miraban fijamente en la tenebrosa oscuridad, y ella no supo quién había hipnotizado al otro.

Posó los labios sobre su muñeca derecha. La misma frescura en la piel, el mismo pulso poderoso.

Separó los labios y tomó un pliegue de piel entre los dientes. Le parecía que había suficiente tejido entre sus incisivos para provocar un desgarro mortal. En todo caso, el segundo mordisco o el tercero alcanzaría el objetivo.

A punto de morder, comprendió que el acto no requería el menor coraje. Al contrario. El acto de valor consistía en no morder.

Pero, qué le importaban el coraje o el valor. Un bledo. Nada tenía importancia, salvo acabar con la soledad, el dolor, la angustiante sensación de vacío e impotencia.

Y la chica. Ariel. En esa horrible y silenciosa oscuridad.

Por un instante, estuvo a punto de dar el mordisco fatal.

Los latidos de su corazón eran lentos, solemnes, serenos como el agua profunda.

Entonces, sin tener conciencia de haber soltado el pliegue de piel entre los dientes, Chyna advirtió que sus labios estaban apretados contra la piel intacta. Bajo el beso de la vida, latía lentamente el pulso.

El alce había desaparecido. Desaparecido.

Atónita, sólo vio oscuridad donde antes había estado el animal. Estaba segura de que en ningún momento había cerrado los ojos; ni siquiera había parpadeado. Sin embargo, debía de haber caído en trance, porque el alce majestuoso se había desvanecido misteriosamente en la noche, así como la ayudante del mago del circo desaparece bajo el sudario negro arrojado sobre ella.

Su corazón empezaba a latir rápidamente y con fuerza.

—No —susurró en la cocina tenebrosa, y esa sola palabra fue a la vez promesa y ruego.

Como una rueda veloz, su corazón la arrastró de la tiniebla interior en la que se había perdido, de ese paisaje sombrío, hacia otro más claro.

—No. —Esta vez su voz sonó desafiante.

No susurraba.

—No.

Agitó las cadenas como un potro bravío al tratar de sacudirse los arneses.

—No, no, no. No, qué mierda.

Su voz era tan clamorosa, que reverberaba en los planos duros de la heladera, en la puerta de vidrio del horno, en el mármol de la mesada.

Trató de apartarse de la mesa para pararse. Pero la cadena enlazaba la silla al barril que sostenía la mesa, e impedía sus movimientos.

Si apoyara los talones en el piso de vinilo para tratar de apartarse, probablemente no podría moverse. A lo sumo arrastraría la pesada mesa un par de centímetros. Y aunque tironeara durante toda su vida, no le alcanzarían las fuerzas para romper la cadena.

Aún rechazaba con todas sus fuerzas la mera idea de la capitulación.

—No, no, carajo, no —repetía una y otra vez entre dientes.

Al inclinarse hacia adelante estiró la cadena que unía la argolla de la muñeca izquierda con la de la derecha pasando por detrás de su espalda. Estaba entrelazada con las varillas del respaldo recto de la silla, detrás del almohadón. Tironeó con la esperanza de oír el crujido de la madera al quebrarse, tironeó con más y más fuerza, y el dolor era un hierro candente que le atravesaba el cuello; el martirio de los golpes recibidos reapareció en su cuello y el costado derecho de su cara, pero no iba a permitir que el dolor la arredrara. Dio un tirón aún más fuerte, que seguramente rayó la madera —fuerza, fuerza— apretando la silla contra el piso con su cuerpo a la vez que la alzaba al tironear de las varillas una y otra vez y sus bíceps se estremecían. Fuerza. Jadeaba de furia e impotencia mientras punzadas de dolor le atravesaban la nuca, los hombros y los brazos. ¡Fuerza! Empeñando todo su ser en el esfuerzo, apretando los dientes con tanta fuerza que le temblaban los músculos de las mandíbulas, tironeó hasta sentir el latido de las arterias en las sienes y aparecer destellos rojos y plateados detrás de sus párpados. En vano: ningún crujido de madera rota premió sus esfuerzos. La silla era sólida, con varillas gruesas y juntas resistentes.

Su corazón tronaba, en parte debido al esfuerzo pero también porque la embargaba la euforia de la libertad. Lo cual era absurdo, una locura total, porque seguía engrillada y tan cerca de la libertad como en el momento de despertar y hallarse sujeta a la silla. Sin embargo, se sentía libre, y sólo era cuestión de que la realidad se pusiera a tono con su voluntad.

Se puso a pensar, entre jadeos. El sudor empapaba su frente.

Debería dejar la silla para más adelante. Para liberarse de ella, debía ganar libertad de movimientos. Lo primero era liberarse de la mesa.

No podía inclinarse lo suficiente para desenroscar la barra acoplada que unía la cadena corta entre sus tobillos a la más larga que enlazaba la silla con la mesa. Si no, hubiera sido fácil liberar sus piernas de los dos muebles.

Si pudiera volcar la mesa, la cadena que enlazaba la base y se acoplaba con los grilletes de las piernas quedaría suelta en el momento en que el barril cayera de costado. ¿O no? Sentada en la oscuridad, no terminaba de visualizar la mecánica de su proyecto, pero pensó que volcar la mesa era el primer paso.

Desgraciadamente, la silla frente a ella, la que había ocupado Veiss, constituía un obstáculo que le impediría volcar la mesa. Debía apartarla, dejar libre el camino. Pero tanto los grilletes como el barril le impedían apartarla de una patada. Así mismo, las cadenas que la sujetaban no le permitían pararse para tirar un manotazo por encima de la mesa.

Por consiguiente, debía correr su silla y así arrastrar la mesa para apartarla de la silla de Veiss. Se tensó la cadena que enlazaba la base. Al tironear, apretando los talones contra el piso, tuvo la sensación de que el mueble era demasiado pesado; acaso dentro del barril había una bolsa de arena para darle estabilidad. Pero en ese momento hubo un crujido y el barril se deslizó un par de centímetros sobre las baldosas; el plato y el vaso con agua tintinearon sobre la mesa.

La tarea era más ardua de lo que había previsto. Tuvo la sensación de estar en uno de esos programas de concursos de la televisión donde los participantes deben realizar pruebas físicas idiotas como romper una pila de ladrillos de un solo golpe. No obstante, la mesa se deslizaba con los tirones. Al cabo de un par de minutos de esfuerzos interrumpidos por dos pausas para recuperar el aliento, cejó por temor a quedar atrapada contra la pared que separaba la cocina del lavadero; debía conservar algún margen para maniobrar. Aunque era difícil medir las distancias en la oscuridad, calculó que había arrastrado la mesa casi un metro, más que suficiente para apartarla de la silla de Veiss.

Tratando de proteger el dedo luxado, colocó las manos esposadas bajo la mesa y trató de alzarla. Pesaba bastante más que Chyna —una tabla de dos pulgadas, las duelas del barril, los aros de hierro negro que sujetaban las duelas, acaso la arena—, y sentada no podía ejercer demasiada fuerza. El fondo del barril se alzó dos centímetros y luego otros dos. El vaso volcó su contenido, rodó hasta caer de la mesa, se hizo añicos. Aunque alentada por el ruido

—¡Vamos! —susurró—, comprendió que había subestimado el peso y la magnitud del esfuerzo requerido, y soltó la mesa.

Chyna flexionó los músculos, tomó aliento y reanudó la tarea. Esta vez separó los pies tanto como se lo permitieron los grillos. Puso las palmas contra la cara inferior de la tabla de pino con los pulgares enganchados en el borde redondeado. Tensó los músculos, los de las piernas y los de los brazos, para empeñar todo su cuerpo en el esfuerzo, alzándose centímetro por centímetro a medida que volcaba la mesa. Las diversas cadenas eran demasiado cortas para permitirle enderezarse, siquiera a medias, de manera que su cuerpo se alzó agazapado bajo el peso de la mesa en una posición rígida y torpe. La tensión en las rodillas y los muslos era tremenda, jadeaba y se estremecía por el esfuerzo, pero no cejaba porque cada centímetro que ganaba incrementaba su ventaja mecánica; usaba todo su cuerpo para hacer fuerza. ¡Vamos, arriba!

El plato con el sándwich y la bolsa de papas fritas cayeron de la mesa. La loza se rompió y los añicos se deslizaron sobre el piso con un ruido desagradablemente similar al de las ratas al huir.

El dolor del cuello era agudísimo y le parecía que alguien enroscaba un sacacorchos en su clavícula derecha. Pero el dolor, lejos de detenerla, era una motivación adicional. A medida que se intensificaba, Chyna se identificaba más y más con Laura y su familia, con el joven colgado en el ropero de la casa rodante, con los empleados de la gasolinera, con los muertos enterrados en el jardín. Y a medida que crecía la identificación con ellos, se intensificaba su deseo de martirizar a Edgler Veiss. La embargaba el espíritu del Antiguo Testamento: nada de ofrecer la otra mejilla. Quería escuchar los alaridos de Veiss en el potro de los tormentos, ver cómo lo estiraban hasta descoyuntarlo, hasta desgarrarle los tendones. No quería verlo encerrado en un hospicio psiquiátrico para locos peligrosos donde lo analizaran y aconsejaran y ayudaran a recuperar su autoestima, le suministraran una batería de drogas psicotrópicas, le asignaran un cuarto privado con televisor, lo inscribieran en torneos de naipes con otros pacientes y le sirvieran pavo asado en Navidad. Lejos de entregarlo a los cuidados amorosos de los psiquiatras y los asistentes sociales, Chyna quería verlo en las manos diestras de un hábil torturador, y a ver si el degenerado hijo de puta era capaz de aferrarse a sus ideas de que todas las vivencias eran igualmente válidas y todas las sensaciones eran dignas de ser experimentadas. No había ni pizca de nobleza en ese deseo ardiente, hijo del dolor, pero era un combustible de alta potencia que ardía intensamente y mantenía su motor en marcha.

Calculando a ojo, le pareció que el costado del barril se había alzado unos seis o siete centímetros del piso, más o menos igual que la primera vez, pero a ella le quedaba mucho vigor. Plegada en forma de Z invertida, encorvada como un gnomo maldecido por Dios, alzó la mesa, las rodillas doloridas, los muslos crispados por el esfuerzo, el trasero más apretado que el puño de un político al recibir un soborno en metálico. Para darse aliento, le habló a la mesa como a un ser vivo y consciente:

—Vamos, vamos, arriba, mierda, mierda, mierda, arriba, hija de puta, vamos, vamos, carajo, vamos.

A su mente vino una escena absurda: ella era un personaje en una de esas películas en las que el muchachito bueno comprende bruscamente la verdad y vuelca la mesa de póquer sobre el tahúr itinerante tramposo, salvo que ahora el drama se desarrollaba en cámara lenta, como en un western submarino.

Al principio, la silla permaneció en el preciso lugar donde estaba cuando se levantó su trasero, pero a medida que sus brazos se alzaban y estiraban, la cadena que unía sus muñecas por detrás del almohadón y entre las varillas empezó a levantarla. Con su cuerpo alzaba la mesa por delante y la silla por detrás. El borde filoso de ésta le lastimaba los muslos, y la tabla superior del respaldo ejercía una terrible presión sobre sus omóplatos; toda la silla actuaba como una abrazadera para impedir que se enderezara.

Pero Chyna apretó su cuerpo contra la mesa inclinada, separándolo de la silla para enderezarlo un centímetro y luego uno más. En el límite de la fuerza y la resistencia, jadeaba rítmicamente y con fuerza: ¡Uh, uh, uh! El sudor bañaba su cara y le provocaba ardor en los ojos, pero en la cocina no había luz, y no era necesario ver para llevar a cabo la tarea. El ardor no la incomodaba; era un dolor insignificante; pero sentía que la tensión le reventaría una arteria… o expulsaría un coágulo de la pared de un vaso para lanzarlo al cerebro.

Sintió miedo por primera vez en muchas horas, porque mientras forcejeaba con la mesa no podía dejar de pensar en lo que le haría Edgler Veiss si al volver a casa la encontraba tendida en el piso, mareada y aturdida por un ataque de apoplejía. Con los sesos vueltos papilla, ya no sería un juguete complejo como hasta entonces; no estaría en condiciones de proporcionarle a Veiss las emociones que buscaba al torturarla. Quizá regresaría a los juegos toscos a los que sometía las tortugas en su juventud. Tal vez la arrastraría al jardín para prenderle fuego y disfrutar viéndola retorcerse sobre sus miembros retorcidos por el fuego.

La mesa cayó de costado con un estrépito que hizo vibrar los platos en la alacena y un paño de vidrio flojo en la ventana.

Aunque ése era precisamente el objetivo de sus forcejeos, el éxito repentino ahogó el grito de triunfo en su garganta. Se apoyó contra el borde curvo de la mesa volcada y jadeó en busca de aliento.

Unos segundos después, al tratar de apartarse, descubrió que la cadena tensa aún la sujetaba al barril. Trató de liberarse de un tirón. No tuvo suerte.

Cayó en cuatro patas con la silla sobre la espalda y tanteó bajo la mesa volcada como si estuviera en una playa y buscara el fresco bajo una gran sombrilla. En medio de la oscuridad, tanteó el fondo del barril que servía de pie a la mesa, y vio que esa parte de la tarea aún no había concluido.

Caída de costado, la mesa parecía un gran hongo cuyo tallo formaba un ángulo con el piso. Entorpecida por su posición, Chyna no había podido volcarla por completo para que la base apuntara hacia arriba. El fondo del barril, deprimido dentro del aro inferior, estaba a la vista; pero la cadena que la sujetaba a ella había quedado atrapada en el ángulo formado por el piso y el costado de la base.

Arrastrando la silla consigo, Chyna se alzó penosamente hasta quedar agazapada. Extendió los brazos para enganchar los dedos en el aro metálico, juntó fuerzas y dio un tirón.

Aunque trató de proteger su índice lastimado, sus manos resbalaron sobre el aro de hierro pintado. Estrelló las puntas de los dedos de la mano derecha contra el fondo áspero del barril, y la punzada de dolor en su índice hinchado le arrancó un alarido.

Agazapada, apretó la mano lastimada contra su seno a la espera de que cesara el dolor. Poco a poco fue disminuyendo.

Después de secarse las manos en las piernas de los jeans enganchó nuevamente los dedos en el aro, titubeó, tironeó y el barril se alzó uno, dos centímetros. Con el pie izquierdo pateó el lazo de la cadena hasta que le pareció que estaba suelto, y dejó caer la base.

Cayó hacia atrás, siempre atada a la silla, y esta vez nada la retuvo. La cadena suelta resonó al caer al piso: ya no la sujetaba a la mesa.

La silla chocó contra la pared que separaba la cocina del lavadero. Se corrió de costado para apartarse de la mesa hacia la ventana, un borroso rectángulo gris entre la cocina oscura y la noche apenas menos oscura.

Aunque faltaba mucho para ganar la libertad y aún más para estar a salvo, Chyna estaba eufórica: al menos había dado el primer paso. Una jaqueca invadía su frente y su sien derecha como una marejada implacable, y un dolor salvaje le atenazaba el cuello. Su índice hinchado era otra fuente de martirios. A pesar de sus gruesas medias, sentía que los grilletes le habían lastimado y despellejado los tobillos, y le ardía la muñeca izquierda, lastimada por las esposas al tratar de quebrar las varillas del respaldo. Le dolían las coyunturas, le ardían los músculos debido al esfuerzo que les había exigido, y una puntada en su flanco izquierdo tironeaba como una aguja enhebrada con alambre al rojo vivo… pero sonreía.

Al llegar a la ventana dejó que las patas de la silla se posaran en el piso. Se sentó.

Mientras disminuía el latido frenético de su corazón, se apoyó en el almohadón del respaldo, y en medio de sus jadeos, para su propia sorpresa, se largó a reír. Era una risa cristalina, infantil, un gorjeo de felicidad y a la vez de distensión de los nervios.

Con la manga de algodón se secó el sudor que le irritaba los ojos. Alzó las manos esposadas para apartar los mechones húmedos de pelo que caían sobre su frente.

Cuando se le escapaba un gorjeo un poco más suave, por el rabillo del ojo derecho detectó un movimiento en la ventana. Se volvió, feliz: El alce, pensó.

Un doberman la miraba fijamente.

No había luna, pocas estrellas asomaban tras las nubes desgarradas, y el perro era negro como el alquitrán. Pero lo veía con nitidez porque su hocico puntiagudo estaba a escasos centímetros de su cara, separado de ella solamente por el vidrio. Sus ojos retintos eran fríos e implacables; su mirada, fija y vidriosa como la de un tiburón. Curioso, rozaba el vidrio con su hocico húmedo.

El doberman soltó una especie de silbido, perceptible a través del vidrio, que no era plañidero ni quejoso: era un aullido suave, perfectamente a tono con la luz asesina que iluminaba sus ojos.

Chyna había dejado de reír.

El perro se dejó caer y desapareció de su vista. Chyna escuchó el retumbar hueco de sus patas sobre las tablas al cruzar rápidamente la galería, sus quejidos nerviosos en contrapunto con un gruñido pendenciero. El perro reapareció, apoyó sus grandes patas delanteras en la repisa de la ventana y la miró una vez más a los ojos. Agitado, mostró sus enormes dientes en gesto de amenaza, sin ladrar ni gruñir.

Tal vez el estrépito del vaso al hacerse añicos en el piso o el de la mesa al volcarse habían llegado al patio cuando el perro andaba por ahí. Acaso el perro se encontraba frente a la ventana desde mucho antes, escuchando la voz de Chyna que maldecía sus ataduras o se daba aliento; sin duda, había escuchado su risa. Los perros tenían mala vista; éste sólo podía ver su cara, no el desorden en la cocina. Pero poseían un sentido del olfato descomunal, así que tal vez la bestia había detectado el olor de la transpiración a través del vidrio… y eso la había alarmado.

La ventana, que medía aproximadamente dos metros de ancho por uno y medio de altura, estaba dividida en dos paneles deslizantes. Desentonaba con la arquitectura original de la casa; tal vez formaba parte de una remodelación más reciente. Si hubiera estado compuesta por pequeños paneles de vidrio separados por varillas robustas de madera, Chyna se hubiera sentido mucho más tranquila. Pero cualquiera de los vidrios era lo suficientemente grande para dejar pasar al nervioso doberman, si decidiera romper el vidrio y abalanzarse sobre ella.

Seguramente no sucedería. Los perros estaban adiestrados para patrullar el terreno, no para tomar la casa por asalto.

Los dientes descubiertos brillaban vagamente en la penumbra como perlas grisáceas en una sonrisa amplia, sardónica.

Para evitar cualquier gesto brusco que pudiera azuzarlo, Chyna aguardó a que el doberman se dejara caer del alféizar antes de inclinarse y recoger el excedente de cadena que amenazaba con hacerla tropezar. Escuchando los pasos del perro que iba y venía por la galería, se alzó a la posición de gnomo giboso que le imponía la pesada silla. Recorrió lentamente la cocina, siempre cerca de las paredes y los muebles, tanteando lo mejor posible con las manos esposadas, con una de las cuales sostenía la cadena. Arrastraba los pies, no porque la obligaran los grilletes sino para apartar los fragmentos de vidrio y loza y no pisarlos.

Junto a la puerta que daba a la sala encontró el interruptor de la luz, pero vaciló antes de encenderla y echó una mirada a la ventana. El doberman la espiaba; era mejor dejar la cocina a oscuras.

Sin embargo, debía registrar los cajones, de manera que encendió la luz del cielo raso. En la ventana, el doberman se sobresaltó, aplastó las orejas contra el cráneo, las irguió nuevamente y clavó su mirada en ella.

Chyna dejó de prestar atención al perro. Se inclinó en la medida en que se lo permitían las cadenas, alzando la silla sobre la espalda. Trató de alcanzar el caño acoplador que unía el grillete de los tobillos con la cadena larga que había rodeado el pie de la mesa y aún estaba enlazada con los travesaños de la silla. Pero aunque se había liberado de la mesa, las cadenas le impedían alcanzar el acople.

Volvió a las alacenas. Abrió los cajones uno por uno para examinar su contenido.

Al pasar la toma del teléfono en la pared, se detuvo a contemplarla, impotente. Si Edgler Veiss llevaba una vida aparte de la del «aventurero homicida», si tenía trabajo y algún tipo de vida social para encubrir su verdadera naturaleza, seguramente tenía teléfono; la toma no era un mero hueco en la pared abierto por los propietarios originales de la casa. El teléfono estaría oculto en alguna parte.

Pero si bien en una vida era un psicópata asesino furioso sin el menor control de sus actos, en la otra que le servía de fachada era un hombre minucioso y cuidadoso al extremo. El agente del caos, que reducía las vidas ajenas a escombros, conservaba sus propios asuntos en perfecto orden y evitaba los errores.

Chyna abrió un par de puertas para estudiar el interior de las alacenas, pero sólo encontró ollas, sartenes, platos y vasos. Abandonó la búsqueda del teléfono al comprender que Veiss, después de tomarse la molestia de desenchufarlo y ocultarlo, seguro lo había escondido en otra parte de la casa, en algún lugar donde difícilmente lo encontraría aunque lo buscara durante horas.

Abrió otros cajones. En el cuarto encontró una bandeja de plástico con divisiones que contenía diversos utensilios culinarios pequeños.

Posó la silla frente al cajón abierto y se sentó. Afuera, el doberman deambulaba rápidamente de acá para allá, casi corría de un extremo a otro de la galería, y sus gemidos eran más fuertes que antes. Chyna no comprendía el motivo de su agitación, pues en lugar de romper vidrios y derribar muebles, ella examinaba con cuidado los cajones, evitaba sacudir las cadenas y hacer cualquier gesto que pudiera alarmar al perro. Éste aparentemente se había dado cuenta de que ella intentaba escapar, pero era imposible que un mero animal comprendiera la situación en toda su complejidad. Un mero animal. Sin embargo, en su agitación, corría de un extremo a otro de la galería, volvía a mirar por la ventana, clavaba en ella sus feroces ojos negros y parecía decir: ¡Puta roñosa, aléjate de los cajones!

Tomó del cajón un sacacorchos con mango de madera, estudió la espiral puntiaguda, lo descartó. Un destapador de botellas. No. Un pelapapas. Menos. Un rallador de limón. Tampoco. Halló un robusto par de pinzas de ocho pulgadas que Veiss probablemente utilizaba para sacar aceitunas o encurtidos de frascos de boca angosta. Las hojas eran demasiado gruesas para introducirlas en las pequeñas cerraduras de las esposas, de manera que también las descartó.

Entonces encontró lo que buscaba: una brocheta de acero de quince centímetros de longitud, de las que se usan para sujetar las alas del pavo para asarlo. Había una docena, sujetas por un elástico. Al sacar una, comprobó que era rígida, fina y puntiaguda, con un ojo en el otro extremo. Había otras más cortas, para pollos.

La visión de un suculento pavo asado trajo consigo el aroma. Se le hizo la boca agua, su estómago soltó un gruñido que le hizo lamentar no haber comido siquiera unos bocados del emparedado de jamón y queso que Veiss le había preparado.

Tomó la brocheta entre el pulgar y el dedo mayor de la diestra para no usar el índice hinchado, e introdujo la punta en la cerradura de la argolla izquierda. Al tantear con la brocheta en busca del mecanismo de la cerradura, escuchó una serie de chasquidos.

Recordó una película en la que un psicópata asesino, el gran genio criminal de su época, improvisaba una llave de esposas con un tanque de bolígrafo y un clip. En quince segundos, o tal vez diez, se quitó las esposas, a continuación sometió a los dos guardias, los mató y le arrancó la cara a uno de ellos para usarla como disfraz, si bien para la cirugía no usó la llave improvisada sino una navaja. A lo largo de los años, Chyna había visto muchas películas en las que un prisionero tan inexperto como ella abría rápidamente un par de esposas o grilletes.

Diez minutos después, la argolla izquierda estaba tan cerrada como al comienzo.

—Las películas muestran cualquier cosa —dijo en voz alta. En su impotencia, su mano empezó a temblar y perdió el control. El alfiler se agitaba en vano dentro de la estrecha cerradura.

En la galería, el perro no se paseaba tan rápidamente como antes, pero aún estaba nervioso. Dos veces arañó la puerta, una vez con cierto entusiasmo, como si pretendiera atravesar la madera.

Chyna tomó el alfiler con la mano izquierda y trató de abrir la pulsera derecha. Clic, chac, clic, chac. Absorta en su tarea, sudaba tan profusamente como en sus forcejeos con la mesa.

Por último, arrojó el alfiler al suelo. Ping, ping, rebotó sobre el piso y un fragmento de vidrio.

Si ella hubiera sido un psicópata asesino y el gran genio criminal de su época, tal vez se habría liberado rápidamente. Pero sólo era una camarera y estudiante de sicología.

A pesar de los obstáculos que suponían la cordura y el respeto por la ley, tal vez una herramienta más eficaz que el alfiler le permitiría quitarse las esposas y los grilletes de los tobillos, pero la tarea demandaría varias horas. No podía dedicar tanto tiempo a sacudirse las cadenas y la silla porque una vez liberada, debía realizar varias tareas apremiantes antes del regreso de Veiss.

Cerró el cajón con violencia. Alzó la cadena y, con la silla atada a la espalda, se irguió como pudo.

Con un estrépito digno de un caballero con armadura, Chyna fue hasta la puerta que daba a la sala.

A sus espaldas, oyó un chirrido espeluznante que venía de la ventana del comedor diario. Se volvió: el enorme doberman, frenético, arañaba el vidrio con las dos patas. El rechinar de sus uñas sobre el vidrio era tan estremecedor como el de una tiza sobre el pizarrón.

Su intención había sido pasar de la cocina a la sala, a la luz que se derramaba de un cuarto a otro, pero el perro la había asustado. Mientras trataba de abrir las esposas, el perro se había serenado un poco, pero ahora estaba tan nervioso como antes. Chyna apagó los tubos fluorescentes del techo con la esperanza de calmarlo antes de que decidiera atravesar el vidrio.

Chiiic-chiiic-chiiic.

Garras, vidrio.

Chiiic-chiiic.

Cruzó el umbral y al salir de la cocina cerró la puerta para aislar los chirridos. Y también al perro, por si el hijo de puta estaba tan loco como para atravesar la ventana.

Tanteó la pared. Evidentemente, las llaves de luz estaban al otro lado de la sala, junto a la puerta principal. La oscuridad parecía más densa que en la cocina. Las cortinas estaban cerradas en uno de los ventanales que daban a la galería delantera. El otro era un vago rectángulo gris por donde entraba tan poca luz como por los paneles deslizantes de la cocina.

Inmóvil, Chyna trató de orientarse y recordar la posición de los muebles. Había estado allí una sola vez, por poco tiempo, y la habitación estaba en penumbras. Esa mañana, al entrar por la puerta principal, había visto la puerta de la cocina en la pared del fondo y a su izquierda. El bello sofá de patas esféricas tapizado con tela escocesa estaba a su derecha, lo cual significaba que ahora, al entrar desde el fondo de la casa, lo encontraría a su izquierda. El gran sofá estaba flanqueado por mesas rústicas de roble, y sobre cada una había una lámpara.

Tratando de conservar esa imagen nítida en su mente, cojeó cautelosamente en la oscuridad, temerosa de tropezar con una silla, un escabel, acaso un revistero. Abrumada por el peso de las cadenas y la silla, no podría amortiguar una caída y tal vez se quebraría un tobillo o incluso una pierna.

Entonces Edgler Veiss volvería a casa y se pondría furioso por el desorden y porque ella se había hecho daño en lugar de conservarse sana para sus entretenimientos. La sometería a sus juegos infantiles o quizás utilizaría el miembro fracturado para enseñarle a disfrutar del dolor. Pero chocó directamente con el sofá y no cayó. Deslizó la mano por el respaldo tapizado y se corrió hacia la izquierda hasta llegar a la mesa lateral. Extendió el brazo hasta palpar la pantalla de la lámpara, las varillas de alambre bajo la tela tensa.

Palpó el portalámpara y luego el pie de la lámpara. Cuando sus dedos encontraron el interruptor giratorio, tuvo la brusca certeza de que una mano poderosa saldría de la noche y tomaría la suya, de que Veiss había regresado y se encontraba a escasos centímetros de ella. Divertido, paciente como una inmensa araña sobre su tapizado escocés, había escuchado sus forcejeos y anticipado el placer de frustrar sus esperanzas cuando llegara a ese punto. La luz se encendería, Veiss guiñaría un ojo y con una sonrisa diría: Intenso.

El interruptor, frío como el hielo entre el pulgar y el índice, le quemaba la piel.

Su corazón latía frenético como las alas de un pájaro atrapado, con tanta fuerza, que le cortaba el aliento, y el pulso en su garganta le impedía tragar saliva cuando Chyna salió de su parálisis y giró el interruptor. Una luz suave llenó la habitación. Edgler Veiss no estaba en el sofá. Ni en el sillón. Ni en el cuarto. El aliento contenido brotó como una explosión, su cuerpo se estremeció hasta sacudir las cadenas y se apoyó en el sofá hasta que, poco a poco, su corazón sobresaltado se serenó.

Después de las horas grises de depresión, de muerte afectiva, el asalto del terror le había dado energías. Si alguna vez sufría un ataque brutal de disritmia cardíaca, el solo recuerdo de Veiss sería más eficaz para poner el corazón en marcha que las paletas eléctricas de una desfibriladora. El miedo era la prueba de que había recuperado la vida y la esperanza.

Rengueó hasta la chimenea de piedra gris que ocupaba por completo una de las paredes de la habitación. El profundo hogar central no estaba montado sobre una tarima, lo cual facilitaría las cosas.

Había pensado en bajar al sótano donde horas antes había visto un banco de carpintero; seguramente no faltarían sierras entre las herramientas de Veiss. Pero había descartado esa alternativa casi al instante.

Bajar la escalera empinada con las manos y los tobillos sujetos por cadenas y una pesada silla de pino sobre la espalda sería una hazaña menos peligrosa que saltar el Gran Cañón del Colorado en motocicleta, pero sin duda riesgosa. Aunque confiaba en llegar al fondo sin caerse de boca y romperse la crisma como una cáscara de huevo, ni quebrarse la pierna en mil fragmentos, su confianza no era total ni mucho menos. Sus fuerzas estaban disminuidas porque había comido muy poco durante las últimas veinticuatro horas y padecido enormes sufrimientos. Además, el cúmulo de dolores le quitaba estabilidad. El descenso al sótano, en apariencia sencillo, en estas circunstancias era como si un acróbata tomara cuatro martinis dobles antes de caminar por la cuerda floja.

Además, aunque encontrara una sierra afilada lo suficientemente corta como para poder manejarla, tendría que colocarla en un ángulo que no le permitiría ejercer demasiada fuerza. Para separar el grillete inferior de la silla, tendría que cortar los tres travesaños que unían las patas —cada uno de tres o cuatro centímetros de diámetro—, en los que estaba enlazada la cadena. Tendría que sentarse, inclinarse hacia adelante y aserrar hacia atrás. Y aunque la cadena superior le diera margen suficiente para inclinarse, lo cual era dudoso, apenas alcanzaría a raspar la madera. Con suerte, terminaría de cortar el tercer travesaño a fines de la primavera. Entonces tendría que aserrar las cinco robustas varillas del respaldo para soltar la cadena superior, y ni siquiera un contorsionista de circo con huesos de caucho podría atacarlos atado a la misma silla.

Cortar las cadenas de acero sería imposible. Podría intentar cortarlas desde un ángulo más conveniente que los travesaños entre las patas de la silla. Pero era difícil que Veiss tuviera una sierra para acero, y por cierto que Chyna carecía de la fuerza necesaria.

Debía resignarse a emplear medios más primitivos que las sierras. Y la preocupaban las posibles heridas y el dolor que provocaría el proceso de liberación.

Sobre la repisa del hogar, los ciervos de bronce estaban congelados en su salto perpetuo, cuernos contra cuernos, enmarcando la cara blanca del reloj.

Eran las siete y ocho minutos.

Faltaban casi cinco horas para el regreso de Veiss. O tal vez no.

Había dicho que volvería lo antes posible después de la medianoche, pero Chyna no tenía motivos para suponer que había dicho la verdad. Quizá volvería a las diez. O a las ocho. O en diez minutos.

Rengueó hasta las baldosas del hogar, que estaban a ras del piso, y fue hacia la derecha, pasando el cajón de leña y los herrajes de bronce, hasta colocarse bajo la gran repisa. La pared del costado del hogar era de piedra gris lisa… precisamente la superficie dura que necesitaba. Chyna se colocó con el flanco izquierdo hacia la piedra, torció el cuerpo lo más que pudo sin girar los pies, a la manera de un atleta olímpico que se apresta a lanzar el disco, y se volvió hacia la derecha con todas sus fuerzas. Con ese movimiento arrojó la silla —que estaba atada a su espalda— en dirección contraria a su cuerpo hasta estrellarla contra la pared. La silla chocó contra la pared con un estrépito de matraca, rebotó entre el tintinear de las cadenas, y el golpe le lastimó el hombro, las costillas y la cadera. Repitió el movimiento con más energía, pero a juzgar por el ruido, a lo sumo rayó el barniz y le arrancó un par de astillas a la silla de pino. Un centenar de golpes débiles como ese tal vez acabarían por destrozar la silla, volverla astillas, pero mucho antes su propio cuerpo quedaría reducido a una masa de carne sanguinolenta, huesos rotos y articulaciones descoyuntadas.

Al sacudir la silla a la manera de un perro que menea la cola, el golpe carecía de la fuerza necesaria. Tal como había temido, quedaba una sola alternativa… y no le gustaba en absoluto.

Chyna miró el reloj sobre la repisa. Habían pasado apenas dos minutos desde la última vez que lo había mirado. Dos minutos no era nada si tenía tiempo hasta la medianoche, pero era una pérdida de tiempo fatal si Veiss ya volvía a casa. Quizás en ese preciso instante venía por la ruta, doblaba para pasar el portón y tomaba su camino privado; el mentiroso hijo de puta le había hecho creer que volvería después de la medianoche, pero pensaba volver furtivamente y…

Chyna estaba amasando una hogaza de pánico con mucha harina y levadura, y una sola rodaja bastaría para atragantarla. Era una avidez que no debía satisfacer. El pánico era pérdida de tiempo, derroche de energía.

Debía conservar la calma.

Para liberarse de la silla debía emplear su propio cuerpo como una suerte de ariete neumático, lo cual le provocaría mucho dolor. Ya estaba dolorida, pero el dolor que la esperaba sería peor —mucho más agudo—, y eso le daba miedo.

Seguramente habría otra forma.

Escuchó los latidos de su corazón y el tictac del reloj sobre la repisa.

Si ganaba la planta alta, tal vez encontraría el teléfono y podría comunicarse con la policía. Ellos se ocuparían de los doberman. Tendrían llaves para abrir las esposas y los grilletes. Liberarían a Ariel. Una llamada bastaría para quitarle todo el peso de los hombros. Pero su voz interior —esa vieja amiga, la intuición— le decía que tampoco hallaría el teléfono en la planta alta. Edgler Veiss era implacablemente eficiente. El teléfono estaría en su lugar cuando él estaba en la casa, pero no cuando se ausentaba. Era probable que se llevara el aparato consigo cuando salía.

La torpeza de movimientos impuesta por las cadenas y la silla podía provocarle una caída que la dejaría lisiada. El riesgo sería aun mayor si debía bajar la escalera al no hallar un teléfono. Además, perdería un tiempo precioso.

Volvió la espalda a la pared de piedra, se alejó un par de metros, se detuvo, cerró los ojos y reunió todo su coraje.

Tal vez una de las varillas del respaldo se partiría hacia adelante. El extremo astillado atravesaría el almohadón o se deslizaría por el borde, se le hundiría en la espalda y en las tripas.

O quizá se quebraría la columna, lo cual era más probable. Con la fuerza del impacto concentrado en la mitad inferior de la silla, las patas se estrellarían contra sus piernas; la mitad superior se alejaría de ella y de rebote la golpearía con fuerza en la espalda o la nuca. Las varillas estaban sujetas al asiento y a la tabla radial de pino que servía de apoyacabeza, y este larguero era tan macizo, que un golpe fuerte en las vértebras cervicales podría causarle mucho daño. Acabaría tirada en el piso de la sala, bajo las cadenas y la silla, paralizada de la nuca para abajo.

A veces meditaba en exceso sobre las posibilidades, se demoraba hasta lo irracional en los finales desastrosos de una situación. Era otra consecuencia de haber pasado la infancia bajo los elásticos de las camas a la espera de que terminara la juerga o la pelea. Cuando Chyna tenía siete años, su madre y ella habían vivido durante algún tiempo con un hombre llamado Zack y una mujer llamada Memphis en un granero desvencijado en las afueras de Nueva Orleans y una noche habían llegado —dos hombres con una heladera de telgopor, y menos de cinco minutos después de su arribo, Memphis los había matado. Los visitantes estaban sentados junto a la mesa de la cocina. Uno de ellos hablaba con Chyna y el otro destapaba una botella de cerveza… cuando Memphis sacó un revólver de la heladera y les disparó a la cabeza, primero a uno y después al otro, tan rápidamente que el segundo no tuvo tiempo para arrojarse al suelo antes de que le metiera un tiro en la cara. Ágil y rápida como una lagartija, Chyna huyó de allí, convencida de que Memphis se había vuelto loca y los mataría a todos. Se escondió detrás de una parva de heno en el altillo del granero. Durante la hora que transcurrió hasta que los adultos la encontraron, visualizó la desintegración de su propia cara bajo el impacto de una bala, con tal claridad que todas las imágenes —incluso las del planeta del Principito, que logró evocar fugazmente— estaban teñidas de un rojo húmedo.

Pero había sobrevivido a esa noche.

Había pasado mucho tiempo sobreviviendo. Una eternidad.

Y volvería a sobrevivir… o moriría en el intento. Sin abrir los ojos, Chyna se lanzó hacia atrás con toda la fuerza que le permitían los grilletes, y a pesar del miedo, se le cruzó la idea de que debía de ofrecer un espectáculo bastante gracioso porque tenía que arrastrar los pies frenéticamente para tomar velocidad a fin de abalanzarse con pasos de bebé sólo para fracturarse la columna. Entonces se estrelló contra la piedra, lo cual no tuvo nada de gracioso.

Se había inclinado un poco para alzar las patas de la silla a fin de que fueran éstas, no otra parte, las que recibieran el fuerte impacto inicial. Echó todo su peso en el golpe y con satisfacción escuchó un crrrac… y al instante sintió el golpe doloroso de las patas de pino en la parte posterior de sus piernas. Se tambaleó hacia adelante y, tal como había esperado, el travesaño la golpeó de rebote en la nuca y la arrojó al suelo. Cayó de rodillas sobre las piedras del hogar con la silla sobre su espalda y tantos dolores en el cuerpo que no valía la pena hacer un inventario.

Las cadenas le impedían pararse a menos que se aferrara a algo, de modo que gateó hasta el sillón más cercano entre gruñidos de dolor.

Veiss decía que disfrutaba del dolor; ella no, pero tampoco era cuestión de quejarse, ya que su columna no había sufrido daño. El dolor era mejor que la insensibilidad.

Las patas de la silla y los travesaños que las unían parecían estar intactos. Sin embargo, a juzgar por el ruido del impacto, los había aflojado.

Esta vez se colocó a casi tres metros de la pared y corrió con toda la velocidad de la que era capaz, tratando de que las patas golpearan la piedra en el mismo ángulo que la primera vez. Un crrrrac prolongado le indicó que la madera se astillaba, aunque tuvo la sensación de que eran sus huesos los que se rompían.

El dolor la inundó como un torrente. Una corriente fría la arrastraba hacia el fondo, pero la resistió con la desesperación de un nadador que trata de ganar la superficie.

Esta vez no había caído. Sin detenerse a tomar aliento, agazapada para asegurarse de que las patas absorberían todo el impacto, se abalanzó hacia la pared de piedra.

Al despertar, tendida boca abajo frente al hogar, pensó que había perdido el sentido durante un par de minutos.

La alfombra era fría y ondulante como el agua en movimiento. No flotaba en ella: se deslizaba sobre la superficie como el reflejo cobrizo de la luz del sol o como la sombra negra de una nube.

El dolor de la nuca era espantoso. Tal vez se la había golpeado.

Se sentía mejor cuando no pensaba en el dolor ni en sus problemas, cuando se dejaba llevar por la sensación de que era apenas la sombra de una nube sobre la superficie clara de un río turbulento, incorpórea como las ondas sobre el agua, alejándose, fría y líquida, lejos, lejos… Ariel. En el sótano. Entre las muñecas impávidas.

Soy la guardiana de mi hermana.

Sin saber cómo, se alzó sobre las rodillas y las manos. Oyó ruidos de patas sobre las tablas de la galería delantera.

Al alzarse tomada del sillón, miró hacia la ventana que tenía las cortinas corridas. Con las patas sobre el alféizar, dos doberman la miraban fijo con ojos amarillos que reflejaban la luz ambarina de la lámpara sobre la mesa.

Junto a la base de la pared de piedra estaba una de las patas traseras de la silla. El pino torneado se había astillado en el extremo más grueso, el que lo había unido a la cara inferior del asiento. Desde un costado y perpendicular a la pata, salía el travesaño que la había unido a la otra pata trasera.

Había liberado a medias la cadena inferior.

Un perro se paseaba por la galería. El otro la miraba fijamente.

Se llevó la mano derecha a la nuca y tironeó de la cadena entrelazada con las varillas para darle la mayor amplitud de movimiento posible a la mano izquierda. Luego palpó bajo el apoyabrazos y el grueso asiento de pino en busca de las patas. Faltaba la trasera izquierda: sin duda era la que estaba en el piso junto a la pared. El travesaño lateral salía de la pata delantera izquierda, pero ahora que faltaba la trasera, su otro extremo estaba suelto y la cadena se había caído.

Al tironear de la cadena superior hacia la derecha para tantear bajo el asiento de ese lado, descubrió que la otra pata trasera se había aflojado un poco. Tironeó de ella y la retorció para tratar de arrancarla. Pero no podía hacer palanca, y la unión de la pata con el asiento estaba demasiado firme.

No había travesaño entre las patas delanteras. Lo único que le impedía soltar del todo la cadena inferior era el que unía las patas del lado derecho.

Cargó nuevamente de espaldas contra la roca, con todas sus fuerzas. El dolor ardiente invadió todo su cuerpo y casi la hizo pedazos. Pero al comprobar que la pata derecha no caía, murmuró: «qué mierda» y, negándose a desfallecer por las heridas, el agotamiento o lo que fuere, se tambaleó hacia adelante para tomar distancia y cargó contra la roca. La madera se quebró con un crujido seco, saltaron astillas de pino por los aires y con un alegre tintineo la cadena inferior cayó al suelo, libre por fin de la silla.

Mareada, envuelta por un torbellino negro, entre temblores violentos, se inclinó hacia adelante hasta apoyar las manos sobre el respaldo del gran sillón de cuero. La atormentaban el dolor y el miedo a las lesiones en el cuerpo, las vértebras descoyuntadas, las hemorragias internas.

Chiiic-chiiic-chiiic

Uno de los perros arañaba la ventana.

Chiiic-chiiic

Aún no se había liberado. Seguía encadenada al respaldo y el asiento de la silla.

Las cuatro varillas que unían el travesaño superior con el asiento eran más delgadas que los maderos entre las patas; por lo tanto, debían de ser más fáciles de quebrar. No había podido evitar los golpes de las patas en la cara posterior de las rodillas y los muslos, pero en esta parte de la operación, seguramente el almohadón del respaldo le protegería la espalda.

El hogar estaba flanqueado por dos pilastras de piedra que llegaban hasta el techo y sostenían el grueso listón de madera de arce que servía de repisa. Eran redondeadas, y Chyna pensó que la curvatura permitiría concentrar la fuerza del golpe en dos de los listones en lugar de distribuirlo entre los cuatro.

Apartó el pesado soporte de los leños y los herrajes de bronce. Con el esfuerzo de alzarlos y empujarlos, la cabeza le empezó a dar vueltas, se le revolvió el estómago y la atravesaron mil punzadas de dolor.

No se atrevía a pensar en lo que hacía. Más allá del coraje, de la planificación y del cálculo, actuaba impulsada por la ciega temeridad del animal que busca su libertad.

Esta vez, en lugar de agazaparse, se irguió todo lo que pudo y se estrelló de espaldas contra la pilastra. El almohadón la protegió, pero no demasiado. Era tal el cúmulo de contusiones, músculos desgarrados y huesos golpeados, que el golpe hubiera sido tremendo aun con un almohadón doblemente grueso, doloroso como el del martillo de caucho de un dentista sobre un diente cariado que requiere un tratamiento de conducto. Cada una de sus articulaciones era como un diente cariado. No se detuvo porque temía que la punzada simultánea de tantos dolores la arrojara al piso, la hiciera pedazos, y ya no pudiera volver a recogerse ni con una cuchara. Se le agotaban los recursos, la marea negra lamía los bordes de su radio visual y para colmo se le terminaba el tiempo. Con un aullido de aflicción, previendo el dolor que la esperaba, se arrojó hacia atrás. El crujido de sus huesos le arrancó un alarido. Era un martirio. Pero se arrojó contra la pilastra una y otra vez, golpeando la roca con su cuerpo entre el estrépito de cadenas, crujidos de madera, alaridos, Dios, aterrada por sus propios gritos pero incapaz de contenerlos, mientras los perros guardianes aullaban en la ventana.

Se encontró nuevamente boca abajo sin saber por qué, sacudida por violentas arcadas de su estómago vacío, la boca llena de un sabor asqueroso, las manos crispadas ante la sola idea de la derrota, una criatura pequeña y débil y patética, estremeciéndose de pies a cabeza. Pero poco a poco, se calmaron sus temblores, la alfombra empezó a mecerse, y otra vez ella era la sombra de una nube que se deslizaba sobre la corriente veloz del agua agradable y fresca. La sombra aureolada por el sol y el agua insondable corrían en la misma dirección, siempre en la misma dirección, eternamente adelante, veloces y sedosas, hacia el borde del mundo hasta precipitarse en el abismo negro.