Alrededor de las nueve de la mañana, después de ocuparse de la mujer y lavar la vajilla, Edgler Veiss suelta a los perros.
En la puerta trasera, la puerta principal y su dormitorio hay botones que, al oprimirlos, hacen sonar un timbre suave en la perrera detrás del granero. La palabra «cucha» envía a los doberman a dormir ahí; el timbre los llama a patrullar la propiedad.
Oprime el botón junto a la puerta de la cocina y se acerca a la gran ventana junto a la mesa a contemplar el patio trasero.
El cielo sigue cubierto de densos nubarrones grises que ocultan los montes Suskiyou, pero ha dejado de llover. Las ramas inclinadas de los pinos gotean constantemente. La corteza empapada de los árboles caducos es negra; las ramas —algunas cubiertas por los primeros brotes frágiles de la primavera, otras todavía desnudas son negras como el carbón—, como si hubieran sido quemadas.
Algunos dirán que la escena se ha vuelto pasiva una vez que han pasado el bramido del trueno y el fogonazo del relámpago, pero Edgler Veiss sabe que el epílogo de la tempestad es tan potente como su apogeo. Está en armonía con esta clase de poder, el poder sereno del crecimiento que el agua brinda a la tierra.
Los doberman aparecen detrás del granero. Caminan juntos un tramo y luego se separan en distintas direcciones.
En este momento no están preparados para atacar. Perseguirán y detendrán a cualquier intruso, pero no lo matarán. Sólo buscarán la sangre cuando Veiss pronuncie la palabra Nietzsche.
Uno de los perros —Liederkranz— entra en la galería trasera y contempla a su amo con adoración. Menea la cola una vez y otra, pero está de guardia y sólo se permite esa muestra de afecto breve y austera.
Liederkranz vuelve al patio trasero. Erguido, alerta, vuelve la cabeza sucesivamente al sur, al oeste y al este. La baja, olfatea la hierba mojada y cruza el jardín sin dejar de husmear. Sus orejas se aplanan contra su cráneo al concentrarse en un olor, el rastro de una posible amenaza a su amo.
En ocasiones, para gratificar a los doberman y mantenerlos atentos, Veiss suelta a una cautiva para que la cacen los perros. Renuncia así al placer de matarla, pero el espectáculo es entretenido.
Protegido por su guardia pretoriana cuadrúpeda, Veiss sube al baño y abre la ducha de agua caliente. Disminuye el volumen de la radio, pero la deja sintonizada en el programa de música swing.
Mientras se quita la ropa sucia, nubes de vapor desbordan la cortina de la bañera. La humedad acentúa la fragancia de las manchas oscuras en su ropa. Desnudo, durante varios minutos hunde la cara en los jeans, la camiseta, la chaqueta, aspira profundamente y luego husmea con delicadeza los exquisitos matices, uno tras otro, mientras lamenta no poseer un olfato como el de sus perros, veinte mil veces más agudo que el suyo.
No obstante, los aromas lo devuelven a la noche que acaba de terminar. Nuevamente oye la suave detonación de la pistola silenciada, los gritos ahogados de terror y los trémulos ruegos de piedad en la noche serena de la casa de los Templeton. Huele la loción corporal con aroma de lilas que la señora Templeton había aplicado a su piel antes de acostarse, el sachet desodorante en el cajón de la ropa interior de la hija. Evoca el sabor de la araña.
Por más que lo lamente, debe lavar esa ropa porque esa noche tiene que presentarse como el hombre común y corriente que no es, y esta licantropía al revés necesita tiempo para que la transformación resulte convincente.
Y por eso, en el momento en que el clarinete de Benny Goodman ataca One O’clock Jump, Veiss se sumerge en el agua muy caliente, se frota vigorosamente con una esponja embebida en jabón con un perfume de hierbas para eliminar los olores penetrantes del sexo y la muerte que podrían asustar a las ovejas. Jamás deben sospechar que el pastor tiene colmillos largos en el hocico y una cola gruesa bajo su disfraz de guardián del rebaño. Se demora en el baño, le hace coro a la radio, se lava el pelo dos veces con champú y lo trata con un acondicionador de aroma fuerte. Se cepilla las uñas. Posee un cuerpo armonioso, esbelto y musculoso. Disfruta al enjabonarse, al acariciar los contornos esculturales de su cuerpo bajo sus manos jabonosas; se siente como la música, como los aromas del jabón, como el sabor de la crema batida.
La vida es. Veiss vive.
Al salir de la noche de Cayo Hueso y los truenos tropicales, un resplandor fluorescente hirió sus ojos turbios. Al principio pensó que su corazón latía con tanta violencia por miedo a Jim Woltz, el amigo de su madre; que apoyaba la cara contra el piso bajo la cama de su casa sobre la playa. Entonces, recordó al asesino y la cautiva.
Estaba sentada en una silla, el cuerpo recostado sobre la mesa redonda en el comedor diario adyacente a la cocina con armarios de pino. Con la cara vuelta hacia la derecha, veía la galería y el patio traseros a través de una ventana.
El asesino había quitado un almohadón de otra silla para colocarlo bajo su cabeza a fin de que no le doliera por apoyarla sobre la madera. Tanta atención la hizo estremecer.
Trató de erguir la cabeza, pero una punzada de dolor la atravesó desde la nuca hasta la mejilla izquierda. Estuvo a punto de desmayarse y pensó que era preferible no darse prisa para levantarse.
Sus movimientos provocaron un tintineo de cadenas, señal de que la decisión de levantarse tal vez no dependía de ella. Tenía las manos sobre el regazo, y cuando quiso alzar una, la otra la siguió porque estaban esposadas.
Trató de separar los pies: un grillete unía sus tobillos. A juzgar por el estrépito metálico que provocaban sus movimientos, había otros impedimentos.
En el exterior, una forma negra como el hollín cruzó el jardín a los saltos, subió los escalones y cruzó la galería. Al llegar a la ventana se alzó, posó las patas en el marco y clavó los ojos en ella. Un doberman pinscher.
Ariel aprieta el libro abierto contra sus senos como si fuera un escudo, las manos abiertas sobre las tapas. Está sentada en el gran sillón, las piernas recogidas bajo su cuerpo, la única muñeca perfecta entre todas las que atestan la habitación.
Edgler Veiss está sentado en el taburete frente a ella. Se ha aseado bien; lavado el cuerpo y el pelo, afeitado y peinado, puede presentarse en cualquier ambiente; cualquier madre, al ver a su hija tomada del brazo de él, pensaría que se ha ganado la lotería. Viste mocasines sin medias, pantalones náuticos de algodón beige con cinturón de cuero trenzado y camisa de cambray verde claro. Vestida con su uniforme escolar, Ariel luce muy bien. Veiss observa complacido que ha cumplido la orden de asearse en su ausencia. No es fácil para ella, ya que sólo puede pasarse una esponja por el cuerpo y lavar su bellísima cabellera en el lavabo.
Otras antes que ella habían ocupado esa habitación construida por él, pero ninguna durante más de dos meses. Antes de conocer a Ariel, su espíritu tan seductor e independiente, jamás había imaginado que conservaría a un huésped durante tanto tiempo. Por consiguiente, parecía innecesario instalar una ducha.
La había visto por primera vez en una fotografía publicada en un diario. Cuando cursaba tercer año en Sacramento, la niña prodigio dirigía el equipo que había ganado una competencia académica para estudiantes secundarios de toda California. Parecía tan tierna. El diario tembló entre sus manos cuando vio la foto, y él supo que debía viajar a Sacramento a conocerla. Mató al padre de un tiro. La madre poseía una gran colección de muñecas, unas compradas, otras hechas por ella. Veiss la mató a golpes con un muñeco de ventrílocuo cuya gran cabeza de arce tallado era tan efectiva como un garrote.
—Estás más hermosa que nunca —le dice a Ariel, y el aislante acústico amortigua la voz, que parece salir de un ataúd donde estuviera enterrado en vida.
Ariel no responde, ni siquiera reconoce su presencia. Permanece en el estado mudo del que nunca ha salido en más de seis meses de encierro.
—Te eché de menos.
Últimamente no fija los ojos en él sino en un punto arriba y a un costado de su cabeza. Si él se levantara del taburete y se desplazara para colocarse en su línea visual, aun así ella miraría arriba y a un costado de él, aunque Veiss no percibiría el menor movimiento de sus ojos.
—He traído algunas cosas para mostrarte.
De una caja de zapatos junto al taburete toma dos fotografías Polaroid. Ella no las tomará ni volverá sus ojos para mirarlas, pero Veiss sabe que examinará esos recuerdos cuando él se vaya.
Por más que finja, no ha huido de este mundo del todo. Se enfrentan en un juego muy complejo con apuestas altísimas, y ella es una jugadora diestra.
—La primera foto es de una señora llamada Sarah Templeton, tal como era antes de ser mía. Era cuarentona, pero muy atractiva. Una mujer preciosa.
El sillón es tan mullido, que el borde del almohadón forma una especie de estante frente a Ariel, donde Veiss puede colocar la fotografía.
—Preciosa… —repite.
Ariel no parpadea. Es capaz de mirar fijamente sin parpadear durante lapsos muy largos. A veces Veiss teme que eso les haga mal a sus espectaculares ojos azules; las córneas requieren mucha lubricación. Desde luego, si pasa demasiado tiempo sin parpadear y sus ojos se resecan, la irritación hará brotar las lágrimas espontáneamente.
—Mira, ésta es otra fotografía de Sarah, después de que acabé con ella —dice el señor Veiss, y coloca el segundo retrato sobre el almohadón—. Como verás, si te decides a hacerlo, aquí ya no está preciosa. La belleza no dura. Las cosas cambian.
Toma otras dos fotos de la caja de zapatos.
—Ésta es Laura, la hija de Sarah. Antes. Y después. Como ves, era hermosa. Como una mariposa. Pero la mariposa es sólo un gusano con alas, sabes.
Coloca las instantáneas sobre el almohadón y de nuevo hunde la mano en la caja.
—Éste era el padre de Laura. Ah, y aquí tenemos a su hermano… y a la esposa del hermano. Pura casualidad.
Por último saca las tres Polaroid del joven caballero asiático y la salchicha a la que le falta un bocado.
—Se llama Fuji. Como la montaña en Japón.
Veiss coloca dos de las tres fotos sobre el almohadón.
—Me llevaré una de ellas. Para comérmela. Entonces seré Fuji, con el poder del Oriente y el poder de la montaña, y cuando llegue el momento de ocuparme de ti, percibirás al chico y la montaña en mí y a muchas otras personas con todo su poder. Será muy emocionante para ti, Ariel, tanto que cuando acabe, no te importará estar muerta.
Edgler Veiss no suele hacer discursos tan largos. Por naturaleza es un hombre lacónico. Sin embargo, a veces la belleza de la muchacha lo impulsa a extenderse.
Le muestra la salchicha.
—El bocado que falta lo comió Fuji antes de que yo lo matara. La carne lleva rastros secos de su saliva. Podrás saborear su silencioso poder, su naturaleza inescrutable.
Coloca la salchicha sobre la silla.
—Volveré después de la medianoche. Iremos a la casa rodante para que veas a Laura, la verdadera Laura, no su retrato. La traje para que conozcas el destino que aguarda a las cosas lindas. Y también a un joven, que hacía autostop junto a la ruta. Le mostré tu retrato y no me gustó su actitud. No se mostró respetuoso. Su mirada era lasciva. No me gustó lo que dijo sobre ti. Por eso le cosí los labios y también le cosí los ojos… por la manera en que miró tu retrato. Te excitará saber lo que le hice. Podrás tocarlo… y también a Laura.
Veiss no aparta la vista de su cara, a la espera de un tic, un temblor, una alteración sutil de la mirada, cualquier indicio de que lo está escuchando. Sabe que lo escucha, pero es astuta, sabe mantener esa actitud imperturbable, fingir una indiferencia catatónica.
Si consigue provocarle un mínimo estremecimiento, un tic, en poco tiempo la quebrantará por completo, la hará aullar como un paciente desorbitado en lo más profundo del manicomio. Le fascina observar esos accesos de demencia, escuchar los alaridos.
Pero esta chica es fuerte, posee una sorprendente fuerza interior. Perfecto. Presenta un desafío digno de él.
—Desde la casa rodante iremos al prado con los perros, Ariel, y podrás observar mientras entierro a Laura y el chico. Tal vez para entonces se habrá despejado el cielo y saldrán las estrellas y la Luna.
Ariel permanece acurrucada en el sillón con su libro, la mirada remota, los labios apenas separados, una chica profundamente inmóvil.
—Oye, antes de que me olvide, te traje otra muñeca. De una linda boutique en Napa, California, que vende artesanías locales. Una muñeca de trapo de lo más ingeniosa. Te gustará. La traeré más tarde.
Veiss se levanta del taburete para inspeccionar rápidamente el contenido de la heladera y los estantes que hacen las veces de alacena. Hay provisiones para tres días más y él la reabastecerá mañana.
—Comes muy poco —dice en tono acusador—. Eres una desagradecida. Te he instalado heladera, microondas, agua fría y caliente. Tienes todo lo necesario para vivir bien. Deberías comer.
Las muñecas no son más imperturbables que la chica.
—Perdiste un kilo, tal vez más. Todavía no afecta tu belleza, pero no puedes perder más peso.
Ella mira al vacío como a la espera de que aprieten un botón para hacerle reproducir los mensajes grabados.
—No creas que podrás ayunar hasta quedar demacrada y fea. No escaparás de mí, Ariel. Si es necesario, te ataré y te alimentaré a presión. Te haré tragar un tubo de caucho y te meteré comida para bebés en el estómago. La verdad, creo que me gustaría. ¿Te gusta la papilla de arvejas? ¿O de zanahorias, o de manzana? Da lo mismo, ya que no sentirás el sabor… salvo que vomites.
Contempla su pelo sedoso, su cabellera de oro rojo a la luz tenue. La percibe con sus cinco sentidos intensos, se baña en el esplendor sensual de ese pelo, en los sonidos y aromas y texturas que le transmite. Un solo estímulo despierta en él tantas asociaciones, que si quisiera podría pasar un día entero contemplando un solo pelo, una gota de lluvia, porque abriría ante él todo un mundo de sensaciones.
Vuelve al sillón y mira a la chica.
Ella no lo reconoce, y aunque él se ha colocado en su línea visual, sus ojos se han desplazado a un punto arriba y a un lado de su cabeza, sin que Veiss advirtiera cuándo sucedió.
Es enigmáticamente esquiva.
—Tal vez te arrancaría unas palabras si te prendiera fuego. ¿Qué te parece? ¿Eh? Unas gotas de fluido para encendedor en esa cabellera dorada y… ¡fffuuum!
No parpadea.
—O veremos si los perros te destraban la lengua.
Ni un temblor, ni un tic, ni un estremecimiento. Qué chica increíble.
Veiss se inclina y aproxima su cara a la de ella hasta apoyar la punta de la nariz contra la suya.
Sus ojos están frente a frente… pero ella no lo mira. Parece mirar a través de él como si no fuera un hombre de carne y hueso sino un espectro que no termina de detectar. No es el viejo ardid de dejar que se pierda la mirada; es algo infinitamente más astuto que Veiss no termina de comprender.
Con la nariz contra la suya, Veiss murmura:
—Iremos al prado después de las doce. Enterraré a Laura y al chico que hacía autostop. Y tal vez a ti con ellos, una tumba para tres. Estarán muertos y tú estarás viva. ¿Hablarías, Ariel? ¿Suplicarías?
No hay respuesta. Espera.
Su respiración es serena. Están tan próximos, que siente las exhalaciones tibias que rozan sus labios como anticipos de futuros besos.
También ella debe de sentir el roce de su aliento. Aunque él le causa miedo y tal vez asco, al mismo tiempo lo encuentra seductor. No tiene la menor duda. Todo el mundo se siente atraído por los malos.
—Tal vez saldrán las estrellas.
Esos ojos azules, brillantes, insondables…
—O luz de la Luna —susurra.
Las argollas de acero que rodean los tobillos de Chyna están unidas por una cadena gruesa. Otra cadena, mucho más larga que la primera y sujeta a ésta por un caño, rodea las gruesas patas de la silla y los tirantes entre éstas, pasa entre sus pies, rodea esa especie de barril gordo que sostiene la mesa y vuelve al caño. No hay un tramo de cadena suelta que le permita levantarse. Y aunque pudiera hacerlo, debería cargar sobre su espalda la propia silla, cuya forma y peso la obligarían a mantenerse inclinada como un gnomo jorobado. Ya erguida, no podría apartarse de la mesa a la que está encadenada.
Sus manos están esposadas por adelante. Una cadena que une las esposas de acero está entrelazada con los tirantes del respaldo de la silla detrás del cojín. Es lo suficientemente larga para permitirle apoyar los brazos sobre la mesa, si lo desea.
Sentada con los dedos entrelazados, inclinada hacia adelante, contemplaba el índice rojo e hinchado de su mano derecha, y esperaba.
El dedo latía, le dolía la cabeza, pero el dolor de la nuca se había calmado. Sabía que volvería en menos de veinticuatro horas, más agudo que antes, como el martirio demorado de los azotes.
Claro que si para entonces seguía con vida, el dolor de la nuca sería la menor de sus preocupaciones.
El doberman se había alejado de la ventana. Chyna había visto dos perros juntos en el jardín, deambulando de aquí para allá, husmeando la hierba y el aire, aguzando los oídos y alejándose otra vez: evidentemente eran guardianes.
La noche anterior, Chyna había utilizado la furia para superar el terror que amenazaba paralizarla, pero ahora descubría que la humillación era un remedio aún más efectivo para el miedo. La humillación no se debía a su incapacidad para defenderse, al hecho de estar encadenada; lo peor era que no había cumplido su promesa a la chica en el sótano.
Soy tu guardiana. Conmigo estarás a salvo.
La imagen del vestíbulo acolchado y la mirilla en la puerta interior volvía una y otra vez a su memoria. La chica entre las muñecas no había dado la menor señal de haber escuchado la promesa. Pero a Chyna la perturbaba la certeza de haber despertado una falsa esperanza, de que la chica se sentiría más traicionada y abandonada que nunca y que se hundiría aún más en su Otro Mundo privado.
Soy tu guardiana.
Pensándolo bien, tanta soberbia en ella, además de asombrosa era un autoengaño perverso. En sus veintiséis años de vida nunca había salvado a nadie de nada. No era una heroína, un personaje de novela policial con una pizca de angustia existencial y un par de debilidades seductoras, capaz de competir con la sagacidad de Sherlock Holmes y la audacia de James Bond, el agente 007. Conservar la vida, la estabilidad mental y la salud afectiva le había significado un duro esfuerzo. Era una muchacha extraviada que andaba a ciegas en busca de una revelación o resolución que probablemente ni siquiera existía, pero que estaba detrás de esa mirilla y prometía liberarla.
Soy tu guardiana.
Separó las manos. Las puso sobre la mesa, las deslizó sobre la madera como si quitara las arrugas de un mantel y con su gesto tintinearon las cadenas.
Al fin y al cabo, no era una combatiente ni paladín de nadie; trabajaba de camarera. Lo hacía bien y obtenía buenas propinas porque en dieciséis años de vida en el mundo perverso de su madre había aprendido que uno de los medios para sobrevivir era congraciarse con la gente. Con los clientes del restorán se mostraba encantadora, amable, siempre dispuesta a quedar bien. Pensaba que la relación entre el comensal y la camarera era ideal por ser breve, formal, por lo general muy cortés y no requería mostrar la propia intimidad.
Soy tu guardiana.
Obsesionada con su propia protección a toda costa, era cordial con las demás camareras, pero jamás buscaba entablar amistad con ellas. La amistad entraña entrega y los riesgos consiguientes. Había aprendido a rechazar la entrega que la volvía vulnerable a la traición y al dolor.
A lo largo de los años había tenido relaciones afectivas sólo con dos hombres. Había querido a ambos y amado al segundo, pero la primera relación había durado once meses, y la última, trece. Un amor digno de ese nombre requería algo más que entrega; obligaba a desnudar el alma, compartir la vida, crear un vínculo de intimidad afectiva. Le era difícil revelar los hechos de la infancia vividos con su madre, en parte porque sentía vergüenza al evocar su absoluta indefensión. Más importante aún, había asumido la verdad brutal de que su madre no la había querido, tal vez era incapaz de amarla a ella o a nadie. ¿Y qué aprecio podía sentir un hombre por ella, a quien ni siquiera su propia madre había querido?
Era consciente de la irracionalidad de su actitud, pero la conciencia no la liberaba. Comprendía que no era responsable de lo que le había hecho su madre, pero dijeran lo que dijeren los terapeutas en sus libros y sus programas radiales, la comprensión no era condición suficiente para la cura. Diez años después de haberse liberado del control de su madre, Chyna todavía creía que hubiera podido evitar los sucesos tenebrosos de esos años turbulentos, si ella hubiera sido una buena chica, digna de ello.
Soy tu guardiana.
Nuevamente puso las manos sobre la mesa. Se inclinó hasta apoyar la frente sobre los pulgares y cerró los ojos.
Laura Templeton había sido su única amiga íntima. Chyna había deseado muchísimo esa relación, pero no la había buscado; la había necesitado desesperadamente, pero había hecho muy poco para alentarla. Había sido un testimonio de la vivacidad, la perseverancia y la abnegación de Laura frente a la cautela y las reticencias de Chyna, un producto de su corazón amoroso y su extraordinaria capacidad de amar. Y Laura estaba muerta.
Soy tu guardiana.
En la habitación de Laura, bajo la mirada de Freud, Chyna se había arrodillado junto a la cama y había susurrado al oído de su amiga engrillada: Te sacaré de aquí. Dios, qué dolor al recordarlo. Te sacaré de aquí. Sintió tanto asco de sí misma, que se le revolvió el estómago. Buscaré un arma, había prometido. Laura, generosa hasta la muerte, la había alentado a huir, a escapar. No mueras por mí, había dicho. Pero Chyna había respondido: Volveré.
Entonces, volvió el dolor, se abalanzó sobre su corazón como una gran ave negra, y ella estuvo a punto de permitir que sus alas la envolvieran, buscando ávidamente el extraño solaz de esas garras carniceras… hasta que comprendió que usaba el dolor para expulsar a la humillación. El dolor no dejaba lugar para el asco.
Soy tu guardiana.
Aunque el empleado no había disparado el revólver, debería haberlo verificado. Debería haberlo sabido. De alguna manera. De algún modo. No podía saber qué había hecho Veiss con los proyectiles, pero debería haberlo sabido.
Laura siempre le decía que era demasiado rigurosa consigo misma, que jamás terminaría de sanar, si seguía infligiendo magulladuras nuevas sobre las viejas con su interminable autoflagelación.
Pero Laura estaba muerta.
Soy tu guardiana.
La humillación de Chyna fermentó hasta volverse vergüenza.
Y si la humillación era un buen medio para inhibir el terror, la vergüenza era mejor aún. La vergüenza no podía convivir con el miedo aunque una estuviera engrillada en la casa de un asesino sádico sin que nadie en el mundo estuviera enterado. Su presencia ahí parecía servir a los fines de la justicia.
Entonces oyó ruido de pasos. Alzó la cabeza y abrió los ojos.
El asesino entró desde el lavadero; evidentemente venía de ver a la chica en el sótano.
Sin decirle una palabra a Chyna, sin una mirada, como si no existiera, fue a la heladera, sacó un paquete de huevos y lo puso sobre el mármol. Rompió ocho huevos en un tazón y arrojó las cáscaras a la basura. Puso el tazón en la heladera y procedió a pelar y picar una gran cebolla morada. Hacía más de doce horas que no comía y Chyna descubrió con desazón que estaba famélica. Jamás había aspirado un aroma más grato que el de la cebolla, y se le hizo agua la boca. Qué crueldad, sentir hambre después de ver tanta sangre y ver morir a la única amiga íntima que tuvo en su vida.
El asesino echó la cebolla picada en un tazón, le colocó la tapa y lo puso en la heladera junto al de los huevos. Luego ralló un trozo de queso cheddar en otro recipiente.
Era rápido y diestro en la cocina y parecía disfrutar lo que hacía. Trabajaba con gran prolijidad. Después de cada tarea se lavaba las manos con agua y jabón y se las secaba con una toalla, no con el paño de secar los platos.
Finalmente, se acercó a la mesa del comedor diario. Se sentó frente a Chyna, tranquilo y confiado y con todo el aire de un estudiante universitario, con sus pantalones náuticos, cinturón trenzado y camisa de cambray.
En cuanto a Chyna, la vergüenza, en lugar de consumirla, se había desvanecido por el momento. En su lugar la embargó una extraña mezcla de furia sorda y amarga desazón.
—Bueno, sé que tienes hambre —dijo él—, y después de conversar un poco, prepararé omelettes de queso, y tostadas. Pero antes, debes ganarte el desayuno. Quiero saber quién eres, dónde te ocultaste en la estación de servicio y por qué estás aquí.
Lo miró con odio, y él sonrió.
—No creas que podrás ocultarme nada.
Prefería irse al infierno antes de decir una sola palabra.
—Te diré lo que voy a hacer —continuó él—. Te mataré de todas maneras. Todavía no sé cómo lo haré. Probablemente delante de Ariel. Ella ha visto cadáveres, pero nunca ha estado presente en ese momento para escuchar el último alarido, ver ese derramamiento brusco de sangre.
Chyna trató de mantener los ojos clavados en él, de no mostrar debilidad.
—Ya decidiré qué hago contigo, pero si no hablas, será mucho más doloroso para ti. Hay ciertas cosas que yo disfruto y que puedo hacerte en vida o después de muerta. Si colaboras, te mataré antes.
Chyna trató vanamente de encontrar un destello de demencia en sus ojos. Tan azules, tan alegres.
—¿Y bien?
—Degenerado hijo de puta.
—Me aburres. No lo esperaba de ti —dijo, sonriendo.
—Sé por qué le cosiste los ojos y la boca.
—Ajá, lo encontraste en el armario.
—Lo violaste antes de matarlo o mientras lo matabas. Le cosiste los ojos porque te vio y le cosiste la boca porque tienes vergüenza de lo que hiciste y miedo de que se lo cuente a alguien aunque esté muerto.
—La verdad es que no tuve relaciones con él —dijo, imperturbable.
—Mientes.
—Pero en todo caso, no me daría vergüenza confesarlo. ¿Crees que soy un patán? Todos somos bisexuales, ¿no? A veces siento deseos de un hombre y con algunos les he dado rienda suelta. Es una sensación distinta, nada más.
—Gusano.
—Sé lo que te propones —dijo sin perder la calma.
Evidentemente lo encontraba divertido.
—No lo conseguirás. Esperas que tal o cual insulto me haga estallar. Crees que soy un psicópata fronterizo, que explotaré si encuentras el insulto preciso, si insultas a mi madre o blasfemas contra el Señor. Y que entonces me dará un ataque de furia y te mataré de una buena vez y punto.
Aunque no había sido totalmente consciente de lo que hacía, Chyna comprendió que el asesino tenía razón. El fracaso, la vergüenza y la impotencia al hallarse engrillada la habían sumido en una desesperación que no había querido asumir. Sentía menos asco de él que de sí misma y se preguntaba si después de todo no era una cobarde, una perdedora, como su madre.
—Pero no soy un psicópata.
—¿Y qué eres, si no?
—Bueno… digamos que soy un aventurero homicida. O tal vez la única persona lúcida que hayas conocido en tu vida.
—Prefiero llamarte gusano.
Se inclinó hacia ella:
—Deja que te explique. Si no me dices quién eres, si no respondes a todas mis preguntas, te tallaré la cara con una navaja ahora mismo. Por cada pregunta que no contestes, te cortaré un pedazo: el lóbulo de la oreja, la punta de tu linda nariz. Te tallaré como una máscara africana de madera.
Su tono no era amenazante sino desapasionado, y ella sabía que lo haría sin contemplaciones.
—Me tomaré un día entero, y te volverás loca mucho antes de morir.
—Está bien.
—¿Está bien qué? ¿La conversación o la navaja?
—La conversación.
—Así me gusta.
Estaba dispuesta a morir si no había más remedio, pero no tenía sentido sufrir más de lo necesario.
—¿Cómo te llamas?
—Shepherd. Chyna Shepherd. C-h-y-n-a.
—Ajá, no era una especie de letanía.
—¿Cómo?
—Qué nombre raro.
—¿Te parece?
—No juegues con mi paciencia, Chyna. Continúa.
—Está bien. Pero ¿no me darías algo de beber? Estoy deshidratada.
Fue hasta el grifo y llenó un vaso con agua. Añadió tres cubos de hielo. Ya se lo acercaba, pero se detuvo.
—Podría agregarle una rodaja de limón.
Ella se dio cuenta de que no bromeaba. Había vuelto de la cacería y le costaba cierto esfuerzo despojarse del papel del cazador salvaje para asumir el del contador o empleado administrativo o agente inmobiliario o mecánico de automóviles o el que fuere cuando se hacía pasar por un tipo normal. Algunos psicópatas eran capaces de asumir una personalidad falsa más convincente que la mejor interpretación del más genial de los actores, y este hombre parecía ser uno de ésos, aunque después de la matanza desenfrenada necesitaba un período de ajuste para recordar los modales y los convencionalismos de la sociedad civilizada.
—No, gracias —respondió.
—No es molestia —dijo cordialmente.
—Así está bien.
Puso el vaso sobre un posavasos de cerámica con base de corcho. Luego se sentó frente a ella.
Aunque le repugnaba la mera idea de beber de un vaso tocado por él, realmente estaba deshidratada. Tenía la boca reseca y le dolía la garganta.
Obligada por las esposas, tomó el vaso con las dos manos.
Sabía que él la miraba en busca de señales de miedo. El agua no se derramó del vaso. El vidrio no chocó contra sus dientes.
En verdad, había dejado de sentir miedo, al menos por el momento, aunque más tarde probablemente lo sentiría. Seguro que sí. Por el momento, su paisaje interior era un desierto bajo un cielo encapotado: una desolación que entorpecía los sentidos, con destellos de relámpagos furiosos en un horizonte remoto.
Vació la mitad del vaso antes de dejarlo.
—Hace un momento, cuando entré, tenías la cabeza apoyada sobre las manos —dijo el asesino—. ¿Estabas rezando?
Pensó antes de responder:
—No.
—No tiene sentido que mientas.
—No miento. Es verdad, no estaba rezando.
—Pero a veces lo haces.
—A veces, sí.
—Dios es miedo.
No respondió.
—«Dios es miedo…». Puedes formar esa frase con las letras de mi nombre.
—Comprendo.
—«Semilla de dragón».
—Con las letras de tu nombre…
—Así es. Y «horno de ira».
—Qué juego interesante.
—Los nombres son interesantes. El tuyo es pasivo. Tu nombre, el de un país. Y Shepherd… bucólico, vagamente cristiano. Tu nombre me hace pensar en un campesino asiático vigilando sus ovejas en una ladera… o un Cristo de ojos rasgados que convierte a los paganos. —Sonrió, divertido por su propia cháchara.
—Pero no es el nombre adecuado. No eres una persona pasiva.
—Lo he sido durante casi toda mi vida.
—¿De veras? Anoche no fuiste pasiva.
—Es verdad —asintió—. Pero antes, sí.
—Mi nombre es poderoso. Edgler Foreman Veiss. —Lo deletreó—. No me llamo Edgar sino Edgler. Suena filoso, otra palabra que está en mi nombre. Y Veiss… si lo alargas, es como el silbido de una serpiente.
—Demonio.
—Así es. Está en mi nombre… demonio.
—Enfado.
Parecía complacido de que entrara en su juego.
—Eres hábil, sobre todo porque lo haces sin lápiz y papel.
—Vaso —dijo—. También está en tu nombre.
—Demasiado fácil. Y también semen. Vaso y semen, hembra y macho. ¿Se te ocurre un buen insulto, Chyna?
En lugar de responder, tomó el vaso y bebió el resto del agua. Los cubos chocaron fríos contra sus dientes.
—Bien, ya te mojaste el garguero —dijo Veiss—. Ahora me hablarás de ti. Recuerda… eso o la navaja.
Chyna le contó todo a partir del momento en que oyó un grito cuando estaba sentada en el cuarto de huéspedes de la casa de los Templeton. Lo recitó en tono monocorde, no porque lo deseara sino porque descubrió que no podía hablar de otra manera. Trató de introducir alguna inflexión, infundir vida en sus palabras… no pudo.
Edgler Veiss la asustaba menos que el sonido de su propia voz al relatar los hechos de la víspera. Le parecía escuchar una voz ajena, la de una persona perdida y derrotada.
Trató de convencerse de que no estaba vencida, de que aún quedaba una esperanza y de que acabaría con ese asesino degenerado, aunque no sabía cómo. Pero no había convicción en su voz interior.
A pesar del tono timorato de Chyna al relatar los sucesos, Veiss estaba fascinado. Al principio su pose era indolente y despreocupada, pero cuando ella terminó, estaba inclinado sobre la mesa.
La interrumpió varias veces con preguntas. Y al final quedó sumido en un silencio meditabundo.
Ella no soportaba mirarlo. Plegó las manos sobre la mesa, cerró los ojos y apoyó la frente sobre sus pulgares alzados y unidos como el marco de una puerta gótica, tal como Veiss la había encontrado al atravesar el lavadero. Tampoco rezaba. La oración requiere una dosis de esperanza que le faltaba en ese momento.
Al cabo de unos minutos, oyó que Veiss apartaba la silla de la mesa. Escuchó sus movimientos, los ruidos característicos de un cocinero en cualquier cocina.
Le llegó el aroma de la mantequilla derretida y de las cebollas rehogadas.
El relato le había quitado el apetito, y el olor de las cebollas no se lo devolvió.
—Lo extraño es que no sentí tu olor en lo de los Templeton —dijo Veiss.
—¿Puedes hacerlo? —preguntó sin alzar la cabeza—. ¿Tienes el olfato de un perro?
—Casi siempre —dijo. No estaba ofendido, y hablaba con la mayor seriedad. —Y seguramente habrás hecho algún ruido durante la noche. Nadie es tan sigiloso, ni siquiera tú. Debería haber oído tu respiración.
Oyó el ruido vigoroso de un batidor en un tazón con huevos.
Luego llegó el olor de las tostadas.
—En una casa en silencio, donde todos estaban muertos, tus movimientos debieron provocar corrientes de aire, como un aliento fresco en mi nuca, algo que agitara el vello de mis manos. Cada movimiento tuyo tuvo que provocar un cambio de textura al rozar mis ojos. Y cuando atravesé un espacio que acababas de ocupar, debí percibir el desplazamiento del aire provocado por tu paso.
Estaba totalmente loco. Tan atractivo con su camisa de cambray, sus hermosos ojos azules, su pelo oscuro peinado hacia atrás para despejar la frente, el hoyuelo en la mejilla izquierda, pero lleno de pústulas y chancros por dentro.
—Sucede que mis sentidos son sumamente agudos.
Abrió un grifo. Ella no necesitó mirar para darse cuenta de que lavaba el batidor. No lo dejaría sucio.
—Mis sentidos son tan agudos porque me entrego a las sensaciones —prosiguió—. Podríamos decir que ellas son mi religión.
Escuchó un siseo mucho más fuerte que el de las cebollas y percibió otro aroma.
—Pero fuiste invisible para mí. Como un espíritu. ¿Qué es lo que te hace distinta de los demás?
—¿Te parece que lo soy? —murmuró Chyna con amargura, casi sin separar los labios de la mesa—. ¿Aquí, encadenada?
Aunque Chyna había apenas murmurado y parecía imposible que la oyera por encima del chisporroteo de los huevos y las cebollas, Veiss dijo:
—Sí, tienes razón.
Después, cuando llevó los platos a la mesa, ella alzó la cabeza y movió las manos.
—No te obligaré a comer con las manos. Te daré un tenedor porque doy por sentado que comprendes que es imposible tratar de clavármelo en un ojo.
Ella asintió.
—Así me gusta.
Sobre su plato había una omelette gruesa de cuatro huevos que rezumaba queso cheddar, y una porción de cebollas rehogadas. La cubrían tres tajadas de tomate maduro y un poco de perejil picado. A los costados, dos tostadas enmantecadas, prolijamente cortadas en diagonal.
Le sirvió más agua con hielo.
Aunque momentos antes había estado famélica, la joven sintió asco a la sola vista de la comida. Sabía que debía comer, de modo que picoteó la omelette y mordisqueó un trozo de tostada. Pero no podría vaciar el plato.
Veiss comía con buen apetito, pero prolijamente y sin hacer ruido. Sus modales eran irreprochables y después de cada bocado se limpiaba los labios con una servilleta.
Chyna estaba sumergida en su mundo gris, y cuanto más disfrutaba Veiss de su desayuno, más seca le parecía a ella su propia omelette.
—Serías muy atractiva si no estuvieras tan ajada y sudorosa, con la cara sucia y el pelo enredado por la lluvia. Una verdadera belleza debajo de tanta mugre. Creo que más tarde te bañaré.
Chyna Shepherd, intacta y viva.
Después de una nueva pausa quedó atónita al oírle decir:
—Intacta y viva.
Sabía que no había pronunciado la frase en voz alta.
—Intacta y viva —repitió Edgler Veiss—. ¿No es lo que dijiste… cuando bajabas en busca de Ariel?
Lo miró, incapaz de responder.
—¿Lo es?
Por fin:
—Sí.
—Me llamó la atención. Dijiste tu nombre y esas tres palabras. En ese momento no lo entendí porque no sabía que te llamabas Chyna Shepherd.
Ella apartó la vista hacia la ventana. Un doberman rondaba por el patio.
—¿Rezabas?
En su desconsuelo, Chyna había pensado que no podía sentir más miedo, pero se equivocaba. La lucidez de ese hombre era aterradora… y ella no terminaba de entender por qué.
Volvió su vista del doberman a los ojos de Veiss, y por un breve instante, vio su perro interior, tenebroso e implacable.
—¿Rezabas? —insistió.
—Sí.
—En tu corazón, Chyna, en lo más íntimo de tu corazón, ¿crees que Dios existe? Sé sincera, no conmigo sino contigo misma.
Anteriormente, hasta hace poco, había tenido apenas la suficiente convicción para responder «Sí». Ahora calló.
—Y si Dios existe —prosiguió Veiss—, ¿sabe Él que tú existes?
Tomó otro bocado de la omelette. Le pareció más grasienta que antes. Se atragantó con la mezcla empalagosa de huevos, queso y mantequilla. Dejó el tenedor. No podía más. Había comido apenas un tercio de la omelette. Veiss limpió su plato y bebió una taza de café sin ofrecerle a Chyna, sin duda porque creyó que ella intentaría arrojárselo a la cara.
—Se te ve tan melancólica… —dijo Veiss.
No respondió.
—Te sientes vencida, ¿no? Le fallaste a la pobre Ariel, a ti misma y también a Dios, si es que existe.
—¿Qué harás conmigo? —preguntó. En realidad quiso decir: ¿Por qué me haces esto, por qué no me matas de una vez y se acabó?
—Todavía no lo he decidido —dijo Veiss—. Sea lo que fuere, tiene que ser especial. Me doy cuenta de que eres distinta, aunque tú no lo creas, y lo que hagamos juntos deberá ser… intenso.
Ella cerró los ojos y se preguntó si podría volver a Narnia después de tantos años.
—Todavía no sé qué quiero hacer contigo, pero sobre Ariel no tengo la menor duda. ¿Quieres saber qué haré con ella?
No, ya era demasiado vieja para creer en armarios mágicos y esas cosas.
La voz de Veiss le llegó desde su gris interior, como si habitara ahí tanto como en el mundo real.
—Te hice una pregunta, Chyna. ¿Recuerdas lo que te dije? Si no contestas… te arranco un pedazo de la cara. ¿Quieres saber qué haré con Ariel?
—Es que ya lo sé.
—Sí, pero sólo en parte. El sexo, es evidente. Es una hembra apetitosa. No la he tocado, pero lo haré. Creo que es virgen. Cuando todavía tenía voz decía que era virgen, y no parecía una chica mentirosa.
Allá afuera estaba el desierto, y en lo alto, el planeta del Principito con su flor.
—Quiero escuchar su llanto, su desolación. Quiero oler la pureza de sus lágrimas. Quiero palpar la exquisita textura de sus gritos, conocer su olor limpio y el sabor de su terror. Eso es lo mejor. Siempre.
Aunque Chyna se esforzó por verlos, no aparecieron ni el desierto ni el planeta. El piloto y el Principito se habían ido para siempre, se los había llevado la odiosa muerte que pone fin a todas las cosas. Y de alguna manera, eso era tan triste como el destino que había sufrido Laura y ahora le aguardaba a ella.
—A veces llevo a una al cuarto en el sótano… siempre con el mismo fin.
No quería escucharlo. Las esposas no le permitían taparse las orejas. Y si lo hubiera intentado, él le hubiera atado las manos a los tobillos para obligarla a escuchar.
—Las vivencias más intensas de mi vida han transcurrido en ese cuarto, Chyna. No me refiero al sexo ni a los golpes ni a los tajos. Eso lo dejo para después, para el postre. Antes les provoco un colapso gradual; eso es lo intenso.
Una morsa le apretaba el pecho; apenas podía respirar.
—Durante un día o dos, creen que van a enloquecer de terror, pero se equivocan. Se necesita más de un par de días para perder el juicio, para volverse total e irrevocablemente loco. Ariel es mi séptima cautiva. Las demás se aferraron a la razón durante varias semanas. Una se derrumbó al cabo de dieciocho días; tres aguantaron un mes entero.
Chyna abandonó la búsqueda del desierto esquivo y lo miró a los ojos.
—La tortura psicológica es mucho más interesante y difícil de aplicar que la física, aunque ésta también puede ser emocionante —dijo Veiss—. La mente es mucho más resistente que el cuerpo, el desafío es muchísimo mayor. Y cuando la mente se quiebra, te juro que escucho un crack mucho más fuerte que el de un hueso al quebrarse… y cómo retumba.
Trató de ver la conciencia animal en sus ojos, la que había vislumbrado momentos antes. Necesitaba verla.
—Cuando se quiebran, algunos se revuelcan por el piso, tienen convulsiones, se desgarran la ropa. Se arrancan el pelo, se arañan la cara, se muerden hasta sangrar. Vieras con cuánto ingenio se automutilan. Lloran y lloran, durante horas, días enteros, incluso mientras duermen. Ladran como perros, Chyna, y chillan y agitan los brazos como si creyeran que son capaces de volar. Tienen alucinaciones, las cosas que ven son mucho más aterradoras que yo mismo. Algunos hablan en lenguas extrañas. Eso se llama glosolalia. ¿Conoces ese estado? Es fascinante. Parece un idioma de verdad, pero es un galimatías, un balbuceo lastimero o delirante. Algunos pierden el control de los esfínteres y se revuelcan en sus excrementos. Es un poco desagradable, pero fascinante: la condición humana más rastrera, que la mayoría de la gente sólo asume en el momento de la demencia.
Por más que se esforzaba, Chyna no veía la bestia en sus ojos, solamente la placidez celeste y la vigilante negrura de la pupila, y ya no estaba segura de haberla visto. No era mitad hombre, mitad lobo, una criatura que caía en cuatro patas a la luz de la Luna llena. Era algo peor: apenas un hombre, y aunque habitaba el extremo del espectro de la crueldad humana, era nada más que un hombre.
—Algunos se refugian en el silencio catatónico —prosiguió Veiss—, como Ariel. Pero siempre los saco de ese estado. Ariel es de lejos la más obstinada, pero por eso la más interesante. La quebrantaré, y cuando escuche su crack, será como ningún otro. Glorioso. Intenso.
—La experiencia más intensa es la compasión —dijo Chyna sin saber cómo le había llegado esa frase a la mente. Parecía un ruego, y no quería que él pensara que rogaba por su vida. En lo más profundo de su desesperación, no se rebajaría ante él.
Veiss sonrió y por un instante pareció un muchachito, un aficionado a los juegos de palabras y las travesuras inocentes, un coleccionista de figuritas deportivas, un ciclista o aeromodelista o monaguillo los domingos. Creyó que él había sonreído al escucharla, que le divertía su ingenuidad, pero no fue eso lo que demostraron sus palabras.
—Me parece… que quiero que estés conmigo cuando quiebre a Ariel. En lugar de matarte ante sus ojos para darle el empujón final, buscaré otra manera de hacerlo. Y tú lo verás.
Dios, Dios.
—Eres estudiante de sicología, ¿no? Casi una licenciada en sicología. Ahí estás, juzgándome severamente, segura de que mi mente es aberrante, como dicen ustedes, y que sabes lo que pienso. Pues bien, sería tan interesante ver cómo este pequeño experimento refuta las teorías modernas de cómo opera la mente. ¿No te parece? Cuando quiebre a Ariel, tú podrás escribir una monografía que sólo yo leeré. Me interesan tus observaciones profesionales.
Dios mío, nunca sucederá. Jamás seré testigo de eso. Aunque estoy engrillada, encontraré la manera de suicidarme antes de que me lleve a ese cuarto a ver cómo termina de destruir a esa hermosa chica. Me morderé las muñecas, me tragaré la lengua, me tiraré por la escalera para desnucarme… algo haré. Cualquier cosa.
Consciente de que la había sacado de la negra desazón para sumirla en el horror, Veiss sonrió… y volvió su atención al plato.
—¿Comerás algo más?
—No.
—Bueno, lo comeré yo.
Apartó su plato vacío y acercó el de ella, con tenedor y todo. Cortó un trozo de la omelette fría, se lo llevó a la boca y profirió un suave gemido de placer. Lenta, sensualmente, Veiss deslizó el tenedor entre sus labios apretados y extendió la lengua para lamerlo.
—Sentí tu sabor en el tenedor —dijo—. Tu saliva sabe deliciosa… aunque un poquito amarga. Será porque tienes el estómago revuelto.
No podía escapar cerrando los ojos, de modo que lo miró devorar el resto del desayuno.
Entonces quiso hacerle una pregunta:
—Anoche… ¿por qué te comiste la araña?
—¿Por qué no?
—Esa no es una respuesta.
—Al contrario, es la mejor respuesta a cualquier pregunta.
—Dame otra, aunque no sea la mejor.
—¿Te dio asco?
—Pregunto por curiosidad.
—Sin duda, te parece una experiencia negativa… comer una araña viscosa que mueve las patitas.
—Seguro.
—No existen las experiencias negativas, Chyna. Sólo las sensaciones. La sensación pura no admite juicios de valor.
—Claro que sí.
—Si eso crees, naciste fuera de tu siglo. La araña tenía un sabor interesante y ahora la comprendo mejor por haberla absorbido. ¿Sabes cómo aprenden los platelmintos?
—¿Los platelmintos?
—No me digas que una chica tan preparada como tú no hizo el curso de biología elemental. Ciertos platelmintos aprenden gradualmente a recorrer un laberinto…
Ella recordó, y lo interrumpió:
—Y si los reduces a polvo y se lo das de comer a otro grupo de platelmintos, el segundo grupo recorre el laberinto en el primer intento.
—Muy bien, así es. —Asintió, feliz.
—Absorben el conocimiento junto con la carne.
No tuvo que detenerse a pensar cómo formularía la siguiente pregunta, porque era imposible halagarlo o insultarlo.
—Diablos, ¿de veras crees que después de comer una araña sabes lo que significa ser una araña y posees todos sus conocimientos?
—Claro que no, Chyna. Habría que estar loco para tomarlo en sentido tan literal. Estaría encerrado en un hospicio, hablando con una multitud de amigos imaginarios. Lo que digo es que gracias a mis sentidos extraordinariamente agudos, absorbí de la araña una cualidad inefable de aracnidad que tú no eres capaz de comprender. Acentué mi conciencia de la araña como un cazador diminuto maravillosamente concebido, una criatura de poder.
»Araña es una palabra poderosa, sabes, aunque no la puedo formar con las letras de mi nombre. —Vaciló, meditabundo, antes de agregar—: Pero su nombre en inglés, spider, se puede formar con las letras de tu nombre.
Ella no se molestó en recordarle los dichosos errores de ortografía de su madre. Con las letras de Chyna Shepherd sólo se podía formar la palabra spyder.
—Y corrí un riesgo al comer la araña, lo cual lo hizo más fascinante aún —prosiguió Veiss—. Sólo un entomólogo sabe si determinada especie es venenosa o no. Hay una especie de araña pequeña, marrón, que es muy peligrosa. La picadura en la mano no es nada… pero tuve que aplastarla rápidamente contra el paladar para que no me picara la lengua.
—Te gusta correr riesgos.
Se encogió de hombros.
—Así es como soy.
—Siempre en el filo.
—Otra palabra en mi nombre —asintió.
—¿Y si te hubiera picado la lengua?
—El dolor es lo mismo que el placer, pero distinto. Cuando aprendes a disfrutarlo, vives feliz.
—¿El valor del dolor es neutro?
—Claro que sí. Es una sensación. Ayuda a fortalecer el arrecife del alma… si es que existe.
No entendió a qué se refería con eso del «arrecife del alma» y no preguntó. Estaba harta de él. Harta del miedo y también del odio. Le hacía preguntas para tratar de comprender, como lo había hecho durante toda su vida, y estaba mortalmente cansada de buscarle un significado a todo. Jamás comprendería por qué ciertas personas cometen innumerables crueldades pequeñas —o algunas grandes—, y el esfuerzo por comprender había agotado sus fuerzas, dejándole un vacío interior frío y gris.
Veiss señaló su dedo índice hinchado y tumefacto:
—Seguramente te duele. Y también la nuca.
—Lo peor es la jaqueca. Y no encuentro ningún placer en esto.
—Bueno, no es fácil enseñarte el camino hacia la luz y probar que estás equivocada. Se necesita tiempo. Pero hay una lección menor, fácil de aprender…
Se puso de pie y se acercó a un estante de especias instalado en la pared más allá de la alacena. Entre los pequeños frascos y latas de tomillo, clavo de olor, eneldo, nuez moscada, ají picante, jengibre, mejorana y canela, había uno de aspirinas.
—No las tomo para aliviar la jaqueca porque me gusta saborear el dolor. Pero tengo aspirinas a mano porque de vez en cuando me gusta masticar una. Me gusta el sabor.
—Es horrible.
—Es amargo, nada más. Los sabores amargos se vuelven tan agradables como los dulces una vez que aceptas que cualquier vivencia, cualquier sensación, es digna de ser experimentada.
Llevó el frasco de aspirinas a la mesa. Lo dejó al alcance de su mano… y se llevó el vaso con agua.
—Gracias, no quiero.
—Aprende a aceptar la amargura.
No miró el frasco.
—Como quieras —dijo Veiss. Recogió los platos. Aunque la atormentaban varios dolores, Chyna se negó a tomar la aspirina. Tal vez era irracional, pero estaba convencida de que al mascar un par de comprimidos, aunque sólo fuera por su efecto analgésico, entraría en alguno de los recintos alucinantes de la locura de Edgler Veiss. Por ningún motivo quería cruzar ese umbral, aunque conservara un pie fuertemente anclado en el mundo real.
Él lavaba los platos, tazones y todos los demás utensilios. Era eficiente y prolijo, usaba agua muy caliente y grandes cantidades de detergente líquido con aroma a limón.
Quedaba una pregunta que Chyna no podía dejar de hacer, y por fin tomó aliento:
—¿Por qué los Templeton? ¿Por qué justamente ellos? No me parece que fuera pura casualidad, porque pasabas por ahí y viste luz y entraste.
—No fue casualidad —asintió mientras fregaba la sartén con una esponja de plástico—. Hace un par de semanas, Paul Templeton vino por aquí, una cuestión de negocios, y resulta…
—¿Lo conocías?
—No. Como decía, vino a la ciudad, la cabecera del distrito, por una cuestión de negocios y cuando sacaba una tarjeta de su portadocumentos, cayeron unas fotos, de esas tamaño carné que la gente suele tener, y lo ayudé a recogerlas. Una era de su esposa, la otra de Laura. Parecía tan… pura, tan virginal. «Qué bonita», dije y Paul se puso hablar como el papá chocho que era. Que estaba a punto de recibirse de psicóloga, promedio ocho en las calificaciones, de todo. Que la echaba de menos aunque hacía seis años que se había ido a la universidad y que no veía la hora de que llegara fin de mes porque iba a pasar un fin de semana largo en casa. No dijo que llevaría a una amiga.
Un accidente. Una foto caída. Una conversación casual, entre desconocidos.
Era tan arbitrario, que le quitó el aliento. No podía soportarlo.
Entonces, al contemplar a Veiss, que secaba el mármol y enjuagaba los trapos y fregaba la pileta, Chyna tuvo la sensación de que el destino de la familia Templeton no había sido arbitrario. Esas muertes violentas eran obra de un hado maligno, una espiral inexorable que conducía a la noche eterna, como si ellos hubieran vivido y nacido sólo para complacer a Edgler Veiss.
Y tuvo la sensación de que también ella había nacido y vivido con tanto esfuerzo nada más que para proporcionarle un momento de placer perverso a este depredador sin alma.
Su violencia era aterradora, no porque causaba dolor y miedo, derramaba sangre, dejaba un tendal de cadáveres mutilados. El dolor y el miedo eran relativamente breves en comparación con los dolores y las angustias normales de la vida. La sangre y los cadáveres eran el epílogo. Lo más terrorífico era que despojaba a esas vidas inconclusas de su significado, se imponía a sí mismo como propósito primordial de su existencia, no les robaba el tiempo sino la plenitud.
Sus pecados fundamentales eran la envidia —de la belleza, la felicidad— y la soberbia al someter el mundo a su concepción de la creación, los mayores entre todos los pecados, las transgresiones con las que había tropezado el diablo —antes uno de los arcángeles— y había sido expulsado del Cielo.
Al secar los platos, los tazones y los cubiertos, tomándolos del escurridor para colocarlos en sus estantes o cajones correspondientes, Edgler Veiss lucía limpio y sonrosado como un bebé apenas salido de la bañera, inocente como un nonato. Olía a jabón, a una buena loción para después de afeitarse y a detergente líquido aromatizado con limón. Pero a pesar de todo, Chyna tuvo la sensación irracional de que en cualquier momento expediría olor a azufre.
Todas las vidas conducían a una serie de epifanías discretas —o al menos a la oportunidad para que sucedieran—, y Chyna se sintió embargada por una nueva ola de dolor al pensar en este aspecto siniestro de los viajes truncos de los Templeton. Su bondad, que hubiera beneficiado a otros. El amor que tenían para brindar. Las cosas que hubieran comprendido en sus corazones.
Concluido el aseo, Veiss se acercó a la mesa.
—Tengo un par de cosas que hacer arriba y afuera… y después debo dormir cuatro o cinco horas. Tengo que descansar antes de ir a trabajar.
Se preguntó cuál era su trabajo, pero no en voz alta. Tal vez se refería a su trabajo de verdad… o bien a su asalto obstinado a la razón de Ariel. En este caso, Chyna no quería enterarse.
—Cuando te muevas en la silla, ten cuidado. Las cadenas pueden rayar la madera.
—Dios me libre de estropear tan lindos muebles.
La miró fijamente durante medio minuto.
—Si eres tan estúpida como para creer que puedes soltarte, oiré el ruido de las cadenas y vendré a obligarte a estar quieta. No te gustará.
No respondió. Encadenada de pies y manos, la posibilidad de escapar era inconcebible.
—Y aunque te liberaras de la mesa y las sillas, no podrías correr. Hay perros allá afuera y están entrenados para atacar.
—Sí, los vi.
—Aun sin las cadenas, te alcanzarían y matarían antes de que te alejaras diez pasos de la puerta.
Le creía, pero no comprendía su insistencia.
—Una vez solté a un joven en el patio. Corrió hacia el árbol más cercano y cuando trepó hasta ponerse a salvo, sólo tenía una mordedura grave en la pantorrilla derecha y otra menor en el tobillo izquierdo. Se sentó en una rama y pensó que estaría a salvo por un rato mientras los perros rondaban allá abajo, pero tomé un fusil 22, salí a la galería y le disparé a la pierna. Cayó del árbol y los perros lo liquidaron en menos de un minuto.
Chyna no respondió. En ciertos momentos, le parecía que la comunicación con este ser odioso era menos posible que hablar de la belleza de la música de Mozart con un tiburón. Era uno de esos momentos.
—Anoche fuiste invisible para mí.
Aguardó.
Su mirada la recorrió minuciosamente como si buscara un eslabón suelto en las cadenas o una argolla abierta en las esposas, invisible hasta entonces.
—Como un espíritu…
A ella le parecía imposible adivinar los pensamientos de semejante ser, pero… por Dios, la idea de dejarla a solas le provocaba una cierta inquietud. No podía imaginar por qué.
—¿Tranquilita?
Asintió.
—Así me gusta.
Fue a la puerta que daba de la cocina a la sala. Pero ella tenía que pedirle algo:
—Antes de que te vayas…
Se volvió para mirarla.
—¿Podrías llevarme al baño?
—No tengo ganas de ponerme a soltar las cadenas. Si quieres orinar, hazte encima. De todos modos te bañaré más tarde. Y puedo comprar almohadones nuevos.
Abrió la puerta y desapareció.
Chyna estaba resuelta a no caer en la humillación de sentarse sobre sus excrementos. Tenía ganas de orinar, pero todavía no era grave. Más tarde sería un problema.
Qué extraño que a pesar de todo fuera capaz de evitar una humillación y pensar en el futuro.
En el medio de la sala, Edgler Veiss se detiene a escuchar a la mujer en la cocina. No escucha el tintineo de cadenas. Espera. No hay ruido. El silencio es perturbador.
No termina de comprenderla. Sabe mucho sobre ella… pero sigue siendo un misterio.
Engrillada, totalmente sometida a su poder, sin duda no puede ser su «neumático reventado». Huele a derrota y desesperación. En el tono sumiso de su voz, ve el gris de las cenizas y palpa la textura de un sudario. Está muerta en vida y resignada a ello. Con todo…
Entonces, oye un tintineo de cadenas. No es fuerte, como si hiciera un intento enérgico por liberarse de sus ataduras. Es un mero cambio de posición… acaso ha juntado las piernas para contener las ganas de orinar. Edgler Veiss sonríe.
Sube a su cuarto. Toma un teléfono del estante en la pared del fondo del clóset. Vuelve al dormitorio, enchufa el aparato en la toma de la pared y hace un par de llamadas para informar a quien corresponde que ha vuelto de sus tres días de vacaciones e irá a trabajar esa noche. Aunque confía en que durante su ausencia los doberman jamás permitirán que nadie se acerque a la casa, Veiss esconde sus dos teléfonos en sendos clósets. En el caso sumamente improbable de que un intruso lograra escapar de los perros y entrar en la casa, no podría pedir ayuda por teléfono.
Últimamente Edgler Veiss ha pensado en el peligro que representan los teléfonos celulares. Es difícil imaginar a un ladrón frustrado con un teléfono portátil o llamando a la policía desde una casa en la cual se ha encerrado por miedo a los perros guardianes, pero se han visto cosas más extrañas aún. Si la noche anterior Chyna Shepherd hubiera encontrado un teléfono celular en el Honda del empleado, no sería ella quien estaría encadenada en ese momento.
La revolución tecnológica del fin del milenio ofrece muchas comodidades y grandes oportunidades, pero no carece de peligros. Gracias a su destreza con las computadoras, Veiss ha alterado sus huellas digitales archivadas en diversas agencias, y así pudo entrar en la casa de los Templeton a disfrutar plenamente la sensualidad de sus vivencias, sin temor. Pero un teléfono celular en manos de quien no corresponde y en el momento inadecuado podría conducirlo a la vivencia más intensa de su vida: la última. A veces desearía haber vivido en la época más sencilla de Jack el Destripador, o del magnífico Ed Gein, quien inspiró Psicosis, o del asesino en serie Richard Speck; anhela ese mundo menos complejo de las décadas anteriores, de campos de caza menos frecuentados por gente como él.
En la pelea febril por la audiencia, al destacar al máximo cada noticia bañada en sangre, al convertir a los asesinos en personajes célebres para luego idolatrarlos, los medios electrónicos pueden haber inspirado a otros individuos lúcidos como él. Pero al mismo tiempo han alarmado al rebaño. Muchas ovejas aprendieron a mantener los ojos bien abiertos y a correr a la menor señal de peligro.
Con todo, no le falta diversión.
Después de hablar por teléfono, Veiss va a la casa rodante. Las matrículas, los bulones y las tuercas que las sujetan al vehículo, y el destornillador están en un cajón de la cocina pequeña.
Por distintos medios, generalmente dos o tres semanas antes de la expedición, Edgler Veiss escoge a sus víctimas principales, como hizo con la familia Templeton. Y aunque a veces trae a una presa viva al cuarto del sótano, generalmente se aleja de los límites de Oregon para reducir al mínimo las probabilidades de que sus dos vidas —la del buen ciudadano y la del aventurero homicida— se crucen en el momento menos conveniente. (Aunque no empleó ese método para llegar hasta Laura Templeton, ha descubierto que la «navegación» clandestina por los inmensos archivos informáticos del Departamento de Vehículos Motorizados de la vecina California es un método excelente para localizar mujeres atractivas. El DVM archiva las fotos carné de los registros de conductor juntamente con la edad, estatura y peso de cada mujer. Con esos datos, él puede descartar a las candidatas inaceptables, tales como las abuelas fotogénicas y las mujeres gordas de cara delgada. Y aunque algunas dan como dirección un apartado postal, la mayoría da su domicilio particular, y a partir de entonces, sólo es cuestión de procurarse un par de mapas buenos). Cerca del final del viaje, a unos setenta kilómetros de la residencia escogida, quita las matrículas de la casa rodante. Luego se aleja rápidamente de la escena de sus juegos, y cuando se descubre el epílogo, sólo podrían rastrearlo si algún vecino de la víctima hubiera visto la casa rodante y, aunque le pareciera totalmente inocente, su vista se hubiera posado en las matrículas y justo —maldito «neumático reventado»— tuviera memoria fotográfica. Por eso no vuelve a colocarlas hasta volver a Oregon.
Si un agente de tránsito lo detuviera por exceso de velocidad u otra infracción, Veiss se mostraría sorprendido por la ausencia de las matrículas y diría que alguien las robó con Dios sabe qué fines. Es buen actor; su desconcierto es convincente. Si pudiera hacerlo sin correr gran riesgo, mataría al agente. Y si no se presentara esa oportunidad, saldría enseguida del atolladero apelando a la cortesía profesional.
Se sienta en cuclillas y sujeta una de las matrículas al marco delantero correspondiente.
Uno a uno, los perros se acercan, husmean sus manos y su ropa, acaso decepcionados porque huelen a loción para después de afeitarse y detergente para la ropa. Tienen avidez de afecto, pero están de guardia. Ninguno se demora, cada uno vuelve a su puesto después de una palmada en la cabeza, un tirón de oreja, una palabra de afecto.
—Bien, muy bien —dice Veiss a cada uno—. Bien, bien.
Termina de colocar la matrícula delantera, se para, se despereza y echa una mirada a su territorio.
A nivel del suelo ya no hay viento. El aire está inmóvil, húmedo. Huele a hierba mojada, tierra, hojas muertas y bosques de pinos.
Después de la lluvia empieza a despejarse la bruma de las estribaciones y las laderas bajas detrás de la casa. Aún no aparecen los picos de la cordillera occidental ni el manto de nieve que todavía cubre las laderas más altas. Pero sobre su cabeza y hacia el este, donde no hay bruma, las nubes no son negras de tormenta sino grises, de un suave color topo, y un fuerte viento de altura las empuja hacia el sudeste. Como le ha dicho a Ariel, a medianoche saldrán las estrellas y tal vez incluso la Luna para iluminar los ojos glaucos de Laura, muerta.
Edgler Veiss bordea la casa rodante para colocar la matrícula trasera… y descubre huellas extrañas en el camino de entrada. Al contemplarlas, su cara se ensombrece.
El camino es de ripio, pero la lluvia torrencial trae el barro del jardín circundante. Aquí y allá ha formado una gruesa piel, no fangosa sino oscura y densa.
En la piel de barro hay huellas de cascos, acaso de un ciervo. Un ciervo grande. Ha cruzado el camino más de una vez.
Observa un lugar donde se ha detenido a piafar.
No hay huellas de neumáticos en el barro porque las ha borrado la lluvia que caía cuando él llegó a casa. Evidentemente, el ciervo dejó su rastro después de la tormenta.
Se agazapa junto a las huellas y palpa el barro frío con los dedos. Percibe la dureza y tersura de los cascos que dejaron las huellas.
Una especie de ciervo habita las colinas y los montes cercanos. Sin embargo, es raro que se aventuren hasta la propiedad de Edgler Veiss porque tienen miedo de los doberman.
Esto es lo más extraño: hay sólo huellas de cascos, no de las patas de los perros.
Ha entrenado a los doberman para que se concentren en los intrusos humanos y en lo posible no molesten a los animales silvestres. En caso contrario, éstos podrían distraerlos en un momento crucial para la vida de su amo. Jamás atacarán a una ardilla, un conejo, un mapache —y tampoco a un ciervo—, salvo que los obligue el hambre. Ni siquiera lo perseguirán para entretenerse.
No obstante, los perros tomarán debida cuenta de los animales que crucen su camino. Darán rienda suelta a su curiosidad en la medida en que lo permita su entrenamiento.
Se hubieran acercado al ciervo, lo hubieran rodeado para paralizarlo de miedo, obligado a huir. Y después habrían cruzado el camino una y otra vez para husmear el rastro.
Pero no hay una sola huella de pata entre las impresiones de los cascos.
Veiss se frota las yemas embarradas de los dedos mientras se para y gira lentamente en círculo para estudiar el terreno. Los prados hacia el norte y más allá los lejanos bosques de pinos. El camino que va hacia el este hasta la loma pelada. El patio hacia el sur, otros prados y más bosques. Por fin, el patio trasero, el granero, las estribaciones. El ciervo —si es que era un ciervo— se ha ido.
Edgler Veiss está inmóvil. Atento. Alerta. Inspira profundamente en busca de olores. Luego inhala por la boca a ver qué detecta con la lengua. El aire húmedo roza su cara como la piel fría de un cadáver. Ha acentuado sus sentidos al máximo, y el mundo recién lavado penetra por ellos.
No detecta el menor peligro en la mañana.
Cuando está sujetando la matrícula trasera de la casa rodante, se acerca Tilsiter. El perro le hociquea la nuca. Veiss le ordena que se quede. Cuando termina de sujetar la matrícula, se vuelve hacia Tilsiter y señala el rastro cercano del ciervo.
Aparentemente, el perro no ve las huellas. O si las ve, no le interesan.
Veiss lo conduce al olor entre las huellas. Las señala nuevamente.
Al advertir el desconcierto de Tilsiter, Veiss le pone una mano sobre la cabeza y lo obliga a hundir el hocico en una huella.
Por fin el doberman detecta un olor, husmea con avidez, aúlla suavemente… y decide que no le gusta lo que huele. Aparta la cabeza de la mano del amo y retrocede con aire tímido.
—¿Qué pasa? —dice Veiss.
El perro se relame. Aparta la vista de Veiss, estudia los prados, la senda, el patio. Mira brevemente a Veiss y se aleja trotando hacia el sur, a su puesto.
Los árboles gotean. Se alza la bruma. Las nubes vaciadas de lluvia huyen hacia el sudeste.
Edgler Veiss decide matar a Chyna Shepherd de inmediato.
La arrastrará al jardín, la arrojará boca abajo sobre la hierba y le meterá un par de tiros en la cabeza. Esa noche tiene que ir a trabajar y antes debe dormir, de manera que le falta tiempo para disfrutar de una muerte lenta.
Más tarde, cuando vuelva a casa, la enterrará en el prado mientras los perros observan, los insectos zumban y se cazan entre ellos en medio de los pastos altos. Obligará a Ariel a besar los cadáveres antes de enterrarlos para siempre… bajo la luz de la Luna, si ha salido.
Bueno, rápido, a matarla de una vez y a dormir.
Al caminar veloz hacia la casa advierte que aún tiene el destornillador en la mano, que puede ser un arma más interesante que la pistola e igualmente rápida.
Sube los escalones de piedra y cruza la galería donde el dedo de la abogada de Seattle pende silencioso entre las conchillas marinas en el aire fresco e inmóvil.
No se molesta en quitarse el barro del calzado, una violación desusada de su conducta obsesiva.
Su respiración agitada acompaña el crujido de la bisagra al abrir la puerta y entrar en la casa. Después de cerrar la puerta, lo sorprenden los latidos violentos de su corazón.
Nunca tiene miedo; jamás. Pero esta mujer más de una vez le ha causado desasosiego.
Da unos pasos más hacia el interior y se detiene para dominarse. Una vez dentro de la casa, se pregunta por qué momentos antes le había parecido que matarla era tan urgente.
Intuición.
Pero su intuición jamás le ha transmitido un mensaje tan clamoroso ni le ha provocado semejante conflicto interior. La mujer es especial, realmente anhela hacer ciertas cosas con ella. Meterle dos tiros en la nuca o clavarle el destornillador un par de veces sería un tremendo derroche de posibilidades.
Veiss nunca tiene miedo. Jamás.
El mismo desasosiego es un desafío a su propia autoestima. La poetisa Sylvia Plath —ante cuya obra siente una ambivalencia poco característica de él— ha dicho que el mundo está gobernado por el pánico, «pánico con cara de perro, cara del diablo, cara de bruja, cara de puta, pánico con mayúsculas, sin cara… el mismo señor Pánico, despierto o dormido». Pero el señor Pánico no gobierna a Edgler Veiss y jamás lo hará, porque Edgler Veiss no se hace ilusiones sobre la naturaleza de la existencia ni tiene dudas sobre sus propósitos, y ningún momento de su vida requiere una reinterpretación cuando llega el momento de la reflexión serena.
Sensación. Intensidad.
El miedo no permite vivir con intensidad porque el señor Pánico inhibe la espontaneidad y la experimentación. Por eso él no permitirá que esta mujer llena de misterios lo asuste.
Mientras espera que su respiración y su ritmo cardíaco vuelvan a la normalidad, hace girar el mango de caucho del destornillador en su palma y contempla el filo corto y romo en el extremo del acero.
Apenas Veiss entró en la cocina, antes de que dijera una palabra, Chyna percibió que no era el hombre que había conocido hasta ese momento. Su estado de ánimo era distinto de los que lo habían embargado anteriormente, pero la diferencia era tan sutil que no supo definirla. Él se acercó a la mesa como para sentarse, pero se detuvo. La miró, sombrío y en silencio.
En su diestra tenía un destornillador. Hacía girar el mango constantemente entre los dedos, como si apretara un tornillo imaginario.
Había dejado un rastro de barro seco. Había entrado sin limpiarse los zapatos.
Chyna sabía que no debía romper el silencio. En esa extraña coyuntura, las palabras podían adquirir otros significados, y la frase más inocente, provocar un estallido de violencia.
Poco antes, deseosa de morir rápidamente, había tratado de provocarle un impulso homicida. Había pensado también en distintas maneras de suicidarse a pesar de los grilletes. Ahora cerró la boca para no enfurecerlo.
Evidentemente, en medio de su desazón aún abrigaba una esperanza pequeña pero obstinada, oculta en el mundo gris donde era imposible verla. Una negación estúpida. El anhelo patético de tener la última oportunidad. La esperanza, que siempre le había parecido un sentimiento noble, de pronto se volvía tan embrutecedora como la codicia febril, la lascivia sórdida, un apetito animal de vivir a toda costa.
Está hundida en un lugar profundo, tenebroso.
—Anoche… —dijo Veiss.
Esperó.
—Entre las secoyas…
—¿Qué?
—¿Qué viste?
—¿Cómo?
—¿Viste algo extraño?
—No.
—Seguro que sí.
Chyna meneó la cabeza.
—Los alces…
—Ah, sí. Los alces…
—Una manada.
—Sí.
—¿No te llamó la atención?
—Alces de la costa. Es su hábitat.
—Parecían mansos.
—Tal vez porque están acostumbrados a los turistas.
Meditó su respuesta mientras hacía girar el destornillador, lenta, incesantemente.
—Puede ser.
Chyna vio la delgada costra de barro que cubría los dedos de su diestra.
—Ahora mismo puedo oler el almizcle, la textura de sus ojos, escuchar el verdor de los helechos a su alrededor, y es una cosa viscosa y fría en mi sangre.
No había respuesta posible, y ella se quedó callada. Los ojos de Veiss, hasta entonces clavados en los de Chyna, pasaron a la punta del destornillador que giraba… y a sus zapatos. Miró sobre su hombro y vio el barro en el piso.
—No puede ser —dijo.
Dejó el destornillador sobre el mármol.
Se quitó los zapatos y los dejó en el lavadero para limpiarlos más tarde.
Volvió, descalzo, con varias toallas de papel y una botella de líquido limpiador, y levantó hasta el último resto de barro. En la sala quitó el barro de la alfombra con una aspiradora.
Las tareas domésticas le llevaron casi un cuarto de hora, y al concluir, su estado de ánimo había cambiado nuevamente. Esas tareas parecían curar su melancolía.
—Ahora me voy arriba a dormir —dijo—. Quédate quieta y no agites demasiado las cadenas.
No respondió.
—No hagas ruido. Si no, vendré y te meteré un metro de cadena en el culo.
Asintió.
—Así me gusta.
Salió de la cocina.
Ahora comprendía la diferencia entre la conducta habitual de Veiss y su reciente estado de ánimo. Por unos minutos había flaqueado su confianza. Acababa de recuperarla.
Edgler Veiss siempre duerme desnudo para facilitar sus sueños.
En el país de sus sueños, todos andan desnudos, tanto los que destroza para hundirse en su gloriosa humedad como los que corren en manada con él por lugares altos y sombríos y bajan a la luz de la luna. El calor en sus sueños no sólo vuelve superflua la ropa sino que cauteriza el concepto mismo de ropa; es más natural que ande desnudo en el mundo de los sueños que en el mundo real.
Jamás tiene pesadillas. Esto se debe a que en su vida cotidiana, confronta las causas de sus tensiones s se ocupa de ellas. La culpa jamás lo agobia. No juzga a los demás, y sus juicios sobre él no lo afectan. Sabe qué si se siente bien al hacer algo, entonces está bien. Siempre se cuida mucho porque sabe que para realizarse como ser humano ante todo debe amarse. Por consiguiente, siempre se acuesta con la mente y el corazón serenos.
Segundos después de apoyar la cabeza sobre la almohada, Veiss está dormido. De vez en cuando, sus piernas se mueven bajo las sábanas, como si persiguiera algo.
Una vez, en sueños, dice: «Papá» en tono casi reverente, y la palabra cuelga en el aire como una pompa de jabón… lo cual es extraño, porque a los nueve años, Edgler Veiss provocó un incendio para matar a su padre.
Aunque las cadenas hacían ruido, Chyna se inclinó para recoger el almohadón del suelo junto a la silla. Lo puso sobre la mesa, se inclinó y descansó la cabeza sobre él.
El reloj de la cocina indicaba las doce menos cuarto. Había pasado más de veinticuatro horas despierta, salvo cuando había dormitado un poco en la casa rodante y cuando Veiss la había golpeado hasta desmayarla.
Aunque estaba exhausta y obnubilada por el miedo, pensaba que no podría dormir. Pero esperaba que al cerrar los ojos y huir en sus pensamientos a épocas más gratas, tal vez podría dejar de pensar en esas ganas aún leves pero crecientes de orinar y en el dolor de la nuca y el dedo índice.
Paseaba en medio del viento entre remolinos de pétalos rojos, sorprendida por su falta de miedo a la oscuridad y a los relámpagos que la iluminaban, cuando la despertó un ruido que no era un trueno sino el de una tijera al cortar papel.
Alzó la cabeza del almohadón y se irguió. La luz fluorescente le provocó ardor en los ojos.
Parado frente al mármol, Edgler Veiss abría una gran bolsa de papas fritas.
—Te despertaste por fin, dormilona.
Chyna miró el reloj. Las cinco menos veinte.
—Pensé que tendría que traer a la banda municipal para despertarte.
Había dormido casi cinco horas. Su mirada era turbia. Tenía un sabor agrio en la boca. Su cuerpo olía mal y su piel estaba grasienta.
No se había orinado en sueños, y la animó una absurda sensación de triunfo por no haber caído en semejante humillación. Pero entonces comprendió lo patético que era felicitarse por controlar sus esfínteres, y el gris interior se volvió un poco más oscuro.
Veiss vestía botas negras, pantalones pardos con cinturón negro y remera blanca.
Sus brazos eran enormes, musculosos. No podría luchar contra semejantes brazos.
Llevó un plato a la mesa. Había preparado un emparedado.
—Jamón y queso con mostaza.
Bajo el pan asomaba el borde arrugado de una hoja de lechuga. A cada lado había trozos de pepino encurtido. También puso la bolsa de papas fritas sobre la mesa.
—No quiero nada —dijo Chyna.
—Debes comer.
Ella miró por la ventana al patio bajo la luz del atardecer.
—Si no comes, deberé alimentarte a la fuerza. —Tomó el frasco de aspirinas y lo agitó para llamar su atención—: ¿Te gustó?
—No tomé.
—Quiere decir que aprendes a disfrutar del dolor.
Siempre ganaba él.
Se llevó las aspirinas y volvió con un vaso de agua.
—Tienes que hacer funcionar los riñones —dijo con una sonrisa—. Si no, se atrofian.
Fue a limpiar el mármol donde había preparado el emparedado.
—¿Abusaron de ti cuando eras chico? —preguntó Chyna, detestándose por no poder reprimir el impulso de comprender a pesar de todo.
Veiss rió y meneó la cabeza:
—Esto no es uno de tus libros universitarios, Chyna. Es la vida real.
—Contesta, de todos modos.
—No. Mi padre era contador en Chicago. Mi madre era vendedora en una boutique de ropa femenina. Me querían muchísimo. Me compraban muchísimos juguetes, más de los necesarios, sobre todo porque yo prefería jugar con… otras cosas.
—Animales.
—Así es.
—Y antes de eso… con insectos o animalitos muy pequeños, como los peces de colores o las tortuguitas.
—¿Lo dicen los libros?
—Es el primer indicio. El peor de todos. Torturar animales.
Se encogió de hombros.
—Era divertido… ver al bicho arrastrarse para escapar del fuego dentro de su caparazón. Vamos, Chyna, deja esos mezquinos juicios de valor.
Cerró los ojos. Esperaba que se fuera de una vez a trabajar.
—Bueno, pero mis viejos me amaban, creían en esa estupidez. A los nueve años, provoqué un incendio. Un poco de fluido para encendedores en su cama y un cigarrillo encendido.
—Dios mío.
—Otra vez con eso.
—¿Por qué?
—¿Por qué no? —replicó, burlón.
—Dios.
—¿Quieres la otra respuesta?
—Sí.
—Entonces mírame cuando te hablo.
Abrió los ojos.
Su mirada la atravesó.
—Lo hice porque pensé que empezaban a comprender.
—¿A comprender qué?
—Que yo era un chico especial.
—Te descubrieron con la tortuga —adivinó.
—No, con el gatito del vecino. Vivíamos en un lindo barrio residencial. Todo el mundo tenía mascotas. Cuando me descubrieron, dijeron que consultarían a un profesional. Aunque tenía nueve años, me di cuenta de que no podía permitirlo. No sería tan fácil engañar a un profesional. Por eso hubo un lindo incendio.
—¿Y a ti no te hicieron nada?
Terminó el aseo y se sentó frente a ella:
—Nadie sospechó de mí. Papá fumaba en la cama. Eso dijeron los bomberos. Un accidente de lo más común. Se consumió la casa entera. Yo me salvé por casualidad y mamá gritaba y yo no podía alcanzarla, no podía ayudar a mi mamá y tenía tanto miedo. —Guiñó un ojo—. Me fui a vivir con mi abuela. Era una viejecita regañona, llena de reglas y pautas de conducta y modales que yo debía aprender. Pero no sabía limpiar la casa. El baño era algo repugnante. Me hizo cometer mi segundo y último error. La maté en la cocina mientras preparaba la cena. Impulsivamente, dos puñaladas en cada riñón.
—¿Cuántos años?
—¿La abuela o yo? —preguntó con una sonrisa traviesa.
—Tú.
—Once. Menor de edad, inimputable. Tan chico, que nadie creyó que había actuado conscientemente.
—Pero tuvieron que hacer algo contigo.
—Catorce meses en un hogar psiquiátrico. Mucha terapia, muchas sesiones, muchísimas atenciones y mimos. Verás, sucede que había liquidado a mi pobre abuelita debido al dolor reprimido después de la muerte accidental de mis padres en el horrible incendio. Un día comprendí lo que trataban de decir, y entonces perdí el control y me puse a llorar. Ay, Chyna, cuánto lloré y me revolqué en los remordimientos por mi pobre abuelita. Recuerdo que las terapeutas y las asistentes sociales estaban encantadas con eso.
—¿Y de ahí adónde fuiste a parar?
—Me adoptaron.
Lo miró, atónita.
—Sé lo que estás pensando. Es raro que adopten a un huérfano de doce años. La gente prefiere a los bebés para moldearlos a su propia imagen. Pero yo era un chico tan hermoso, Chyna, tan bello, que parecía etéreo. ¿Me crees?
—Sí.
—La gente busca chicos hermosos. Y con lindas sonrisas. Y yo tenía un carácter tan dulce. Había aprendido a disimular entre ustedes, los hipócritas. Jamás volverían a encontrarme con un gatito lastimado o una abuela muerta.
—¿Pero quién… quién te adoptaría después de lo que pasó?
—Lo habían borrado de los archivos, claro. Yo era un niño. ¿Qué esperabas, Chyna, que un solo error echara a perder toda mi vida? Los psiquiatras y las asistentes sociales fueron el lubricante de mis ruedas. Siempre les estaré reconocido por ese deseo dulce y sincero de creer.
—¿Qué sabían tus padres adoptivos?
—Que había sufrido un trauma a raíz de la muerte de mis padres, que por eso había estado en terapia y que debían vigilarme por si aparecían señales de depresión. Se afanaron por brindarme una buena vida en la que la depresión jamás volviera a rozarme.
—¿Qué fue de ellos?
—Vivimos dos años en Chicago y después vinimos aquí, a Oregon. Los dejé vivir bastante tiempo, dejé que fingieran amor por mí. ¿Por qué no? Encontraban tanto placer en engañarse. Pero a los veinte años, cuando terminé el college, necesitaba más dinero del que tenía y hubo otro accidente horrible, otro incendio en mitad de la noche. Pero habían pasado once años desde el incendio en que murieron mis padres verdaderos, a medio continente de distancia. Hacía años que no veía a una asistente social, el horrible error con mi abuela no estaba en ningún archivo, así que nadie relacionó todos los hechos.
Estuvieron un rato en silencio.
Finalmente, Veiss dio un golpecito con el dedo en el borde del plato:
—Come de una vez —insistió—. Yo comeré en un restorán. Perdona que no te haga compañía.
—Te creo.
—¿Qué cosa?
—Que no abusaron de ti.
—A pesar de que es contrario a todo lo que te enseñaron… Así me gusta, Chyna. Sabes reconocer la verdad. Tal vez hay alguna esperanza para ti.
—Pero no hay manera de entenderte a ti.
—Claro que sí. He asumido mi naturaleza reptiliana, Chyna. La misma que hay en todos nosotros desde que evolucionamos a partir del primer pez viscoso con patas que salió del mar. La conciencia reptiliana… todos la tenemos, pero ustedes tratan de ocultarla, de convencerse de que son mejores y más puros de lo que realmente son. Y lo más irónico es que si asumieran su naturaleza reptiliana, encontrarían la libertad y la felicidad que buscan en vano con tanto esfuerzo.
Golpeó el plato otra vez y también el vaso con agua. Se paró y arrimó la silla a la mesa.
—Creo que no esperabas esta conversación, Chyna.
—No.
—Pensabas que yo buscaría evasivas, gemiría sobre el mal que me hicieron, me explayaría en explicaciones falsas que yo mismo había terminado por aceptar, te relataría cuentos truculentos de incesto. Querías creer que con tus preguntas hábiles sacarías a la luz mi fanatismo religioso o me harías confesar que escucho voces divinas. No esperabas una confesión tan franca. Tan honesta.
Fue a la puerta entre la cocina y la sala y se volvió para mirarla.
—No soy un caso singular, Chyna. El mundo está lleno de tipos como yo… aunque no tan libres. ¿Sabes adónde pienso que van a parar muchos tipos como yo?
A pesar suyo, preguntó:
—¿Adónde?
—Al mundo de la política. Imagina tener el poder de desatar una guerra, Chyna. Qué gratificante, ¿no? Claro que en la vida pública uno renunciaría al placer de participar, de hundir las manos en esos maravillosos fluidos sucios. Tendría que darse por satisfecho con la emoción de mandar a miles a la muerte, con la destrucción remota. Pero creo que me adaptaría. Y podría recibir fotos de la guerra, informes tan gráficos como deseara. Y sin el menor peligro de ser detenido. Más asombroso aún… te levantan monumentos. Bombardeas un país pequeño hasta borrarlo del mapa: hacen cenas en tu honor. Matas a treinta y cuatro niños en una comunidad religiosa, los aplastas con tanques, los quemas vivos, dices que formaban parte de un culto peligroso: todo el mundo te aplaude. Cuánto poder. Qué intensidad.
Miró el reloj.
Las cinco pasadas.
—Terminaré de vestirme y me iré. Volveré lo más temprano posible después de medianoche. —Meneó la cabeza con tristeza—: Intacta y viva. ¿Te parece que eso es vida, Chyna? No, no vale la pena. Asume tu naturaleza reptiliana. Abraza el frío y la noche. Eso es lo que somos.
La dejó agobiada por las cadenas, mientras el ocaso descendía sobre el mundo y se retiraba la luz.