Edgler Veiss sale del bosque de secoyas y se introduce en un amanecer lluvioso, al principio de color gris plomo y luego algo más pálido, a través de prados costeros teñidos con los mismos tétricos matices metálicos que el cielo, de vuelta a la ruta 101, nuevamente bosques pero de pinos y abetos, del distrito Humboldt al Del Norte, tramos cada vez más solitarios y finalmente abandona la 101 para enfilar hacia el nornordeste.
Al principio mira con frecuencia el espejo retrovisor, pero la puerta del dormitorio permanece cerrada y la mujer parece sentirse a sus anchas con los cadáveres, o acaso con el desconocimiento de su presencia. La luz del amanecer no penetra en su escondite, cuya ventana está sellada con una placa de madera.
Veiss es un conductor de primera y muy veloz, incluso con mal tiempo. Uno suele hacer mejor las cosas que más disfruta; por eso Edgler Veiss es un asesino tan eficiente, y suma al entusiasmo su afición por el automovilismo, en lugar de limitarse a salir de cacería a una distancia razonable de su hogar.
En la ruta, con paisajes que cambian sin cesar, Edgler Veiss recibe un flujo constante de nuevas sensaciones visuales. Desde luego, para un hombre con sentidos tan exquisitamente agudos y semejante capacidad para construir hologramas mentales, un bello paisaje puede ser también un sonido musical. Una fragancia que penetra por la ventanilla es una sensación olfativa y a la vez táctil: el dulce aroma de las lilas es como el roce del aliento de una mujer sobre la piel. Acomodado en la butaca de su casa rodante, navega por un mar de sensaciones profundas que lo acarician constantemente, así como el agua acaricia el casco de un submarino sumergido.
Entra en el estado de Oregon. Las montañas vienen a él y lo introducen en sus fortalezas.
Bajo la lluvia persistente, las densas arboledas son más grises que verdes; verlas es como morder un trozo duro de hielo, un sabor metálico leve pero agradable, un frío que entumece los labios.
Casi no mira por el espejo retrovisor. Esa mujer es un misterio, de la clase de enigmas que no se resuelven por el mero deseo de desentrañarlos. Tarde o temprano se delatará, y la intensidad de la vivencia dependerá de sus propósitos y de los secretos que posee.
La espera es un deleite.
Durante las últimas horas de su viaje, Veiss mantiene la radio apagada, aunque no por temor de que la música disimule los pasos de la mujer en la casa rodante. En realidad, no suele escuchar la radio mientras conduce. Su mente guarda una vasta discoteca de su música preferida: los gritos y chillidos, las oraciones susurradas, los alaridos delgados como el papel, los ruegos de piedad entrecortados por sollozos, y por último, el estímulo erótico de la desesperación final.
Al salir de la autopista para tomar una ruta estadual, recuerda a Sarah Templeton bajo la ducha, los gritos y los jadeos desesperados en busca de aliento, con la boca llena de una esponja lavavajillas y los labios sellados por cinta engomada. Nada de lo que ofrece la radio, de Elton John a Garth Brooks, pasando por Pearl Jam y Sheryl Crow —e incluso Mozart o Beethoven—, se compara con esa música interior.
Conduce por la ruta lluviosa hasta el camino privado que lleva a su casa. La entrada tiene un portón de seguridad flanqueado por pinos y maleza espinosa.
El portón es de caños de acero y alambre de púas sostenido por postes de acero inoxidable hundidos en cimientos de hormigón. Lo abre un motor eléctrico de control remoto; Veiss oprime un botón en el control que toma de la consola y observa complacido cómo el portón gira majestuosamente hacia el interior.
Entra en su propiedad, frena de nuevo, baja la ventanilla y apunta el extremo transmisor del control hacia atrás. Antes de seguir, observa el cierre del portón por el espejo retrovisor.
El camino es casi tan largo como el de los viñedos de la familia Templeton. Su propiedad abarca veintidós hectáreas adyacentes al extenso perímetro de un bosque fiscal. Él no es tan rico como los Templeton; la tierra aquí es mucho más barata que la del Valle de Napa.
Aunque el camino no está pavimentado, hay poco barro y difícilmente se quedará atascado. El mantillo es apenas una capa delgada de tierra sobre el esquisto. Hay baches, pero ésta no es una gran metrópoli como Nueva York.
Veiss conduce por una pendiente suave entre hileras de altos pinos, abetos, algunas píceas, y luego los árboles ralean hacia la cima pelada de la loma. El camino descendente describe una curva elegante hacia un pequeño valle en cuyo extremo se encuentra la casa, y detrás de ésta, las colinas se alzan entre la lluvia torrencial y la bruma matinal.
Siente su corazón henchido de gozo al contemplar su hogar. Allí lo aguarda pacientemente su Ariel.
La casa de dos plantas es pequeña pero sólida, de troncos unidos por cemento. Los viejos troncos se han vuelto negros bajo las sucesivas capas de alquitrán; con el tiempo, el cemento ha adquirido un color tabaco, salvo las manchas pardas y grises de los arreglos recientes.
La casa fue construida a fines de la década de 1920 por el propietario de una empresa maderera familiar, mucho antes de que las ordenanzas causaran la ruina de las empresas pequeñas, y de que el gobierno prohibiera la tala de árboles en las tierras fiscales. La electricidad llegó en los años 40.
Edgler Veiss compró la casa seis años atrás. Luego reacondicionó las instalaciones eléctricas y sanitarias y amplió el baño de la planta alta. Con sus propias manos, y en absoluto secreto, remodeló por completo el sótano.
Algunas personas dirían que la casa está demasiado aislada del mundo, lejos de los supermercados y los multicines. Pero para Veiss, cuyos vecinos serían incapaces de comprender la naturaleza de sus placeres, el aislamiento relativo es el requisito a la hora de comprar bienes raíces.
Con todo, en una tarde o noche estival, sentado en una mecedora de madera en el porche, contemplando el patio y las flores silvestres en los campos desbrozados por el maderero y sus hijos, o la gran cúpula tachonada de estrellas, el más temeroso de los ciudadanos reconocería que la soledad posee una cierta seducción.
Cuando el tiempo es bueno, Veiss cena y bebe cerveza en el porche. Cuando se aburre del silencio de la montaña, se permite escuchar las voces de los que están enterrados en el campo: los ruegos, los lamentos, una música más hermosa que cualquier otra.
Además de la casa hay un pequeño granero no porque el propietario original cultivara la tierra después de talar los árboles sino porque criaba caballos y lo usaba como establo. Es una típica estructura de madera sobre cimientos de hormigón y pared trasera de piedra. Los años de lluvia, viento y sol han depositado una pátina plateada sobre las paredes laterales de cedro, que Veiss halla hermosa.
Como él no tiene caballos, utiliza el establo como cochera.
Sin embargo, esta vez no lleva el vehículo hasta ese lugar sino que lo estaciona junto a la casa. Allí está la mujer de quien deberá ocuparse enseguida. Prefiere estacionar afuera y espiar desde la casa el desarrollo de los acontecimientos.
Mira por el espejo retrovisor. Todavía no hay señales de ella.
Veiss apaga el motor, pero no los limpiaparabrisas, y aguarda a que aparezcan sus centinelas. La mañana de fines de marzo está animada por la lluvia oblicua y el viento que sacude las cosas, pero nada se mueve por propio impulso.
Los centinelas están entrenados para no abalanzarse ciegamente sobre los vehículos, y cuando entra un intruso a pie saben que deben contenerse hasta que llegue a un punto de donde no podrá escapar. Ellos saben que el sigilo es tan importante como la furia bestial, que el asalto más eficaz es precedido por una quietud absoluta que infunde en la presa una falsa confianza.
Por fin aparece la primera cabeza negra, esbelta como un proyectil si no fuera por las orejas erguidas; casi se arrastra al asomarse por la esquina trasera de la casa. Renuente a asomar su cuerpo, el perro estudia la escena para asegurarse de que ha comprendido bien.
—Perfecto —susurra Veiss.
En el rincón más próximo del establo, entre la pared de cedro y el tronco invernal de un arce pelado, aparece otro perro. Bajo la lluvia es apenas la sombra de una sombra.
Veiss no hubiera advertido la presencia de los centinelas si no hubiera sabido dónde mirar. Su notable dominio de sí mismos es testimonio de la destreza del entrenador.
Otros dos perros rondan por ahí, tal vez detrás de la casa rodante o arrastrándose por la maleza donde él no puede verlos. Son doberman de entre cinco y seis años, en la plenitud de sus facultades.
Veiss no les ha recortado las orejas ni el rabo como suele hacerse a estos perros, porque siente afinidad con los depredadores de la naturaleza.
Él percibe el mundo como cree que lo perciben los animales: la naturaleza elemental de su visión, sus necesidades, la importancia de la sensualidad pura. Son sus hermanos.
El perro junto a la esquina de la casa sale al descubierto, y el del establo se hace ver bajo las ramas negras del arce. El tercer doberman aparece desde el gran tronco semipetrificado de un cedro talado años atrás, tapado ahora por una maraña de muérdago.
Conocen la casa rodante. Aunque la visión no es su fuerte, probablemente les basta para reconocer a su amo a través del parabrisas. Su sentido del olfato, veinte mil veces más agudo que el de un ser humano normal, sin duda les permite reconocer su olor a pesar de la lluvia y de que está dentro del vehículo. Pero no menean el rabo ni dan muestra alguna de alegría porque todavía están en sus puestos.
El cuarto perro permanece oculto, pero los otros tres se acercan cautelosos bajo la lluvia y en medio de la bruma. Testas erguidas, orejas puntiagudas apuntando hacia adelante.
Su disciplinado silencio, su indiferencia a la tormenta, le recuerdan a Veiss la manada de alces entre las secoyas la noche anterior, atentos y espectrales. Claro que ante la presencia de otro que no fuera su adorado amo, estas criaturas no reaccionarían con la timidez del alce sino que inmediatamente destriparían al infeliz.
Para su propia sorpresa, el zumbido de los neumáticos y el movimiento del vehículo acabaron por adormecer a Chyna. Soñó con casas extrañas en que la geometría misteriosa de los cuartos cambiaba incesantemente.
Entre esos muros vivía un ser ávido y famélico que le susurraba órdenes a través de los ventiletes y los tomacorrientes.
La despertó el suspiro de los frenos. De inmediato cayó en la cuenta de que poco antes la casa rodante se había detenido por unos momentos y luego había reanudado la marcha; la primera parada no la había despertado del todo. Ahora, aunque estaban en marcha y evidentemente el asesino seguía sentado detrás del volante, Chyna tomó el revólver del piso, se paró de un salto y apoyó la espalda contra la pared, crispada y atenta.
La inclinación del piso y el ruido forzado del motor indicaban que el vehículo marchaba cuesta arriba. Llegó a una cresta e inició el descenso.
Luego se detuvo, y el motor se apagó por fin. No había otro ruido que el de la lluvia. Aguardó los pasos.
Aunque sabía que estaba despierta, le parecía estar soñando, rígida en la oscuridad, y con el murmullo de la lluvia que se transformaba en voces que susurraban desde las paredes.
Con deliberada lentitud, Edgler Veiss se pone el impermeable y guarda la Heckler & Koch P7 en un bolsillo. Retira la escopeta Mossberg del gabinete de la cocina, por si la mujer decide explorar la casa rodante después de su salida. Apaga las luces.
Cuando se baja sin prestar atención a la lluvia fría, los tres perros corren hacia él y el cuarto aparece detrás del vehículo. Trémulos de entusiasmo por su regreso, se contienen para no mostrarse negligentes en presencia del amo.
Momentos antes de partir en su expedición, Edgler Veiss había colocado a los doberman en estado de ataque al pronunciar la palabra Nietzsche. Estarán preparados para matar a cualquiera que entre en la propiedad hasta que él pronuncie la palabra Seuss, y entonces se volverán unos perritos tan cariñosos y juguetones como cualquier otro… salvo, claro, que alguien cometa la imprudencia de atacar al amo.
Apoya la escopeta contra el costado de la casa rodante y extiende los brazos hacia los perros. Se acercan, ávidos, para husmear sus dedos. Husmean, jadean, lamen, lamen, sí, sí, lo han echado de menos.
Se acuclilla para colocarse a su altura, y entonces los perros no pueden contener su alegría. Crispan las orejas, sus flancos delgados tiemblan de placer, gimen de felicidad, se apretujan entre ellos, ávidos de que los acaricie, los palmee, les rasque la cabeza.
Viven en una gran perrera detrás del granero, de la que pueden salir y entrar a voluntad. En invierno está climatizada para asegurar su bienestar y salud.
—Hola, Muenster. ¿Cómo estás, Liederkranz? Tilsiter, viejo, esos dientes sí que meten miedo. ¿Te portaste bien, Limburger?
Al escuchar sus nombres, su júbilo es tan grande, que se tirarían de espaldas y mostrarían la panza, pataleando en el aire y mostrando los dientes… si no estuvieran de guardia. Veiss se divierte al contemplar esa pugna entre el entrenamiento y la naturaleza del animal, una dulce agonía que hace que dos de ellos se orinen de puro nerviosos.
Edgler Veiss ha instalado en la perrera un sistema de surtidores eléctricos automáticos que, en su ausencia, sirven porciones determinadas de comida a cada doberman. El reloj del sistema posee una batería de apoyo que le permite seguir operando durante cortes breves de energía. Si el corte se prolonga, los perros pueden vivir de la caza; los prados circundantes abundan en ratones del campo, conejos y ardillas, y los doberman son depredadores feroces. Un dispositivo por goteo alimenta su bebedero común, pero si éste falla, sabrán encontrar el camino a un arroyo próximo que cruza la propiedad.
La mayoría de las expediciones de Edgler Veiss son de fin de semana o tres días, a lo sumo de cinco, y los perros tienen provisiones para diez días sin contar los conejos, los ratones y las ardillas. Constituyen un sistema de seguridad eficiente y fiable: nunca un cortocircuito, un detector de movimientos averiado, un contacto magnético oxidado… jamás una falsa alarma.
Y cuánto lo aman esos perros; ningún chip de computadora, ningún cable o cámara o sensor infrarrojo de calor demostraría esa lealtad sin reservas. Huelen las manchas de sangre en sus jeans y en su chaqueta, hunden las esbeltas cabezas bajo el impermeable y lo olfatean con avidez, detectan no sólo la sangre sino también el hedor persistente del terror que exudaron sus víctimas cuando las tuvo en sus manos, el dolor, la impotencia, la relación sexual que tuvo con la mujer llamada Laura. Esta mezcolanza de olores penetrantes excita a los perros a la vez que alimenta su respeto por Veiss. Se les ha enseñado a matar no sólo para conseguir alimento sino también en defensa propia; se les ha inculcado un dominio férreo de sí mismos a la vez que se les ha enseñado a matar por placer, para satisfacer a su amo. Son conscientes de que el salvajismo de su amo es igual al suyo. Y a diferencia de ellos, Veiss no necesitó que se lo inculcaran. Su enorme respeto por Edgler Veiss aumenta aún más; gimen y se estremecen y sus ojos sentimentales lo contemplan arrobados.
Veiss se para. Toma la escopeta y cierra estrepitosamente la puerta de la casa rodante.
Los perros se abalanzan sobre él, se pelean por sus favores, sin dejar de estar atentos a cualquier amenaza a su amo que pueda salir de la lluvia.
En voz muy baja, para que la mujer en la casa rodante no pueda escucharlo, Veiss dice:
—Seuss…
Los perros alzan la cabeza para mirarlo, inmóviles.
—Seuss… —repite.
Ya no están en estado de ataque, y por lo tanto, no se lanzarán sobre un eventual intruso para despedazarlo. Se estremecen como para despojarse de la tensión, luego dan unas vueltas por ahí con aire vagamente perplejo, husmean la hierba y los neumáticos delanteros del vehículo.
Son como matones de la mafia que, luego de perpetrar una masacre, se reencarnan y descubren para su perplejidad que son contadores públicos en su nueva vida.
Desde luego, si algún visitante intentara atacar al amo, acudirían en su defensa aunque él no tuviera tiempo para gritar la palabra Nietzsche. Las consecuencias no serían agradables de ver.
Están entrenados para buscar ante todo la garganta. Luego morderán la cara para infligir el mayor dolor y espanto: los ojos, la nariz, los labios. Luego la entrepierna. El vientre. Después de matar, no dejarán a su presa; se ocuparán de ella hasta que no quede la menor duda de que la obra está consumada.
Un hombre armado con una escopeta no podría liquidarlos a todos antes de que al menos uno de ellos le hundiera los colmillos en la garganta. Los disparos no los alejan ni los asustan en absoluto. Ese hipotético hombre alcanzaría a liquidar a lo sumo a dos antes de que los otros dos lo derribaran.
—¡Cucha! —dice Veiss.
Esa palabra es la señal de ir a la perrera. Los cuatro parten en forma simultánea, pero no ladran porque el amo les ha inculcado el silencio.
En otras circunstancias, Veiss los conservaría a su lado para que disfrutaran de su compañía en la casa e incluso se amontonaran como un cubrecama negro y pardo mientras él duerme durante toda la tarde. Los mimaría y acariciaría porque son tan buenos perros. Merecen su recompensa.
Sin embargo, la mujer del suéter rojo no le permite tratar a los perros como lo haría habitualmente. Su presencia visible la inhibiría; tal vez se quedaría escondida en la casa rodante por miedo a salir.
Debe darle libertad de acción. Mejor dicho, la ilusión de la libertad.
Siente curiosidad por ver qué hará.
Debe de tener alguna finalidad, alguna motivación para sus actos insólitos. Todo el mundo tiene algún propósito.
El propósito de Veiss es satisfacer sus apetitos a medida que aparecen, buscar experiencias cada vez más desmesuradas, sumergirse profundamente en las sensaciones.
Cualquiera que sea el propósito que la mujer cree tener, Veiss sabe que en definitiva no será otro que el de servir a sus propios fines. Es una esplendorosa variedad de sensaciones poderosas y exquisitas envueltas en piel humana, un paquete preparado exclusivamente para su goce… como un chocolatín en su envoltorio de papel plateado o una salchicha en su sobre de plástico.
El último doberman desaparece a la carrera detrás del granero. Todos están en su perrera.
Veiss camina sobre la hierba mojada hacia la vieja casa de troncos y sube los escalones de piedra que llevan al porche. Aunque lleva la Mossberg .12 tomada de la culata, se esfuerza por parecer despreocupado ante la posibilidad de que la mujer haya salido del dormitorio para mirarlo por una ventanilla.
La mecedora de madera está guardada hasta la primavera.
Varios caracoles que han dejado su rastro de baba plateada sobre las tablas mojadas de la galería tantean el aire con sus gelatinosas antenas semitransparentes mientras arrastran sus conchas espiraladas en sus misteriosas búsquedas. Veiss evita cuidadosamente pisarlos. Un adorno móvil pende de las tablas empotradas en el alero del tejado, en un rincón del porche. Está compuesto por veintiocho diminutas conchillas marinas blancas, algunas con la cara interior de bello color rosado; la mayoría son de forma espiralada y todas son relativamente exóticas.
El móvil no sirve como campanilla porque la mayoría de sus notas son sordas. Recibe a Veiss con un tintineo atonal, pero él sonríe porque tiene un valor… bueno, no sentimental, pero sí nostálgico.
La bella pieza de artesanía popular pertenecía a una mujer joven que vivía en las afueras de Seattle, en Washington. Abogada de treinta y dos años, tenía suficiente éxito en su profesión como para vivir sola en una casa propia en un barrio residencial. Esta mujer combativa, capaz de valerse por sí misma en la ultracompetitiva profesión legal, había decorado su dormitorio de manera insólita por lo frívola e incluso infantil: una cama con dosel rosado bordeado de encaje; cubrecama también rosado con volantes almidonados; una gran colección de ositos de peluche; cuadros de casitas de campo decoradas con enredaderas y rodeadas de jardines sembrados de prímulas, y varios móviles de conchas marinas.
La había gozado muchísimo en ese dormitorio. Luego la había llevado en la casa rodante a lugares remotos para gozar aún más. ¿Por qué?, le había preguntado ella, y él había respondido: Porque yo soy así. Esa era su verdad y su razón de ser.
Edgler Veiss no recuerda su nombre, pero sí evoca con placer muchos de sus atributos. Algunas partes de su cuerpo eran rosadas y tiernas y tersas como el interior de algunas de esas conchillas marinas. Conserva un recuerdo excepcionalmente vívido de sus manos pequeñas, casi tan delgadas y delicadas como las de una niña.
Esas manos lo habían fascinado. Embrujado. Jamás había percibido tanta vulnerabilidad como al tomar entre las suyas esas manos pequeñas, trémulas y sin embargo tan fuertes. Ah, sí, casi se había desmayado de placer.
Al colgar el móvil en la galería, como recuerdo de la abogada, le había agregado una pieza. Sigue ahí, colgada de un hilo verde: su esbelto índice, reducido a huesos pero aún elegante, las tres falanges desde el nudillo hasta el extremo, entrechocándose con las conchillas y los diminutos abanicos bivalvos y las caracolas cónicas y las espirales similares a las casitas de los caracoles de tierra.
Clin-clin.
Clin-clin.
Abre la puerta principal y entra en la casa. La cierra pero sin trabarla para que la mujer pueda entrar, si lo desea.
¿Quién sabe qué hará?
Su conducta es tan asombrosa como enigmática. Lo excita.
Veiss sale del vestíbulo oscuro a la escalera estrecha encajonada a la izquierda. Sube de a dos escalones por vez, la mano sobre la balaustrada de roble, a la planta alta. Un pasillo corto conduce a dos dormitorios y un baño. Su dormitorio es el de la izquierda.
En la intimidad de su cuarto, deja la Mossberg sobre la cama y va a la ventana que mira al sur, decorada con cortinas azules bordeadas de negro. No necesita correrlas para ver su vehículo estacionado frente a la casa. Los paños no se juntan del todo y le basta acercar el ojo al espacio de cinco centímetros entre ambos para ver la casa rodante en su totalidad.
Si no salió del vehículo inmediatamente detrás de él, lo cual es muy dudoso, la mujer sigue ahí. El ángulo visual le permite ver el interior de la cabina: no está en ninguno de los dos asientos de adelante.
Saca la pistola del bolsillo y la deja sobre la cómoda. Se quita el impermeable y lo arroja sobre el cobertor de felpa prolijamente extendido sobre la cama.
Vuelve a la ventana, pero aún no hay señales de la mujer misteriosa escondida en la casa rodante allá abajo.
Cruza con rapidez el pasillo para ir al baño. Azulejos blancos, pintura blanca, sanitarios blancos, herrajes de bronce con perillas de cerámica blanca. Todo está deslumbrante. No hay una sola mácula en el espejo.
A Edgler Veiss le gusta mantener el baño impecablemente limpio y deslumbrante. Años atrás, en otra vida, había vivido en Chicago con su abuela, incapaz de mantener el baño como él pretendía. Por fin, en un acceso de exasperación incontenible, había matado a la vieja perra. Tenía once años cuando la acuchilló.
Introduce la mano detrás de la cortina de la bañera y gira el grifo del agua fría. Como no piensa ducharse, prefiere no derrochar agua caliente.
Abre el grifo al máximo, y el ruido de la lluvia al caer sobre la bañera de fibra de vidrio se vuelve atronador. Sabe por experiencia que reverbera por toda la casa; a pesar del repiqueteo de la lluvia sobre el tejado, el ruido es mucho más estruendoso que el de la ducha en el baño de Sarah Templeton, y se oye en la planta baja.
En un estante sobre el lavabo hay una radio reloj. La enciende y alza el volumen.
Está sintonizada en una emisora de Portland que difunde noticias las veinticuatro horas. Mientras se baña y se arregla, Veiss siempre escucha las noticias, no porque sienta el menor interés en los últimos sucesos políticos o culturales sino porque casi todos los boletines hablan de cómo la gente se mata o se mutila: guerras, terrorismo, estupros, asaltos, asesinatos. Y cuando esas muertes no bastan para ocupar a los periodistas, la naturaleza siempre da una mano con un tornado, un huracán, un gran terremoto o una epidemia de bacterias asesinas.
A veces, al escuchar las noticias, mientras los boletines despiertan gratos recuerdos de sus propias hazañas homicidas, comprende que él también es una fuerza de la naturaleza: un huracán, una tormenta eléctrica, un asteroide que se precipita desde el vacío para destruir un planeta, una destilación de toda la ferocidad humana en un solo cuerpo. Poder elemental. La idea le agrada.
Pero en esta ocasión, las noticias no servirán para crear el clima que busca. Gira rápidamente el dial en busca de una emisora de música. Take the A Train, por Duke Ellington.
Perfecto.
Escuchando esa música orquestal, evoca destellos de luces en cristales tallados y burbujas luminosas en una copa de champagne, aromas de cítricos frescos. Palpa las notas en el aire, algunas que brillan hasta estallar como pompas de jabón, otras que rebotan de su cuerpo como miles de bolitas de caucho, otras que crujen como hojas secas al viento otoñal: es una música sumamente táctil, exuberante y excitante.
El ritmo del swing tranquilizará sutilmente a la mujer. En su fuero interno no podrá creer que le sucederá algo desagradable con semejante música de fondo. Perfecto.
Vuelve enseguida al dormitorio y a la ventana de la que se alejó hace menos de un minuto.
La lluvia cae y se desliza sobre el vidrio.
Frente a la entrada, la casa rodante sigue como antes.
La mujer debe de estar en el interior. No es probable que salga bruscamente y corra desesperada; más bien lo hará con cautela, descenderá y titubeará junto a la puerta. Si hubiera salido mientras Veiss estaba en el baño, sin duda estaría agazapada junto a la casa rodante, orientándose, observando el panorama. Desde su puesto, él ve casi todo el vehículo, salvo parte del lado izquierdo y del posterior. La mujer no está a la vista.
—La espero, señorita Desmond —dice, recordando al personaje de Gloria Swanson en El ocaso de una vida.
Esa película lo conmovió profundamente cuando la vio por televisión. Tenía trece años y había pasado un año en psicoterapia por el asesinato de su abuela. Tenía conciencia de que Norma Desmond era la villana de la tragedia, que ése era el papel asignado por el guionista y el director… pero él la había admirado, la había amado. Su egoísmo era emocionante, como heroico era su egocentrismo. Jamás había visto un personaje tan auténtico en una película. Así era la gente una vez despojada de la hipocresía, detrás de toda la cháchara sobre el amor, la compasión y el altruismo; todos eran como Norma Desmond, pero se negaban a reconocerlo. A Norma le importaba un carajo el resto del mundo, y sometía a todos a su férrea voluntad aun cuando ya no era ni joven ni bella ni famosa, y cuando no pudo doblegar al personaje de William Holden en la medida que lo deseaba, directamente tomó un revólver y lo mató, un acto tan fuerte, tan audaz, que esa noche el joven Edgler no pudo dormir de la emoción. Se había preguntado qué sentiría al conocer a una mujer superior y tan auténtica como Norma Desmond… y someterla, matarla, hacer suyos su fuerza y su egoísmo.
Tal vez la mujer misteriosa sea como Norma Desmond. Audacia no le falta. Veiss no termina de comprender qué diablos está haciendo, qué pretende. Cuando se entere de sus motivaciones, tal vez no sea en absoluto como Norma Desmond. Pero al menos ya le brinda una experiencia inédita e interesante.
La lluvia. El viento. La casa rodante.
Termina Take the A Train y empieza String of Pearls. Edgler Veiss apoya los labios en la cortina y murmura:
—La espero, señorita Desmond.
Cuando el asesino hubo salido estrepitosamente de la casa rodante, Chyna esperó durante un largo rato en el dormitorio oscuro, escuchando el canto monocorde de la lluvia.
En un principio se dijo que eso era lo más prudente. Escuchar. Esperar. Asegurarse. Cerciorarse.
Pero acabó por reconocer que se había acobardado. Durante el viaje hacia el norte, desde Humboldt, su ropa se había secado, pero aún tenía frío, y el origen de los escalofríos era el hielo de la duda que le atenazaba las tripas.
El devorador de arañas había desaparecido, y para Chyna era preferible permanecer en la oscuridad con dos cadáveres a salir sin saber si tendría que afrontarlo. Sabía que él volvería, que el dormitorio no era un lugar seguro, pero durante un largo rato, los sentimientos pudieron más que las certezas.
Cuando por fin salió de su parálisis, se abalanzó hacia la puerta del dormitorio con audacia temeraria, como si temiera que la menor vacilación induciría una nueva y definitiva inmovilidad. Abrió la puerta de un tirón, entró en el pasillo con el revólver listo para disparar (porque tal vez el asesino degenerado todavía estaba ahí), siguió avanzando más allá del baño y el hueco del comedor hasta la salita, donde se detuvo a menos de dos metros del asiento del conductor.
La única luz era un resplandor grisáceo que penetraba por la claraboya, detrás, y por el parabrisas, pero bastaba para ver que el asesino no estaba ahí. Estaba sola.
Afuera, frente a la casa rodante, se extendía un patio empapado por la lluvia, unos cuantos árboles de los que chorreaba el agua, y una senda tosca que conducía a un granero desvencijado.
Chyna se acercó a la ventanilla de la derecha, apartó un borde de la cortina sucia y vio una casa de troncos, a unos seis metros. Manchadas por el tiempo y por muchas manos de creosota, empapadas por la lluvia, las paredes brillaban como una piel oscura de serpiente.
Aunque no tenía la menor certeza de nada, dio por sentado que era la casa del asesino. En la estación de servicio había dicho que volvía a casa después de la «cacería», y todo lo que había dicho a los empleados parecía ser verdad, incluso —y sobre todo— las frases sarcásticas sobre la joven Ariel.
El asesino tenía que estar ahí.
Se adelantó para inclinarse sobre el asiento del conductor. Las llaves no estaban en el encendido. Tampoco estaban en la caja de la consola.
Se sentó en la butaca del acompañante, donde, a pesar de la lluvia torrencial que caía sobre las ventanillas, se sintió horriblemente expuesta. Exploró la consola, la guantera, los sobres de ambas puertas y el hueco bajo los asientos, pero no halló nada que revelara la identidad o dato alguno del asesino.
No tardaría en volver. Por alguna razón desquiciada, se había tomado muchas molestias y había corrido grandes riesgos para traer los cadáveres, y era improbable que los dejara en la casa rodante por mucho tiempo.
Aunque la lluvia oscurecía todo, tuvo la impresión de que las cortinas de la planta baja de ese lado de la casa estaban corridas. Por consiguiente, el asesino no la vería salir de la casa rodante si echaba una mirada casual a la ventana. Las ventanas de la planta alta eran más difíciles de ver, pero también parecían tener cortinas.
Al entreabrir la puerta, una ráfaga helada penetró por la brecha como una puñalada. Chyna salió y cerró la puerta tratando de no hacer ruido.
El cielo estaba cubierto de nubes espesas y turbulentas.
Las laderas boscosas se alzaban detrás de la casa, hilera tras hilera hasta desaparecer en la bruma perlada. Detrás, se insinuaban las montañas, cuyos picos ocultos por las nubes seguramente estaban cubiertos de nieve a principios de la primavera.
Corrió hasta los escalones de lajas y subió al porche para guarecerse de la lluvia, pero ésta era tan torrencial, que nuevamente la empapó. Apoyó la espalda contra la pared tosca.
Dos ventanas flanqueaban la puerta principal; las cortinas de la más próxima estaban cerradas.
Música en el interior. Música con swing.
Contempló los prados y una senda que los cruzaba desde la casa hasta desaparecer detrás de la cresta de una loma. Tal vez esa senda de tierra conducía hacia otras casas más allá de la loma, donde encontraría gente dispuesta a ayudarla.
Pero ¿quién la había ayudado en todos esos años? Recordó que se había despertado cuando la casa rodante se detuvo por un instante; por lo tanto, había atravesado un portón. Pero el camino, aunque privado, debía de terminar en una vía pública donde podría pedir ayuda a los vecinos o a los automovilistas que pasaran. La cima de la cuesta estaba a unos trescientos metros de la casa. Tendría que cruzar mucho terreno antes de pasar inadvertida desde la casa.
Si el asesino la veía, probablemente le daría alcance antes de que ella pudiera salir de la propiedad.
Aún no tenía la certeza de que ésa fuera su casa. Y si lo era, no sabía si Ariel estaba ahí. Si acudía a las autoridades y no hallaban a Ariel, tal vez el asesino no les diría dónde encontrarla.
Tenía que cerciorarse de que estaba en el sótano. Pero si la joven estaba ahí y Chyna volvía con la policía, encontrarían al asesino atrincherado en la casa. Se necesitaría un grupo de asalto para desalojarlo… y eso le daría tiempo para matar a Ariel y suicidarse.
Más aún, tenía la casi certeza de que ése sería el desenlace en caso de intervención policial. Él comprendería que era el fin de su libertad, de sus juegos, que no habría más diversión y que sólo le restaba un último alarde apocalíptico de su demencia.
Chyna no soportaba la idea de perder a esa chica en peligro tan poco tiempo después de perder a Laura, de haberle fallado a Laura. Intolerable. No podía fallarle a la gente como otros a ella durante toda su vida. La esencia de las cosas no estaba en las clases y los textos de sicología sino en los afectos, el sacrificio duro, la fe, la acción. No quería correr estos riesgos. Quería vivir… pero para otro, además de para sí.
Y ahora, por lo menos tenía un revólver. Y la ventaja de la sorpresa.
Anteriormente, en casa de los Templeton, en la casa rodante y en la estación de servicio había contado con el factor sorpresa, pero no había estado en posesión de un arma.
Entonces comprendió que debatía consigo misma, se convencía de seguir el camino más peligroso de todos, inventaba excusas para entrar en la casa. Entrar era una locura total, por Dios, la idea más descabellada que se le pudiera ocurrir a nadie, por Dios, pero tenía que encontrar un fundamento racional para la decisión ya tomada.
Al salir de la casa rodante, la mujer empuña un revólver en la diestra. Parece un Chief’s Special .38.
A muchos polizontes les gusta esa arma. Pero la mujer no se desplaza como un policía ni empuña el arma como lo haría un agente… sin embargo, es evidente que tiene algún conocimiento de cómo usarla.
No, decididamente no es miembro de una fuerza de seguridad. Es otra cosa. Algo enigmático.
Nadie había despertado tanta curiosidad en Edgler Veiss como esta jovencita corajuda, esta aventurera misteriosa. Es algo verdaderamente especial.
Apenas ella corre de la casa rodante al porche y desaparece de su vista, Veiss se aparta de la ventana que da al sur para mirar por la que tiene vista hacia el este. También tiene una cortina azul, que él aparta levemente. No hay señales de la joven.
Veiss contiene el aliento y espera, pero ella no se aleja por la senda hacia el este. Después de unos treinta segundos de espera, se convence de que la mujer no va a huir.
Si hubiera tratado de huir, lo hubiera decepcionado muchísimo. No parece la clase de persona que huye. Es audaz. Él quiere que lo sea.
Si huyera, él le echaría los perros con instrucciones de detenerla, no de matarla. Entonces, la interrogaría a su antojo.
Pero es ella quien lo persigue a él. Por razones que no puede imaginar, entrará en la casa a buscarlo. Armada con un revólver.
Tendrá que ser cuidadoso. Pero sí que está pasando un buen rato. El revólver acentúa la intensidad del juego.
El porche está justamente debajo de su ventana, pero no puede ver a la joven debido al alero. La mujer misteriosa está allí. Él siente su proximidad, tal vez directamente debajo de sus pies.
Toma la pistola de la cómoda y camina sigilosamente sobre la alfombra hasta la puerta abierta. Va al pasillo, lo recorre con rapidez y se detiene en lo alto de la escalera. Alcanza a ver el descanso, no la sala, pero aguza el oído.
Si ella abre la puerta principal, él se enterará porque una de las bisagras hace un ruido seco y áspero. No es fuerte, pero sí peculiar. Como está atento a ese ruido de la herrumbre, ni el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado ni el tronar de la ducha en la bañera ni In the Mood por la radio podrán disimularlo del todo.
Qué locura. Pero lo haría. Por Ariel. Por Laura. Pero también por ella. Acaso sobre todo por ella misma. Tantos años de esconderse bajo las camas, en los armarios, en buhardillas tenebrosas… basta de eso. Tantos años de arreglárselas, de mantener la cabeza gacha, de pasar inadvertida… ahora tenía que hacer algo o reventar. Desde el día en que nació, había vivido en una prisión —incluso después de abandonar a su madre—, una prisión de miedo y vergüenza y expectativas abandonadas, y estaba tan acostumbrada a llevar esa vida limitada, que ni siquiera veía los barrotes. La rabia justiciera la había liberado y estaba embriagada de libertad.
Se alzó un viento frío y las ráfagas de lluvia barrieron el porche. Se entrechocaron las caracolas de un móvil, con un ruido atonal e irritante.
Chyna se deslizó frente a la ventana tratando de no pisar los caracoles que se arrastraban sobre el piso de la galería. Las cortinas estaban corridas.
La puerta principal estaba cerrada, pero no trabada. La abrió lentamente. Una de las bisagras chirrió.
La pieza musical terminó, y a continuación Chyna oyó dos voces que venían del interior de la casa. Se detuvo en el umbral, pero enseguida se dio cuenta de que era un anuncio publicitario. La música venía de la radio.
Tal vez el asesino convivía con otras personas, aparte de Ariel y la sucesión de víctimas o cadáveres que traía de sus excursiones. A Chyna le parecía inconcebible que lo aguardaran una esposa e hijos, una suerte de familia Simpson sicótica, pero se conocían algunos casos de asesinos psicópatas que trabajaban en equipo; como el Estrangulador de Los Ángeles de unas décadas atrás, que resultó ser una pareja de hombres.
En fin, las voces por la radio no le hacían mal a nadie. Alzó el revólver frente a su cuerpo y entró. El viento que penetró por la puerta chifló en la casa y agitó la pantalla suelta de una lámpara, de modo que la joven cerró la puerta para que no la delatara.
Las voces de la radio venían de una escalera encajonada a su izquierda. Decidió no perder de vista el paso sin puerta hacia la escalera por si bajaban otros ruidos aparte de las voces.
El cuarto principal de la planta baja ocupaba todo el ancho de la casa, y lo que vio, a la luz tétrica que entraba por las ventanas, no tenía nada que ver con lo que había previsto. Había sillones tapizados en cuero verde oliva, con escabeles; un sofá tapizado en tela escocesa con patas en forma de bolas; mesas rústicas de roble, y una biblioteca con unos trescientos volúmenes. En el hogar de piedra había herrajes de bronce reluciente, y sobre la repisa, un reloj antiguo con dos ciervos alzados sobre sus patas traseras. El decorado era totalmente masculino, pero no agresivo: no había cabezas de ciervo o de oso con ojos de vidrio en las paredes ni cuadros con escenas de cacería ni fusiles a la vista, y el cuarto parecía cómodo y acogedor. En lugar del desorden —indicio consabido de una mente gravemente trastornada—, reinaba la pulcritud. En lugar de la mugre, el aseo; a pesar de la oscuridad, era evidente que el cuarto estaba libre de polvo. No reinaba el hedor de la muerte sino los olores del lustramuebles con aroma a limón y del desodorante de ambientes aromatizado con pino, además de un agradable olor a leña carbonizada en la chimenea.
El locutor de la radio describía con entusiasmo los servicios de una firma de contadores y las delicias de cierta marca de pasteles; su voz reverberaba en la escalera. El asesino había elevado el volumen en exceso, pensó Chyna, como si tratara de disimular otros ruidos.
Sí que había otro ruido, similar al de la lluvia pero distinto; tardó unos segundos en reconocerlo: una ducha. Por eso él había elevado tanto el volumen de la radio. Escuchaba música mientras se duchaba.
Tenía suerte. Mientras el asesino estuviera en la ducha, ella podría buscar a Ariel sin correr el riesgo de que la descubriera.
Cruzó rápidamente la sala hacia una puerta entornada, la pasó y se halló en una cocina. Azulejos amarillos, alacenas de pino rústico. Piso de vinilo gris con pintitas amarillas, verdes y rojas. Bien fregado. Cada cosa en su lugar.
Estaba empapada, y el agua que chorreaba de su pelo y sus pantalones ensuciaba el piso impecable.
Sujeto al costado de la heladera había un calendario con la hoja del mes de abril a la vista, y decorado con la foto de un gatito blanco y uno negro cuyos deslumbrantes ojos verdes espiaban desde un gran ramo de lilas.
La normalidad de la casa era aterradora: las superficies deslumbrantes, el aseo, los detalles acogedores, la sensación de que su morador caminaba de día por las calles y pasaba por un ser humano a pesar de las atrocidades cometidas.
No había que pensar en eso.
Debía desplazarse. En el movimiento estaba la seguridad.
Pasó la puerta trasera. A través de los cuatro paneles de vidrio de la mitad superior, vio otro porche, un jardín, un par de árboles grandes y el granero.
No había separación arquitectónica entre la cocina y el comedor; entre ambos ocupaban unos dos tercios del ancho de la casa. La mesa era redonda, de pino oscuro, sostenida por una gruesa pata central; las cuatro sillas de pino de respaldo recto tenían almohadones atados al asiento y el respaldo.
Volvió a oírse música en la planta alta, pero era más suave en la cocina que en el living. Un aficionado a la música swing hubiera reconocido la melodía.
El ruido de la ducha, en cambio, era más fuerte en la cocina que en el living porque los caños pasaban por la pared trasera de la vieja casa. El agua que corría del baño de la planta alta hacía un ruido hueco al pasar por las cañerías de cobre. Además, el caño no estaba bien sujeto y aislado porque en algún lugar vibraba contra una saliente de la pared; un repiqueteo rápido: tatá-tatá-tatá-tatá-tatá.
Cuando cesara ese ruido, sabría que se acababa el tiempo en que estaba a salvo en la casa. El silencio le indicaría que le quedaba un minuto de gracia o a lo sumo dos, mientras él se secaba.
Chyna miró alrededor en busca de un teléfono, pero sólo vio la toma. Si hubiera encontrado el teléfono, se hubiera tomado el tiempo de llamar a emergencias, si es que existía ese servicio en… en donde diablos se encontrara… en ese páramo. El resto de la búsqueda sería menos exasperante si supiera que en poco tiempo recibiría ayuda.
En el extremo del comedor que daba hacia el norte, había otra puerta. Aunque el asesino se duchaba en la planta alta, giró la perilla con el mayor sigilo y titubeó al cruzar el umbral.
El cuarto era lavadero y depósito a la vez. Un lavarropas. Un secarropas eléctrico. Cajas y botellas de productos de limpieza prolijamente apiladas en dos estantes abiertos; se percibía olor a detergente y lejía.
El ruido del agua y el repiqueteo del caño eran aún más fuertes que en la cocina.
A la izquierda, había otra puerta: pino rústico color verde limón. La abrió y se encontró con una escalera que conducía a un sótano negro. Su corazón latió con fuerza.
—Ariel… —susurró, pero no hubo respuesta porque se lo había dicho a sí misma más que a la chica.
No había ventanas allá abajo. Ni un batiente u orificio de ventilación que dejara pasar el menor rayo de la luz turbia de la tormenta. Una mazmorra oscura.
Pero si el degenerado tenía a una chica encerrada ahí, qué extraño que la puerta no tuviera candado. Sólo tenía un cerrojo de resorte, de los que se abren girando una perilla.
Desde luego, la cautiva podía estar encerrada en un cuarto sin ventanas, mucho más abajo, o tal vez engrillada. Ariel quizá no podía ganar la escalera y la puerta de la planta baja aunque las ausencias del asesino le dieran tiempo para tratar de aflojar las ligaduras. Por eso el asesino confiaba en que era innecesario colocar un obstáculo adicional a la fuga durante su ausencia.
Con todo, era raro que no previera la posibilidad de que un ladrón entrara en la casa durante su ausencia, bajara al sótano y descubriera a la chica secuestrada.
Dada la evidente antigüedad de la casa, la tosquedad de la construcción y la ausencia de dispositivos de alarma a la vista, Chyna dudaba que hubiera un sistema de seguridad. Con tantos secretos que proteger, el asesino tendría que haber instalado en el acceso al sótano una puerta de acero, inviolable como la de la caja de seguridad de un Banco.
Tal vez la ausencia de dispositivos de seguridad indicaba que la muchacha, Ariel, no estaba allí.
Chyna se apresuró a descartar la idea. Tenía que encontrar a Ariel.
Se asomó por la puerta, tanteó la pared en busca del interruptor y encendió la luz. Se encendieron lámparas en el descanso superior y en el sótano.
La escalera era abrupta, de un solo tramo, con escalones de hormigón sin revestimiento. Su construcción parecía mucho más reciente que la del resto de la casa; tal vez era un añadido relativamente nuevo.
El impulso veloz del agua en las cañerías y el repiqueteo del caño suelto en la pared indicaban que el asesino aún estaba en la ducha, donde eliminaba los últimos rastros de sus crímenes. Tatá-tatá-tatá…
—Ariel… —susurró, un poco más fuerte que antes. No hubo respuesta en el aire inmóvil.
Más fuerte:
—Ariel…
Nada.
Chyna no quería descender al pozo sin ventanas, sin otra salida que la escalera, aunque la puerta no tuviera candado. Pero no había manera de evitar el descenso si quería cerciorarse de que Ariel estaba ahí.
Tatá-tatá-tatá-tatá-tatá…
Era la situación consabida; aunque la infancia había quedado atrás y ella era adulta y supuestamente dominaba sus circunstancias y todo estaba bien, siempre terminaba en lo mismo: sola, enloquecida de miedo, sola, a punto de meterse en un lugar cerrado, tétrico, estrecho, sin salida, sostenida tan sólo por una esperanza irracional, en medio de un mundo indiferente donde nadie se preguntaba por ella y adónde habría ido a parar.
Aguzando el oído para detectar el menor cambio de ruido en el agua y la vibración de la cañería, Chyna bajó de a un escalón por vez, la mano izquierda sobre el pasamanos de hierro. La derecha empuñaba el revólver con tanta fuerza, que le dolían los nudillos.
—Chyna Shepherd, intacta y viva —dijo con voz trémula—. Chyna Shepherd, intacta y viva.
Cuando iba por la mitad de la escalera, se volvió para mirar atrás. Las huellas de sus zapatillas húmedas llegaban hasta el descanso superior, que parecía estar a trescientos metros, tan lejos como la casa lo estaba de la cima de la colina.
Alicia atraviesa la madriguera del conejo para hundirse en un mundo sin maravillas.
Por la puerta abierta entre el comedor diario y el lavadero, Edgler Veiss escucha la voz de la mujer misteriosa que llama a Ariel. Está a pocos metros de él, más allá de las máquinas de lavar y secar, de manera que no cabe la menor duda sobre el nombre que salió de su boca.
Ariel.
Atónito, boquiabierto, parpadea en medio del aroma del detergente y el repiqueteo sordo de la cañería de cobre en la pared. La voz reverbera en su cerebro.
Es imposible que conozca la existencia de Ariel. Pero la llama otra vez, elevando un poco la voz. Bruscamente, Edgler Veiss se siente espantosamente violado, oprimido, espiado. Echa una mirada a las ventanas de la cocina y el comedor a la espera de encontrarse con bellos rostros desconocidos, de mirada torva, apretados contra los vidrios. Sólo ve la lluvia y la tétrica luz gris, pero no se disipa su angustia.
Esto ya no es entretenido. En absoluto.
El misterio se ha vuelto demasiado profundo. Veiss está alarmado.
Es como si la mujer no hubiera salido del Honda sino que hubiera atravesado una barrera invisible entre las dimensiones para llegar desde un mundo distinto de éste, donde lo espiaba constantemente y en secreto. El sabor es netamente sobrenatural, con una textura de ultratumba; el olor del detergente se troca por el del incienso quemado, y el aire enrarecido está lleno de presencias invisibles.
Temeroso y acosado por las dudas, emociones hasta entonces desconocidas por él, Edgler Veiss entra en el lavadero a la vez que alza la Heckler & Koch P7. Su dedo empieza a oprimir el disparador.
La puerta del sótano está abierta. La luz de la escalera está encendida.
La mujer no está a la vista. Suelta el disparador.
En las raras ocasiones en que invita a alguien a cenar o a una reunión de trabajo en su casa, siempre deja un doberman en el lavadero. El perro dormita ahí, silencioso. Pero si algún invitado se acercara, el perro lo alejaría con gruñidos.
Cuando el amo está ausente, los doberman patrullan el terreno constantemente y nadie puede acercarse a la casa, y mucho menos al sótano.
Veiss no ha instalado una cerradura en la puerta de la escalera por temor a que se trabe mientras él está ahí abajo, absorto en sus juegos. Desde luego, una cerradura accionada con llave evitaría semejante catástrofe. Él mismo no puede imaginar que tal mecanismo pueda averiarse y dejarlo encerrado; no obstante, la sola idea lo preocupa tanto, que jamás ha corrido ese riesgo.
A lo largo de los años, ha visto muchas casualidades en el mundo y a muchas personas morir a causa de ellas. Un atardecer de fines de junio, cuando viajaba hacia Reno, Nevada, por la Autopista 80, se le había adelantado un Mustang descapotable conducido por una muchacha rubia. Vestía shorts y blusa blancos y su larga cabellera dorada flotaba al viento. Embargado por un fuerte deseo de destruir esa hermosa cara, había acelerado la casa rodante hasta el límite, pero el Mustang era más veloz y la aventura parecía condenada al fracaso. A medida que la autopista penetraba en las sierras, la casa rodante había perdido velocidad y el Mustang había desaparecido de su vista. Aunque pudiera colocarse a la par, había demasiado tránsito —demasiados testigos— para intentar sacarla del camino. Entonces, uno de los neumáticos del Mustang había reventado. Iba a tal velocidad, que el auto casi hizo un trompo, osciló de un carril al otro mientras los neumáticos echaban humo azul al patinar sobre el asfalto, pero finalmente la mujer pudo dominarlo y salir a la banquina. Veiss se detuvo a darle una mano, que ella aceptó con gratitud. Era una chica sonriente, seductoramente tímida, una linda chica que llevaba una cruz de oro colgada de una cadenita y luego había llorado amargamente y lo había excitado al resistir la entrega de su virtud y al apartar su cara de los diversos instrumentos puntiagudos que él le acercaba, nada más que una joven alegre y llena de vida que iba a Reno cuando la casualidad la entregó en sus manos.
Y si un neumático puede reventar, ¿por qué no se ha de trabar una cerradura?
La casualidad da, pero también quita.
Edgler Veiss vive con intensidad, pero no sin precaución.
Ahora resulta que una mujer que llama a Ariel ha entrado en su vida como un neumático reventado, y Veiss no sabe si el destino la ha puesto en sus manos o a él en las suyas.
Recordando el revólver y deseando tener un doberman a mano, cruza el lavadero hasta la puerta del sótano. Desde abajo le llega la voz de la mujer:
—Chyna Shepherd intacta y viva.
Aunque Veiss no suele ser supersticioso, lo embarga una sensación sobrenatural como nunca ha experimentado antes. Le arde el cuero cabelludo, se le erizan los pelos de la nuca, su mano aprieta la empuñadura de la pistola. Titubea y se asoma por la puerta abierta para echar una mirada a la escalera.
La mujer está en uno de los últimos escalones. Con una mano se toma del pasamanos, con la otra sostiene el revólver.
No es policía. Es una aficionada.
No obstante, podría ser el «neumático reventado» en la vida de Edgler Veiss, y él está nervioso, agitado, sumamente deseoso de averiguar quién es pero la seguridad es más importante que la curiosidad.
Pasa por la puerta al descanso superior. Aunque está muy cerca, ella no lo oye porque todo es hormigón, nada cruje bajo los pies.
Le apunta al centro de la espalda. El primer proyectil la lanzará hacia adelante, con los brazos extendidos, sobre el piso del sótano, y el segundo la alcanzará en el aire. Él bajará a la carrera, disparando el tercero y el cuarto en lo posible hacia sus piernas. Luego se arrojará sobre ella, le apoyará el caño en la nuca y sólo, sólo, sólo entonces, cuando tenga la situación totalmente dominada, decidirá si aún constituye una amenaza o no, si puede correr el riesgo de interrogarla o si es tan peligrosa que deberá meterle un par de proyectiles en la cabeza.
Cuando la mujer pasa bajo la lámpara al pie de la escalera, Veiss alcanza a ver mejor su revólver. En efecto, es un Smith & Wesson Chief’s Special .38 tal como había pensado al verlo desde la ventana del dormitorio en la planta alta; pero al ver la marca y el modelo se estremece como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
Huele una salchicha de Viena. Recuerda un par de húmedos ojos negros que se abren de par en par, atónitos, aterrados y desesperados.
Ha visto dos armas similares en las últimas horas. La primera pertenecía al joven caballero asiático de la estación de servicio, que la tomó del mostrador para defenderse pero no tuvo la oportunidad de usarla.
Aunque el Chief’s Special es un revólver notable, no es tan apreciado como para encontrarlo por todas partes. Edgler Veiss sabe, con la certeza de un zorro que sigue el rastro de un conejo en los pastizales, que el revólver es el mismo.
Pese a que la mujer que baja la escalera aún está llena de misterios, aunque su presencia no es menos asombrosa que antes, no hay nada de sobrenatural en ella. Conoce el nombre de Ariel, no porque lo haya espiado a él desde otro mundo, no porque sirva a una dudosa fuerza superior, sino porque estaba ahí, en la estación de servicio, cuando Veiss conversaba con los empleados y cuando los mató.
Dónde se ocultaba, cómo él no descubrió su presencia, por qué la mujer sintió la necesidad de perseguirlo, de dónde saca el coraje que requiere una aventura tan temeraria: son preguntas que la sola intuición no contesta. Pero ya vendrá el momento de hacérselas.
Baja la pistola y retrocede hacia el lavadero para no ser sorprendido por una mirada.
El temor desusado, la enigmática percepción de fuerzas sobrenaturales opresoras, se disipan como la niebla y por un instante lo asombra su propia credulidad. Él, que no se hace ilusiones sobre la naturaleza de la existencia. Él, que es tan perspicaz. Él, consciente de que las sensaciones dominan todo. Él, el más racional de los hombres, se ha asustado.
Casi ríe de semejante tontería… y al punto descarta el impulso.
La mujer habrá llegado al pie de la escalera. Permitirá que explore. Después de todo, por enigmáticas que sean sus razones, ha venido para esto, y Veiss quiere ver cómo reaccionará ante sus descubrimientos. Esto vuelve a ser entretenido.
Se reanuda el juego.
Chyna llegó al pie de la escalera.
La pared exterior de piedra y argamasa estaba a su derecha. No había paso en esa dirección.
A su izquierda había una cámara de unos tres metros, de pared a pared y ancha como toda la casa. Se alejó del pie de la escalera hacia ese espacio desconocido.
En un extremo había una caldera de petróleo y un gran calentador eléctrico de agua. En el otro extremo, varios armarios metálicos altos, con ranuras de ventilación en las puertas, un banco de carpintero y un cajón de herramientas montado sobre ruedas.
Frente a ella, en una pared de bloques de hormigón, la aguardaba una puerta inquietante.
Click-fffuuum.
Chyna giró a la derecha y estuvo a punto de disparar un tiro antes de darse cuenta de que el ruido venía de la caldera: el piloto eléctrico encendía el combustible.
Junto con el ruido de la caldera aún oía la vibración del caño. Tatá-tatá-tatá. Aunque más tenue que en la escalera, todavía era perceptible.
Apenas distinguía la música que venía del baño del segundo piso, retazos discontinuos de melodías, sobre todo de los bronces o el lamento de un clarinete.
Sin duda, la puerta del fondo daba acceso a un cuarto insonorizado porque estaba acolchada como la de un teatro y forrada en cuerina rojo oscuro dividida en cuadros por medio de ocho clavos de tapicería con las cabezas forradas en material al tono. El marco estaba acolchado y forrado con el mismo material.
No había candado, ni siquiera cerrojo, que le impidiera el paso.
Al apoyar la mano en la cuerina, Chyna descubrió que el acolchado era aún más grueso de lo que parecía. La madera estaba revestida por casi cinco centímetros de espuma de goma.
Tomó la gran manija de acero inoxidable en forma de u. Al tirar de ella, oyó el roce de la puerta forrada en cuerina sobre el umbral. El calce era perfecto: apenas la puerta se apartó del marco y se rompió el sello, oyó un susurro similar al que se produce cuando se abre un frasco de maníes cerrado al vacío.
La puerta también estaba acolchada por dentro. Su grosor total superaba los doce centímetros.
Más allá del umbral había un cuarto de cinco metros cuadrados con cielo raso bajo, que parecía un ascensor, salvo porque todas las superficies, menos el piso, estaban acolchadas. Cubría el piso una alfombra de caucho como las que revisten las cocinas de los restoranes para comodidad de los cocineros, que trabajan de pie durante muchas horas seguidas. A la luz tenue de la bombilla colocada en una cavidad del cielo raso, vio que el material no era cuerina sino algodón gris de textura rugosa.
La peculiaridad del lugar acentuó su miedo, pero al mismo tiempo creyó comprender el propósito del vestíbulo acolchado, y su estómago se revolvió con un leve ataque de náuseas.
En la pared opuesta a la de la puerta abierta por Chyna, había otra puerta. También estaba acolchada e instalada en un marco acolchado.
Ésta sí tenía cerraduras. El abultado acolchado gris rodeaba dos robustas cerraduras con cilindro de bronce. Sería imposible abrirla sin las llaves.
Entonces vio un pequeño panel acolchado instalado en la misma puerta; colocado a la altura de los ojos, medía aproximadamente quince centímetros por veinte y tenía una perilla. Se parecía al panel deslizante sobre la mirilla en la robusta puerta de una celda penitenciaria de máxima seguridad.
Tatá-tatá-tatá…
El asesino se demoraba en la ducha. Pero en realidad, Chyna no había pasado más de tres minutos en la casa; sólo parecía mucho más. Si él quería darse un baño prolongado, aún demoraría mucho más.
Tatá-tatá…
Hubiera querido mantener abierta la puerta exterior a la vez que entraba en el vestíbulo y abría la mirilla, pero la distancia era excesiva. Debía permitir que la puerta se cerrara a sus espaldas.
En el preciso instante en que la puerta acolchada rozó el marco también acolchado con un susurro de cuerina gastada, Chyna dejó de oír la vibración del caño.
El silencio era tan denso, que casi no oía su propia, agitada, respiración. Bajo el acolchado, las paredes seguramente estaban revestidas por varias capas de aislante acústico.
¿Y si el asesino había terminado su ducha en el preciso instante en que se cerró la puerta? En ese caso, se estaba secando. O se había puesto una salida de baño sin secarse. Y ya bajaba la escalera.
Con un miedo que le cortaba el aliento, abrió la puerta.
Tatá-tatá-tatá… y el ruido del agua corriendo por el caño bajo alta presión.
Soltó un ruidoso suspiro de alivio. Aún estaba a salvo.
Está bien, tranquila, sigue adelante, averigua si la chica está ahí y luego decidirás cómo proceder.
Con renuencia, permitió que la puerta se cerrara. De nuevo desapareció el ruido de la vibración del caño.
Le faltaba el aliento. Tal vez la ventilación del vestíbulo era insuficiente, pero la aislación de las paredes acolchadas, sumada a la escasa circulación de aire, provocaba una atmósfera irrespirable similar a la de un cuarto lleno de humo.
Chyna deslizó el panel acolchado de la mirilla en la puerta interior.
Más allá, apareció una luz rosada.
La mirilla tenía gruesas rejas para proteger a quien miraba de un asalto por parte de lo que hubiera en el interior.
Chyna acercó la cara a la mirilla y vio una cámara grande, casi de las mismas dimensiones que la sala bajo la cual estaba situada. Algunos sectores de ese ambiente estaban en tinieblas y la luz provenía de tres lámparas con pantallas de tela con flecos; las bombillas rosadas eran de unos cuarenta vatios cada una.
En la pared trasera había dos paños de brocado rojo y dorado colgados de varillas de bronce, como si cubrieran sendas ventanas, pero no había aberturas bajo tierra; el brocado era una mera decoración para darle al cuarto un aspecto más acogedor. En la pared de la izquierda, apenas rozada por la luz, había un tapiz raído: mujeres de vestidos largos y sombreros típicos cabalgaban a sentadillas en un prado, entre la hierba y las flores cerca de un bosquecillo primaveral.
El mobiliario incluía un sillón mullido adornado con antimacasar; una cama matrimonial cuya cabecera blanca estaba decorada con una escena imposible de distinguir bajo la escasa luz; bibliotecas talladas con hojas de acanto; armarios con puertas de mainel; una mesita con guarnición tallada, flanqueada por dos sillas estilo Directorio forradas con una tela floreada, y una heladera. Había un enorme guardarropa de madera oscura con aplicaciones florales vidriadas agrietadas, una pieza vieja sin ser una auténtica reliquia, bella aunque algo golpeada. Frente a una mesa de tocador con espejo de tres hojas en marco tubular dorado había un taburete tapizado. En un rincón apartado, un inodoro y un lavabo.
Por insólito que fuera ese cuarto subterráneo, como un depósito de trastos para la escenografía de Arsénico y encaje antiguo, de lejos lo más chocante era la colección de muñecas. Muñequitas de mejillas regordetas, duendecillos, peponas y de muchas otras variedades, viejas y nuevas, de un metro de altura o más pequeñas que un frasco de crema, vestidas con pañales, ropa de esquí, lujosos vestidos de novia, overoles a cuadros, ropa de cowboy y de tenis, piyamas, faldas hawaianas, quimonos, trajes de payaso, camisones, uniformes marineros. Atestaban los anaqueles, espiaban desde las puertas de vidrio de algunos armarios, hacían equilibrio sobre el guardarropa y la heladera, estaban sentadas o paradas en el piso junto a las paredes. Otras estaban amontonadas en un rincón o al pie de la cama, los brazos y las piernas rígidamente torcidos en ángulos extraños, las cabezas inclinadas como si los cuellos estuvieran rotos; parecían ser cadáveres alegremente ataviados, aguardando el transporte al crematorio. Entre doscientos y trescientos rostros brillaban bajo la luz suave o lucían lívidos como fantasmas en las sombras, de porcelana sin vidriar o vidriada, de tela y de madera y de plástico. Los ojos de vidrio, hojalata, botones, tela o cerámica pintada reflejaban la luz, brillaban alegremente bajo las lámparas o se percibían tétricos como brasas desde los rincones alejados.
Por un instante, Chyna casi pensó que las muñecas realmente veían —salvo algunas aparentemente enceguecidas por cataratas de luz rosada— y que en sus ojos aterradores había destellos de conciencia. Aunque ninguna se movía o desplazaba la mirada, parecía rodearlas un efluvio vital. Emanaban un poder sobrecogedor, como si el asesino fuera un brujo que hubiera robado las almas de sus víctimas para encerrarlas en esas figuras. Entonces, en la quietud del cuarto, una sombra que apareció en las tinieblas resultó ser la cautiva, y cuando la luz la iluminó, las muñecas perdieron su misteriosa magia. Chyna jamás había visto una niña tan bella (más bella que en la instantánea Polaroid), con una cabellera lacia y radiante de un encantador tono castaño bajo la luz rosada aunque en realidad era rubia platinada. Erguida, esbelta, garbosa, poseía una belleza etérea, angelical; no parecía una niña real sino una visión portadora del mensaje de la redención, el pesebre, la esperanza y la estrella.
Llevaba mocasines negros, medias blancas tres cuartos, falda azul o negra y una blusa blanca de mangas cortas con vivos oscuros en el cuello y el bolsillo del pecho, como el uniforme de un colegio de monjas.
Sin duda, el asesino la proveía de la ropa que deseaba que usara, y Chyna comprendió al instante por qué prefería esa clase de indumentaria. Aunque su físico indicaba que tenía dieciséis años, la ropa la hacía lucir aún más joven; con sus brazos esbeltos, manos y muñecas delicadas, bajo esa luz, el púdico uniforme le daba el aspecto de una niña de once años lista para recibir el sacramento de la confirmación el próximo domingo, ingenua y pura.
La belleza y la pureza atraen a los psicópatas porque se sienten compelidos a mancillarlas. Deshonrada la inocencia, destrozada la belleza, la bestia deforme puede sentirse superior a la persona codiciada. Cada vez que muere un ser hermoso y puro y su cadáver se pudre bajo tierra, el mundo se parece un poco más al paisaje interior del asesino.
La chica se sentó en el sillón.
Sostenía un libro. Lo abrió, volvió algunas páginas y empezó a leer.
Aunque era imposible que no hubiera oído que se deslizaba el panel de la mirilla, no alzó la vista. Aparentemente dio por sentado que el visitante sólo podía ser el devorador de arañas.
Embargada por una emoción que le estrujó el corazón y la sorprendió con su intensidad, Chyna dijo:
—Ariel…
El nombre atravesó la mirilla y cayó en un vacío sin aire que no transmitía la voz ni creaba el menor eco. Era evidente que la celda de la joven estaba revestida con varias capas de aislante acústico, tal vez más gruesas que las del vestíbulo, y semejante esfuerzo para contener sus gritos y alaridos parecía indicar que el asesino solía tener invitados en su casa. Tal vez a cenar. Acaso a beber cerveza y mirar fútbol por televisión. Que se atreviera a hacerlo era una prueba más de su extravagante audacia.
Pero lo que hizo estremecer a Chyna fue la idea de que pudiera tener amigos, no degenerados como él, sino gente que se horrorizaría al descubrir a la chica en el sótano y enterarse de que su forma de esparcimiento consistía en masacrar a familias enteras. En la vida cotidiana pasaba por un ser humano. Había gente que se reía de sus chistes. Le pedía consejo. Compartía sus penas y alegrías con él. Tal vez iba a misa. ¿No solía ir a bailar los sábados a la noche, deslizarse con garbo sobre la pista llevando a una mujer sonriente entre sus brazos al compás de la misma música que escuchaban todos?
Chyna elevó la voz:
—Ariel…
La chica no alzó la vista.
Más fuerte, gritando a través de la mirilla en la puerta acolchada:
—¡Ariel!
En la silla, con las recatadas rodillas muy juntas, el libro sobre el regazo, la cabeza inclinada sobre las hojas, la cara casi totalmente oculta detrás de los mechones de pelo, Ariel parecía sorda… o una chica oculta en el fondo de un ropero, aislándose de los gritos de adultos borrachos y drogados, aislándose más y más hasta hundirse en un espacio propio, profundo, silencioso, inaccesible para los demás.
Cuando Chyna era niña, en ciertas ocasiones no le bastaba ocultarse de su madre y sus amistades más peligrosas para sentirse a salvo. A veces las discusiones se volvían demasiado violentas, las fiestas demasiado bulliciosas; el caos de ruidos y risas histéricas e insultos se volvía un torbellino que la alcanzaba en su escondite, su miedo crecía hasta escapar a todo control, y entonces pensaba que le estallaría el corazón o le explotaría la cabeza. En esos momentos, buscaba lugares más acogedores, atravesaba el fondo del armario para entrar en tierra de Narnia de la que hablaba C. S. Lewis en sus hermosos libros, o para visitar al Principito en su planeta o perderse en reinos maravillosos inventados por ella. Siempre volvía de esas evasiones. Pero a veces se decía que sería hermoso quedarse en ese lugar remoto donde su madre y sus amigos jamás podrían hallarla por más que la buscaran. En esos reinos exóticos solía haber peligros, pero también había amigos de verdad, de una lealtad que no existía de este lado del armario mágico.
Al observar a través de la mirilla a la chica en el sofá, Chyna tuvo la certeza de que se había refugiado en un lugar remoto, tan distinto de este mundo horroroso como fuera posible. Después de un año de vivir en este pozo miserable y de padecer las atenciones del degenerado que vivía arriba, tal vez se había alejado tanto por los caminos de la aventura interior, que sería difícil —acaso imposible— hacerla volver.
En ese momento, la chica alzó la vista del libro para contemplar fijamente algo que no era el rostro de Chyna en la mirilla ni objeto alguno del cuarto sino que estaba en un mundo que no era éste. Aunque la luz rosada era muy escasa, Chyna vio que los ojos de la niña estaban extraviados y su mirada era tan rara como la de las muñecas que la rodeaban.
El asesino había dicho a los empleados de la estación de servicio que no había tocado a Ariel «de esa manera», y Chyna le creyó. Porque después de despojarla de su inocencia sentiría la necesidad de destruir su belleza; y luego la mataría. El hecho de que siguiera viva indicaba que estaba intacta.
Pero día tras día, mes tras mes de horror, la niña sobrellevaba un suspenso agotador a la espera de que el pervertido hijo de puta decidiera que estaba «madura», de su asalto brutal, su aliento agrio en la cara, sus manos calientes y obsesivas, su peso irresistible para someterla a todas las sevicias y humillaciones. Su cuarto no tenía salida; no podía huir al techo, a la playa, a la buhardilla, al hueco bajo la escalera, a las ramas más altas del árbol.
—Ariel…
Tal vez su refugio estaba en las páginas del libro que tenía en las manos. Funcionaba en este mundo, se acicalaba y alimentaba y bañaba y vestía, pero vivía en otra dimensión.
Con el corazón a flote en un mar de pena agitado por una tormenta de furia, Chyna acercó la cara a la mirilla:
—Aquí estoy, Ariel. Aquí estoy. No estás sola.
La mirada de Ariel no salió de su mundo onírico y su inmovilidad no era menor que la de las muñecas.
—Soy tu guardiana, Ariel. Conmigo estarás a salvo.
A medida que la chica seguía su camino largo y sinuoso hacia el corazón de su Ninguna Parte particular, sus manos se relajaron hasta soltar el libro. Este se deslizó hasta caer al suelo con un ruido sordo, reducido a un susurro mínimo por las paredes y cielorraso especiales que lo absorbieron. Inconsciente de haber dejado caer el libro, permaneció totalmente inmóvil.
—Soy tu guardiana —repitió Chyna, mientras se preguntaba por qué había elegido justamente esas palabras. Temía por Ariel más que por ella misma, y su corazón latía más aceleradamente que nunca.
—Tu guardiana…
Lágrimas ardientes alteraban su visión, la entorpecían, pero no podía darse el lujo de llorar. Parpadeó con fuerza hasta expulsarlas y aclarar su visión.
Se alejó de la puerta interior y abrió la exterior de un empujón furioso.
Tatá-tatá-tatá-tatá-tatá…
Al ir del vestíbulo aislado a la entrada del sótano, el ruido del agua en el caño le pareció más fuerte que antes.
Tatá-tatá-tatá…
Quizás había pasado un minuto frente a la mirilla de la puerta acolchada.
El loco degenerado hijo de puta seguía en la ducha, desnudo e indefenso. Y ahora que Chyna sabía dónde estaba Ariel, no era necesario que la policía lo obligara a conducirlos hasta ella.
Qué placer sentir el peso del revólver en su mano. Qué embriaguez.
Si pudiera liberar a Ariel y sacarla de ahí, lo haría en lugar de optar por la violencia. Pero no tenía la llave y le costaría trabajo derribar la puerta.
Tatá-tatá-tatá…
No tenía alternativa. Fue hasta la escalera del sótano.
El acero azul fulguraba en su mano.
Aunque él terminara de ducharse y cortara el agua antes de que Chyna llegara, estaría desnudo e indefenso envuelto en su toalla y ella entraría en su baño, le dispararía a quemarropa, vaciaría el cargador en su cuerpo, el primer disparo derecho a su corazón podrido, y por lo menos un tiro en la cara para rematarlo. Nada de riesgos, no señor. Usar todas las balas, apretar el disparador hasta que el martillo chasqueara al caer en la recámara vacía. Podía hacerlo. Matar al degenerado, matarlo una y otra vez, matarlo bien muerto. Podía hacerlo y lo haría.
Subió la empinada escalera, pisando las huellas húmedas que había dejado al descender: Chyna Shepherd que no se ocultaba, que salía del pozo, intacta, viva, abandonaba Narnia por última vez.
Tatá-tatá-tatá…
Anticipando sus próximos pasos, Chyna se preguntó si no era conveniente disparar a través de la cortina del baño —si era una cortina, no un cerramiento de vidrio—, porque si no lo hacía, tendría que empuñar el revólver con una mano mientras apartaba la cortina o la puerta con la otra. Sería peligroso porque una debilidad inesperada y desalentadora ya se extendía a través de los dedos hacia las muñecas. El violento temblor de los brazos la obligaba a aferrar el revólver con las dos manos para no dejarlo caer.
Su corazón vibraba como el caño de cobre ante la perspectiva de enfrentar al homicida loco aunque estuviera desnudo e indefenso, cuando llegó al descanso superior y entró en el lavadero.
No podría disparar a través de la cortina porque no sabría si lo había herido o no. Sería un disparo a ciegas, no directo a la cabeza o el corazón.
Pasó el secador y el lavarropas, la fragancia del detergente, hasta la puerta de la cocina. Al cruzar el umbral, comprendió tardíamente el significado de ese indicio importante en el descanso superior de la escalera del sótano: huellas húmedas más grandes que las suyas, entre las suyas, superpuestas a las suyas, dejadas momentos antes por él.
Llevada por su propio impulso, irrumpió en la cocina y el asesino cargó desde la derecha, desde el comedor diario. Era grande, fuerte, un monstruo, ni desnudo ni indefenso, porque la ducha no había sido más que una artimaña.
Él era ágil, pero ella lo era un poco más. Trató de estrellarla contra las alacenas, pero lo esquivó, alzó el revólver a menos de un metro de su cara, apretó el disparador y el martillo chasqueó como una ramita bajo los pies al caer en la recámara vacía.
Retrocedió hasta chocar de espaldas contra la heladera; el calendario de los gatitos y las lilas cayó a sus pies.
El asesino se abalanzaba sobre ella.
Apretó el disparador y el revólver volvió a chasquear, lo cual era imposible —mierda— porque el empleado de la estación de servicio no tuvo la menor oportunidad de disparar antes de que la escopeta lo hiciera pedazos. El cargador tendría que estar lleno.
Era la primera vez que veía la cara del asesino. Hasta entonces sólo había vislumbrado la nuca o la coronilla y una vez su cara de perfil, pero desde lejos. No era, como había pensado, una cara redonda de labios pálidos y mandíbula saliente. Era un hombre hermoso, de ojos azules en bello contraste con su pelo oscuro —ni un destello de locura en sus ojos claros—, rasgos nítidos y una linda sonrisa.
Sonriendo, corría hacia ella cuando disparó por tercera vez y el martillo cayó nuevamente en la recámara vacía. Sonriendo, le arrancó el revólver de la mano con tanta violencia, que Chyna pensó que su dedo se había quebrado al salir del guardamonte. Chilló de dolor.
El asesino retrocedió, el arma en la mano, los ojos brillantes de emoción:
—Eso sí que fue divertido.
Chyna se acurrucó contra la heladera, pisoteando las cabezas de los gatitos.
—Yo sabía que era el mismo revólver —dijo él—. ¿Y si me equivocaba? Ahora tendría un agujero grandote en medio de la cara, ¿no es así, muchachita?
Desfalleciente, mareada de terror, miró con desesperación alrededor en busca de un arma, pero no había nada a mano.
—Un agujero grandote —repitió, encantado por su propio chiste.
Tal vez había cuchillos en alguna alacena, pero no sabía en cuál de los cajones.
—Intenso… —dijo, mirando el revólver con una sonrisa.
Había una pistola sobre el mármol de la cocina, junto al fregadero, lejos de su alcance. Chyna no podía creerlo. Había bajado con un arma, pero en lugar de usarla la había dejado ahí y se había abalanzado sobre ella con las manos vacías.
—Eres una mujer atractiva.
Apartó los ojos de la pistola para que él no se diera cuenta de que la había visto. Pero no podía engañarse, porque nada se le pasaba por alto, nada.
Le apuntó con el revólver.
—Estabas en la estación de servicio anoche.
Aunque jadeaba con desesperación, a Chyna le parecía que no entraba una gota de aire en sus pulmones. Su respiración era rápida y agitada, corría peligro de agotarse y estaba furiosa consigo misma, furiosa, porque él estaba ahí tan tranquilo.
—Sé que estabas ahí, en alguna parte, y sé que encontraste el Chief’s Special después de que me fui. Lo que no alcanzo a entender es por qué estás aquí.
Tal vez podría llegar a la pistola antes que él. Era una probabilidad en un millón. En dos millones, en tres… Joder, convéncete, es imposible.
A un metro y medio de ella, apuntándole a la nariz, la voz burbujeante de júbilo, el asesino prosiguió:
—Pero aunque sabía que era el arma del asiático, me metí en la boca del lobo. Tuve suerte. ¿Y tú?
Era prácticamente imposible llegar al arma, pero no tenía alternativa. Nada que perder.
—Oye, niña, mírame cuando te hablo —dijo él con cierto fastidio—. ¿Crees que tendrás suerte? ¿Tanta como yo?
Tratando de no mirar la pistola, reacia a mirar esos ojos excesivamente normales, clavó la vista en el caño del revólver, logró mascullar un «no» y tuvo la impresión de que la palabra reverberaba en el caño: no…
—Veamos si tienes tanta suerte.
—No.
—Arriésgate, mi amor. Veamos si tienes suerte —dijo, y apretó el disparador.
Aunque el arma había fallado tres veces, Chyna estaba segura de que le explotaría en la cara porque así parecía ser su suerte, y se crispó.
Click.
—Sí que tienes suerte. Más que yo, aunque no lo creas.
Chyna no entendía nada. Sólo podía concentrarse en la pistola junto al fregadero, la última, milagrosa oportunidad.
—Cuando Fuji quiso apuntarme con la pistola —dijo el asesino—, ¿no escuchaste lo que le prometí?
La charla y la serenidad del degenerado amilanaban a Chyna mucho más que la perspectiva de ser herida, azotada, violada, torturada para arrancarle respuestas. Lo que menos esperaba era tener que hablar con él, por amor de Dios, como si acabaran de compartir un viaje ameno por las rutas, unas lindas vacaciones matizadas por un par de sucesos inesperados.
—Lo que le prometí a Fuji fue: «No lo intentes o te meto las balas en el culo» —dijo, sin dejar de apuntarle—. Yo siempre cumplo mis promesas. ¿Y tú?
Por fin la charla había logrado atrapar su atención.
—Con tan poca luz y tanta sangre por todas partes, estabas asqueada y no quisiste mirar. Por eso no te diste cuenta de que le había bajado los pantalones a Fuji.
Tenía razón. Después de comprobar que los empleados estaban muertos, había apartado la vista y bordeado sus cuerpos.
—Llegué a meterle cuatro balas —dijo.
Cerró los ojos. Los abrió al instante. No quería verlo, siniestro y hermoso, con esa linda sonrisa, las manchas de sangre en la ropa y la mirada plácida. Pero no se atrevía a apartar la mirada.
Chyna Shepherd, intacta y viva.
—Le metí cuatro balas —prosiguió—, y las cuatro saltaron de vuelta para afuera. Los gases posmortem, entiendes. Fue ridículo, o más bien gracioso, pero te darás cuenta de que tenía demasiada prisa para meter la quinta.
Tal vez era lo mejor. Una vuelta más de ruleta rusa y por fin la paz anhelada, basta de devanarse los sesos para tratar de entender por qué había tanta crueldad en el mundo si la bondad era mucho más conveniente.
—Esta arma carga cinco balas —dijo.
El caño la miraba como la cuenca vacía de un ojo y Chyna se preguntó si vería el fogonazo y oiría el estampido o si la noche del caño se volvería su propia noche sin tener conciencia de la transacción.
Entonces el asesino apuntó a otra parte y disparó. El estampido sacudió las ventanas, el plomo atravesó la puerta de una alacena sobre la pared más próxima y saltaron astillas de pino y de platos rotos.
Aún volaban las astillas cuando Chyna tomó un cajón y lo sacó de la alacena. Era tan pesado, que casi cayó de su mano, pero con la fuerza de la desesperación lo arrojó a la cabeza del asesino y el contenido se derramó mientras se alzaba hacia su frente.
Cucharas, tenedores, cuchillos que se entrechocaban en el aire y lanzaban destellos bajo la luz fluorescente, llovieron sobre él y sobre el piso. Sorprendido dio un salto atrás hacia la mesa del comedor diario.
Mientras el asesino se tambaleaba desconcertado,
Chyna se abalanzaba hacia el mármol. En el momento que escuchó el estrépito del cajón al caer, su mano empuñó la pistola. Vio un punto rojo en el caño de acero que probablemente indicaba que el seguro no estaba puesto, como en otros modelos de pistola que había conocido, y no tenía que preocuparse de que hubiera vacíos como en el tambor del revólver porque si había una sola bala en el cargador, una sola, Dios mío, estaría en la recámara y a tan corta distancia un tiro sería suficiente.
Pero tenía el índice rígido e hinchado y cuando trató de introducirlo en el guardamonte se estremeció de dolor. Alzada por la marea negra de las náuseas, se tambaleó mientras intentaba meter el dedo medio.
Patinando sobre el piso entre el tintineo de cubiertos desparramados, el asesino alcanzó a Chyna antes de que pudiera girar y disparar. Descargó un brazo sobre el de ella y le aplastó la mano sobre el mármol.
En un movimiento reflejo, su dedo apretó el disparador. La bala impactó en la pared detrás del fregadero, saltaron astillas de cerámica amarilla que llovieron sobre su cara y tal vez la hubieran dejado ciega si no hubiera cerrado los ojos a tiempo.
Él le descargó el borde de la mano en la sien, y la oscuridad explotó detrás de sus ojos como astillas de vidrio negro al estallar, y luego le dio un puñetazo en la nuca.
No recordaba haber caído, pero estaba tendida sobre el piso de la cocina, contemplando desde la altura de una cucaracha el revoltijo caótico de los cubiertos sobre el vinilo. Muy interesante. Cucharas grandes como palas. Tenedores grandes como tridentes. Los cuchillos eran lanzas.
Las botas del asesino. Botas negras. Moviéndose de aquí para allá.
Obnubilada, creyó que estaba en la casa de los Templeton en el Valle de Napa, oculta debajo de la cama del cuarto para huéspedes. Pero no había cubiertos desparramados por el piso del dormitorio, y cuando se concentró en la vajilla de acero inoxidable, sus pensamientos se aclararon.
—Voy a tener que lavarlos antes de guardarlos —dijo el asesino.
Andaba por la cocina, recogía la vajilla minuciosamente, juntaba las cucharas con las cucharas, los cuchillos con los cuchillos.
Chyna descubrió con sorpresa que podía mover el brazo, pesado como una rama gruesa de árbol y rígido como si el árbol estuviera petrificado. Pero logró apuntar al asesino y hasta doblar el índice dolorido, tragándose el dolor y el sabor amargo que lo acompañaba.
La pistola no disparó.
Otra vez apretó el disparador, nuevamente no hubo estampido y entonces se dio cuenta de que su mano estaba vacía. No tenía la pistola.
Qué extraño.
Había un cuchillo al alcance de su mano. Era un cuchillo de mesa con borde aserrado, de los que sirven para untar mantequilla o cortar un pollo bien cocido o reducir habas al tamaño de un bocado, pero no son el instrumento idóneo para apuñalar a alguien y matarlo. Claro que un cuchillo era un cuchillo, mejor que nada, y lo empuñó sigilosamente.
Ahora sólo restaba reunir fuerzas para pararse. Extrañada, comprobó que no podía erguir la cabeza. Nunca se había sentido tan cansada.
Había recibido un golpe tremendo en la nuca. Se preguntó si la había desnucado.
Se negó a llorar. Tenía el cuchillo.
El asesino se acercó, se inclinó, tomó el cuchillo de su mano. Le asombró que resbalara entre sus dedos a pesar de que lo aferraba con ferocidad, como si no fuera un cuchillo sino una astilla de hielo.
—Pórtate bien —dijo él, y le golpeó la coronilla con el plano de la hoja.
Reanudó el aseo.
Tratando de no pensar en las heridas de su espalda, Chyna tomó un tenedor.
Él se volvió para quitárselo.
—No —dijo como si tratara con un cachorrito caprichoso—. No.
—Hijo de puta —dijo, consternada al oírse farfullar.
—Bah, palabras.
—Degenerado hijo de puta.
—Ay, qué boquita —dijo con desdén.
—La puta que te parió.
—Te voy a lavar la boca.
—La concha de tu madre.
—¿Así te educó tu madre?
—No la conoces.
Esta vez le golpeó el cuello con el canto de la mano.
Tendida en la oscuridad, Chyna escuchaba la risa alegre y remota de su madre, las voces de hombres desconocidos. Vidrios que se rompían. Insultos. Truenos y viento. Palmeras azotadas por el viento de Cayo Hueso. La risa se alteró. Se volvió burlona. Estampidos que no eran truenos. Y la cucaracha de las palmeras que corría sobre sus piernas desnudas y su espalda. Otro tiempo. Otro ámbito. En el reino borroso de los sueños, el puño férreo de la memoria.