5

A las cuatro de la mañana, el tránsito en la dirección contraria es escaso, pero cada par de faros murmura entre los finos vellos de los oídos de Edgler Veiss. Es un sonido agradable, distinto del rugido pasajero de los motores y el silbido oscilante de los neumáticos de otros vehículos sobre el pavimento.

Mientras conduce, come un chocolatín. La suavidad del chocolate al derretirse sobre su lengua le recuerda la música de Angelo Badalamenti, y la música de Badalamenti evoca en él la tersura de un pétalo escarlata, que a su vez despierta el recuerdo intensamente sensual del sabor fresco y seco de los hongos silvestres; que durante varios segundos anula por completo el sabor del chocolate.

Atento al murmullo de los faros que se acercan, sumido en la libre asociación de estímulos sensoriales con recuerdos, Veiss es feliz. Vive con mucha más intensidad que la mayoría de los mortales; es un caso aparte. Libre de tonterías y de falsas emociones, su mente percibe lo que otras ni siquiera sospechan. Comprende la naturaleza del mundo, el propósito de la existencia y la verdad detrás de la Gran Mentira; este conocimiento lo hace libre, y porque es libre es feliz.

La naturaleza del mundo es la sensación. Nadamos a la deriva en un océano de estímulos sensoriales: movimiento, color, textura, forma, calor, frío, sinfonías naturales de sonido, infinitos aromas, sabores que superan la capacidad humana de clasificación. Nada perdura sino lo sensorial. Los seres vivos mueren. Las grandes ciudades no perduran. El metal se corroe y la piedra se erosiona. A lo largo de las eras, cambia la forma de los continentes, las cordilleras desaparecen, los mares se secan. Algún día se autodestruirá el sol y entonces el planeta entero desaparecerá. Pero aun en los abismos del espacio exterior, en ese vacío profundo que no transmite el sonido, hay luz y oscuridad, frío, movimiento, forma, y la perspectiva pavorosa de la eternidad.

El único fin de la existencia es acoger las sensaciones y gratificar los apetitos a medida que se presentan. Edgler Veiss sabe que las sensaciones no son buenas ni malas en sí mismas y que todas las vivencias sensoriales merecen ser experimentadas. Los valores positivos y negativos no son sino interpretaciones humanas de estímulos de valor neutro, y por consiguiente, son tan perdurables —es decir, tan deleznables— como los seres humanos mismos. Disfruta del sabor más amargo como de la dulzura de un durazno maduro; a veces mastica unas cuantas aspirinas, no para aliviar la jaqueca sino para disfrutar del incomparable sabor del remedio. Cuando se lastima nunca siente miedo porque el dolor es para él otra forma de placer; le fascina hasta el sabor de su propia sangre.

Edgler Veiss no sabe con certeza si existe el alma inmortal, pero tiene la convicción plena de que, de ser así, uno no nace provisto de ella como de ojos y oídos. Cree que el alma, si existe, se acrecienta a la manera de un arrecife de coral, que crece mediante la sedimentación de innumerables esqueletos calcáreos de pólipos marinos. Pero uno no construye el arrecife del alma con los cadáveres de pólipos sino mediante la acumulación incesante de sensaciones, a lo largo de la vida. Veiss lo ha meditado mucho: si uno quiere dotarse de un alma poderosa —de un alma a secas—, debe volverse receptivo a todas las sensaciones, sumergirse en ese océano sin fondo de los estímulos sensoriales que es nuestro mundo, y vivenciarlo todo, sin contemplaciones sobre el bien y el mal, sin miedo y con gran fortaleza. Si tiene razón en sus convicciones, él mismo está construyendo lo que bien podría ser el alma más compleja, enrevesada —incluso barroca— e importante que jamás hubiera alcanzado ese nivel de existencia.

La Gran Mentira dice que conceptos tales como amor, culpa y odio son reales. Si encierras a Veiss en un cuarto con un sacerdote y les muestras un lápiz, ambos coincidirán sobre su color, dimensiones y forma. Si les vendas los ojos y colocas bajo sus narices una rama de canela, ambos la reconocerán. Pero si les muestras a una madre que mima a su bebé, el sacerdote sólo verá amor, mientras que Veiss verá a una mujer que disfruta de las sensaciones que le provoca el bebé: el aroma del jabón, la suavidad de su cutis rosado, las redondeces sin duda agradables de su rostro sin marcas, la musicalidad de su gorjeo; su aparente indefensión y su dependencia la gratifican profundamente. El gran intelecto humano trae consigo una maldición: la gran mayoría de los miembros de la especie anhelan ser más de lo que son. Veiss sabe que en el fondo los hombres y las mujeres no son sino animales; inteligentes, por cierto, pero animales al fin; reptiles que evolucionaron a partir del primer pez con patas que salió del mar primigenio. Sabe que los motivan y conforman solamente los estímulos sensoriales, pero son incapaces de reconocer la primacía de la sensación física sobre el intelecto y la emoción. Los asusta la conciencia «reptiliana» interior, sus necesidades y apetitos, y tratan de inhibir sus sensaciones mediante embustes tales como amor, culpa, odio, coraje, lealtad y honor.

Tal es la filosofía de vida del señor Edgler Veiss. Él ama su naturaleza de reptil. Su gloria es la acumulación inigualada de sensaciones. Es una filosofía funcional que obliga a quien la profesa a despojarse de los valores nítidos que inhiben al creyente, así como de las contradicciones vergonzantes de la ética circunstancial, que caracterizan tanto al ateo moderno como a aquel cuya religión es la política.

La vida es. Veiss vive. En eso se resume todo. Mientras se dirige al norte por la ruta 101 y mordisquea otro chocolatín, Veiss piensa, no por primera vez, en la similitud de texturas entre el chocolate blando y la sangre al coagular.

Recuerda el silencio sedante del charco de sangre alrededor de la señora Templeton antes de que él lo perturbara al abrir la ducha.

Con el recuerdo del repiqueteo hueco de la ducha, viene la conciencia de la fría lluvia aún contenida por la tormenta inminente hacia la cual se dirige.

Ve el parpadeo de un relámpago entre las nubes y reconoce el sabor del ozono.

Por encima del ronroneo monótono del motor de la casa rodante oye un trueno, y el ruido también evoca una imagen cristalina: los ojos del joven asiático que se abren más, más y más tras el primer estampido de la escopeta. Incluso en el abismo sin aire entre las galaxias: la luz y las tinieblas, color, textura, movimiento, forma y dolor.

La carretera empezó a ascender, bordeada por bosques densos. En una curva amplia, los faros del Honda barrieron las laderas pobladas de abetos y pinos. Tal vez más adelante habría secoyas.

Chyna apretó el acelerador. Si no recordaba mal, era la primera vez en su vida que violaba el límite de velocidad. Jamás la habían multado por una infracción de tránsito, pero en ese momento su mayor deseo era que un policía caminero la obligara a detenerse.

Su legajo inmaculado de conductora se debía a que siempre optaba por la moderación en todos los órdenes de la vida, incluso la velocidad al conducir. Al reflexionar sobre las catástrofes ajenas había llegado a la conclusión de que la supervivencia dependía en gran medida de la moderación, y ésta era la palabra que definía su vida, así como la palabra fe definía la de una monja o poder la de un político. Rara vez bebía más de un vaso de vino, jamás usaba drogas, no practicaba deportes peligrosos, consumía una dieta baja en grasas, sal y azúcar, evitaba los vecindarios considerados peligrosos, jamás expresaba opiniones polémicas, y en general, pasaba inadvertida… siempre en aras de seguir adelante, de sobrevivir.

Contra todas las probabilidades había sobrevivido a los sucesos de las últimas horas. El asesino ni siquiera estaba enterado de su existencia. Lo había logrado. Era libre. Todo había terminado. Lo inteligente, lo prudente, lo cuerdo —lo propio de Chyna— era dejarlo escapar, dejar que se alejara, correrse a la banquina, detener el auto, entregarse a los temblores que reprimía con tanto esfuerzo y dar gracias a Dios porque estaba viva e intacta.

Mientras conducía, discutía consigo misma para convencerse de que la adolescente encerrada en el sótano, Ariel, la de la cara angelical, no era verdadera. La chica de la foto ya estaba muerta. El cuento de que la tenía encerrada en el sótano era la fantasía de un degenerado, una versión psicópata de un cuento de hadas, la princesita en un sótano, un juego para desconcertar a los dos empleados.

—Mentirosa… —se llamó a sí misma.

La chica de la foto estaba viva y encerrada en alguna parte. Ariel no era una fantasía. Ariel era Chyna; eran la misma persona, porque todas las chicas extraviadas son la misma chica, unidas en el martirio.

Apretó el acelerador con fuerza, el Honda llegó a la cresta de una loma y entonces apareció la vieja casa rodante bajando la larga pendiente, a unos ciento cincuenta metros de ella. Contuvo el aliento un instante y lo soltó con un: «Oh, Jesús».

Se acercaba a velocidad excesiva. Levantó el pie del acelerador.

Cuando llegó a unos setenta metros de la casa rodante pudo igualar su velocidad. Dejó que se alejara un poco, y rogó que él no lo hubiera advertido.

El asesino conducía a unos setenta y cinco u ochenta kilómetros por hora, una velocidad prudente en ese tramo en que la calzada se volvía más estrecha y no había separación medianera. Él no tendría motivos para pensar que Chyna debía pasarlo ni para sospechar de ella si no lo hacía; a esa hora soñolienta, no todos los californianos estaban devorados por la prisa o eran presas de temeridad suicida.

A esa velocidad moderada, sin necesidad de concentrarse exclusivamente en la ruta, Chyna registró el interior del auto en busca de un teléfono celular. Le parecía difícil encontrar uno en el auto de un empleado nocturno de estación de servicio, pero últimamente la mitad del género humano parecía tener teléfono portátil; no hacía falta ser vendedor o agente inmobiliario o abogado. Tanteó en la consola. Luego en la guantera. Luego bajo el asiento. Desgraciadamente, su pesimismo estaba justificado.

Por la mano contraria pasaba el tránsito en dirección al sur: un camión inmenso con un conductor con pie de plomo seguido de muy cerca por un Mercedes y, de bastante lejos, por un Ford. Chyna se concentró en los autos con la esperanza de cruzarse con un patrullero.

Si eso sucedía, llamaría la atención de los policías con la bocina y luego movería el coche de un lado a otro del camino para que la vieran en su espejo retrovisor. Si no alcanzaba a tocar bocina ni lograba atraer su atención con el slalom, giraría en u y perseguiría al patrullero, aunque así perdería de vista la casa rodante.

Por el momento, no tenía esperanzas de cruzarse con la policía.

El asesino tenía toda la suerte del mundo. Su confianza era desconcertante. Tal vez la confianza era la clave de su buena suerte… aunque incluso una persona como Chyna, con los pies tan firmemente plantados sobre la tierra, podía dejarse llevar por la superstición para atribuirle poderes tenebrosos, sobrenaturales.

No. Él sólo era un hombre.

Y ahora ella tenía un revólver. No estaba indefensa. Lo peor había pasado.

Los rayos surcaban el cielo boreal, pero ya no era un parpadeo pálido o difuso entre las capas de nubes. Eran brillantes como si el sol mismo se abriera paso desde el otro lado de la noche.

Los destellos estroboscópicos parecían estremecer la casa rodante como si la ira divina estuviera a punto de destruirla junto con su conductor.

Pero en este mundo, el justo castigo era atributo de hombres y mujeres mortales. Dios reservaba Sus castigos para la otra vida; Chyna lo consideraba una crueldad de Su parte.

Detrás de los relámpagos, venían los truenos. Pero eso era todo. La lluvia seguía embotellada en las alturas de la noche.

Esperaba pasar algún puesto de la policía caminera donde pudiera pedir ayuda, pero no había ninguno. El pueblo más cercano —donde tal vez tendría la suerte de pasar una comisaría o cruzarse con un patrullero— era Eureka, que distaba de ser una metrópoli y además estaba a una hora.

De niña, se ocultaba debajo de una cama o en el fondo de un armario, en un tejado o en las ramas más altas de un árbol, en un granero invernal o en una playa tibia, hasta que se disiparan las rabias y las pasiones de los adultos. En esas ocasiones, era presa del terror, pero también tenía paciencia, y un distanciamiento de la realidad del tiempo que era propio del zen. Esta vez se sentía devorada por la impaciencia. Quería ver a ese hombre atrapado, engrillado, acosado por la justicia, castigado. Lo deseaba con desesperación, sin un minuto más de demora, sin darle tiempo a matar otra vez. Lo que estaba en juego no era su propia supervivencia sino la de una adolescente desconocida. La sorprendía —la inquietaba sentir un afecto tan intenso por una desconocida.

Tal vez siempre había poseído esa cualidad pero no había vivido una situación que la obligara a reconocerla. Pero no. No podía engañarse. Diez años atrás no hubiera seguido a la casa rodante. Ni cinco años atrás. Ni el año pasado. Tal vez ni siquiera ayer.

En su interior se había operado un cambio profundo, pero la causa no era la carnicería que había presenciado unas horas antes en casa de los Templeton. Tenía una conciencia visceral de que la desconcertante metamorfosis se había producido a lo largo de mucho tiempo, como la alteración lenta del curso de un río: a través de cambios imperceptibles de grado, día tras día. Bruscamente, la supervivencia no le bastaba; cedió el último terraplén, se desplazó la última piedra, el río cambió de curso.

Sus propios sentimientos la asustaban. El afecto sin pensar en las consecuencias.

Los rayos, más feroces que nunca, iluminaron secoyas tan inmensas, que parecían torres de catedral. Detrás de los fogonazos venían truenos tan atroces como los desplazamientos de una falla geológica. Se abrieron los cielos y cayó la lluvia.

Al principio, las gotas eran gordas y lechosas a la luz de los faros, como si la noche fuera una araña sin luz de la cual pendían infinitos caireles de cristal de roca. Se estrellaban sobre el parabrisas, el techo, el asfalto.

En la ruta, delante de ella, la casa rodante se desvanecía en medio del aguacero.

En segundos, las gotas se volvieron más pequeñas y a la vez más abundantes. Adquirieron un color gris plata a la luz de los faros; ya no caían perpendicularmente sino en ángulo, arrastradas por las fuertes ráfagas.

Chyna puso los limpiaparabrisas a máxima velocidad, pero la casa rodante se alejaba cada vez más a medida que la tormenta se hacía más fuerte. Lejos de reducir la velocidad a medida que desmejoraba el tiempo, el asesino aceleraba.

Temerosa de perderlo de vista por un solo instante, Chyna redujo la distancia a unos sesenta metros. La preocupaba que él interpretara correctamente su maniobra y se diera cuenta de que lo perseguían.

No aparecían faros en su espejo retrovisor. El psicópata de la casa rodante había impuesto a la carrera un ritmo que nadie sino Chyna trataría de igualar.

En la carretera desierta, se sentía tan sola como poco antes dentro de su matadero sobre ruedas.

Pero cuando el paso del tiempo amenazaba con transformar los carriles desiertos de la ruta y las deprimentes cataratas de lluvia en algo más monótono que amenazante, el asesino la sorprendió. Aminoró apenas la marcha y sin usar las luces de giro viró a la derecha por una rampa de salida.

Chyna se retrasó un poco, temerosa de despertar sus sospechas al tomar la misma salida. No había otro auto a la vista y sería imposible pasar inadvertida. Pero no le quedaba alternativa.

Cuando Chyna llegó al final de la rampa, la casa rodante había desaparecido en la lluvia y la bruma, pero ella la había visto girar a la izquierda. En realidad, el camino de dos carriles tenía una sola mano, hacia el oeste, y un cartel indicaba que se encontraba dentro del Parque de Secoyas Humboldt.

Más adelante había tres poblaciones: Honeydew, Petrolia y Capetown. Jamás las había oído nombrar; seguramente eran caseríos, sin policía a la vista.

Se inclinó sobre el volante, entrecerró los ojos para mirar a través del parabrisas empapado y entró en el parque, ansiosa por alcanzar al asesino porque quizá vivía en uno de esos caseríos o cerca de ellos. Era prudente dejarlo alejarse por un minuto para que él no pensara que lo seguían. Pero debía darle alcance antes de que llegara al otro lado del parque y tal vez saliera del camino y se metiera en una senda privada.

A medida que el camino serpenteaba entre los árboles gigantescos, la lluvia caía con menos fuerza sobre el Honda. La tormenta no había amainado en absoluto, pero los inmensos bastiones de las secoyas protegían al pavimento de la fuerza del diluvio.

Este camino estrecho y sinuoso no les permitía mantener la misma velocidad que la ruta 101. Además, el asesino aparentemente había decidido que no necesitaba andar a tanta velocidad, acaso porque se había alejado de los muertos en la estación de servicio. Chyna tardó menos de un minuto en alcanzarlo, pues marchaba debajo del límite de velocidad.

Advirtió que la casa rodante no tenía matrícula. California —y tal vez otros estados— no entregaba placas provisorias para vehículos recientemente adquiridos, y se podía andar sin ellas hasta que el Departamento de Vehículos de Motor las enviara por correo. O quizás el asesino las había quitado antes de ir a la casa de los Templeton ante la alternativa de cruzarse con un testigo con buena memoria.

Chyna levantó el pie del acelerador, miró el velocímetro… y vio una luz roja. El indicador de combustible apuntaba a la marca de VACÍO.

Se había concentrado tanto en la casa rodante y el pavimento resbaladizo, que no sabía cuándo se había encendido. Tal vez había cinco o seis litros en el tanque… o tal vez estaba consumiendo el último medio litro.

Sería imposible seguir al asesino hasta su base de operaciones.

Las secoyas no transmiten sensación de grandeza, ni de belleza, ni de paz; tampoco la intemporalidad de la naturaleza. Las secoyas expresan poder.

Mientras conduce, Edgler Veiss baja la ventanilla e inspira profundamente el aire frío impregnado del aroma de las secoyas, el aroma del poder. El aroma le infunde ese poder que acrecienta el suyo.

Las secoyas tienen poder porque ningún otro árbol iguala su grandeza, porque son antiguos —algunos de estos ejemplares nacieron siglos antes que Jesucristo—, porque su extraordinaria corteza, gruesa como una armadura y rica en tanino, los vuelve casi invulnerables a los insectos, las plagas y el fuego. Perduran mientras perece todo lo que los rodea; hombres y animales pasan entre ellos y jamás vuelven; las aves se posan en lo más alto y parecen más libres que los seres arraigados en la tierra y las rocas, pero tarde o temprano, al detenerse su corazón, caen de las gruesas ramas o revolotean desde el cielo, y los árboles aún se alzan majestuosos; en el suelo umbrío de estas arboledas, helechos y rododendros que huyen del sol florecen año tras año, pero su inmortalidad es ilusoria porque también ellos mueren, y en los restos descompuestos crecen nuevas generaciones de su especie. Cristo, príncipe de la paz y profeta del amor, murió en una cruz de encina, pero durante toda Su vida ni uno de estos árboles fue derribado por tormenta alguna; la paz les importaba un bledo, el amor les era desconocido, pero perduraban. Afanándose en su interminable cosecha, la Muerte echa sombras frenéticas entre las secoyas indiferentes, un parpadeo incesante que se posa sobre sus troncos colosales y las afecta tanto como la luz del fuego afecta a las piedras de la chimenea.

El poder es vivir mientras otros perecen ineluctablemente. El poder es serena indiferencia al sufrimiento ajeno. Es alimentarse de la muerte ajena, así como las poderosas secoyas se nutren de los restos putrefactos de aquello que tuvo una vida efímera. Esto también forma parte de la filosofía de vida de Edgler Foreman Veiss.

A través de la ventanilla abierta, aspira el aroma de las secoyas, y las moléculas de su fragancia se adhieren a las moléculas superficiales de sus pulmones; su sangre oxigenada toma el poder de los milenios, lo transporta al corazón, de allí hasta sus miembros, infundiéndoles fuerza y energía.

El poder es Dios, Dios es la naturaleza, la naturaleza es poder, y el poder está en él.

Su poder aumenta sin cesar.

Si adorara algo, sería un fervoroso panteísta, creería que absolutamente todo es sagrado, cada árbol y cada flor y cada brizna de hierba, cada pájaro y cada cucaracha. Últimamente abundan los panteístas, y él estaría a sus anchas si se uniera a ellos. Si todo es sagrado, nada lo es. Por eso le gusta el panteísmo. Si la vida de un niño vale lo mismo que la de una margarita o una lechuza de campanario, Veiss puede matar a una niña con la misma frialdad con que pisaría un alacrán, sin mayor inhibición moral y con placer considerablemente mayor.

Pero no adora nada.

Al finalizar una curva y entrar en una recta bordeada por secoyas de diámetro mayor que el de las que había visto hasta el momento, los huesos blancos de los rayos perforan la piel negra del cielo. El aire se estremece con el rugido de los truenos semejantes a un bramido de furia.

Llevado por la lluvia, el olor de los relámpagos impregna la noche. Ahora son dos los aromas poderosos que se le ofrecen: relámpagos y secoyas, electricidad y tiempo, calor feroz y resistencia imperturbable. Lo aspira profundamente, con placer.

El desvío por el camino vecinal entre las secoyas, bordeando la costa hasta volver a la ruta 101 al sur de Eureka, lo demorará entre media y una hora; esto depende de la velocidad que pueda alcanzar y de la fuerza de la tormenta. Pero aunque está ansioso por volver a la casa donde lo espera Ariel, no puede resistir el poder de las secoyas.

Un par de faros aparece en su espejo lateral. Un auto. Un vehículo lo había seguido por la carretera durante casi una hora, pero sin tratar de acercarse. Éste debe de ser otro, porque el conductor, más agresivo que el de la ruta, viene a gran velocidad, empeñado en reducir la distancia entre ambos.

El conductor del auto —un Honda— pasa imprudentemente a la mano contraria para adelantarse a la casa rodante aunque en ese tramo está prohibido. No hay tránsito y están en una recta, pero el Honda no tendrá tiempo para terminar la maniobra antes de llegar a la siguiente curva cerrada, y además el pavimento es resbaladizo y traicionero.

Veiss reduce la velocidad.

El veloz Honda se coloca a la par.

Al echar una rápida mirada a través del parabrisas, Veiss apenas alcanza a vislumbrar a la persona detrás del volante porque la lluvia y los limpiaparabrisas entorpecen la visión. Apenas una mancha roja: una camisa o un suéter. Una mano pálida sobre el volante. La muñeca delgada indica que es probable que sea una mujer. Aparentemente, está sola. Entonces el auto se adelanta, el parabrisas queda fuera de su vista y sólo alcanza a ver el techo.

Se acercan rápidamente a la curva. Veiss reduce aún más la velocidad.

A través de su ventanilla abierta, escucha el alarido del Honda acelerado. La tremenda potencia del motor es algo patético en comparación con la majestuosidad de las arboledas: como el zumbido de un mosquito furioso en medio de una manada de elefantes.

Con un esfuerzo mínimo, tan pequeño que no aceleraría su pulso, podría girar el volante bruscamente a la izquierda, embestir el Honda con la casa rodante y sacarlo del camino. El auto volcaría y explotaría, o bien chocaría de frente contra un tronco de secoya de seis metros de diámetro.

La tentación es fuerte.

Sería un espectáculo gratificante.

Le perdona la vida a la conductora del Honda porque en ese momento su estado de ánimo no le pide sensaciones brutales sino sutiles. Los frutos de esta expedición tan gratificante no sólo han sido la destrucción de la familia en el Valle de Napa, según su intención original, sino también de ese joven que hacía autostop y que ahora pende en su armario como el aficionado al amontillado, de Poe, en el nicho de una bodega, además de los dos empleados de la estación de servicio. Está saciado. El arrecife del alma no se construye con sensaciones repetitivas sino con vivencias variadas. En este momento, su espíritu no clama por la música tenebrosa de la sangre y las brutales caricias de los alaridos; quiere aspirar la humedad de la lluvia, palpar la masa colosal de los árboles, escuchar las frescas oscilaciones de los helechos ocultos en la noche.

Frena para reducir bruscamente la velocidad.

El Honda pasa como un rayo, alzando una gran estela de agua sucia. Entra en la curva con un destello de luces de freno: rojo en la tormenta negra, destellos rojos en la corteza gris de las inmensas coníferas, rastros apocalípticos rojos sobre el pavimento. Y desaparece. Nuevamente solo al volante de su arca, en su mundo incoloro de lluvia gris, sombras negras y deslumbrantes haces blancos, Edgler Veiss puede comulgar en paz con las secoyas y extraer de ellas una parte de su poder. Piensa en Cristo sobre su cama vertical de madera de encina, y sonríe al recordar que los mansos recibirán la tierra por heredad. Él no aspira a heredad alguna. Es un fuego incontenible, poderoso y ardiente; consumirá los colores del mundo, hasta el último átomo de sensación que pueda ofrecerle y dejará un reino de cenizas. Que los mansos reciban cenizas por heredad.

Al adelantarse a la casa rodante a tal velocidad que no pudo impedir que el Honda cruzara la doble línea amarilla en la curva, Chyna temió que el motor sediento de combustible se ahogara y la dejara parada. La luz roja de advertencia, una vez vista, era un resplandor constante en su visión periférica aunque no mirara el panel de control. Pero el Honda seguía su marcha confiada, impulsado por los restos de combustible o el humo o quién sabía qué magia.

Su plan requería tomar distancia del asesino para ganar tiempo. Aceleró lo más que pudo sobre el pavimento engrasado por la lluvia.

Tras una curva, el camino estrecho se enderezó, descendió por una pendiente suave, tomó otra curva, ascendió y descendió otra vez. A pesar de estos accidentes esporádicos, el terreno era casi monótono en su descenso gradual hacia el Pacífico, unos pocos kilómetros al oeste. Los terraplenes de tierra blanda que flanqueaban el camino más allá de las banquinas frustraban sus propósitos. Pero entonces el camino bajó al nivel del bosque circundante, y al entrar en una recta en pendiente casi imperceptible halló las circunstancias ideales.

Calculó que le llevaba un minuto de ventaja, acaso un minuto y medio si no había acelerado después de dejarla pasar. Un minuto sería suficiente.

Aunque redujo la velocidad a cuarenta y cinco kilómetros por hora, tenía la sensación de que atravesaba el bosque como un bólido. Redujo la velocidad a cuarenta, tan maravillada como desconcertada por su alarde de heroísmo. Se salió del camino, voló sobre la banquina derecha, saltó sobre una acequia de desagüe y chocó frontalmente contra la poderosa base de una gran secoya. Estalló el faro izquierdo, el paragolpes absorbió el impacto, se arrugó y se desprendió como estaba previsto por su diseñador y hubo un breve chillido metálico.

Gracias al cinturón de seguridad, su cuerpo no se estrelló contra el volante ni atravesó el parabrisas, pero la correa que cruzaba su pecho en diagonal le arrancó un gruñido de dolor al apretarle los senos.

El motor seguía en marcha.

No había tiempo para bajar a inspeccionar la trompa, y Chyna temía que el daño no fuera lo suficientemente espectacular para convencer al asesino de que había un herido en el accidente. Cuando pasara por ahí, en pocos segundos más, la escena debía ser convincente. En caso contrario, si sospechaba de algo, su plan fracasaría por completo.

Puso la marcha atrás y se alejó del árbol, que estaba intacto. El suelo estaba cubierto de agujas mojadas de secoya que hacían patinar las ruedas, pero la lluvia no había transformado la tierra en fango. El auto cruzó a los barquinazos sobre la acequia, que contenía apenas unos centímetros de agua barrosa, y salió al pavimento.

Echó una mirada hacia la cima de la pendiente suave por la que acababa de descender. No había el menor indicio de un par de faros que entraran en la curva.

Ya vendría. De eso no tenía dudas. Faltaba poco.

No tenía tiempo para ascender siquiera un breve tramo por la pendiente. Pero tenía que tomar impulso. Con el pie izquierdo pisó el freno a fondo y con el derecho apretó suavemente el acelerador. El motor gimió y luego chilló. Como un potro bravío, el auto pugnaba por vencer al freno. Forcejeaba como un ser viviente, y Chyna se preguntó hasta qué punto podría acelerarlo sin correr el riesgo de matarse o quedar atrapada en una maraña de hierros retorcidos. Aceleró un poco más, sintió olor a quemado y alzó el pie del freno.

Los neumáticos patinaron sobre el asfalto mojado, el Honda se estremeció, se precipitó hacia adelante, saltó sobre la zanja y se estrelló contra el tronco. Estalló el faro derecho, el metal chilló, la tapa del motor se plegó y se abrió con un sonido extrañamente similar al rasguido de un banjo, pero el parabrisas no se rompió.

El motor tosió. El combustible se había agotado por fin, o bien había sufrido una avería mecánica grave. Jadeando para recuperar el aliento bajo la brutal tensión de la correa, implorando una vez más que no fallara el motor, Chyna puso la marcha atrás.

Lo ideal era que el Honda quedara cruzado sobre el camino antes de que el asesino doblara la curva. Tenía que obligarlo a detenerse, a bajar de la casa rodante. El auto baqueteado resolló, el motor casi se paró pero bruscamente aceleró, y Chyna tuvo tiempo de murmurar: «Gracias a Dios» al salir al pavimento.

Maniobró para colocar el auto cruzado sobre las dos manos del camino pero en diagonal, con la trompa averiada apuntando hacia la cima para que el asesino la viera al salir de la curva.

El motor jadeó un par de veces y se detuvo, pero eso ya no era problema. Había colocado el auto tal como quería.

Ahora que faltaba el ruido del motor, la lluvia parecía arreciar, repiqueteando con fuerza sobre el techo y el parabrisas.

En la curva de la cima aún reinaba la oscuridad. Puso el auto en cambio para que no rodara al levantar el pie del freno.

Los dos faros estaban reventados, pero los limpiaparabrisas seguían oscilando, activados por la batería. No los apagó.

Abrió la puerta, aterrada al sentirse al descubierto bajo la luz interior, y sacó un pie del auto. Tenía que alejarse del auto y ocultarse antes de que apareciera la casa rodante… lo que sucedería en veinte segundos, o diez, o en quién sabe cuántos porque no tenía la menor noción del tiempo transcurrido desde que salió de la curva.

El revólver.

No había terminado de salir del auto cuando recordó el revólver. Giró su cuerpo, extendió el brazo… pero el arma no estaba sobre el asiento.

Seguramente el primer choque o el segundo lo había arrojado al piso. Se inclinó sobre la consola entre las butacas delanteras, tanteó frenéticamente en la oscuridad, palpó el acero frío, el caño, incluso su dedo se introdujo en la boca lisa. Con un murmullo incoherente de alivio, tomó el revólver por la culata.

Lo aferró con fuerza y salió del Honda. Dejó la puerta abierta.

El viento y la lluvia la calaron hasta los huesos.

En lo alto de la pendiente apareció un tenue resplandor y los troncos de secoya junto a la banquina de la curva empezaron a brillar como bañados por el resplandor de una luna inesperada.

Chyna cruzó el pavimento resbaladizo a la carrera, chapoteó en la acequia y se estremeció cuando el agua helada entró en sus zapatillas. Los árboles de este lado del camino estaban a unos seis a diez metros de la banquina. Corrió hacia un punto de la arboleda colosal directamente opuesto al monstruo contra el cual había estrellado el Honda.

Mucho antes de llegar al árbol más próximo resbaló sobre la alfombra esponjosa de agujas mojadas, cayó y aterrizó sobre un montón de piñas de secoya. Los conos crujieron bajo su espina lumbar; a juzgar por la punzada de dolor, poco había faltado para que se le quebrara. Hubiera preferido gatear hacia un escondite, pero no podía soltar el revólver y temía llenar el caño con barro o agujas. Se paró de un salto justo cuando una luz fuerte iluminó la ruta y un motor rugió en la tormenta.

La casa rodante salía de la curva.

Se hallaba a escasos cinco metros de la carretera, una distancia insuficiente porque la maleza bajo las secoyas gigantes era muy rala, apenas unos helechos, y un poco más tupida a mayor distancia del asfalto. No debía dejarse ver. Si él la viera correr a ocultarse, sería el fin. Afortunadamente, sus jeans eran de color azul oscuro, no era esa tela predesteñida que refleja la luz; su suéter era rojo frambuesa, lo que no era tan terrible como el blanco o el amarillo, y su pelo no era rubio sino negro. Sin embargo, se sentía tan visible como si estuviera vestida de novia.

Él se concentraría en el Honda, sorprendido al verlo cruzado en el camino. En un principio no miraría hacia los costados del camino, y cuando por fin lo hiciera, su mirada iría hacia la derecha, en la dirección que apuntaba el Honda, no hacia la izquierda donde Chyna buscaba refugio.

Con estos argumentos, trataba de convencerse de que estaba a salvo, de que no la había visto, pero no lo conseguía del todo. Así llegó a la primera «falange» de las enormes secoyas. En vista de sus dimensiones colosales, le pareció extraordinario que crecieran tan próximas entre sí. Bordeó el tronco corrugado de un gigante de cinco metros de diámetro, tan próximo a su vecino inmediato, un ejemplar aún más grande, que el espacio entre los dos titanes era de apenas cincuenta centímetros.

Las ramas más bajas estaban a cincuenta o sesenta metros del suelo y sólo las veía cuando las iluminaban los relámpagos. De pie entre esos troncos, tenía la sensación de encontrarse entre las columnas de la nave de una catedral demasiado grande para ser terrenal; las ramas espinosas formaban una cúpula majestuosa a quince pisos de altura.

Desde su escondite húmedo, estrecho, espió cautelosamente la ruta.

Más allá de la sutil filigrana de los helechos, en el resplandor plateado de la lluvia, se acercaban los faros de la casa rodante. Los acompañaba el suave silbido de los frenos de aire.

Edgler Veiss se detiene sobre el asfalto porque la banquina no es lo suficientemente firme ni ancha para la casa rodante. Hay muy poco tránsito en la ruta panorámica antes del amanecer y cuando el tiempo es tan malo, pero él no quiere bloquear el paso más de lo estrictamente necesario. Conoce bien las leyes de tránsito de California.

Pone el cambio en punto muerto y acciona el freno manual, pero no apaga el motor ni los faros. Sin ponerse el impermeable, baja de la cabina y deja la puerta abierta.

La lluvia sobre el asfalto repiquetea; sobre el metal de los vehículos es un tintineo y en las hojas de los árboles es un coro sin palabras. Le agradan los sonidos de la lluvia, como el frío y el aroma feraz de los helechos y la tierra fértil.

Es el mismo Honda que lo pasó poco antes. No le sorprende hallarlo en una condición tan lamentable, vista la imprudencia de la conductora al manejar a semejante velocidad.

Es evidente que derrapó sobre el pavimento y chocó contra el árbol. Luego la conductora pudo volverlo al camino antes de que fallara el motor.

Pero ¿dónde está la conductora?

Tal vez otro automovilista que venía en sentido contrario la encontró herida y la llevó en busca de un centro de atención médica. Pero no, sería demasiado fortuito y oportuno. Si el accidente no pudo haber sucedido hace más de un par de minutos…

La puerta del lado del conductor está abierta, y al asomarse al interior, Veiss ve que las llaves están en el encendido. Los limpiaparabrisas barren el vidrio. Las luces traseras, la luz interior del techo y los indicadores en el panel están encendidos.

Se aleja del auto y observa el árbol hacia el cual se dirigen las huellas de los neumáticos. La corteza muestra huellas del impacto, pero son superficiales.

Desconcertado, estudia la arboleda de ese lado de la ruta.

Posiblemente la conductora bajó del auto destruido y, obnubilada por un golpe en la cabeza, se perdió entre las secoyas. Tal vez se hunde más y más en la arboleda primigenia, perdida y aturdida… o tal vez, abatida por las heridas, yace inconsciente sobre los helechos.

Los árboles que crecen tan próximos entre sí forman un laberinto de pasadizos estrechos donde la madera prima sobre el espacio. A mediodía de un día radiante, apenas penetrarían algunos rayos estrechos de luz, y las tinieblas reinarían en lo profundo del bosque, como si los cientos de miles de noches transcurridas desde el nacimiento de la arboleda hubieran depositado un residuo de sombras. Ahora, en la hora embrujada antes del alba, la oscuridad es tan pura, que parece un ser viviente, un depredador agazapado que, sin embargo, le abre sus brazos para acogerlo.

Estas tinieblas extrañas conmueven a Veiss, despiertan en él anhelos de vivencias que intuye están a su alcance pero aún no imagina, experiencias misteriosas y transformadoras que no puede visualizar ni siquiera nebulosamente. Entre las secoyas, en los pasadizos de corteza agrietada, en alguna ciudadela secreta de pasiones bestiales donde reinan tinieblas más antiguas que la historia humana, lo aguarda una aventura mística.

Si la mujer anda vagando por el bosque, podría estacionar la casa rodante y buscarla. Tal vez la cuchilla que encontró en la estación de servicio es un presagio, acaso su sangre está destinada a ser vertida por él con esa hoja. Fantasea con quitarse la ropa y penetrar desnudo en la arboleda, armado sólo con la cuchilla y con sus instintos primitivos para acechar y apresarla, sentir el frío de la lluvia y la bruma sobre su piel, el aire que se vuelve caliente una vez que lo exhala e imparte su calor a la noche; se ve arrancando brutalmente la ropa de la mujer al tiempo que la derriba sobre la tierra del bosque. La fantasía le provoca una erección, pero se pregunta si la atacaría antes con la cuchilla o con el falo… o acaso con los dientes. La decisión debe ser tomada en el momento de la captura y dependería de los atractivos de la mujer; pero está convencido de que ambos vivirían una experiencia inédita, misteriosa… e inefablemente intensa.

Con todo, falta una hora para el amanecer, y la prudencia indica que debe seguir su camino. Tiene que poner mayor distancia entre él y los lugares donde encontró gratificación la noche anterior.

Para hacer bien el papel de Edgler Veiss se requiere, entre otras virtudes, la capacidad de reprimir las pasiones más ardientes cuando darles rienda suelta entraña peligro. Si gratificara cada deseo en el instante que se presentara, sería menos hombre que animal… y haría mucho que estaría muerto o encarcelado. Ser Edgler Veiss significa ser libre pero no imprudente, veloz pero no impulsivo. Requiere el sentido de las proporciones. Exige el sentido del tiempo. Joder, un sentido del ritmo como el de un maestro del zapateo americano. Y una linda sonrisa. Se puede llegar muy lejos con una sonrisa verdaderamente atractiva y el dominio de uno mismo.

Contempla el bosque y sonríe.

Estacionada sobre la ruta a unos seis metros del Honda abollado, la casa rodante parecía más pequeña por la presencia de las secoyas.

Mientras el asesino caminaba hacia el auto abandonado, a la luz de los faros de la casa rodante, Chyna avanzaba con cautela cuesta arriba por el bosque oscuro, en sentido paralelo a él pero en dirección contraria. Bordeó el árbol a su diestra; su mano derecha sostenía el revólver mientras la izquierda se apoyaba en el tronco para tener estabilidad en el caso de que tropezara con una raíz u otro obstáculo. Su palma ya reconocía la trama repetitiva de arcos góticos formada por las profundas grietas de la corteza. Con cada paso incierto por esa amplia curva, crecía en ella la impresión de que no bordeaba un árbol sino un edificio, una fortaleza sin ventanas erigida contra toda la furia del mundo.

Después de navegar un hemisferio del tronco hasta el pasadizo estrecho entre el árbol y su vecino, se detuvo a echar una mirada. Junto a la puerta abierta del Honda, el asesino contemplaba el bosque al otro lado del camino. La preocupaba que pasara otro automovilista sin darle tiempo a ejecutar su plan.

Bordeó el árbol siguiente. Era aún más grande que el monstruo anterior, y su palma tanteó la trama gótica que ya conocía.

A pesar del alarido del viento en las alturas y la llovizna que caía desde las ramas altas, la arboleda le parecía un buen escondite, oscuro pero no tenebroso, frío pero no amenazante. Aunque seguía sola en su aflicción, por primera vez en toda la noche no se sentía sola.

En la siguiente brecha en el muro de los árboles, vio que el asesino se introducía en el Honda. Tenía que sacar al auto averiado del camino porque no había lugar para bordearlo.

Chyna miró la casa rodante. Tal vez porque sabía lo que llevaba en su interior —un hombre muerto encadenado en un armario, una mujer muerta envuelta en un sudario blanco—, le pareció tan siniestra como un artefacto de guerra.

Podía permanecer oculta en la arboleda. Olvidar su plan. Dejar que él se fuera y seguir haciendo su vida. Esperar. Sobrevivir. Era lo más fácil.

La policía hallaría a la chica. Ariel. De alguna manera. En algún momento. Sin necesidad de heroísmos.

Un acceso repentino de debilidad la obligó a apoyarse contra el tronco. Temblaba, sus rodillas estaban a punto de ceder. Abrumada por la desesperación y el miedo.

Las luces traseras e interiores del Honda se amortiguaron al rechinar el encendido del auto, que el asesino intentaba poner en marcha.

Entonces, Chyna escuchó otro ruido. Mucho más próximo que el del auto. A su espalda. Un crujido, un chasquido, un bufido como el de un caballo asustado.

Giró rápidamente, asustada.

En el resplandor de la luz de la casa rodante, Chyna vio ángeles entre las secoyas. Al menos, eso pensó por un instante. La miraban rostros plácidos, pálidos en la oscuridad, ojos luminosos, curiosos, tiernos.

Pero aun ese tenue resplandor bastó para disipar toda esperanza de una presencia angelical. Tras un momento de desconcierto, reconoció a las criaturas: especies de alces costeros sin cornamenta.

Eran seis en un claro de tres metros de diámetro entre la hilera exterior de los árboles y la profundidad del bosque, y estaban tan próximos, que hubiera podido alcanzarlos en tres pasos. Nobles testas erguidas, orejas alzadas, ojos clavados en ella.

Los alces eran curiosos, y a pesar de su timidez natural, parecían no sentir miedo.

Una vez, su madre y ella habían pasado dos meses en una finca agrícola del distrito de Mendocino, donde un grupo de la resistencia, bien pertrechado, aguardaba el ineluctable estallido de la guerra racial que destruiría a la nación; en ese ambiente de juicio final, Chyna había dedicado la mayor parte de su tiempo a explorar la campiña, las colinas y los valles de singular belleza, los pinares, los campos dorados donde se alzaban robles aislados —enormes, majestuosos, perfilando su ramaje negro contra el cielo— y donde, en ocasiones, aparecían pequeñas manadas de alces costeros, siempre lejos de los seres humanos y sus obras. Los había acechado, no como un cazador sino con torpe astucia infantil, tan tímida como ellos pero atraída por su irresistible serenidad y placidez, un oasis de paz en un mundo saturado de violencia.

Durante esos dos meses jamás había podido acercarse a menos de veinte o treinta metros de las manadas de alces, que ante su presencia huían hacia los campos y las lomas más alejados.

Pero ahora eran ellos los que se acercaban, cautos pero no asustados, como si fueran los mismos alces de su infancia, convencidos al fin de sus intenciones pacíficas.

Era raro encontrar alces costeros tan lejos del mar, de los prados más allá del bosque de secoyas, de los pastizales lozanos después de las lluvias del invierno, donde abundaba la hierba para pastar. Aunque no desconocían el bosque, llamaba la atención su presencia en la oscuridad lluviosa antes del amanecer.

Entonces vio que había otros aparte de la manada de seis —uno aquí, otro allá, un tercero más allá y aun otros—, entre los árboles un poco más alejados. Algunos eran apenas visibles en la arboleda umbría casi fuera del alcance del resplandor de los faros, pero calculó que eran doce o más, todos inmóviles, como si escucharan embelesados una música fuera del alcance del oído humano.

Los rayos surcaban el cielo como enormes ramas, echaban raíces a tierra, y bajo su luz efímera, Chyna pudo ver a los alces con claridad. Eran más numerosos de lo que había pensado. Entre la bruma y los helechos y las flores rojas de los rododendros, a la luz trémula de los rayos. Las testas alzadas, echando nubes de vapor por sus fosas negras. Los ojos fijos en ella.

Miró hacia la carretera.

El asesino había abandonado el intento de encender el motor del Honda. Quitó el freno manual y dejó que se deslizara lentamente por la pendiente suave del asfalto.

Después de echar una última mirada a los alces, Chyna avanzó entre dos secoyas.

El asesino giró el volante a la derecha, y el auto, llevado por su propio impulso, describió un arco amplio y su trompa apuntó cuesta abajo.

Entre los helechos y los pastos ralos, Chyna avanzó resueltamente hacia la ruta. La debilidad momentánea de las piernas, el momento de vacilación habían quedado atrás.

Guiado por el asesino, el Honda se deslizó cuesta abajo y se detuvo sobre la banquina derecha.

Podría seguirlo, dispararle en el auto o en el momento de salir. Pero ya estaba a unos cincuenta metros de distancia, quizás a sesenta, y ella no podría acercarse sin ser vista. Eliminada la ventaja de la sorpresa, tendría que disparar a matar, lo cual no le serviría a Ariel en absoluto porque, muerto el hijo de puta, tendrían que buscar su guarida. Tal vez nunca la hallarían. Además, el degenerado sin duda tenía un arma, y en un tiroteo Chyna no podría con él, que tenía más práctica y más… audacia.

No tenía a quién recurrir. Como en la infancia.

Bueno, no dejes que te vea. No te arriesgues. Espera el momento ideal. Elige tú el momento para enfrentarlo: en la confrontación final, tú debes dominar la situación.

Arrecian los relámpagos, seguidos por un bramido prolongado de truenos, como si una gran estructura se derrumbara en lo alto de la noche.

Llegó a la casa rodante.

Ay, Dios.

La puerta del lado del conductor estaba abierta.

Ay, Dios. Jesús querido.

No podía hacerlo.

Tenía que hacerlo.

Cuesta abajo, el Honda se deslizaba sobre la banquina con un chirrido de metales torcidos.

Tenía el revólver. Así, la cosa era distinta. Con el revólver estaba a salvo.

¿Quién salvará a la chica encerrada en un sótano, esa chica que madura para saciar los apetitos del degenerado hijo de puta, esa chica como yo? ¿Quién protege a las chicas aterradas, escondidas en los armarios o debajo de las camas? ¿Quién las acompaña, aparte de las repugnantes cucarachas de las palmeras? ¿Quién lo hará si no lo hago yo? ¿Dónde estaré sino voy allá? ¿Por qué no hay alternativa… y por qué tantos porqués si la respuesta salta a la vista?

Cuesta abajo, el Honda por fin se detuvo.

Con la mano agobiada por el peso del revólver, Chyna entró en la cabina detrás del volante. Giró en la butaca del conductor, se paró y atravesó rápidamente la casa rodante, murmurando: «Jesús, Dios mío», pensando que hacía bien, que esta locura no lo era tanto porque tenía el revólver.

Aun así, no dejaba de preguntarse si el revólver le daría suficiente ventaja cuando llegara el momento de enfrentar a ese hombre.

Claro que tal vez podría evitar la confrontación directa. Su intención era ocultarse hasta llegar a su casa y descubrir dónde ocultaba a la chica. Con esa información podría denunciarlo a la policía, que detendría al gusano y liberaría a Ariel y…

¿Y qué más?

Y al salvar a la chica se salvaría a sí misma. No sabía bien de qué. ¿De una vida dedicada a la mera supervivencia? ¿Del esfuerzo tan interminable como vano por encontrar el sentido de las cosas?

Qué locura, qué locura, pero ya no podía volver atrás. Y en su fuero interior se dijo que correr semejante riesgo era una locura menor que una vida cuya meta más elevada era la supervivencia.

Como si la impulsara el latido violento de su corazón, llegó a la puerta trasera de la casa rodante. La puerta cerrada de acceso al único dormitorio.

Dios.

No quería entrar. Ahí estaba Laura, muerta. El hombre en el armario. El costurero listo para ser utilizado otra vez.

Dios.

Pero no había mejor escondite, de manera que abrió, entró y cerró la puerta; atravesó la espesa oscuridad hacia la izquierda hasta quedar de espaldas contra la pared.

Tal vez él no volvería directamente a su casa. Quizá se detendría en algún lugar a echar una mirada a sus trofeos.

En ese caso, lo mataría apenas cruzara el umbral. Vaciaría el revólver en su cuerpo. No correría riesgos. Muerto el asesino, tal vez no hallarían a Ariel. O la hallarían muerta de inanición, una muerte exquisitamente dolorosa.

Pero si el asesino entrara en el cuarto, Chyna no haría las cosas a medias. No trataría de herirlo y mantenerlo vivo para que lo interrogara la policía. No lo intentaría en ese espacio tan estrecho donde él podía abalanzarse sobre ella. Era mucho lo que podía salir mal.

Sentado en el auto muerto en el borde de la ruta, con las luces y los limpiaparabrisas apagados, Edgler Veiss medita.

A partir de aquí se le presentan varios caminos. La vida es una mesa enorme cubierta de manjares variados, un vasto smorgasbord que ofrece al corazón ávido un número infinito de sensaciones y vivencias… pero nunca como ahora. Quiere explotar la oportunidad hasta el límite, obtener de ella las mayores emociones, las sensaciones más intensas; por consiguiente, no debe precipitarse.

La suerte le permitió vislumbrarla en el espejo retrovisor: había cruzado el asfalto con la agilidad de un venado, había titubeado en la puerta de la casa rodante antes de desaparecer en su interior.

Debe de ser la mujer del Honda. Poco antes, cuando se le adelantó, pudo ver la mancha roja de su suéter a través del parabrisas.

En el accidente habrá sufrido un golpe fuerte en la cabeza. Tal vez está obnubilada, desconcertada, asustada. Por eso no se ha acercado para pedirle ayuda o que la lleve a la estación de servicio más próxima. En medio de su obnubilación, la decisión irracional de ocultarse en la casa como un polizón le habrá parecido de lo más sensata.

Sin embargo, no parecía haber sufrido heridas en la cabeza ni en ninguna otra parte del cuerpo. Lejos de tambalearse, había cruzado la ruta a pie firme. A semejante distancia, Veiss no podía ver por el espejo retrovisor si sangraba o no, pero su intuición certera le dice que no está manchada de sangre.

A medida que lo piensa, crece en él la convicción de que el accidente fue provocado por ella.

Pero ¿por qué?

Si el motivo fuera el robo, lo hubiera abordado apenas se detuvo en la ruta.

Además, el suyo no es uno de esos vehículos espectaculares de trescientos mil dólares que de puro ostentosos atraen a los ladrones como la miel a las moscas. Es un modelo de diecisiete años, por cierto que en excelente estado, pero vale bastante menos de cincuenta mil dólares. No tiene sentido destrozar un Honda casi flamante para desvalijar un vehículo anticuado que a la vista no ofrece nada de valor.

Él ha dejado la llave puesta en el encendido y el motor en marcha. Si hubiera querido robar la casa rodante, ya estaría lejos.

Y las mujeres solas en las rutas solitarias en plena noche no suelen dedicarse al robo. Semejante conducta no se ajusta a las pautas delictivas.

Está perplejo. Profundamente.

Los misterios no suelen rondar la vida sencilla de Edgler Veiss. Hay seres que pueden ser asesinados y seres que no. Algunos son más difíciles de matar que otros. La gratificación es mayor en algunos casos que en otros. Algunos gritan, unos lloran, algunos hacen ambas cosas, y otros, en fin, tiemblan en silencio como si durante toda su vida hubieran previsto el desenlace espantoso. Así pasan los días con grata naturalidad, ríos de sensación pura en los que rara vez navega un enigma.

Pero la mujer del suéter rojo ciertamente es un enigma, fascinante y misterioso como ninguno que Veiss haya conocido. Le es difícil imaginar las vivencias que le brindará, y la perspectiva de lo novedoso le provoca gran excitación.

Sale del Honda y cierra la puerta.

Por un instante, contempla el bosque bajo la lluvia fría. Si la mujer está espiándolo desde la casa rodante, quiere hacerle creer que no sospecha nada. Que se pregunta qué le habrá sucedido a la conductora del Honda. Que, como buen ciudadano, está preocupado por ella y debate consigo mismo si conviene explorar el bosque.

Los rayos surcan el cielo, blancos y angulosos como una carrera de esqueletos. Los bramidos de los truenos son tan poderosos, que le hacen vibrar los huesos, una sensación que Edgler Veiss halla sumamente agradable. Imperturbables bajo la tormenta, varios alces aparecen entre los árboles y se dirigen hacia el pequeño prado de helechos. Caminan con majestuosa elegancia, en un silencio etéreo después de las reverberaciones de los truenos, los ojos brillantes en el resplandor de los faros. Más que animales de carne y hueso parecen espectros.

Dos, cinco, siete y aún más. Algunos se detienen como si posaran, otros caminan un poco más, pero también se detienen, y hay más de una docena de ellos, inmóviles y todos con los ojos clavados en Veiss.

Su belleza es sobrenatural, matarlos sería un placer inenarrable. Si tuviera a mano una de sus armas, mataría la mayor cantidad posible antes de que pudieran huir.

Cuando era niño, sus primeras vivencias fueron con animales. Empezó con insectos, pasó luego a las tortugas y las lagartijas y posteriormente a los gatos y a otras especies mayores. En la adolescencia, apenas obtuvo su licencia de conductor, empezó a recorrer caminos vecinales durante la noche o al amanecer antes de ir al colegio en busca de venados, perros vagabundos, vacas y hasta caballos en los corrales, si pensaba que no había riesgo.

Al recordarlo y contemplar los alces, lo embarga la nostalgia. Su sangre derramada intensificaría el rojo de la suya y la haría zumbar en las venas.

Aunque tímidos y asustadizos, los alces lo miran con toda audacia. No parecen asustados ni inquietos ni preparados para la fuga. En verdad, tanta audacia le parece extraña y despierta una ansiedad rara en él.

En fin, lo cierto es que lo aguarda la mujer del suéter rojo, más fascinante que todos los alces del mundo. Ya no es un chico sino un adulto, y los caminos vecinales del pasado ya no conducen a experiencias intensas. Hace mucho que Edgler Veiss abandonó los juguetes.

Vuelve a la casa rodante.

Al acercarse, ve que la mujer no ocupa el asiento del conductor ni el del acompañante.

Sube y echa una mirada atrás, pero no ve indicios de ella ni en la salita ni en el comedor. El saloncillo del fondo, pequeño y oscuro, también parece desierto.

Mirando hacia adelante, pero con los ojos en el espejo retrovisor, levanta la tapa de la consola entre los asientos. Ahí está la pistola tal como la dejó, sin silenciador.

Pistola en mano, gira en el asiento, se para y atraviesa la casa hacia la cocina y el comedor. La cuchilla hallada en la estación de servicio está sobre la mesada, como antes. Abre el gabinete a la izquierda del horno: la Mossberg .12 está sujeta por las grampas de resorte tal como la había dejado después de matar a los dos empleados.

No sabe si la mujer está armada. Desde esa distancia, no había podido determinar si tenía las manos vacías ni, más importante aún, si era lo suficientemente atractiva como para entretenerse antes de matarla.

Más atrás, pues, a través de sus estrechos dominios, con cuidado especial al pasar el hueco de la mesa y el pozo de la puerta. Tampoco está agazapada ahí.

Al salón.

El ruido de la lluvia. El ronroneo del motor en punto muerto.

Abre la puerta del baño rápida y estrepitosamente; es imposible andar con sigilo en esa caja de resonancia con ruedas. En el diminuto baño, todo está como debe estar: no hay polizón alguno ni en el inodoro ni en la ducha. Tampoco en el pequeño armario de puerta corrediza. Sólo queda por registrar el dormitorio.

Parado frente a la última puerta cerrada, Veiss está decididamente fascinado por la idea de que la mujer está acurrucada allá adentro, sin saber con quién comparte su escondite.

No hay un hilo de luz en el umbral o el marco, de manera que sin duda entró a oscuras. Es evidente que no se ha sentado sobre la cama ni descubierto a la bella durmiente.

Tal vez se ha deslizado junto a las paredes, a ciegas, hasta descubrir la puerta plegable del armario. Si Veiss abriera bruscamente la puerta, tal vez ella correría los paneles de vinilo para ocultarse en su interior y descubriría que lo que pende ahí no es ropa deportiva sino un extraño cuerpo frío.

Para Edgler Veiss, la situación tiene gracia.

Siente una tentación casi irresistible de abrir la puerta de par en par, verla hacer una carambola contra el cadáver en el armario, de ahí a la cama para rebotar contra el cuerpo de la chica, entre alaridos al ver la cara cosida del chico, los grilletes de la muchacha y por fin al propio Veiss, enloquecida de terror, girando como una bola de billar humana.

Claro que a continuación deberá ocuparse de ella sin demora, averiguar quién es y qué hace allí.

Edgler Veiss comprende que no quiere poner fin a esta vivencia preñada de misterios. Le agrada prolongar el suspenso y meditar sobre el enigma.

Después de los últimos trajines empezaba a sentir cansancio. Pero estos sucesos inesperados le han infundido nuevas energías.

Desde luego, este proceder entraña algunos riesgos. Pero el que vive intensamente no puede evitarlos. El riesgo hace a la esencia de una vida intensa.

Retrocede sigilosamente de la puerta del dormitorio. Va al baño, entra con estrépito, orina y hace correr agua para hacerle creer a la mujer que entró en la casa no en busca de ella sino para hacer sus necesidades. Mientras siga creyendo que su presencia ha pasado inadvertida, procederá a llevar a cabo los planes que la trajeron hasta aquí; será interesante ver qué se propone.

Vuelve a la cabina y al pasar por la cocina se detiene a servirse un café del termo de dos litros sobre la mesada junto a los quemadores. Enciende un par de luces para ver mejor el interior por el espejo retrovisor.

Se sienta detrás del volante y bebe un sorbo de café: caliente, negro y amargo, como a él le gusta. Coloca la taza en el soporte que ha instalado en el tablero.

Deja la pistola en la consola abierta entre los asientos, sin seguro y culata arriba. Le bastará un segundo para tomarla, girar en el asiento y matar a la mujer antes de que pueda acercarse, sin perder el control del vehículo.

Pero no cree que intente atacarlo, al menos en lo inmediato. Si ésa fuera su intención, ya se hubiera abalanzado sobre él.

Qué extraño.

—¿Por qué? ¿Y ahora, qué? —dice en voz alta para saborear el dramatismo de una situación tan peculiar—. ¿Y ahora, qué? ¿Qué pasará? ¿Quién es? Sorpresa, sorpresa.

Bebe otro sorbo de café. El aroma le recuerda la textura rugosa de una tostada quemada.

Los alces se han ido.

Una noche llena de misterios.

El viento creciente azota los helechos. Flores de rododendro de color rojo brillante salpican la noche como pruebas de delitos.

El bosque está intacto. Esos oscuros colosos verticales contienen el poder del tiempo.

Veiss pone el cambio y suelta el freno manual. Adelante.

Al pasar el Honda averiado, echa una mirada por el espejo retrovisor. La puerta del dormitorio está cerrada. La mujer se oculta.

Ahora que la casa rodante vuelve a andar, quizás ella se arriesgará a encender una luz y conocer a sus compañeros de viaje.

Edgler Veiss sonríe.

Ha realizado muchas expediciones, pero ésta es la más interesante y emocionante. Y todavía no ha terminado.

Sentada en el piso, en la oscuridad, Chyna apoyó la espalda contra la pared. El revólver estaba a su lado. Estaba intacta y viva.

—Chyna Shepherd, intacta y viva —susurró. Era un ruego y a la vez una broma.

En su infancia rezaba con frecuencia y fervorosamente por conservar esa doble bendición —la virtud y la vida en oraciones tan incoherentes y confusas como frenéticas. Con el tiempo, empezó a temer que Dios estuviera cansado de sus ruegos interminables, harto de su incapacidad para cuidarse y evitar los problemas, y decidiera que había agotado su cuota de compasión divina. Después de todo, Dios tenía que ocuparse del universo entero, lleno de borrachos y locos, con el demonio haciendo de las suyas por todas partes, volcanes que entraban en erupción, marineros que naufragaban, gorriones que caían. A los diez u once años, consciente de que Dios estaba ocupadísimo, había reducido sus ruegos incoherentes para los momentos de terror al siguiente mensaje: «Dios, soy Chyna Shepherd, estoy en —nombraba el lugar donde se hallaba— y te ruego, por favor, consérvame intacta y viva». Poco después, comprendió que Dios, por ser Dios, sabría dónde se hallaba, y entonces redujo aún más su oración: «Dios, soy Chyna Shepherd, por favor consérvame intacta y viva». Por fin, convencida de que Dios estaba exasperado con semejante abuso de Su tiempo y misericordia, la redujo a una frase telegráfica: «Chyna Shepherd, intacta y viva». En momentos de crisis —tendida bajo una cama, oculta detrás de la ropa colgada en un armario o entre las telarañas y el polvo y el olor a madera podrida de una buhardilla o, una vez, tendida sobre los excrementos de rata del sótano de una casa vieja—, había susurrado las cinco palabras o las había salmodiado en silencio, una y otra vez, sin pausa (Chyna-Shepherd-intacta-y-viva), no por temor a que Dios no la escuchara por estar ocupado con otros asuntos sino para recordar que Él estaba ahí, había recibido su mensaje y la cuidaría, si ella tenía paciencia. Cuando pasaba la crisis, cuando el terror negro cedía y su corazón frenético volvía a latir clara y serenamente, repetía las cinco palabras pero en un tono distinto, no como un ruego de salvación sino como un informe de situación: Chyna-Shepherd-intacta-y-viva, así como un marinero en guerra informaría a su capitán que el buque había sobrevivido al bombardeo enemigo: «Presentes y sin bajas, mi capitán». Estaba presente; no era una baja y transmitía su reconocimiento a Dios con las mismas cinco palabras, segura de que Él percibiría la diferencia de tono y comprendería. La pequeña Chyna lo tomaba a broma, incluso en ocasiones hacía una venia militar al presentar su informe porque consideraba que Dios, por ser Dios, tenía sentido del humor.

«Chyna Shepherd, intacta y viva».

En el dormitorio de la casa rodante, lo repitió una vez más como informe de situación y ruego fervoroso de que la salvara del ataque brutal que la aguardaba.

«Chyna Shepherd, intacta y viva».

En la infancia detestaba su nombre, salvo cuando rezaba por su salvación. Era una palabra real escrita con un error de ortografía estúpido y frívolo, y cuando los chicos se burlaban de ella no sabía cómo defenderse. Le parecía no sólo frívolo sino incluso cruel y hasta perverso que su madre, llamada sencillamente Anne, escogiera para ella un nombre como Chyna. Durante la mayor parte de su embarazo, Anne había vivido en una comuna de extremistas defensores del ambiente —el infame Ejército de la Tierra—, que creía que la defensa de la naturaleza justificaba cualquier grado de violencia. Colocaban trampas en los árboles para provocar heridas a los leñadores. Incendiaron dos mataderos sin dejar salir a los serenos, saboteaban la maquinaria de la construcción en barrios de viviendas que ganaban terreno a los bosques, y mataron a un científico de Stanford porque usaba animales en sus experimentos de laboratorio. Bajo la influencia de estas amistades, Anne Shepherd había pensado en una serie de nombres para su hija: Hyacinth, Meadow, Ocean, Sky, Snow, Rain, Leaft, Butterfly… Pero cuando llegó el momento de dar a luz, ya había abandonado al Ejército de la Tierra. Llamó a su hija Chyna en homenaje a la China porque, como le dijo un día: «Mi amor, un día comprendí que China es el único país de la Tierra donde hay justicia social, y me pareció un nombre hermoso». No recordaba por qué había cambiado la i por la y, pero lo cierto era que en esa época era socia de un laboratorio, envasaba píldoras estimulantes de metanfetamina en paquetes de cinco dólares y tenía lagunas mentales porque probaba la mercadería con cierta frecuencia. A la joven Chyna le gustaba su nombre cuando rezaba, porque pensaba que Dios la recordaría fácilmente, no la confundiría con los millones de Mary, Caroline, Linda, Heather, Tracy y Jane.

Con el tiempo, su nombre dejó de gustarle o disgustarle. Era un nombre como cualquier otro.

Había aprendido que su identidad —la persona verdadera— no tenía nada que ver con su nombre y poco que ver con la vida que había llevado con su madre durante dieciséis años. Había conocido el odio y la lujuria, escuchado toda clase de obscenidades, presenciado crímenes, pero nada de eso era culpa suya, como no lo eran los deseos que sentían por ella ciertos amigos de su madre. No la definían ni su nombre ni las vivencias vergonzosas; era una persona constituida por sueños y esperanzas, aspiraciones, amor propio y constancia. No era arcilla para que otros la modelaran; era una roca, y con sus propias manos esculpiría su personalidad.

Lo había comprendido así el año anterior, al cumplir los veinticinco. No había sido una revelación fulminante sino gradual, así como en un baldío van apareciendo las plantas rastreras y un buen día, como por milagro, la tierra parda aparece alfombrada con hojas verdes y diminutas flores azules. Los conocimientos más valiosos son los que se adquieren con duro esfuerzo, aunque después parezca que fue fácil adquirirlos.

La vieja casa rodante se desplazaba despacio en la noche, crujía como una puerta cerrada largo tiempo, hacía «tictac» como un reloj demasiado oxidado para registrar fielmente cada segundo hacia el amanecer.

Qué locura, qué locura haberse metido en semejante viaje. Pero adónde iría, si no.

Toda su vida anterior la había conducido hasta ahí.

El coraje irreflexivo no era privativo del campo de batalla… ni de los hombres.

Empapada, aterida, aterrada… y por primera vez en su vida, en paz consigo misma.

—Ariel… —susurró.

Una chica en las tinieblas reconfortaba a otra.