Intensidad.
Él cree que la vida hay que vivirla con intensidad. Sentado detrás del volante, cierra los ojos y se masajea la nuca.
No quiere eliminar el dolor. Llegó por su propia cuenta y se irá solo con el tiempo. Nunca toma esos analgésicos de mierda.
Su intención es disfrutar plenamente del dolor. Las yemas de sus dedos tocan un punto sensible a la izquierda de la tercera vértebra cervical y lo oprimen hasta que el dolor le provoca destellos de luz grises y blancos en la oscuridad detrás de los párpados, como fuegos artificiales en un mundo incoloro.
Muy agradable.
El dolor no es sino parte de la vida. Si uno lo abraza, el sufrimiento le provocará una satisfacción difícil de comprender. Más importante aún, al conocer el dolor propio es más fácil disfrutar del dolor ajeno.
Dos vértebras más abajo encuentra un punto aún más sensible, un tendón o músculo inflamado, un bultito maravilloso justo debajo de la piel que, bajo la presión, provoca una punzada de dolor que se extiende al hombro y el trapecio. Lo masajea suavemente, con la ternura de un amante, entre gemidos, y luego lo oprime con fuerza hasta que el dolor se vuelve tan intenso y grato que debe chupar aire entre sus dientes apretados.
Intensidad.
Sabe que no vivirá para siempre. El tiempo que le es dado para habitar ese cuerpo es limitado y precioso; por consiguiente, no debe derrocharlo.
No cree en la reencarnación ni en ninguna de las promesas habituales de resurrección que ofrecen las grandes religiones del mundo, aunque a veces intuye que se aproxima una revelación de importancia colosal. Está dispuesto a aceptar la posible existencia del alma inmortal y la eventual exaltación de su espíritu. Pero esa apoteosis no será obra de la gracia divina sino de sus propias acciones audaces; si se vuelve un dios, será porque ha optado por vivir como tal: sin miedo, sin remordimientos, sin límites, con todos sus sentidos acentuados hasta la exasperación.
Cualquiera puede aspirar el perfume de una rosa y disfrutarlo. Pero durante mucho tiempo, él se ha preparado para sentir la destrucción de su belleza cuando la aplasta en un puño. Si en ese momento tuviera una rosa, si pudiera masticar los pétalos, sentiría el sabor no sólo de la flor sino también de su rojez, como el dorado de una ranúncula o el púrpura de un jacinto. Percibiría el sabor de la abeja que la hubiera penetrado en su tarea inacabable de polinización, el de la tierra que la nutrió, el del viento que la acarició durante el verano en que creció.
No ha conocido a nadie capaz de comprender la intensidad de su percepción del mundo ni su anhelo de una intensidad aún mayor. Con su ayuda, Ariel tal vez lo comprenderá algún día. Claro que por ahora carece de la madurez necesaria para alcanzar esa revelación.
Un último masaje en la nuca. El dolor. Suspira. Toma un impermeable plegado sobre el asiento del acompañante. Todavía no llueve, pero antes de entrar debe ocultar su ropa manchada de sangre.
Hubiera podido mudarse de ropa antes de abandonar la casa de los Templeton, pero le encanta vestir estas prendas. La pátina lo excita.
Se levanta del asiento del conductor, se para detrás del respaldo y se pone el impermeable.
Se lavó las manos en el fregadero de la cocina de los Templeton, aunque hubiera preferido conservarlas manchadas. Puede ocultar su ropa debajo de un impermeable, pero esconder las manos no es tan fácil.
Jamás usa guantes. Hacerlo equivaldría a reconocer un miedo a la detención, que él no siente.
Pese a que sus huellas dactilares están registradas en los archivos de varias reparticiones federales y estaduales, las que deja en la escena del crimen jamás coincidirán con las de sus legajos. Todas las organizaciones del mundo están obsesionadas por la informatización, y la policía no es la excepción; últimamente todos los Bancos de huellas dactilares están digitalizados para acelerar la búsqueda y el procesamiento. Pero es más fácil manipular un archivo electrónico que uno convencional porque se puede operar desde grandes distancias. ¿Cuál es la necesidad de entrar como un ladrón en un archivo de alta seguridad, si se puede penetrar como un fantasma en sus computadoras desde el otro extremo del continente? Gracias a su inteligencia, destreza y conexiones ha podido modificar los datos.
Los guantes, aunque fueran los quirúrgicos de látex, constituirían una intolerable barrera a las sensaciones. Le gusta deslizar la mano sobre el vello dorado del muslo de una mujer, apreciar lentamente la textura de la piel erizada contra su palma, saborear el ardor de la piel y luego el desvanecimiento gradual del calor. Cuando mata, le es absolutamente esencial palpar la humedad.
Las huellas registradas bajo su nombre en diversos archivos son las de Bernard Petain, un joven infante de marina muerto trágicamente hace varios años en Camp Pendleton durante las maniobras militares. Las huellas que deja en la escena del crimen, con frecuencia pintadas con sangre, no coinciden con registro alguno, sea militar, de la Policía Federal o del Departamento de Tránsito.
Se abrocha el impermeable, alza las solapas y estudia sus manos. Tres uñas están sucias. Será grasa o tierra; no despertarán sospechas.
A pesar del impermeable de nailon negro con forro para el frío él puede oler la sangre que mancha su ropa, pero los demás no poseen tanta sensibilidad.
Sin embargo, al contemplar los restos de suciedad bajo sus uñas evoca los gritos, la bella música en la noche, la casa de los Templeton, que reverbera como una sala de conciertos y nadie que la escuche aparte de él y los viñedos sordos.
Si alguna vez lo descubren en la escena del crimen, las autoridades tomarán sus huellas, descubrirán sus manipulaciones con las computadoras y finalmente lo vincularán con una larga lista de asesinatos no resueltos. Pero eso no le preocupa. Jamás lo apresarán con vida ni lo llevarán a juicio. Después de su muerte, todo lo que descubran sobre sus actividades sólo dará mayor lustre a su nombre.
Se llama Edgler Foreman Veiss. Con las letras de su nombre se puede hacer una larga lista de palabras que trasuntan poder: DIOS, DEMONIO, FIERA, IRA, DRAGÓN, SALVE, SEMEN, FRAGOR, MIEDO, FIRME, VERME, entre otras. También se pueden formar palabras con resonancias místicas: AVERNO, VENERO, GRANDIOSO, REGIO, MAGIA, SAVIA. A veces, lo último que escucha la víctima es una frase formada con palabras de su lista. Su preferida, que repite con frecuencia, es: DIOS ES MIEDO.
Sea como fuere, es ocioso detenerse en el problema de las huellas y otras pruebas porque nunca lo atraparán. Tiene treinta y tres años. Disfruta de esto desde hace mucho tiempo y nunca ha estado en peligro.
Saca la pistola de la consola abierta entre las butacas del conductor y el acompañante. Es una Heckler & Koch P7.
Antes había vuelto a llenar el cargador de trece proyectiles. Ahora le quita el silenciador porque no tiene planes de visitar otra casa esta noche. Además, los disparos probablemente dañaron los deflectores, lo cual reduce el efecto del silenciador y le quita precisión al tiro.
A veces fantasea sobre situaciones inverosímiles; por ejemplo, que un grupo policial de choque lo rodeara e interrumpiera sus juegos. Con su experiencia y conocimientos, la confrontación decisiva sería intensa en grado sumo.
Si un solo secreto explica el éxito de Edgler Veiss, es su convicción de que los avatares del destino no son ni buenos ni malos, que ninguna vivencia es cualitativamente mejor que otra. Ganar veinte millones de dólares a la lotería no es más deseable que verse rodeado por un grupo de choque; una confrontación a tiros con la autoridad no es más de temer que ganar tanto dinero. El valor de una vivencia no depende de las consecuencias positivas o negativas que tendrá en su vida sino de su mero, glorioso poder, la virulencia, la ferocidad, la magnitud y el grado de las sensaciones que produce. Sí, la intensidad.
Veiss deja el silenciador en la consola entre las butacas.
Guarda la pistola en el bolsillo derecho del impermeable.
No prevé problemas. Sin embargo, jamás anda desarmado. La precaución nunca está de más, y por otra parte, uno nunca sabe cuándo se presentará una oportunidad imprevista.
Se sienta nuevamente, retira las llaves del encendido y verifica que el freno de mano esté colocado. Abre la puerta y sale de la casa rodante.
Los ocho surtidores son de autoservicio. Ha estacionado junto a la hilera exterior. Debe presentarse en la caja de la estación de servicio para pagar por adelantado e identificar el surtidor que utilizará para que el empleado lo encienda.
La noche respira. En las alturas, un viento fuerte empuja los nubarrones desde el noroeste hacia el sudeste. A nivel del suelo, una brisa fría sopla entre los surtidores, silba junto a la casa rodante y aprieta los faldones del impermeable contra las piernas de Veiss. El local —rojo ladrillo abajo, paneles de aluminio arriba, escaparates llenos de mercadería— está al pie de las laderas sembradas de pinos inmensos. El viento barre sus ramas con una voz hueca, antigua, desolada.
Hay poco tránsito en la ruta 101. Pasa un camión, hendiendo el viento con un extraño alarido jurásico.
Un Pontiac con patente del estado de Washington está estacionado junto a la hilera interior de surtidores, bajo los faroles amarillos de vapor de sodio. No hay otro vehículo a la vista aparte de éste y la casa rodante. El auto lleva un autoadhesivo en el parachoques trasero: LOS ELECTRICISTAS SABEMOS ENCHUFARLA.
En el techo del edificio hay un cartel de neón rojo colocado de manera tal, que resulta perfectamente visible desde la carretera: ABIERTO LAS 24 HORAS. El rojo es la calidad del sonido que hacen los camiones al pasar por la ruta. Vistas bajo el resplandor, sus manos lucen como si no se las hubiera lavado.
Veiss se acerca a la puerta de vidrio, que se abre para dar paso a un hombre con una gran bolsa de papas fritas y un cartón con seis latas de Coca Cola. Un tipo gordito de patillas largas y bigote grueso.
Señala al cielo y farfulla un «se viene la tormenta» al pasar junto a Veiss.
—Me alegro —dice Veiss.
Le gustan las tormentas. Disfruta al conducir bajo la lluvia, y cuanto más torrencial, mejor. Con rayos que caen y árboles que crujen y el pavimento resbaladizo como el hielo.
El tipo de bigote se aleja hacia el Pontiac.
Al entrar en la tienda, Veiss se pregunta qué hace un electricista de Washington en una ruta del norte de California a estas horas de la noche.
Dos vidas se cruzan brevemente y generan la posibilidad de un desenlace dramático que a veces se realiza y a veces no; es algo que siempre despierta su curiosidad. Un hombre se detiene a cargar combustible, se demora para comprar papas fritas y gaseosas, hace un comentario sobre el clima a un extraño… y sigue viaje. El extraño podría seguir al hombre hasta su auto y levantarle la tapa de los sesos. Al hacerlo correría un riesgo, pero no sería excesivo; podría actuar con gran discreción. La supervivencia del hombre obedece a un mandato misterioso o carece por completo de significado; Veiss no se decide por una alternativa u otra.
Si el destino no existiera, habría que inventarlo.
El pequeño local es pulcro y cálido, está bien iluminado. A la izquierda de la puerta, hay tres góndolas que exhiben la mercadería habitual de la ruta: toda clase de golosinas, medicamentos de venta libre, revistas, novelas baratas, postales, chucherías para colgar del espejo retrovisor, y comidas enlatadas para los mochileros y la gente como Veiss, que viaja en casas rodantes. Contra la pared del fondo, están las heladeras repletas de latas de cerveza y gaseosas, así como toda clase de helados. A la derecha de la puerta, está el mostrador con dos cajas, y detrás de éste la administración, vedada al público.
Hay dos empleados de guardia; los dos son hombres. Últimamente nadie quiere trabajar solo de noche en un lugar así… y con razón.
El tipo que atiende la caja es un pelirrojo de unos treinta años, pecoso, con una marca de nacimiento de casi cinco centímetros de diámetro, rosada como el salmón crudo, en el centro de la frente pálida. La marca tiene la forma casi exacta de un feto en el útero materno, como si un gemelo muerto durante la gestación hubiera dejado su imagen fosilizada en la cara del hermano sobreviviente.
El cajero pelirrojo lee una novela. Mira a Veiss y sus ojos son grises como la ceniza, pero claros y penetrantes.
—¿Qué necesita, señor?
—Surtidor siete —dice Veiss.
La radio emite música country. Alan Jackson canta sobre la medianoche en Montgomery, el viento, un búho, el frío y la soledad, el fantasma de Hank Williams.
—¿Cómo quiere pagar? —pregunta el cajero.
—Si llego a pagar un centavo más con mi tarjeta de crédito, los del Banco me van a mandar los perros —dice Veiss, y pone un billete de cien sobre el mostrador—. Calculo unos sesenta dólares.
La canción, la marca de nacimiento, los misteriosos ojos grises del cajero despiertan en Veiss una alucinante sensación de que algo va a suceder. Algo excepcional.
—¿Pagando las deudas de Navidad como todo el mundo? —dice el cajero al marcar la cuenta en la registradora.
—Sí, y no voy a terminar de pagarlas antes de la próxima Navidad, qué joder.
El otro empleado está sentado en un taburete junto al mostrador. No atiende una caja sino que hace cuentas o el inventario… en fin, el papeleo.
Veiss no lo había mirado antes, y al hacerlo descubre el motivo de la sensación misteriosa.
—Se viene la tormenta —le dice al segundo hombre. El hombre alza la vista de los papeles desplegados sobre el mostrador. Tiene poco más de veinte años, al menos uno de sus padres es asiático y es realmente atractivo. No. Más que atractivo. Pelo renegrido, tez dorada, ojos líquidos como el aceite y profundos como pozos. Sus bellas facciones transmiten una ternura que lo hacen parecer afeminado… pero no del todo.
Ariel lo hallaría fascinante. Es justamente su tipo.
—Tal vez nieve en las montañas —dice el asiático—. Si es que va en esa dirección.
Veiss se vuelve hacia el cajero, que está contando el vuelto:
—Espere, que necesito provisiones. Antes voy a llenar el tanque.
Sale rápidamente por temor a que adviertan su excitación y se asusten.
Aunque no ha pasado más de un minuto dentro del local, la noche parece mucho más fría que antes de entrar. Estimulante. Percibe la fragancia de los pinos y las píceas, incluso la de los lejanos abetos, inhala el verdor de las colinas densamente arboladas, a sus espaldas, detecta el olor penetrante de la lluvia que se avecina, el ozono de los relámpagos que aún no han caído, el miedo de los animalitos que tiemblan en sus madrigueras previendo la tormenta.
Una vez segura de que el asesino había salido de la casa rodante, Chyna atravesó el vehículo, agazapada, la cuchilla en la mano.
Las cortinas sobre las ventanas del comedor y la salita no permitían ver el exterior. Al mirar por el parabrisas, vio que se había detenido en una estación de servicio.
No tenía la menor idea de dónde estaba el asesino. Había salido apenas un minuto antes. Tal vez estaba afuera, a corta distancia de la puerta.
No lo había oído retirar la tapa del tanque de gasolina ni introducir la manguera del surtidor. Por la posición del vehículo, evidentemente cargaba combustible por el lado derecho del vehículo, de manera que allí estaría.
Chyna temía seguir adelante sin saber dónde estaba él, pero el miedo a seguir en la casa rodante era aún más fuerte. Se sentó en la butaca del conductor. Los faros estaban apagados y el panel de instrumentos estaba oscuro, pero el resplandor de la lámpara del hueco la volvía totalmente visible desde el exterior.
En la hilera contigua, un Pontiac se apartaba del surtidor. Sus luces traseras rojas se alejaron rápidamente. Por lo visto, la casa rodante era el único vehículo en la estación de servicio.
Las llaves no estaban en el encendido. De todas maneras, no hubiera intentado ponerlo en marcha. Ésa era una alternativa a la cual recurrir en el viñedo, donde no había nadie en las cercanías. Aquí habría empleados… y clientes que salieran de la ruta.
Abrió la puerta, se crispó al oír el chasquido, saltó a tierra y tropezó. La cuchilla cayó de su mano como si estuviera engrasada y se deslizó estrepitosamente por el pavimento.
Segura de que el asesino la había oído y se abalanzaba sobre ella, Chyna se paró enseguida. Giró a izquierda y a derecha, las manos extendidas en un gesto fútil de defensa. Pero no había señales del devorador de arañas en la playa iluminada.
Cerró la puerta, buscó la cuchilla sobre el pavimento circundante, no la halló… y por un instante quedó paralizada al ver a un hombre que salía del local, a unos quince o veinte metros. Como vestía un impermeable largo, en un principio Chyna pensó que no podía ser el asesino, pero entonces recordó haber oído el inexplicable frufrú de una tela poco antes de que él saliera de la casa rodante. Entonces lo supo.
Sólo podía ocultarse detrás de uno de los surtidores en la hilera siguiente, pero estaba a diez metros, entre ella y el local, y debía cruzar un tramo ancho y bien iluminado de pavimento. Además, él se acercaba a la misma hilera desde el otro lado, llegaría antes que ella y la descubriría.
Si tratara de bordear la casa rodante, él la vería y se preguntaría de dónde había salido. En su psicosis seguramente había un elemento de paranoia, e irónicamente daría por sentado que ella había estado en el vehículo. La perseguiría. Implacablemente.
Apenas lo vio salir del local, Chyna se arrojó boca abajo. Segura de que la hilera de surtidores ocultaría cualquier movimiento al ras del suelo, reptó hasta ocultarse debajo de la casa rodante.
El asesino no gritó ni echó a correr. No la había visto. Desde su escondite, lo vio cuando se acercaba. La luz amarillenta era tan brillante, que le permitió reconocer las botas de cuero negro, el mismo par que había contemplado desde abajo de la cama del cuarto de huéspedes unas horas antes.
Sentía el asfalto frío bajo sus muslos, vientre y senos. Chupaba el calor de su cuerpo a través de los jeans y el buzo de algodón, y empezó a temblar.
Oyó que el asesino retiraba el pico de la manguera de su receptáculo y quitaba la tapa del tanque de gasolina en un costado de la casa rodante. Calculando que tardaría unos cuantos minutos en alimentar a semejante monstruo, empezó a salir del escondite antes de oír que el pico entrara en la boca del tanque.
Tendida en el suelo, de pronto divisó la cuchilla. Sobre el asfalto. A tres metros del parachoques delantero. El filo relucía bajo la luz amarilla.
Ya salía a descubierto, pero antes de que pudiera enderezarse oyó un taconeo de botas sobre el pavimento. Echó una mirada atrás: el asesino evidentemente había sujetado el gatillo del surtidor con la grapa de regulación porque ya se alejaba.
Frenética y lo más furtivamente que pudo, retrocedió hasta ocultarse debajo del vehículo. Oyó el chapoteo de la gasolina al entrar en el tanque.
El asesino bordeó el lado derecho y la trompa de la casa rodante hasta llegar a la puerta del conductor. Pero no la abrió. Se detuvo. Inmóvil. Luego se acercó a la cuchilla, se inclinó y la recogió.
Chyna contuvo el aliento aunque le parecía imposible que el asesino intuyera el significado de la cuchilla. Nunca la había visto. No podía saber que provenía de la casa de los Templeton. Por insólito que fuera encontrar una cuchilla en el camino de entrada a una estación de servicio, podía haber caído de cualquier vehículo que pasara.
Tomó la cuchilla, volvió a la casa rodante y entró, sin cerrar la puerta.
Sobre la cabeza de Chyna, los pasos sobre el piso de acero resonaban como tambores en la selva. Le pareció que se habían detenido en la zona del comedor.
Veiss no suele ver presagios o augurios donde pone la mirada. Un halcón solitario que cruza la faz de la Luna a medianoche no le hará pensar en el desastre inminente ni en la buena fortuna. Un gato negro que cruza su camino, un espejo que se rompe mientras su imagen está reflejada en él, la noticia del nacimiento de un ternero bicéfalo, nada de eso lo conmueve. Está convencido de que forja su propio destino y de que la trascendencia espiritual, si es que existe, resulta de actuar con audacia y vivir intensamente.
No obstante, está perplejo. La gran cuchilla posee una cualidad totémica, una aureola casi mágica. La coloca con cuidado sobre la mesada de la cocina, donde la luz echa una pátina húmeda sobre el filo del arma.
Al recogerla del pavimento, la hoja estaba fría, pero el mango estaba levemente tibio, como si anticipara el calor de su mano.
Llegado el momento utilizará esa hoja descartada por motivos incomprensibles para ver qué sensaciones experimenta al clavársela a alguien. Pero ahora no le es útil para el trabajo que está por emprender.
Aunque tiene la Heckler & Koch P7 bien guardada en el bolsillo derecho del impermeable, le parece que no está a la altura de la situación.
Los dos muchachos detrás del mostrador no se encuentran en el teatro de guerra de un mercado de la gran ciudad, pero son inteligentes y sin duda tomaron sus precauciones. Ni siquiera los barrios como Beverly Hills y Bel Air —poblados por actores ricos y astros retirados del fútbol americano— son lugares seguros para sus residentes ni están a salvo de éstos. Estos muchachos seguramente tienen un arma de fuego para protegerse y saben usarla. Para dominarlos deberá intimidarlos con un arma de grueso calibre.
Abre un armario a la izquierda del horno. Allí hay una escopeta Mossberg calibre 12 de caño recortado con mecanismo de corredera y cabo de pistola, montada sobre un par de grampas a resorte en un anaquel. Suelta las grampas y coloca el arma sobre la mesada.
El cargador tubular ya está lleno de proyectiles calibre 12. A pesar de que no es miembro del Automóvil Club, Edgler Veiss está preparado para casi cualquier contingencia cuando viaja.
En el armario hay una caja de cartuchos de escopeta que conserva abierta para alcanzarlos con facilidad. Toma unos cuantos y los coloca sobre el mostrador junto a la Mossberg, aunque es probable que no los necesite.
Se desabrocha rápidamente el impermeable, pero no se lo quita. Transfiere la pistola del bolsillo exterior derecho a un bolsillo interior derecho cosido al forro. Allí coloca también los cartuchos sueltos.
De un cajón de la cocina toma una pequeña cámara Polaroid. La guarda en el bolsillo de donde acaba de retirar la Heckler & Koch P7. De su billetera toma una instantánea de su íntima amiga Ariel y la guarda en el bolsillo junto con la cámara.
Con su navaja de quince centímetros —que está pegajosa debido al uso que le dio en la casa de los Templeton— rasga el forro del bolsillo izquierdo. Luego arranca los restos de la tela. Si pusiera monedas en ese bolsillo, caerían derecho al piso. Coloca la escopeta bajo el saco e introduce la mano izquierda en el bolsillo roto para sostenerla. El dispositivo es eficaz. Está convencido de que no despertará sospechas.
Se pasea por la casa rodante para ensayar sus pasos. Camina libremente, sin golpearse las piernas con la escopeta.
¿Acaso no ha hecho suyas la agilidad y la destreza de la araña en la casa de los Templeton?
No le importa herir al cajero de ojos cenicientos y marca de nacimiento, pero deberá tener cuidado para no dejar marcas en el rostro del joven caballero asiático. Necesita buenas fotografías para mostrárselas a Ariel.
Sobre su cabeza, el asesino aparentemente estaba ocupado en la zona del comedor. El piso crujía bajo sus desplazamientos.
Desde donde estaba no podía ver al exterior, salvo que hubiera recogido las cortinas. Con suerte, Chyna podría escapar a la libertad.
Estudió la alternativa de permanecer bajo el vehículo hasta que llenara el tanque y se alejara. Después llamaría a la policía.
Pero había encontrado la cuchilla; seguramente meditaba sobre el hallazgo. Aunque parecía imposible que comprendiera su significado o dedujera que ella estaba ahí, a esas alturas la embargaba un miedo casi sobrenatural y la convicción irracional de que si permanecía allí él acabaría por descubrirla.
Se arrastró hasta quedar al descubierto, se alzó a medias, echó una mirada a la puerta abierta y luego a las ventanillas laterales. Las cortinas estaban en su lugar.
Más animada, se irguió y cruzó hasta la hilera interior. Se detuvo entre dos surtidores a echar una mirada atrás: el asesino no había salido del vehículo.
Salió de las tinieblas a la brillante luz fluorescente y escuchó los acordes melancólicos de la música country. Vio a los dos empleados detrás del mostrador a la derecha y estuvo a punto de decir: «Llamen a la policía», pero al echar una mirada a través de la puerta de vidrio que se había cerrado a sus espaldas vio que el asesino salía de la casa rodante y se dirigía al local aunque no había terminado de llenar el tanque.
Tenía los ojos clavados en el suelo. No la había visto. Chyna se alejó de la puerta.
Los dos hombres clavaron sus ojos en ella.
Si les pedía que llamaran a la policía, le preguntarían por qué, y no había tiempo para discusiones; tampoco para llamar.
—Por favor, no le digan que estoy aquí —dijo, y sin darles tiempo a responder, se alejó por un pasillo entre dos góndolas altas hacia el fondo del local.
Al salir del pasillo para ocultarse detrás del extremo de la góndola, Chyna oyó el ruido de la puerta y los pasos del asesino. Una ráfaga de viento entró con él y luego la puerta se cerró.
El cajero pelirrojo y el caballero asiático de húmedos ojos nocturnos lo miran extrañados, como si supieran algo que no deberían saber, y poco falta para que él alce la escopeta y los reviente sin más trámite apenas pasa la puerta. Pero piensa que los ha interpretado mal, que simplemente están fascinados porque, después de todo, presenta una figura imponente. La gente suele intuir su poder excepcional y que lleva una vida más rica que la suya. En las fiestas es el centro de atención y atrae a muchas mujeres. Su magnetismo ha atraído a estos hombres como a muchos otros. Además, si los liquida de entrada, sin decir palabra, se priva del placer de la estimulación previa.
La voz de la radio ya no es la de Alan Jackson. Veiss inclina la cabeza hacia la música:
—Me encanta Emmylou Harris. Nadie canta esto con tanto sentimiento como ella.
—Es buena —dice el pelirrojo. El tipo, antes tan extrovertido, se ha vuelto hosco.
El asiático no abre la boca. Insondable en su templo zen de pasteles, chocolates, maníes, palitos salados y galletitas.
—Me encantan las canciones que hablan del hogar y la familia —dice Veiss.
—¿Está de vacaciones? —pregunta el pelirrojo.
—Diablos, viejo, yo siempre estoy de vacaciones.
—¿Tan joven y ya jubilado?
—Lo que quiero decir —responde Veiss— es que la vida siempre es una fiesta si uno sabe vivirla. Estuve de cacería.
—¿Por esta zona? ¿Qué animal está de temporada?
El asiático, mudo pero atento, toma una salchicha de Viena de un estante y le quita el envoltorio plástico sin apartar la vista por un instante.
No tienen la menor sospecha de que les queda menos de un minuto de vida, y su estolidez bovina es un deleite para Veiss. En el fondo, es bastante gracioso. Cómo van a abrir los ojos en el momento del estampido.
Pasa por alto la pregunta del cajero y pregunta:
—¿A usted le gusta la caza?
—Lo mío es la pesca —dice el pelirrojo.
—Qué aburrido —dice Veiss.
—Es la mejor manera de entrar en contacto con la naturaleza. Un botecito en el lago, el agua serena.
Veiss menea la cabeza.
—Sus ojos no muestran nada.
El pelirrojo parpadea, desconcertado:
—¿Los ojos de quién?
—Son ojos de pescado, ¿no? Chatos, como si fueran de vidrio. Joder.
—Nadie dice que sean bonitos. Pero no hay nada más delicioso que un salmón fresco o una buena fritura de truchas.
Edgler Veiss escucha la música y deja que lo miren. Profundamente conmovido por la canción, piensa en la soledad del camino, en la nostalgia del amante lejos de su casa. Es un hombre sensible.
El asiático muerde una punta de la salchicha. Mastica con delicadeza; los músculos de sus mandíbulas casi no se contraen.
Veiss decide que llevará el resto de la salchicha a Ariel. Podrá posar su boca donde el asiático tuvo la suya. Ese momento íntimo con el joven tan bello será su obsequio a la joven.
—No veo la hora de volver a casa, donde me espera mi Ariel —dice—. Bonito nombre, ¿no?
—Muy bonito —dice el pelirrojo.
—Y le sienta bien.
—¿Su esposa? —pregunta el pelirrojo. Su cordialidad no es natural como lo fue cuando Veiss entró a pedirle que habilitara el surtidor número siete. Sí, está inquieto y trata de ocultarlo.
Es el momento de sobresaltarlos y ver su reacción. ¿Tiene alguno de ellos la menor intuición de la catástrofe que les espera?
—Nooo —dice Veiss—. Por ahora no quiero atarme. Más adelante, tal vez. Además, Ariel tiene dieciséis años. No está preparada.
Se quedan sin respuesta. Dieciséis años, la mitad que él. Dieciséis, una menor. El camino a la cárcel.
El riesgo es enorme, excitante. En cualquier momento puede aparecer otro cliente y elevar la apuesta.
—La cosa más bonita que verán antes de llegar al paraíso —dice Veiss, y se relame—. Me refiero a Ariel.
Saca la Polaroid del bolsillo y la pone sobre el mostrador. Los empleados la miran.
—Un ángel, nada menos —dice Veiss—. Cutis de porcelana. Te quita el aliento. Te hace vibrar el escroto como una cuerda de contrabajo.
Con mal disimulada repugnancia, el cajero mira el tablero de los surtidores a la izquierda de la caja:
—Sus sesenta dólares acaban de entrar en el tanque —dice.
—No me interprete mal —dice Veiss—. Nunca la toqué… de esa manera. La tengo encerrada en el sótano desde hace un año, donde puedo verla cuando se me da la gana. Espero que la muñequita madure, alcance el grado exacto de dulzura.
Lo miran con ojos vidriosos, de pescado. Él saborea sus expresiones.
Sonríe y suelta una carcajada antes de añadir:
—Oigan, los asusté, ¿no?
No le devuelven la sonrisa, y el pelirrojo dice, hosco:
—¿Le doy el vuelto o va a comprar algo más?
Veiss pone cara de consternación. Casi logra ruborizarse:
—Bueno, no se ofenda. Me gusta hacer chistes, sorprender a la gente.
—Yo tengo una hija de dieciséis y no le veo la gracia —dice el pelirrojo.
Veiss se vuelve hacia el asiático:
—Cuando voy de cacería, me llevo algún trofeo. Como el torero se lleva las orejas y el rabo, ¿entiendes? A veces, sólo una foto. Regalos para Ariel. Le gustarán muchísimo.
Alza la Mossberg envuelta con el impermeable como una bandera negra de luto, la aferra con las dos manos, derriba al pelirrojo del taburete e introduce otro proyectil en la recámara.
El asiático. Ay, esos ojazos. Ningún pescado tendría esa mirada.
Mientras el pelirrojo se derrumba, el joven caballero asiático de ojos divinos mete una mano bajo el mostrador en busca del arma.
—No lo hagas —dice Veiss—, o te meto los cartuchos en el culo.
Pero el asiático alza el revólver, un Smith & Wesson Chief’s Special .38, de modo que Veiss le apunta y dispara a quemarropa, directo al pecho para no estropear esa cara perfecta. El joven vuela del taburete y el revólver se le cae sin darle tiempo a disparar.
El pelirrojo chilla.
Veiss abre la puerta del mostrador y pasa al sector del personal.
El cajero pelirrojo que tiene una hija de dieciséis años esperándolo en casa está replegado sobre sí mismo como si imitara la marca de nacimiento fetal sobre su frente, abrazándose para contener sus tripas. En la radio, Garth Brooks canta Thunder Rolls. El cajero chilla y llora al mismo tiempo. Los gritos reverberan en las ventanas de vidrio blindado, el disparo aún retumba en los oídos de Veiss y en cualquier momento podría entrar un cliente. Es un momento dolorosamente intenso.
El siguiente disparo remata al cajero.
El asiático agoniza, inconsciente. Felizmente, su cara está intacta.
Como un peregrino genuflexo ante un santuario, Veiss pone rodilla en tierra para escuchar el último suspiro ronco del moribundo. Un susurro como el aleteo de alas de un insecto. Se inclina para inhalar el aliento del otro, respira profundamente. Ha hecho suyo algo de la belleza y la elegancia del asiático, transmitido por el olor de la salchicha.
A la canción de Brooks sigue A Boy Named Sue, ese viejo tema de Johnny Cash, que es tan tonto que podría echar a perder el clima. Veiss apaga la radio.
Al cargar el arma, estudia la zona detrás del mostrador y ve un panel de interruptores. Todos tienen rótulos para indicar las respectivas luces. Apaga todas las luces exteriores, incluso el cartel de neón rojo sobre el techo que dice: ABIERTO LAS 24 HORAS.
Pese a que apaga las luces fluorescentes del techo, la oscuridad no es total. Todavía queda el misterioso resplandor de las luces detrás de las puertas de vidrio blindado de los exhibidores refrigerados de bebidas. En una pared hay un reloj iluminado que promociona la cerveza Coors. Sobre el mostrador, una lámpara cuello de cisne ilumina los papeles del caballero asiático.
No obstante, las tinieblas son densas y el comercio parece desierto. Difícilmente entrará algún cliente desde la ruta.
Desde luego, algún ayudante del sheriff del distrito o un patrullero de la policía caminera podría acercarse a investigar por qué ese comercio que nunca cierra está cerrado. Por eso, Veiss no pierde un instante en acometer las últimas tareas.
Acurrucada de espaldas contra el panel de la góndola, lo más lejos posible del mostrador de los cajeros, Chyna se sintió delatada por la luz del exhibidor a su derecha y amenazada por las sombras a su izquierda. En el silencio que sobrevino después de los disparos y la cesación de la música, tuvo la certeza de que el asesino oiría su respiración anhelante, temblorosa. Pero era tan capaz de contener sus temblores como un conejo acechado por un lobo.
Tal vez la protegería el ronroneo de los compresores en las heladeras y los freezers. Quería asomarse a uno y otro lado de la góndola, pero le faltaba coraje. Tenía la convicción irracional de que al hacerlo se encontraría cara a cara con el devorador de arañas.
Había pensado que ningún golpe podría ser tan duro como el hallazgo de los cadáveres de Paul y Sarah —y luego el de Laura—, pero esto era peor. Esta vez había presenciado los asesinatos, tan de cerca, que los gritos, además de taladrarle los oídos, le habían golpeado el pecho como puñetazos.
Suponía que el asesino robaría la tienda, pero para eso no era necesario matar a los empleados. Claro que en su caso la necesidad no era un factor decisivo. Los había matado porque le proporcionaba placer. Porque estaba en un pico de excitación y tenía calentura.
Tenía la sensación de haber quedado atrapada en una noche sin fin. Una avería en la maquinaria cósmica, los engranajes trabados. Las estrellas clavadas a sus puestos. El amanecer no llegaría. Y del cielo gélido descendía un frío pavoroso.
Un destello repentino le hizo alzar las manos defensivamente frente a su cara. Luego se dio cuenta de que se había producido en el otro extremo del local. Se repitió.
Edgler Veiss no es un cazador, como le dijo al cajero pelirrojo, sino un exquisito coleccionista de bellas imágenes. La mayoría las registra con la cámara de su imaginación, pero algunas con la Polaroid. Los recuerdos de gran belleza alegran diariamente sus pensamientos y constituyen la base de sus sueños gratificantes.
Cada destello del flash parece demorarse en los ojazos del empleado asiático, que resplandecen como si su espíritu atrapado detrás de las córneas buscara escapar de los despojos agonizantes.
Una vez, en Nevada, Veiss había matado a una morena increíble, con una carita comparada con la cual Claudia Schiffer y Kate Moss parecían un par de viejas brujas.
Antes de hacerla pedazos, le había tomado seis fotografías. Con sus amenazas había logrado hacerla sonreír en tres de ellas; su sonrisa era deslumbrante. Durante los tres meses que siguieron a ese episodio, recortó y comió un retrato cada treinta días, y en cada ocasión, la destrucción de esa belleza le causó una excitación violenta. Había sentido la sonrisa de ella en su vientre, como un calor radiante, y se sabía más hermoso por el hecho de contenerla.
No recuerda el nombre de la morena. Los nombres no tienen la menor importancia.
Sin embargo, debe conocer el nombre del joven caballero asiático para describirle el episodio a Ariel. Deja la Polaroid, da vuelta el cadáver y retira la billetera del bolsillo del pantalón.
Alza su registro de conductor a la luz de la lámpara cuello de cisne para leer el nombre: Thomas Fujimoto. Veiss decide llamarlo Fuji. Como el monte.
Guarda el registro en la billetera y ésta en el bolsillo. No toma el dinero del muerto. Tampoco se llevará el dinero de la caja registradora… salvo los cuarenta dólares del vuelto. No es un ladrón.
Tomadas las tres fotografías, debe cumplir su promesa a Fuji para demostrar que es hombre de palabra. Será un asunto molesto, pero también divertido.
Ahora debe ocuparse del sistema de seguridad, que ha filmado todo el incidente. Sobre el marco de la puerta está montada una cámara de vídeo que apunta al mostrador de los cajeros.
Edgler Foreman Veiss no tiene el menor deseo de aparecer en los noticiarios de televisión. La vida intensa es prácticamente incompatible con la vida en la cárcel.
Chyna había dominado su respiración, pero su corazón latía con tanta violencia, que le trastornaba la visión, y el pulsar de las carótidas le provocaba choques eléctricos en la garganta.
Convencida nuevamente de que debía buscar la salvación en el desplazamiento, se asomó a la luz para echar una mirada al pasillo frente a las heladeras. El asesino no estaba a la vista, pero un ruido delataba sus movimientos: un crujido como el de una rata entre las hojas muertas de otoño.
Con el estómago crispado en un espasmo de terror, gateó hacia la luz de las heladeras, buscando en los estantes a su derecha algún objeto que le sirviera como arma. Sin la cuchilla se sentía indefensa.
No había cuchillos en venta. Los objetos exhibidos eran llaveros de fantasía, alicates para las uñas, peines de bolsillo, lápices hemostáticos, paquetes de toallitas perfumadas, servilletas para limpiar anteojos, mazos de naipes y encendedores descartables.
Extendió el brazo para tomar un encendedor. No sabía si le serviría para defenderse, pero a falta de una lámina de acero afilada, el fuego era lo único que tenía al alcance de la mano.
Las luces fluorescentes del techo parpadearon y se encendieron. La luz repentina la paralizó.
Miró hacia el otro extremo del local. El asesino no estaba a la vista, pero su sombra agazapada, proyectada contra una pared, se agrandó hasta un tamaño colosal y después se redujo al alejarse como la de una mariposa nocturna al revolotear frente a un reflector.
Veiss enciende las luces un instante para echar una mirada a la cámara de vídeo montada sobre la puerta principal.
Por supuesto, la cinta delatora no está dentro de la cámara. Si fuera tan fácil, hasta esos ladrones tarados que se ganan la vida asaltando estaciones de servicio y quioscos serían lo suficientemente vivos como para treparse a un taburete, retirar la cinta y llevársela o destruirla. La cámara envía la imagen a una videograbadora oculta en otro lugar del edificio.
Como el sistema fue instalado después de la construcción, el cable de transmisión no está amurado. Es un toque de suerte para Veiss, porque si el cable estuviera oculto, la búsqueda llevaría demasiado tiempo. Ni siquiera corre por encima del cielo raso de ladrillos antiacústicos. Está a la vista, engrampado a la pared modular; conduce al compartimiento detrás del mostrador de los cajeros, y de allí, a través de un agujero de un centímetro de diámetro en la pared, a otro cuarto.
También hay una puerta de acceso a ese cuarto. Resulta ser una oficina con escritorio, archiveros de metal gris, una pequeña caja fuerte con combinación y armarios de fórmica símil madera.
Afortunadamente, la grabadora no está dentro de la caja fuerte. El cable de transmisión atraviesa la pared, recorre una distancia de unos dos metros sujeta por grampas y desciende hasta uno de los armarios. No han tratado de ocultarla.
Abre las puertas superiores del armario, no encuentra lo que busca; abre las de abajo. Hay tres aparatos, uno encima del otro.
La cinta zumba en la grabadora de más abajo y la luz del botón RECORD está encendida. Oprime el de STOP, luego el de EJECT y guarda el casete en el bolsillo del impermeable.
Tal vez se la exhiba a Ariel. No será de primera calidad porque el sistema es anticuado, la tecnología obsoleta. Pero la audacia de su actuación impresionará a la querida niña aunque haya quedado grabada en blanco y negro, con exceso de luz, en una cinta demasiado utilizada. Hay un teléfono sobre el escritorio. Lo desconecta del cable que conduce a la caja en la pared y destroza el aparato con un par de culatazos.
Alrededor de las ocho o nueve habrá un cambio de turno. Cuando lleguen los empleados de la mañana, dentro de cuatro o cinco horas, Veiss ya estará lejos. Pero no conviene facilitarles el llamado a la policía. Si sus planes sufren algún trastorno, si algo lo demora aquí o en la ruta, le vendrá bien esa media hora adicional adquirida mediante la destrucción de los teléfonos.
Junto a la puerta hay un tablero del cual penden ocho llaves, cada una con su rótulo. Excepto por esta lamentable interrupción del servicio, el establecimiento atiende las veinticuatro horas del día… pero la puerta principal tiene llave. La toma de su gancho.
Nuevamente en el compartimiento detrás del mostrador de los cajeros, después de cerrar la puerta de la oficina, Veiss baja un interruptor; las luces fluorescentes del techo parpadean y se apagan.
De pie en la penumbra, respira por la boca, se lame los labios y las encías, saborea el olor agrio y persistente de la pólvora. Le agrada el roce de las tinieblas contra su cara y el dorso de sus manos; las sombras son tan eróticas como las manos pequeñas, temblorosas.
Bordea los cadáveres, va al mostrador y toma solamente sus cuarenta dólares de la caja registradora.
El Smith & Wesson Chief’s Special .38 del joven asiático está sobre el mostrador, en el círculo de luz de la lámpara cuello de cisne donde Veiss lo puso cuidadosamente hace unos minutos. Es tan incapaz de robarlo como de llevarse dinero que no le pertenece.
La salchicha mordisqueada por el asiático también está sobre el mostrador. Desgraciadamente, le había quitado el envoltorio; por lo tanto, no le sirve.
Veiss toma otra salchicha del exhibidor, muerde el extremo del envoltorio de plástico y desliza la carne tubular de su interior. Introduce en el envoltorio la salchicha más corta (la que fue mordida por el asiático); cierra el plástico y lo guarda en el bolsillo junto con el videocasete… para Ariel.
Paga la salchicha que se lleva y toma el cambio de la caja registradora.
Sobre el mostrador hay un teléfono. Lo desconecta y destroza el aparato con la culata de su arma.
Ahora va de compras.
Chyna se tranquilizó al apagarse las luces, se asustó al escuchar los golpes y aguzó los sentidos en el silencio subsiguiente.
Había abandonado el pasillo iluminado por las heladeras para volver a su escondite en el extremo de la góndola, donde abrió sigilosamente el envoltorio de cartón y plástico del encendedor descartable. Cuando las luces fluorescentes del techo estaban encendidas y la llama no podía delatarla; había probado el encendedor, que funcionaba.
Aferró la patética arma e imploró que el asesino terminara lo que estaba haciendo (tal vez saqueando la caja registradora) y se fuera de una buena vez, por Dios. No quería tener que enfrentarlo con un Bic de butano. Si la descubría, tal vez podría aprovechar su momentáneo desconcierto para quemarle un poco la cara —acaso encender su pelo— sin darle tiempo a reaccionar. Pero no, lo más probable era que con sus reflejos tan sobrenaturales, tan rápidos, le arrancara el encendedor antes de que ella pudiera hacerle daño.
Aunque lo quemara, tendría escasos segundos para huir. Dolorido, la perseguiría y esas piernas largas serían muy ágiles. El desenlace de la carrera dependería de cuál era la fuerza motriz mayor: el terror de ella o la furia demencial de él.
Escuchó movimientos, el chirrido de la puerta del mostrador, pasos. Casi mareada por el miedo tan prolongado, se reanimó enormemente al escuchar que los pasos se alejaban.
Entonces advirtió que los pasos se dirigían hacia la puerta principal del local. Hacia ella.
Acuclillada con la espalda contra el panel del extremo de la góndola, no podía determinar la posición del asesino. ¿Estaba en el primero de los tres pasillos cerca del frente del local? ¿En el pasillo central a la izquierda de ella?
No.
En el tercer pasillo. A su derecha.
Pasaba las heladeras. Lentamente. No como si hubiera advertido su presencia y se dispusiera a derribarla. Aún en cuclillas, Chyna se alzó pero sin erguirse del todo y giró a su izquierda para entrar en el pasillo central. El resplandor de las heladeras en el pasillo contiguo se reflejaba en los ladrillos del cielo raso pero no iluminaba demasiado. La mercadería estaba sumida en las sombras.
Avanzaba hacia el mostrador de los cajeros —gracias a Dios por las suelas de goma— cuando recordó el envoltorio del encendedor Bic. Lo había dejado en el piso allí donde se había acuclillado detrás del extremo de la góndola.
Él no dejaría de verlo; acaso lo pisaría. Tal vez pensaría que algún ratero había descartado el envoltorio para ocultar mejor el encendedor en su bolsillo. O quizá sí sabía.
Acaso la intuición le era tan fiel como a Chyna. Si la intuición era el susurro de Dios, tal vez un dios distinto y menos benévolo que Dios guiaba sutilmente a un hombre como este.
Volvió, se asomó por la esquina y recogió el paquete vacío. El plástico rígido crujió entre sus dedos temblorosos, pero fue un ruido débil y, afortunadamente, fue disimulado por las pisadas de él.
El asesino ya iba por la mitad del tercer pasillo cuando ella empezó a recorrer el segundo. Pero él se tomaba su tiempo, mientras ella correteaba lo más rápido que podía; llegó al extremo de su pasillo antes que él al del suyo.
En este extremo no había un panel como en el otro sino una estantería metálica giratoria con libros de bolsillo, y Chyna casi chocó con ella al doblar la esquina. Se detuvo a tiempo, la bordeó y pasó al pasillo contiguo.
En el piso había una fotografía Polaroid: un retrato en primer plano de una joven muy bella de unos dieciséis años y larga cabellera rubia platinada. La expresión de la adolescente era impasible, pero no plácida; había en sus rasgos una impavidez fingida, como si sus sentimientos reales fueran tan explosivos que la destruirían si les diera rienda suelta. Los ojos desmentían sutilmente esa pose serena; abiertos, atentos, penosamente expresivos, eran espejos de un alma atormentada, embargada por la furia, el miedo y la desesperación.
Debía de ser el retrato que había mostrado a los empleados. Ariel. La chica del sótano.
Ariel y ella no se parecían en nada, pero Chyna tenía la impresión de que no era una fotografía lo que miraba sino su propia imagen en un espejo. Reconoció en ella un pavor afín al miedo que había llenado su infancia, una desesperación conocida, una soledad profunda y fría como el océano polar.
Los pasos del asesino la devolvieron al presente. A juzgar por el ruido, ya no estaba en el tercer pasillo. Había doblado la esquina en el extremo del local y volvía por el pasillo central.
Se acercaba despreocupadamente por el mismo lugar que Chyna acababa de recorrer.
¿Qué mierda está haciendo?
Hubiera querido retener la fotografía, pero no se atrevió. La dejó en el piso, en el lugar donde la había encontrado.
Bordeó la estantería de libros para entrar en el tercer pasillo, que el asesino acababa de abandonar, y dirigirse nuevamente hacia el extremo de la góndola; allí se apoyó, lejos de las puertas de vidrio de las heladeras iluminadas a su izquierda por miedo a que el resplandor proyectara una sombra delatora sobre el cielorraso.
Cuando estaba en movimiento, aún escuchaba las fuertes pisadas del asesino, pero no podía determinar la dirección de sus desplazamientos. Sin embargo, si se detenía para orientarse, él la pescaría al descubierto si se le ocurría volver a ese pasillo. Al doblar la esquina en el extremo del pasillo, casi esperaba chocar con él y caer en sus manos.
No estaba ahí.
En cuclillas, Chyna apoyó la espalda contra el panel del extremo, precisamente su punto de partida. Con mucha cautela, puso el envoltorio del encendedor Bic en el piso, entre sus pies, el mismo lugar de donde lo había recogido menos de un minuto antes.
Aguzó el oído. No oyó pasos. No había otro ruido más que el ronroneo de los motores de las heladeras.
Tomó el encendedor y posó la yema del pulgar sobre el chispero, lista para lanzar la llama.
Veiss guarda dos paquetes de galletitas con queso y mantequilla de maní, una bolsita de maníes pelados y dos chocolates con almendras en los bolsillos del impermeable, los mismos donde lleva la pistola, la Polaroid y el videocasete.
Calcula mentalmente el gasto. Como no quiere perder más tiempo buscando el vuelto en la registradora, redondea la cifra y deja el monto correspondiente sobre el mostrador.
Después de recoger la fotografía caída de Ariel, se demora un instante mientras absorbe la atmósfera del epílogo. Una sala en la que acaba de morir gente posee un clima especial: como esos segundos de silencio en el teatro después de que cae el telón sobre una representación perfecta y antes de que estalle la ovación; una sensación de triunfo, pero también la conciencia solemne de la eternidad suspendida como la gota de agua fría en el extremo de una estalactita de hielo. Cuando cesan los gritos y los charcos de sangre empiezan a coagular, llega el momento en que Edgler Veiss puede apreciar mejor las consecuencias de sus acciones audaces y saborear la discreta intensidad de la muerte.
Finalmente abandona la tienda. Corre el cerrojo con la llave rotulada que había tomado del tablero.
Afuera, en una esquina del edificio, hay un teléfono público. El cable blindado es difícil de cortar, de manera que golpea el receptor contra la caja cinco, diez, veinte veces, hasta que el plástico se raja y aparece el micrófono. Lo arranca, lo arroja al suelo y lo aplasta minuciosamente con el taco de la bota. Luego cuelga el receptor inutilizado de la horquilla.
La tarea está cumplida. El interludio, aunque gratificante, fue inesperado y ha demorado sus planes. Tiene una gran distancia que recorrer. No está cansado. Había dormido durante toda la tarde anterior y hasta avanzada la noche antes de visitar a los Templeton. Sin embargo, no quiere perder más tiempo. Anhela su hogar. Hacia el norte, los relámpagos revolotean entre las densas capas de nubes; todavía no son rayos de verdad sino pulsaciones de luz. La inminencia de una gran tempestad le es grata. A nivel del suelo, donde se desarrolla la vida, el tumulto y el conflicto son elementos fundamentales del clima humano, y por razones que no puede comprender, la visión de la violencia en los planos superiores jamás deja de reconfortarlo. Aunque no teme a nada, a veces la visión de un cielo sereno —despejado o nublado— le provoca una conmoción inexplicable, y en las noches despejadas, cuando el cielo está tachonado de estrellas, prefiere no contemplar esa inmensidad.
Esta noche no hay estrellas a la vista sino cúmulos tenebrosos de nubes acosadas por un viento frío, surcadas por efímeros relámpagos, preñadas de diluvios.
Veiss cruza rápidamente la playa hacia la casa rodante, ansioso por continuar el viaje hacia el norte, ir al encuentro de la tormenta inminente, encontrar el mejor lugar de la noche donde caen los rayos destructores, el viento doblega los árboles y la lluvia barre la tierra.
Agazapada junto al panel del extremo de la góndola, Chyna había escuchado que la puerta se abría y cerraba, pero no se atrevía a creer que el asesino había partido y que su martirio había terminado. Había contenido el aliento a la espera de que la puerta se abriera otra vez y los pasos se acercaran.
Pero al oír el roce y el chasquido de la llave seguido por el del cerrojo, había avanzado por el pasillo central, agazapada y sigilosa como una gata, porque tenía la certeza irracional de que él, aun desde afuera, oiría el menor ruido.
Al llegar al extremo exterior del pasillo se había detenido bruscamente cuando una serie de mazazos violentos estremeció las paredes del local. No tenía la menor idea de qué era lo que golpeaba con tanta furia.
Cesaron los mazazos. Chyna titubeó, se irguió y se asomó por el extremo de la góndola hacia la derecha, hacia la puerta de vidrio y las ventanas del frente del local. Apagadas las luces exteriores, los surtidores estaban sumidos en tinieblas tan densas como el fondo de un río de aguas turbias.
Al principio no vio al asesino, que envuelto en su impermeable negro, era parte de la noche. Pero entonces él se puso en marcha, abriéndose paso en las tinieblas hacia la casa rodante.
Aun si mirara atrás, no podría verla en el tenue resplandor del local. Sin embargo, al salir Chyna al descubierto entre las entradas de los tres pasillos y el mostrador de los cajeros, su corazón latía fuertemente.
La fotografía de Ariel había desaparecido. Ojalá pudiera convencerse de que no existía.
En ese momento, los empleados que se habían negado a delatar su presencia eran más importantes que Ariel o el asesino. El rugido de la escopeta y el cese de los alaridos sobrecogedores la habían convencido de que estaban muertos. Pero debía asegurarse. Si por algún milagro uno de ellos todavía se aferraba a la vida, si ella pudiera convocar en su ayuda a la policía y los paramédicos, pagaría en parte su deuda.
No había podido hacer absolutamente nada para detener al sanguinario hijo de puta; en su pavor, se había limitado a ocultarse y a rogar con fervor que no la viera. Las náuseas se agitaron en su estómago como una sopa de ostras frías, a la vez que la embargaba una repugnante sensación de regocijo por estar viva entre tantos muertos. Aunque comprensible, su alborozo le causaba vergüenza, y por su propio bien como el de los empleados, rogó que aún pudiera salvarlos.
Abrió la puerta del mostrador, y el chillido de una bisagra penetró hasta la médula de sus huesos.
La lámpara cuello de cisne le proporcionó un poco de luz.
Los dos hombres yacían en el piso.
—Ah —dijo. Y añadió—: Dios.
Ya no podría ayudarlos, y al volverse, su vista se nubló.
Sobre el mostrador, en medio del círculo de luz, había un revólver. Lo miró, incrédula, parpadeando para contener las lágrimas.
Evidentemente pertenecía a uno de los empleados. Había escuchado la conversación entre el asesino y los dos hombres; recordó vagamente una advertencia perentoria, acaso de soltar un arma. Esta arma.
La tomó, la aferró con las dos manos… el peso le dio ánimos.
Si el asesino volviera, ya no estaría indefensa sino preparada para recibirlo porque sabía manejar armas. Algunos de los amigos más alienados de su madre eran tiradores expertos, gente llena de odio con una luz extraña en la mirada, que en algunos era señal de consumo de drogas, pero en otros sólo aparecía cuando hablaban de su consagración absoluta a la verdad y la justicia. En un páramo de Montana, cuando Chyna tenía doce años, una mujer llamada Doreen y un hombre llamado Kirk la habían instruido en el manejo de la pistola, aunque sus brazos delicados saltaban hacia cualquier lado con el retroceso. Con paciencia, le habían enseñado a dominarla y le habían asegurado que llegaría a ser un soldado de verdad, orgullo de la causa.
Chyna había aceptado las lecciones de tiro, no para militar en tal o cual causa noble sino para protegerse de la gente rara que rodeaba a su madre, los que caían en furias demenciales provocadas por las drogas… y los que querían saciar en ella sus deseos perversos. Era demasiado joven para buscar sus atenciones, demasiado decente para alentarlas… pero gracias a su madre, no era tan ingenua como para engañarse acerca de sus verdaderas intenciones.
Con el revólver del empleado muerto en la mano, se volvió hacia el teléfono y vio que estaba destruido.
—Mierda.
Volvió rápidamente por la puerta del mostrador a la parte pública del local, y de ahí, a la puerta principal. La casa rodante aún estaba estacionada junto a la hilera exterior de surtidores. Sus faros estaban apagados.
Al principio no vio al asesino… pero entonces apareció bordeando la parte posterior de la casa rodante, y su impermeable desabrochado flameaba como una capa al viento.
Aunque estaba a unos veinte metros de ella, seguro que no podría verla en la puerta. Ni siquiera miraba hacia ella, pero Chyna retrocedió.
Aparentemente, había colocado el pico de la manguera en el dispositivo del surtidor, y cerrado el tanque de combustible. Iba hacia la puerta junto al volante.
La intención original de Chyna había sido llamar a la policía para informar que el asesino se dirigía hacia el norte por la ruta 101. Pero ahora, buscar un teléfono, comunicarse con la policía y hacerle comprender el problema, le daría a él por lo menos una hora de ventaja. Eso le permitiría elegir entre las diversas rutas que intersectaban la 101. Podría seguir hacia el norte en dirección a Oregon, hacia el este en dirección a Nevada… si no se desviaba hacia la costa, viraba al sur y bordeaba el Pacífico para perderse en el laberinto urbano de San Francisco. Cuanto más se alejara antes de que se emitiera un pedido de captura en todas las direcciones, más difícil sería encontrarlo. Cruzaría rápidamente el límite del condado y poco después acaso el del estado, y el paso a otra jurisdicción policial complicaría la búsqueda.
Y pensándolo bien, era muy poca la información que podía brindarle a la policía. No sabía con certeza si la casa rodante era azul o verde… o de otro color, porque sólo la había visto en la oscuridad y luego bajo el resplandor amarillo de las luces de vapor de sodio de la estación de servicio, que alteraban los colores. No conocía la marca ni había visto la matrícula.
El asesino escapaba.
Sin apuro, confiado en que no había peligro inminente, subió a la casa rodante y cerró la puerta.
Va a escapar. Dios. No, esto no puede ser, no puedo permitirlo. No puede escapar, lo que les hizo a Laura y a los demás no debe quedar impune… sobre todo, no puedo permitir que se lo haga a otros. Dios mío, deja que le meta un tiro en la cabeza a ese hijo de puta degenerado de mierda.
Se acercó otra vez a la puerta. Hacía falta una llave para correr el cerrojo. Ella no tenía la llave.
Si hacía estallar el vidrio de un tiro, él lo oiría. A pesar de la distancia y el rugido del motor, lo oiría.
Una vez que pasara la puerta, estaría demasiado lejos para dispararle. A quince o veinte metros, de noche, con un arma corta, los surtidores cortándole la visual… No, era imposible. Tenía que acercarse, ir derecho a la casa rodante, apoyar el caño en la ventanilla.
Pero si el asesino oía su disparo al reventar la puerta, y la veía salir de la tienda, no le daría la menor oportunidad de acercarse, y entonces él sería nuevamente el perseguidor, la seguiría por toda la estación de servicio y dondequiera que fuese, y su escopeta era un arma más eficaz que el revólver.
Se encendieron los faros de la casa rodante.
—No…
Corrió al mostrador, pasó la puerta, bordeó los cadáveres y fue a la puerta trasera.
No podía faltar una salida posterior. Lo exigían la conveniencia, además del código de seguridad para casos de incendio.
La puerta se abrió a las tinieblas. Por lo que podía determinar, no había ventanas. Tal vez era un depósito de provisiones o un baño. Cruzó el umbral, cerró la puerta a su espalda para evitar que la luz entrara en el local, tanteó la pared a su izquierda y al palpar un interruptor encendió la luz, a pesar del riesgo.
Se encontraba en una oficina estrecha. El teléfono sobre el escritorio estaba destrozado.
En la pared opuesta a la de la entrada había otra puerta. No tenía cerradura. Seguramente era un retrete.
A su izquierda, en la pared trasera del edificio, había una puerta metálica provista de dos cerrojos con pestillo manual. Corrió los cerrojos para abrir la puerta y una poderosa ráfaga de viento frío invadió la oficina.
Detrás del edificio, había una playa pavimentada de unos seis metros de ancho, y más allá se alzaba una ladera abrupta densamente poblada de árboles, sombras inquietas en la noche tormentosa. A la luz de una lámpara de seguridad protegida por una jaula de alambre vio dos autos estacionados; probablemente pertenecían a los empleados.
Entre insultos al asesino, Chyna giró a la derecha, hacia la esquina más próxima a la puerta, la dobló a la carrera y pasó los retretes públicos. Nunca en su vida había atacado físicamente a nadie, pero ahora estaba dispuesta a matar y tenía la certeza de que lo haría sin titubear, sin piedad, con espíritu vengativo, porque él le había dado fuerzas para ello. Le había infundido esa furia animal ciega, y lo peor era que le hacía bien, le hacía tanto bien esa rabia después del miedo y la impotencia, era tan dulce ese zumbido de la sangre en las venas, tan estimulante esa sensación de fuerza bestial… Esa sed de sangre que se había apoderado de ella, lejos de causarle pavor, le gustaba y sabía que le gustaría aún más cuando llegara a la casa rodante y le disparara a través de la ventanilla, abriera la puerta y le disparara otra vez aunque ya sangrara profusamente, lo arrastrara de su asiento al suelo y vaciara el cargador en su cuerpo para que nunca más saliera de cacería.
Dobló la segunda esquina y llegó al frente del local. La casa rodante se alejaba de los surtidores.
La persiguió, corrió como nunca en su vida contra un viento resistente que le arrancaba lágrimas de los ojos, y sus pasos retumbaban sobre el asfalto.
Dios mío, déjame atraparlo, repetía en lugar de Dios mío, déjame escapar de él, y Dios mío, deja que lo mate, en lugar de Dios mío, no dejes que me mate.
La casa rodante aceleró. Ya abandonaba la zona de los surtidores hacia la rampa de ciento cincuenta metros que conducía a la autopista.
No podría alcanzarla. El asesino escapaba.
Se detuvo y se paró con los pies bien separados. Tenía el revólver en la diestra. Lo alzó, lo tomó con las dos manos, los brazos extendidos, los codos trabados. La posición del tirador. Todas las chicas buenas debían aprenderla para cuando llegara la revolución.
Los latidos de su corazón eran una sucesión de explosiones que le sacudían los brazos y le impedían apuntar. Además, la casa rodante ya estaba demasiado lejos. Erraría el tiro por muchos metros. Y aun si tuviera suerte, el proyectil haría impacto en la pared trasera, lejos del conductor. Estaba fuera de su alcance, a salvo, y se alejaba tan tranquilo.
No había nada que hacer. Buscaría ayuda, encontraría un teléfono, llamaría a la policía local lo antes posible para reducir en lo posible la ventaja del asesino… pero ahora y aquí no había nada que hacer.
Sólo que sí había algo que hacer, por más que ella quisiera lavarse las manos del asunto, porque dijo en voz alta:
—Ariel…
Dieciséis años. La cosa más bonita que verán antes de llegar al paraíso. Un ángel. Cutis de porcelana. Te quita el aliento. Encerrada en el sótano desde hace un año. Nunca la toqué… de esa manera. Espero que la muñequita madure, alcance el grado exacto de dulzura.
Vino a su mente el retrato de Ariel, tan claro y nítido como en la fotografía Polaroid que había tenido en la mano. La expresión de placidez asumida con tanto esfuerzo. Los ojos que expresaban angustia.
Un rato antes, al escuchar la conversación entre el asesino y los empleados, Chyna supo con certeza que no bromeaba, que decía la verdad. El degenerado revelaba sus secretos, confesaba sus peores crímenes y disfrutaba al hacerlo porque sabía que los hombres iban a morir, que no podrían denunciarlo. No hubiera necesitado ver la foto para saberlo.
Ariel. Esos ojazos. La angustia.
Concentrada en su propia supervivencia, Chyna había reprimido sus pensamientos sobre la niña cautiva. Y al hallar el revólver se había convencido de que sólo quería matar al hijo de puta, volarle la tapa de los sesos, porque no había sido del todo capaz de afrontar la verdad.
La verdad era que no se atrevía a matarlo porque después quizá sería imposible descubrir el paradero de Ariel, o tardarían tanto en llegar allá que la chica moriría de inanición encerrada en la celda del sótano. Si la tenía en su casa, seguramente encontrarían la dirección en su documento de identidad; pero tal vez la había encerrado en un lugar remoto al que él, sólo él, podía conducirlos. Chyna había perseguido al asesino para herirlo y entregarlo a la policía, que sabría arrancarle el paradero de Ariel. Si hubiera podido dar alcance a la casa rodante, hubiera tratado de abrir la puerta, herir al degenerado en las piernas, correr junto a la casa hasta herirlo apenas lo necesario para obligarlo a detener la marcha. Pero se había ocultado esa verdad a sí misma porque tratar de herirlo era mucho más peligroso que dispararle a la cabeza a través de la ventanilla, y si hubiera reconocido que eso era lo que debía hacer, acaso le hubiera faltado coraje para correr tan rápidamente y esforzarse hasta el límite.
La casa rodante cargada de cadáveres, conducida por un sujeto cuyo nombre bien pudiera ser Legión, se alejaba por la rampa de acceso a la ruta 101. El infierno sobre ruedas: nada menos.
En algún lugar del mundo, él tenía una casa y esa casa tenía sótano y en ese sótano estaba encerrada desde hacía un año una niña de dieciséis años, llamada Ariel, intacta pero próxima a ser violada, viva pero no por mucho tiempo.
—Ella existe —susurró Chyna al viento. Las luces traseras desaparecían en la noche. Frenética, echó una mirada a su alrededor. No había ayuda a la vista en ese páramo desierto. Ni una luz en la vecindad. Sólo los árboles y la noche. Hacia el norte, más allá de un par de colinas, había un punto luminoso, pero quién sabía qué era, y además estaba demasiado lejos para llegar a pie.
Desde el sur apareció un camión detrás de un par de faros deslumbrantes, pero no se detuvo en la estación de servicio a oscuras. Pasó con un alarido; el conductor no había visto a Chyna.
La pesada casa rodante ya llegaba al final de la rampa.
Entre sollozos de impotencia, de furia, de miedo por una chica desconocida, de desesperación por la culpa que sentiría si la chica muriera, Chyna volvió la espalda a la casa rodante. Cruzó las hileras de surtidores. Bordeó el edificio por donde había venido.
Durante su infancia nadie le había tendido una mano solidaria. Nadie se conmovía al verla atrapada, aterrada, indefensa.
En su imaginación, la instantánea Polaroid se convertía en uno de esos hologramas que muestran imágenes distintas según el ángulo desde el que se lo mire. A veces mostraba la cara de Ariel, a veces la suya.
Mientras corría, rogaba que no fuera necesario volver a entrar. Registrar los cadáveres.
Parpadeaban los relámpagos remotos, acompañados por truenos que retumbaban como un taconeo de botas en el hueco de la escalera de un sótano. El viento azotaba con fuerza creciente los árboles negros en las laderas abruptas detrás del edificio.
El primer auto era un Chevrolet blanco. Un modelo de diez años atrás. La puerta sin traba.
Cuando se sentó detrás del volante, chillaron los resortes de la butaca gastada y un envoltorio de golosina o algo parecido crujió bajo sus pies. El olor a tabaco rancio era insoportable.
Las llaves no estaban en el encendido. Ni detrás de la pantalla para sol. Ni debajo del asiento del conductor. No estaban en el auto.
El otro auto era un Honda de modelo más reciente que el Chevy. Olía a desodorante de limón y las llaves estaban sobre un platillo en la consola.
Dejó el revólver sobre el asiento del acompañante, al alcance de la mano; no quería soltarlo. Desde que era adulta, siempre había confiado en la prudencia y la astucia para evitar el peligro. No había tomado un arma desde que abandonó a su madre, a los dieciséis años. Ahora no podía imaginar la vida sin un arma a su alcance; desalentada, pensó que siempre sería así en lo sucesivo.
El motor se encendió al instante. Los neumáticos chillaron y dejaron manchas de caucho al arrancar. Se alzó humo bajo las ruedas, el auto salió disparado detrás del edificio y cruzó la playa de los surtidores como una bala.
La rampa de acceso a la ruta estaba desierta. La casa rodante había desaparecido.
En ese tramo, la 101 era una autopista de cuatro carriles por mano, sin conexión entre ambas. La casa rodante no podía haber cruzado a la mano contraria. El asesino sólo podía dirigirse al norte, y su ventaja era escasa. No podía estar lejos.
Chyna inició la persecución.