Las muchachas muertas se agitan en las tinieblas tanto como en la luz. Con los saltos de la casa rodante sobre el ripio del camino, los grilletes de Laura tintineaban constantemente, amortiguados apenas por la sábana que la envolvía.
Enceguecida, el cuerpo apretado contra la pared de fibra junto a la puerta del dormitorio, Chyna Shepherd estaba casi convencida de que aun en la muerte, Laura protestaba la injusticia de su asesinato. Clinc-clinc.
Los neumáticos alzaban nubes de grava que repiqueteaba contra el chasis. En poco tiempo, la casa rodante saldría al asfalto liso de la carretera estatal.
Si intentara saltar de la casa, el asesino oiría el estrépito de la puerta cuando la fuerza del viento la arrancara de sus manos, o la vería por el espejo retrovisor lateral. En los soñolientos viñedos invernales, donde las casas más próximas estaban pobladas por muertos, sin duda correría el riesgo de detenerse para perseguirla, y la alcanzaría en poco tiempo.
Convenía esperar. Dejar que anduviera unos cuantos kilómetros por la carretera o incluso que tomara una ruta más importante que atravesara una población, o donde hubiera un poco de tránsito. No estaría tan dispuesto a perseguirla en un lugar donde hubiera gente en las cercanías que oyeran sus gritos de auxilio.
Tanteó la pared en busca del interruptor. La puerta era hermética; la luz no llegaría a la salita. Pero el interruptor no encendió la luz; seguramente la bombilla estaba quemada.
Recordó haber visto una lámpara atornillada a la mesa de noche empotrada. Cruzó el dormitorio al tanteo, y entonces se redujo la velocidad.
Ya había tomado el interruptor de la lámpara entre el índice y el pulgar, pero bruscamente se le aceleró el corazón de miedo a que él detuviera la marcha y viniera al dormitorio. Ahora que no había manera de salvar a Laura y la furia candente se había vuelto rabia fría, sólo quería evadirlo, escapar, informar a las autoridades para que lo detuvieran.
Sin embargo, en lugar de detenerse, el vehículo sólo aminoró la marcha para describir una amplia curva hacia la izquierda y acelerar nuevamente. La carretera.
Si no recordaba mal, la primera intersección sería la de la Ruta Estadual 29, la misma que ella y Laura habían recorrido la tarde anterior. En ese tramo, las escasas salidas daban acceso a otros viñedos, granjas y casas. Seguramente el asesino no las visitaría ni masacraría a otras familias inocentes sumidas en el sueño. Se acercaba la madrugada; además, seguramente había saciado por el momento su sed de violencia.
Encendió la lámpara, y un círculo de luz turbia iluminó la cama.
Evitó mirar el cadáver pese a que estaba casi totalmente envuelto en ropa de cama. Si se ponía a pensar en Laura, se hundiría en una ciénaga de negra desazón.
Necesitaba conservar la energía y la lucidez para sobrevivir.
Aunque difícilmente hallaría un arma más efectiva que la cuchilla, nada se perdía con buscarla. El asesino llevaba una pistola con silenciador; tal vez había otras armas de fuego en la casa rodante.
La única mesa de noche tenía dos cajones. En el primero encontró un paquete de vendas de gasa, un par de esponjas de caras amarilla y verde utilizadas para lavar la vajilla, un pequeño tubo de plástico lleno de un líquido de color claro, un rollo de cinta adhesiva, un peine, un cepillo para pelo con mango de carey, un tubo semivacío de jalea analgésica, un frasco lleno de crema epidérmica con áloe vera, una pinza para las cejas con mango de plástico amarillo y una tijera.
Podía imaginar para qué utilizaba algunas de esas cosas, y en cuanto a las demás, mejor no pensarlo. Sin duda, algunas de las mujeres que secuestraba llegaban vivas a esa cama.
Estudió la tijera, pero en caso de necesidad, la cuchilla sería más efectiva.
En el segundo cajón, más grande que el primero, había una caja de plástico rígido similar a las de los equipos de pesca deportiva. En su interior halló un equipo completo de costura con carretes de hilos de distintos colores, un alfiletero, sobres con agujas, un enhebrador de agujas, una variedad de botones y otros elementos; nada de utilidad para ella. La cerró.
Al pararse descubrió que la ventana sobre la cama estaba tapada por una plancha delgada de madera, atornillada a la pared. Había retazos de tela azul entre la madera y el marco de la ventana: eran los bordes de las cortinas.
Desde afuera sólo se verían las cortinas. Y si alguna cautiva tuviera la suficiente destreza y suerte para liberarse de sus grilletes, jamás podría abrir la ventanilla y pedir socorro a los conductores que pasaran.
A falta de otros muebles en el dormitorio diminuto, el único lugar donde podría encontrar un arma sería el armario. Bordeó la cama hacia la puerta plegadiza de vinilo que se deslizaba por una corredera.
La puerta se plegó hacia la izquierda. En el interior del armario había un hombre muerto.
El shock la hizo dar contra la cama. Sus piernas chocaron con el colchón y estuvo a punto de caer sobre Laura. Conservó el equilibrio, pero dejó caer la cuchilla.
La pared del fondo del armario parecía estar reforzada con planchas de acero sujetas a los parantes del vehículo. Había dos anillas soldadas al acero, separadas entre sí y lejos del suelo. Con las muñecas esposadas a las anillas, el hombre muerto pendía como un crucificado. Sus pies estaban juntos como los de Cristo en la cruz, pero no clavados sino engrillados a una anilla en el piso del armario.
Era un joven: diecisiete, dieciocho años, seguro menos de veinte. Vestía sólo calzoncillos blancos, y su cuerpo, delgado y pálido, estaba cubierto de moretones. Su cabeza no pendía hacia adelante, sobre el pecho, sino hacia un costado, y la sien izquierda descansaba contra el bíceps del brazo izquierdo alzado. Pelo oscuro y ensortijado. Los párpados estaban cosidos con hilo verde. Hilo amarillo sujetaba dos botones cosidos sobre el labio superior a otros dos botones idénticos cosidos bajo el labio inferior.
Su propia voz la sorprendió: era un balbuceo incoherente, un ruego a Dios. Chyna apretó los dientes y se contuvo aunque era improbable que su voz se oyera en la cabina de la gran casa rodante por encima del ruido del motor y el zumbido de los enormes neumáticos.
Cerró el panel plegable. A pesar de su aparente endeblez, era sólido como la puerta de una caja fuerte. La traba magnética se cerró con el chasquido de un hueso al quebrarse.
Ninguno de los textos, ninguna de las historias clínicas de violencia psicópata que había leído contenía una descripción de un crimen tan gráfica como para obligarla a buscar un rincón, sentarse en el piso, apretar las rodillas contra el pecho, abrazarse. Fue precisamente lo que hizo en ese momento… y eligió el rincón más alejado del armario.
Tenía que dominarse enseguida, empezando por su respiración frenética. Jadeaba, inspiraba profundamente, y sin embargo, le parecía que le faltaba el aire. Más y más rápido, más y más profundo, pero empezaba a marearse. La oscuridad invadió su visión periférica hasta crear la impresión de que miraba el sucio dormitorio de la casa rodante desde el extremo de un túnel largo y tenebroso.
Se dijo que el joven en el armario estaba muerto cuando el asesino empezó a coserlo. O por lo menos, estaba inconsciente. Pero no debía pensar en el joven porque el túnel se volvía más largo y estrecho, el dormitorio más remoto, las luces más turbias.
Se cubrió la cara con las manos, que estaban frías, pero no tanto como su cara. Por alguna razón que no pudo comprender, vino a su mente la cara de su madre, nítida como una fotografía. Entonces comprendió.
Para su madre, la violencia era algo romántico, incluso fascinante. Durante un tiempo, habían vivido en una comuna en Oakland, donde todos hablaban de hacer un mundo mejor, y los adultos pasaban la mayoría de las noches bebiendo vino y fumando marihuana mientras discutían cómo derribar el aborrecido sistema. Jugando a los naipes o al Teg, debatían las mejores estrategias para alcanzar la anhelada Utopía, aunque algunos estaban demasiado embelesados por la revolución para participar en juegos triviales. Había túneles y autopistas que podían ser volados con increíble facilidad para interrumpir el tránsito; podían destruir las instalaciones telefónicas para desbaratar las comunicaciones; había que incendiar los frigoríficos para poner fin a la explotación brutal de los animales. Elaboraban planes complejísimos para robar Bancos, y audaces asaltos a transportadores de caudales con el fin de conseguir fondos para sus operaciones. Su camino hacia la paz, la libertad y la justicia estaba lleno de cráteres abiertos por las explosiones, sembrado de innumerables cadáveres. Después de una temporada en Oakland, Chyna y su madre se habían lanzado nuevamente a recorrer las autopistas hasta arribar, al cabo de unas semanas, a la casa de su viejo amigo Jim Woltz, un nihilista acérrimo que estaba metido hasta los tuétanos en el narcotráfico y, de paso, en el contrabando de armas. Había convertido el sótano de su casa frente al mar en un búnker donde guardaba su colección de doscientas armas de fuego. Aun en sus peores momentos, cuando estaba sumida en la depresión, y una angustia inexplicable volvía grises sus ojos verdes, la madre de Chyna era una mujer hermosa. Pero en esa mesa de Oakland y en ese búnker climatizado de Cayo Hueso —en realidad, cada vez que se encontraba junto a un hombre como Woltz—, su tez de porcelana se volvía más tersa y casi traslúcida; sus finísimos rasgos se animaban; su cuerpo adquiría un mágico garbo, una elegancia desusada, y la sonrisa no abandonaba su rostro. Ante la perspectiva de la violencia, de jugar a ser Bonnie con cualquier hombre que quisiera ser Clyde, su rostro magnífico adquiría una luz interior tan espectacular como una puesta de sol caribeña, y sus ojos verde esmeralda se volvían seductores y misteriosos como el Golfo de México en el ocaso.
Pero por romántica que fuera la visión, la realidad de la violencia era sangre derramada, huesos rotos, podredumbre, polvo. La realidad era Laura sobre la cama y el joven desconocido detrás de la puerta de vinilo con sus labios cosidos.
Con las manos frías cubriendo su cara aún más fría, Chyna comprendió que la extraña belleza de su madre jamás sería suya.
Poco a poco, dominó su respiración.
El movimiento de la casa rodante le traía recuerdos de infancia, cuando dormitaba en los trenes, los ómnibus, los asientos traseros de los autos, arrullada por el zumbido de las ruedas, sin saber adónde la llevaba su madre. Entonces soñaba con una familia como las de la televisión, con padres irritables pero cariñosos, un vecino gruñón pero nunca malintencionado y un perrito simpático. Pero los sueños lindos nunca duraban mucho, y al despertar de sus frecuentes pesadillas para contemplar el paisaje desconocido por la ventanilla, deseaba que el viaje no terminara jamás. El camino traía una promesa de paz, pero siempre conducía a algún infierno.
Esta vez no sería distinto. Dondequiera que fueran, Chyna no quería llegar hasta allá. Su intención era bajarse antes de llegar a destino y buscar el camino de regreso a esa vida mejor que había construido con tanto esfuerzo durante los últimos diez años.
Se apartó del rincón para tomar la cuchilla que había dejado caer en la conmoción sufrida al descubrir al muerto en el armario. Después bordeó la cama hasta la mesita de noche y apagó la lámpara.
No la asustaban los muertos en la oscuridad. Sólo los vivos eran peligrosos.
La casa rodante aminoró la velocidad y viró a la izquierda. Chyna se inclinó para conservar el equilibrio. Seguramente había tomado la Ruta Estadual 29. Un giro a la derecha los hubiera conducido hacia el sur, hasta el pueblo de Napa, en el fondo del valle. Los únicos pueblos que conocía hacia el norte eran Saint Helena y Calistoga.
Pero entre un pueblo y otro sólo habría viñedos, granjas, casas, establecimientos rurales. No podía saltar del vehículo sin tener la razonable certeza de encontrar ayuda.
Se acercó furtivamente a la puerta, tomó el picaporte y esperó a que su instinto le indicara el próximo paso. Había pasado buena parte de su vida haciendo equilibrio sobre una cerca de rejas, y cierta noche terrible, cuando tenía doce años, llegó a la conclusión de que el instinto no era otra cosa que la voz discreta de Dios. Él respondía a las plegarias, pero una debía saber escuchar y creer en la respuesta. En esa época escribió en su diario íntimo: «Dios no grita; habla en susurros y el susurro indica el camino».
A la espera del susurro, pensó en el cuerpo mutilado en el armario (muerto aparentemente hacía menos de un día) y en el cuerpo aún tibio de Laura sobre la cama desvencijada. Sus padres, Sarah y Paul, su hermano Jack, su cuñada Nina: seis asesinatos en veinticuatro horas. El devorador de arañas no era un psicópata homicida común y corriente. En la jerga de los policías y criminólogos especializados en la persecución de hombres como él, «estaba caliente, tenía calentura, consumido por sus deseos y necesidades». Pero Chyna —que después de la licenciatura en sicología pensaba hacer el doctorado en criminología aunque tuviera que pasar seis años más en el restaurante— intuía que había algo más que «calentura» en este tipo. Era un caso único, respondía sólo en parte a las pautas aberrantes descriptas por la sicología; una especie de extraterrestre, una máquina de matar desenfrenada, tan implacable como irresistible. Sin el murmullo del instinto, ella no podría eludirlo.
Recordó el espejo retrovisor que había visto al sentarse por un momento en la cabina del conductor. Puesto que el vehículo no tenía ventanilla trasera, el objeto del espejo era observar el interior de la salita y el hueco del comedor a su espalda. Seguramente la visual alcanzaba hasta el pasillo de acceso al baño y el dormitorio, y si el demonio tenía suerte, echaría una mirada en el preciso instante en que Chyna estuviera a la vista al abrir la puerta y salir.
Cuando intuyó que había llegado el momento, Chyna abrió la puerta.
Qué suerte, un buen augurio: la luz del techo del pasillo estaba apagada.
En medio de las tinieblas, cerró la puerta del dormitorio.
La lámpara sobre la mesa del comedor seguía encendida. Miró hacia la cabina, vio el resplandor verde del panel de instrumentos, el parabrisas… y más allá, los haces plateados de los faros.
Pasó el baño, salió del refugio de las sombras y se agazapó junto al panel lateral del hueco del comedor. Desde el nicho en forma de media luna contempló la nuca del conductor, a unos seis metros de distancia.
Tan próximo… y, por primera vez, parecía vulnerable. Desde luego, no iba a cometer la imprudencia de atacarlo mientras conducía. Si la oyera o la viera por el espejo retrovisor, podría girar bruscamente el volante o clavar los frenos para hacerle perder el equilibrio. Entonces podría detener el vehículo y llegar hasta ella sin darle tiempo para ganar la puerta trasera… o simplemente volverse en el asiento y dispararle.
La puerta por donde él había entrado con el cuerpo de Laura estaba a la izquierda. Chyna se sentó en el piso con los pies sobre el escalón, de cara a la puerta, oculta de las miradas del conductor por el hueco del comedor.
Dejó la cuchilla en el piso. Cuando saltara por la puerta, probablemente caería y rodaría por tierra, y podría clavarse la cuchilla, si la llevaba en la mano.
Saltaría cuando el conductor se detuviera en una intersección o cuando una curva cerrada le obligara a aminorar drásticamente la velocidad. No podía correr el riesgo de quebrarse una pierna o desmayarse de un golpe, porque entonces no podría alejarse del camino y ocultarse. Si quedaba fuera de combate, el asesino tal vez estacionaría en la banquina de la carretera y volvería por ella a pie.
No tenía la menor duda de que él advertiría la fuga desde el primer instante. Oiría el ruido de la puerta al abrirse o el silbido del viento, y la vería por el espejo de la cabina o por el lateral al iniciar ella la carrera hacia la libertad. Aun en el caso improbable de que no la viera, apenas saltara a tierra, el viento cerraría la puerta con violencia; el asesino sospecharía que había alguien más aparte de su colección de cadáveres; se detendría en la banquina y, presa del pánico, vendría a ver qué había sucedido.
No, presa del pánico no. Nada de eso. Era probable que la buscara minuciosamente, con la eficiencia implacable de una máquina. El control y el poder eran su esencia; los tipos como él rara vez sucumbían al pánico.
El corazón de Chyna se aceleró a medida que la casa rodante aminoraba la marcha. Se alzó a medias sobre el escalón y tomó el picaporte.
El vehículo se detuvo. Ella bajó el picaporte, pero la puerta estaba trabada. Lo probó una y otra vez, pero en vano.
No había un cerrojo manual. Sólo el ojo de una cerradura.
Recordó el chasquido que había escuchado desde el dormitorio cuando el devorador de arañas entró y cerró esa puerta. Chac-chac. El chasquido de una llave, quizá.
Tal vez el fabricante había puesto la cerradura como dispositivo de seguridad para impedir que un chico abriera la puerta en medio del tránsito. O tal vez el degenerado hijo de puta había modificado la cerradura para dificultarle el ingreso a un ladrón o un intruso que pudiera descubrir un cadáver engrillado o con los labios cosidos. La prudencia nunca está de más cuando uno tiene unos cuantos cadáveres en el dormitorio. Y la prudencia exige ciertas medidas de seguridad.
La casa rodante cruzó la intersección y aceleró. Debió haber previsto que la fuga no sería tan fácil. Nada era fácil. Jamás.
Volvió a sentarse, se apoyó contra el panel del hueco y clavó los ojos en la puerta mientras pensaba. Anteriormente, al atravesar el vehículo desde la cabina, había visto una puerta delantera al otro lado, detrás del asiento del acompañante. La mayoría de las casas rodantes tenía dos puertas, pero este modelo antiguo tenía tres. Con todo, no convenía intentarlo por ahí por la misma razón que no convenía atacarlo a él: podría verla, hacerle perder el equilibrio, dispararle sin darle tiempo a pararse.
En fin, aún conservaba una ventaja: él no sabía que la llevaba a bordo.
Si no podía abrir una puerta y saltar a tierra, si tenía que matarlo, esperaría allí, escondida detrás del hueco del comedor; sorprendería al desgraciado, lo destriparía, pasaría por encima de su cuerpo y saldría por la puerta delantera. Poco antes había estado dispuesta a matarlo; sólo era cuestión de hacerse a la idea otra vez.
El motor hacía vibrar el piso hasta entumecerle a medias el trasero. Lástima que no se lo entumecía del todo; la alfombra no era mullida, y empezó a dolerle el hueso dulce. Se hamacó hacia los costados, luego hacia adelante y atrás; el alivio duraba unos segundos. El dolor se extendió hacia la columna vertebral, y la leve incomodidad se intensificó. El asunto se volvía serio.
Veinte minutos, media hora, cuarenta minutos, una hora, más de una hora: para soportar la agonía, se puso a pensar en cómo escaparía cuando el asesino detuviera la marcha y se levantara de la butaca. Se concentró. Pensó en los detalles. Imaginó diversas variantes. Al final, el dolor desplazó al pensamiento.
El interior de la casa rodante era muy fresco y no llegaba calor al escalón de la puerta. Las vibraciones del motor y los neumáticos transmitidas a través de las suelas repiqueteaban implacables sobre sus talones. Estiró los dedos, temerosa de que los pies fríos y doloridos y los músculos entumecidos de las pantorrillas le provocaran calambres cuando llegara el momento de entrar en acción.
Una hilaridad desconcertante, casi desesperada, se apoderó de ella. Qué me importa la pena, pensó. Qué me importa la justicia. Sólo quiero una silla acolchada donde apoyar el trasero, y calentarme los pies, aunque me cueste la vida.
La prolongada inmovilidad no sólo la agotaba físicamente sino que empezaba a hundirla en la depresión. En la casa, a la primera señal de la presencia del intruso y antes de que él llegara al cuarto de huéspedes, Chyna comprendió que el movimiento era la clave de la seguridad. Ahora el movimiento era la clave de la seguridad psíquica al proporcionarle una distracción. Pero las circunstancias la obligaban a permanecer inmóvil y a la espera. Tenía demasiado tiempo para pensar… y sus pensamientos eran profundamente perturbadores.
Cayó en una angustia tal, que le brotaron lágrimas… y fue entonces cuando comprendió que la verdadera causa del sufrimiento no eran el trasero o la espalda doloridos ni los pies ateridos. El dolor verdadero era el del corazón, la angustia que se había visto obligada a reprimir desde que halló a Paul y Sarah, desde que detectó el olor vagamente amoniacal del semen en el dormitorio de Laura y vio los destellos de luz en los eslabones de los grilletes. El dolor físico era un débil pretexto para el llanto.
Si se atreviera a llorar por autocompasión, entonces desataría un torrente por Paul, por Sarah, por Laura, por el puto, jodido, infeliz género humano, lágrimas de impotencia porque la esperanza conquistada con tan duro esfuerzo acabara en una pesadilla. Se taparía la cara con las manos y entre sollozos inútiles elevaría a Dios la pregunta más frecuente de todas: ¿Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué?
Entregarse al llanto: qué fácil, y sobre todo, qué satisfacción. El llanto egoísta de la derrota no sólo le permitiría desahogar el corazón henchido de pena sino liberarse de la necesidad de pensar en nada o en nadie. El alivio anhelado estaba a su alcance con sólo confesar que el duro esfuerzo para comprender era una dolorosa vivencia que no valía la pena. Al oír sus sollozos, el asesino frenaría bruscamente y la encontraría acurrucada en el pozo del escalón. La atontaría de un golpe en la cabeza, la arrastraría al dormitorio, la violaría sobre el cadáver de su amiga; el terror superaría todo lo que había conocido hasta entonces, pero sería breve. Y definitivo. La liberaría de una vez y para siempre de los porqués, de la tortura de caer una y otra vez de la frágil esperanza al pozo conocido de la depresión.
Hacía mucho tiempo, acaso la noche en que cumplió ocho años y la cucaracha frenética corrió por todo su cuerpo, había comprendido que mucha gente elegía el papel de víctima. De niña había sido incapaz de expresar este concepto con palabras y de comprender por qué tanta gente optaba por el martirio; ya mayor, había aprendido a reconocer el odio a uno mismo, el masoquismo, la debilidad.
El martirio no siempre es algo que nos reserva el destino; a veces, incluso con cierta frecuencia, nos sucede por propia voluntad.
Ella siempre había rechazado el papel de víctima, había optado por resistir y contraatacar, por aferrarse a la esperanza, la dignidad y la fe en el futuro. Pero el papel de víctima era atractivo porque liberaba de la responsabilidad y la angustia. El miedo se volvía abatimiento y resignación; el fracaso no generaba culpa sino, por el contrario, una sensación reconfortante de autocompasión.
Parada precariamente sobre una cuerda afectiva floja, no sabía si sería capaz de conservar el equilibrio o si se dejaría caer.
El vehículo aminoró la marcha una vez más. Se desviaba hacia la derecha. Más despacio. Tal vez iba a detenerse en la banquina.
Probó el picaporte una vez más. Sabía que la puerta estaba trabada, pero repitió la operación porque, al fin y al cabo, era incapaz de rendirse sin pelear.
El conductor tomó una pendiente suave sin dejar de aminorar la velocidad.
A pesar del dolor en los muslos y las pantorrillas, pero con alivio para su trasero, Chyna se alzó apenas lo suficiente para asomarse del hueco.
La nuca del asesino, la cosa más detestable que había visto en su vida, le provocó un nuevo acceso de furia. Debajo de ese hueso cóncavo latía un cerebro pletórico de fantasías degeneradas. Qué exasperante que ese hombre estuviera vivo, y Laura, muerta. Que estuviera ahí tan complacido, tan feliz con el recuerdo de la sangre derramada, de los ruegos de clemencia que eran música en sus oídos. Que volviera a contemplar una puesta de sol o saborear un durazno o aspirar el aroma de una flor. Para Chyna, el cráneo de ese hombre evocaba el terso caparazón quitinoso de un insecto; sería tan frío al tacto como una cucaracha bajo su mano.
Más allá del conductor y del parabrisas, en la cima ya cercana de la cuesta, apareció una estructura vaga, imposible de identificar. Los altos faroles de vapor de sodio echaban una turbia luz amarillenta.
Otra vez se agazapó detrás del hueco del comedor. Tomó la cuchilla.
Habían llegado a la cima. Nuevamente en terreno llano, la casa rodante aún aminoraba su marcha.
Giró de espaldas a la puerta y se acomodó en el pozo. El pie izquierdo en el escalón inferior, el derecho en el superior. La espalda apretada contra la puerta, agazapada en la sombra donde no llegaba la luz de la lámpara sobre la mesa, se preparó para abalanzarse sobre él, si atravesaba la casa rodante y le daba la oportunidad.
Con un suspiro de sus frenos de aire, el vehículo por fin se detuvo.
Dondequiera que se hallaran, tal vez habría gente en las cercanías. Gente que pudiera socorrerla.
Pero ¿estarían lo suficientemente próximas para oír sus gritos?
Y aunque los oyeran, no llegarían a tiempo. Antes llegaría el asesino, pistola en mano.
Tal vez no era más que un parador al costado de la ruta: un estacionamiento, unas cuantas mesas de madera, un cartel de advertencia sobre los peligros de no apagar bien una fogata, un par de retretes. Quizá se había detenido para hacer sus necesidades en el retrete público o en el de la casa rodante. En esa quietud total de las tres de la mañana, probablemente era el único vehículo en el lugar; en ese caso, aunque gritara hasta perder la voz, nadie acudiría en su ayuda.
Se apagó el motor.
Silencio. Ninguna vibración en el piso.
Ahora que el vehículo se había detenido, Chyna temblaba. La depresión se había desvanecido. Tenía espasmos en el estómago. Estaba asustada. Porque quería vivir.
Hubiera preferido que él bajara y le diera la oportunidad de escapar, pero lo más probable era que usara el retrete de su vehículo en lugar del público. Pasaría junto a ella. Ya que no había fuga posible, quería que sucediera de una buena vez.
Se preguntó absurdamente qué brotaría de él al clavarle el cuchillo: ¿sangre… o esa porquería que rezumaba una cucaracha aplastada?
Esperaba oír los movimientos del hijo de puta, sus pisadas fuertes que retumbarían al pisar una junta floja en el piso, pero el silencio era total. Tal vez sólo estiraba los brazos, alzaba los hombros entumecidos, se masajeaba la robusta nuca para aliviar el cansancio del viaje.
O quizá sí la había descubierto por el espejo retrovisor, había visto su cara a la luz del comedor, fría como la Luna. Se levantaría de su butaca, caminaría sigilosamente, evitando los crujidos del piso porque sabía dónde pisar. Entraría en el hueco del comedor. Se inclinaría sobre el panel. Dispararía a quemarropa a la figura agazapada en el pozo. Directamente a la cara.
Chyna miró hacia su izquierda, al panel del hueco. Desde esa posición no alcanzaba a ver la lámpara colgada sobre el centro de la mesa sino sólo su resplandor. Se preguntó si el ángulo de aproximación le permitiría verlo o si una silueta surgiría de pronto del hueco para hacer fuego.