2

En la casa reinaba una quietud profunda, asfixiante, contenida por sus paredes así como una represa contiene la tremenda presión y el poder del agua.

Apenas reunió valor para moverse, Chyna se acercó con cautela a la cima de la escalera. Sospechaba que el visitante no había terminado de descender, que jugaba con ella y la aguardaba sonriente a la vuelta de un rincón. Extendería las manos palmas arriba y diría: Ven a mí.

Contuvo el aliento y, a pesar del riesgo de quedar expuesta, echó una mirada. La escalera descendía a través de tinieblas progresivamente más densas hasta el vestíbulo de la planta baja. La luz era suficiente para ver que el intruso no estaba allí.

Por lo que podía percibir, no había lámparas encendidas en la planta baja. Se preguntó qué hacía él en la oscuridad, orientado sólo por el resplandor de la luna, que entraba por las ventanas. Tal vez estaba agazapado en un rincón como una araña en su tela, atento a las menores alteraciones en la circulación del aire, soñando con una presa que se entregaba, aterrada.

Pasó rápidamente la cima de la escalera hacia el tramo más alejado del pasillo, donde la segunda fuente de luz ambarina se encontraba detrás de una puerta abierta. A pesar del miedo a lo que encontraría allá, podía afrontar tanto el miedo como el hallazgo. No saber, darle la espalda a la verdad: ésa era la causa de los sudores nocturnos y las pesadillas.

El cuarto era más pequeño que el de la suite principal, sin sillones. Un escritorio en el rincón. Una cama de dos plazas. Una mesa de noche con una lámpara de bronce, un armario, un tocador con taburete acolchado.

En la pared, detrás de la cabecera de la cama, había un retrato grande de Freud. Chyna detestaba a Freud. Pero Laura, tierna e idealista, creía con firmeza en muchos aspectos de la teoría freudiana; se aferraba al sueño de un mundo inocente en el que cada uno era víctima de los trastornos de su pasado y anhelaba la rehabilitación.

Laura estaba tendida boca abajo sobre las sábanas y las mantas. Tenía las manos esposadas a la espalda. Otro par de esposas sujetaba sus tobillos. Un grillete de hierro unía las esposas de acero reluciente.

Había sido violada. Con prolijidad digna de un sastre, el asesino había cortado las piernas amplias de su piyama azul; los trozos de tela estaban estirados sobre la cama a cada lado de sus piernas. Le había alzado la camisa del piyama, que estaba plegada sobre su nuca y sus hombros.

Chyna entró en la habitación; junto con el miedo la embargaba un dolor creciente que henchía su corazón a la vez que lo volvía frío y hueco. Al percibir el olor leve del semen derramado, la furia se sumó al miedo y el dolor. Se detuvo junto a la cama, las manos crispadas con tanta fuerza, que las uñas le lastimaron las palmas.

Empapado de sudor, el pelo rubio estaba adherido a la cara de Laura. Sus rasgos delicados estaban blancos como la sal y crispados por la angustia, y sus párpados estaban apretados.

No estaba muerta. Muerta, no. Parecía imposible. La niña —el terror la había reducido a un estadio infantil— murmuraba tan suavemente, que las palabras eran inaudibles aunque uno colocara la oreja a centímetros de sus labios, pero el mensaje apremiante llegaba con desgarradora claridad. Era una oración, la misma que Chyna había repetido durante tantas noches, en tiempos y lugares remotos: un ruego de clemencia, de ser liberada del horror viva e intacta, Dios mío, viva e intacta. En esas noches, Chyna no había conocido ni la violación ni la muerte. Una parte del ruego de Laura había caído en oídos sordos, pero aún imploraba fervorosamente la liberación.

La demostración de fe, tan desesperada como sincera, conmovió a Chyna. Con la garganta atenazada por la angustia, apenas pudo murmurar:

—Soy yo.

Los párpados de Laura se abrieron al instante, sus ojos azules estaban desorbitados como los de un caballo desbocado, su mirada era incrédula.

—Muertos…

—Ssshhh —susurró Chyna.

—Sangre… Sus manos…

—Ssshhh. Te sacaré de aquí.

—Olor a sangre… Jack, muerto. Nina. Todos.

Jack, el hermano de Laura, que Chyna no había alcanzado a conocer. Nina, su cuñada. Evidentemente, el asesino había visitado la casa del cuidador antes de invadir la casa principal. Cuatro muertos. No había nadie a quien pedir ayuda en toda la gran finca.

Chyna echó una mirada temerosa a la puerta antes de probar las esposas que sujetaban las muñecas de Laura. Trabadas.

Con esposas en las muñecas y los tobillos unidos por un grillete, Laura estaba totalmente aherrojada. No podría levantarse y menos aún caminar.

Chyna no tenía fuerza para alzarla.

Vio su imagen en el espejo del tocador y quedó anonadada al ver sus propias facciones, alteradas por el terror. Trató de poner cara animada para alentar a Laura, se sentó junto a la cama y murmuró en voz tan baja como la de su amiga al rezar:

—¿Hay un arma?

—¿Cómo?

—¿Hay un arma en la casa?

—No.

—¿En ninguna parte?

—No, no.

—Mierda…

—Jack…

—¿Qué?

—Tiene un arma.

—¿En su casa? —preguntó Chyna.

—Jack tiene un arma.

Chyna no tenía tiempo para ir a la casa del cuidador y regresar antes de que el asesino volviera por Laura. Además, probablemente él ya la había encontrado y confiscado.

—¿Lo conoces?

—No. —Los ojos azules de Laura parecían volverse negros de desesperación.

—Vete.

—Buscaré un arma.

—Vete —repitió Laura con angustia. Su frente estaba empapada de sudor frío.

—Un cuchillo.

—No mueras por mí. —Y en voz baja, temblorosa pero feroz, rabiosa, añadió—: Corre, Chyna. Corre, por Dios.

—Volveré.

—Corre.

Desde afuera de la casa les llegó un ruido. El motor de un camión. Que se acercaba.

Chyna, atónita, se paró de un salto.

—Se acerca alguien. Estamos salvadas.

El dormitorio de Laura daba al frente de la casa. Chyna fue hasta la más próxima de las dos ventanas, desde la cual podía ver el camino de setecientos metros que comunicaba la casa con la carretera.

A unos trescientos metros, un par de faros brillantes perforaban la noche. A juzgar por la distancia de los faros al suelo, debía tratarse de un camión de gran porte.

Qué milagro que alguien apareciera a esa hora y en ese lugar apartado.

Mientras vibraba de esperanza, Chyna se dio cuenta de que también el asesino oiría el ruido del motor. El hombre o los hombres del camión no tenían idea de lo que los aguardaba. Al detenerse frente a la casa, serían muertos ambulantes.

—Aguanta —dijo.

Acarició la frente húmeda de Laura para tranquilizarla y fue a la puerta, dejando a su amiga al cuidado de Sigmund Freud, con su mirada presumida y sombría.

El pasillo estaba desierto.

Chyna casi corrió hasta la cima de la escalera curva, titubeó antes de aventurarse a la tenebrosa guarida de la planta baja, pero no había alternativa. Bajó tan rápidamente como se atrevía, sin apoyarse en el pasamanos. Lejos de la balaustrada, donde estaba expuesta a las miradas. Era mejor permanecer cerca de la pared.

Pasó una serie de grandes cuadros de paisajes en marcos dorados, tan vívidos, que parecían ventanas abiertas a escenas pastoriles. Antes le habían parecido vivaces y alegres. Ahora resultaban siniestros: bosques con duendes, ríos de agua negra, campos de muerte.

El vestíbulo. Un tapete ovalado cubría el piso de roble lustrado. A la derecha, una puerta cerrada daba al escritorio de Paul Templeton. Por debajo del arco de la izquierda se pasaba al living, ahora sumido en tinieblas.

El asesino podía estar en cualquier lugar.

Afuera, el rugido del motor se volvía más fuerte. Ya se acercaba a la casa. Una bala atravesaría el parabrisas y mataría al conductor apenas se detuviera frente a la puerta. O lo abatiría al bajar de la cabina.

Chyna tenía que prevenirlo, por el bien de él y también de ella y Laura. Era su única esperanza. Convencida de que el intruso devorador de arañas estaba cerca y se lanzaría ferozmente sobre ella, dejó de lado toda cautela y voló hacia la puerta principal. El tapete ovalado patinó bajo sus pies. Tropezó, extendió una mano para atenuar la caída y golpeó la puerta con las palmas de las manos.

Por más que el asesino estuviera concentrado en el camión, la reverberación del ruido infernal en toda la casa seguramente había atraído su atención.

Chyna tanteó en busca del picaporte, lo halló y lo giró. La llave no estaba echada. Entre jadeos, abrió la puerta de par en par.

Una brisa fresca del noroeste, levemente perfumada por la tierra roturada de los viñedos y el fungicida, silbaba entre las ramas desnudas de los arces que flanqueaban el camino de entrada. Chyna salió a la galería, y el viento, que resoplaba como una jauría de galgos, penetró en el vestíbulo.

Después de pasar frente a la casa, el camión se alejaba de ella. Para llegar hasta la entrada y quedar de trompa hacia la ruta, debía recorrer toda la curva terminal del camino vecinal, que era suficientemente ancho para recibir a los camiones de transporte durante la vendimia. Pero resultó que no era un camión sino una casa rodante. Un modelo antiguo, de formas curvas, bien conservado, de unos quince metros de largo, color azul o verde. Los apliques de cromo centelleaban como el mercurio a la luz pálida de la Luna de fines de invierno.

Sorprendida de no ser apuñalada, baleada o atacada por la espalda, Chyna echó una rápida mirada a la puerta, donde el asesino aún no había aparecido, y se dirigió a los escalones de la galería.

La casa rodante recorría la curva y se volvía hacia ella. El doble haz de los faros barrió el granero y otras construcciones auxiliares de la propiedad.

Las sombras de los alerces, arces y pinos huían ante la luz de los faros en movimiento. Se deslizaban sobre el enrejado en el extremo de la galería, la balaustrada blanca, la hierba del prado y la senda de lajas, se estiraban hasta el infinito, se hundían en la noche como si trataran, frenéticas, de escapar de los árboles que las proyectaban.

El silencio denso de la casa, la ausencia de luz en la planta baja, el hecho de que el asesino no la hubiera atacado al escapar, el arribo tan oportuno de la casa rodante… Bruscamente todo cayó en su lugar. Era el asesino quien conducía la casa rodante.

No.

La joven retrocedió rápidamente y entró en el vestíbulo, perseguida por los faros que terminaban de recorrer la curva de la entrada.

Al atravesar el enrejado, los haces proyectaron figuras geométricas sobre el piso de la galería y el frente de la casa.

Chyna cerró la puerta y sus dedos torpes buscaron el cerrojo arriba del picaporte. Hicieron girar la perilla. Corrieron la gruesa falleba.

Entonces comprendió su error. La puerta principal estaba sin llave porque el asesino había salido por allí. Si ahora la encontraba trabada, se daría cuenta de que Laura no era la única persona viva en el lugar, y reanudaría la cacería.

Sus dedos temblorosos resbalaron sobre la perilla de bronce, pero finalmente la falleba se corrió, con un fuerte chasquido.

Al llegar, el atacante seguramente había estacionado el vehículo cerca de la entrada de ese camino de más de medio kilómetro, sobre la ruta, y caminado hasta la casa.

Esta vez los neumáticos crujieron sobre el ripio. Los frenos de aire silbaron y luego gimieron suavemente, y la casa rodante se detuvo frente a la entrada.

Chyna recordó la alfombra ovalada sobre la cual había patinado, y cayó de rodillas. Con las manos alisó las arrugas del tapete de lana. Si el asesino llegara a tropezar con una arruga, se daría cuenta de que la alfombra no estaba tal como él la había dejado.

Ruido de pasos: taconeo de botas sobre el camino de lajas.

Chyna se paró y se volvió hacia la puerta del escritorio. No, allá no. No sabía con certeza hacia dónde iría él al entrar nuevamente en la casa, y si decidía explorar el escritorio, ella quedaría acorralada.

Sus pasos retumbaron sobre los escalones de madera de la galería.

Chyna se abalanzó hacia el arco sobre la entrada a la sombría sala de estar… y se paró en seco por miedo a chocar con un mueble y voltearlo. Avanzó tanteando con las dos manos, la visión alterada por las persistentes manchas rojas que los faros de la casa rodante habían impreso en sus retinas.

Se abrió la puerta de entrada.

En el centro de la sala de estar, Chyna se agazapó junto a un sillón. Si el asesino hubiera entrado y encendido la luz, la habría visto.

Sin cerrar la puerta, el hombre entró en el vestíbulo, más allá del arco. El débil resplandor del pasillo de la planta alta contorneaba su silueta. Pasó frente a la entrada de la sala y fue directamente a la escalera.

Laura.

Chyna aún no había conseguido un arma.

Recordó que había un atizador en la chimenea. No era suficiente. Si el primer golpe no le hundía el cráneo o le rompía el brazo, el asesino lo arrancaría de sus manos. No confiaba en las fuerzas que le daba el terror.

En lugar de pararse y tambalearse a ciegas por la sala, se arrastró porque era más seguro y más rápido. Llegó hasta el arco que separaba el living del comedor y se dirigió hacia donde calculaba que encontraría la puerta de la cocina.

Chocó con una silla que a su vez golpeó la pata de una mesita. Se produjo un tintineo, y recordó haber visto un adorno de frutas de cerámica en una fuente de cobre.

El ruido difícilmente se oiría en la planta alta, de manera que siguió arrastrándose. Además, la oyera o no el asesino, no le quedaba alternativa.

Llegó a la puerta vaivén antes de lo que esperaba y se paro. El resplandor de la Luna ya era muy tenue, pero desapareció tan bruscamente, que los pelos de la nuca se le erizaron de terror. Giró y apoyó la espalda contra la puerta, segura de que vería al asesino perfilado frente a una ventana, tapando el resplandor lunar. Pero no estaba ahí. El resplandor plateado ya no entraba por la ventana. Sin duda, lo habían tapado las nubes de tormenta que venían desde el noroeste.

Empujó la puerta vaivén y entró en la cocina.

No era necesario encender la luz fluorescente del techo. El panel superior del horno doble incluía un reloj digital con números verdes de gran luminosidad, suficiente para distinguir los objetos en la cocina.

Recordó que más allá de las piletas de acero inoxidable había una mesada de madera. Las piletas se encontraban bajo la más ancha de las dos ventanas. Deslizó la mano sobre el mármol frío hasta palpar la superficie de madera, tal como la recordaba.

El silencio que reinaba en la casa parecía provenir de un orden superior.

¿Qué hace el hijo de puta en medio de tanto silencio? ¿Qué está haciendo con Laura?

Bajo la mesada de madera había un cajón que sin duda contenía las cuchillas. Las encontró. Prolijamente ordenadas en un soporte.

Tomó una. Demasiado corta. Otra. Era un cuchillo para pan, de punta roma. La tercera resultó ser una cuchilla de carnicero. Deslizó la yema del pulgar sobre el filo: perfecto.

En la planta alta, Laura gritó.

Chyna fue hacia el comedor, pero su intuición le dijo que no era el mejor camino. Corrió a la escalera trasera, aunque sabía que no podía pisar esos escalones sin hacer ruido.

Encendió la luz de la caja de la escalera. El asesino no podía verla.

En la planta alta, Laura gritó otra vez. Fue un alarido atroz de desesperación, dolor, terror, como los que resonaban en las cámaras de gas de Dachau o en las salas de interrogatorio de las cárceles siberianas durante la era del Gulag. No era un pedido de socorro, ni siquiera un ruego de compasión: imploraba alivio a toda costa, incluso a costa de la vida.

Chyna subió la escalera hacia el alarido, que ofrecía una verdadera resistencia física, como la que presenta el peso del agua a un nadador que trata desesperadamente de ganar la superficie del mar. Frío como una corriente polar, el grito la dejó aterida, entumecida hasta la médula de los huesos. La embargó la compulsión de gritar con Laura, así como un perro aúlla al escuchar a otro animal que sufre, sintió una necesidad primigenia de aullar de angustia ante la impotencia de la vida humana en un universo de estrellas muertas, y rechazó el impulso con esfuerzo.

El alarido de Laura se elevó hasta volverse clamor por su madre, aunque seguramente sabía que estaba muerta. «Mami, mami, mamiiii…». Reducida a un estado infantil, buscaba consuelo en el seno protector y en el latido del corazón que la memoria guardaba desde el útero.

Entonces, silencio. Un silencio desolado.

En un descanso a mitad de camino hacia la planta alta, Chyna advirtió con sorpresa que se había detenido bajo el peso agobiante del alarido. Sus piernas flaqueaban; los músculos del muslo y la pantorrilla estaban acalambrados como si hubiera corrido un maratón. Se sentía al borde de un colapso.

El silencio, tal vez indicio del fin de la esperanza, era tan abrumador como el alarido. Agachó la cabeza bajo una quietud pesada como una corona de hierro, alzó los hombros, se acurrucó, angustiada.

Nada más fácil que apoyarse contra la pared, deslizarse hasta el piso, dejar la cuchilla, abrazarse. Esperar a que se fuera. Esperar a que llegara algún pariente, algún amigo de la familia, alguien que descubriera los cadáveres, llamara a la policía, se hiciera cargo de todo. Nada de eso: después de unos segundos, Chyna se obligó a seguir adelante. Su corazón latía con tanta fuerza, que amenazaba derribarla a cada paso.

El temblor de sus brazos era incontrolable. La cuchilla que aferraba con todas sus fuerzas tallaba figuras temblorosas en el aire; se preguntó si en una confrontación tendría fuerzas para esgrimirla con eficacia.

Pensar así, era propio de perdedores, se dijo con amargura. Durante los últimos diez años, con mucho esfuerzo, se había convertido en una ganadora, y no estaba dispuesta a perder el terreno conquistado.

Subió rápidamente a pesar de los crujidos de los viejos escalones. Estuviera Laura viva o muerta, el asesino estaría absorto en su propio juego y era difícil que oyera otra cosa que el rugido atronador de la sangre en sus oídos y las voces interiores que le hablaban cuando tenía una vida en sus manos.

Llegó a la planta alta. La angustia por Laura y la rabia que siguió al asco provocado por el acceso de debilidad en el descanso la impulsaron a correr por el pasillo en forma de L, pasar la puerta cerrada del cuarto de huéspedes, el recodo, la puerta entornada de la suite principal y el resplandor ambarino que salía de allí. Al pasar la pérgola de rosas desteñidas, la rabia creció hasta volverse furia; sorprendida por su propia audacia, voló sobre la alfombra como si se deslizara cuesta abajo por una ladera nevada, derecho hacia la puerta abierta de Laura, sin titubear, la cuchilla en alto, el brazo firme y decidido; enloquecida de desesperación y furia vengativa, se precipitó al umbral y al interior de la habitación, donde la mirada imperturbable de Freud contemplaba la escena… y vio que la cama estaba tan revuelta como desierta.

Chyna giró, incrédula. Laura no estaba en el cuarto. Sobre sus propios jadeos y el latido de su corazón, oyó el tintineo sordo de una cadena. No en el cuarto. En otra parte.

Sin pensar en el peligro, volvió al pasillo y se precipitó hasta la balaustrada desde la cual se dominaba el vestíbulo.

Allá abajo, apenas iluminado por la luz incierta del pasillo de la planta alta, el asesino salía a la galería. Llevaba a Laura en sus brazos. Estaba envuelta en una sábana de la cual asomaba un brazo pálido y laxo, su cabeza oscilaba de un lado a otro y el pelo dorado le ocultaba la cara: inconsciente, no ofrecía la menor resistencia.

Evidentemente, él bajaba la escalera tenebrosa cuando Chyna cruzó el pasillo. Con todos los sentidos puestos en llegar al cuarto de Laura, y todo su ser concentrado en el ataque, no lo había oído bajar, aunque el grillete y las esposas seguramente hacían bastante ruido.

Y ese mismo tintineo le había impedido a él oír los ruidos que hacía Chyna.

Si no, hubiera dejado caer a la chica que llevaba en brazos para ir en busca de ella.

Chyna había tenido el buen tino de hacerle caso a su instinto cuando le indicó que subiera por la escalera de atrás. Si hubiera subido por la escalera principal, se habría topado con el asesino que descendía. Él le habría arrojado el cuerpo de Laura, se habría precipitado sobre los cuerpos que rodaban escalera abajo hasta el vestíbulo, le habría arrancado la cuchilla de un puntapié —si es que ella no la había soltado durante la caída— y la habría asesinado allí mismo.

Ella no podía permitir que se llevara a Laura.

No podía detenerse a pensar porque el horror de la situación volvería a paralizarla. Se precipitó temerariamente a la escalera. Si pudiera atacarlo por sorpresa y hundirle la cuchilla en la espalda, tal vez salvaría a Laura. Y lo haría, claro que sí. Sin compasión. Le clavaría la cuchilla hasta el mango, buscaría el corazón o un pulmón, después la sacaría y la clavaría una y otra vez y el hijo de puta chillaría como un cerdo al suplicar que no lo matara, pero ella lo ensartaría hasta hacerlo callar para siempre. Nunca había hecho nada parecido; jamás le había hecho mal a nadie. Pero ahora sí lo haría, mataría al tipo porque estaba muerta de terror por Laura, porque le daba asco la sola idea de fallarle a su amiga… y porque, como ser humano, se sentía impulsada a buscar la venganza.

Esta vez, al llegar al pie de la escalera, no patinó sobre el tapete ovalado, y se precipitó hacia la puerta abierta.

Ya no sostenía la cuchilla en lo alto sino a la altura de la cadera. Si él la oyera y se diera vuelta, le apuntaría al vientre por debajo del cuerpo de la chica que llevaba en sus brazos. Era mejor que atacarlo por la espalda, donde la punta podía chocar contra un omóplato o una costilla o patinar sobre la columna… Buscar las partes blandas. Así estarían cara a cara. Lo miraría derecho a los ojos. ¿La haría vacilar? Se lo merecía. Hijo de puta. Recordó a Sarah, desnuda, acurrucada bajo la ducha fría. Lo haría. Claro que sí.

La puerta, el umbral, la galería… estaba preparada no sólo para matar sino para morir en el intento. Pero no había sido lo suficientemente rápida para alcanzarlo, porque en ese momento él no bajaba los peldaños sino que ya se acercaba a la casa rodante. El peso de Laura no lo había demorado en absoluto. Su agilidad era inhumana.

Chyna saltó de la galería a la senda, y el golpe de sus suelas de goma sobre las lajas fue más fuerte que el gemido del viento. La Luna y la mitad de las estrellas ya habían desaparecido detrás de los inmensos nubarrones, pero si el asesino, alertado por el ruido, giraba hacia ella, la vería claramente.

Pero no la oyó, porque no se dio vuelta. Chyna bajó de la senda al césped, donde sus pasos no hacían ruido, y siguió adelante, resuelta a atacarlo.

Había dos puertas abiertas en la casa rodante: una en la cabina, del lado del volante, la otra en el mismo costado del vehículo pero más atrás. El asesino entró por la puerta trasera.

Para subir los dos escalones y pasar la puerta estrecha tuvo que colocarse de costado y apretar el cuerpo de Laura contra su pecho, pero era tan ágil como fuerte y desapareció en el interior antes de que Chyna pudiera alcanzarlo.

La joven estuvo a punto de precipitarse al interior del vehículo, detrás de él. Pero las cortinas que cubrían las ventanillas le impidieron ver sus movimientos. Además, si había dejado caer a Laura inmediatamente después de entrar, podría defenderse mejor del ataque. Más allá de esa puerta, estaba en su territorio, y ni aun el deseo de venganza la volvía tan temeraria como para enfrentarlo allí.

Apoyó la espalda contra el costado de la casa rodante, junto a la puerta abierta, a la espera. Si él volvía a salir, lo atacaría en el momento en que su pie tocara el suelo. Todavía tenía la sorpresa a su favor, tal vez más que nunca porque ahora que estaba a punto de escapar y sus instintos estaban satisfechos, el asesino se descuidaría.

Tal vez no volviera a salir, pero tendría que asomarse para cerrar la puerta. Con un pie en un escalón y el cuerpo inclinado, no tendría buen equilibrio y ella le clavaría la cuchilla sin darle tiempo a echarse para atrás.

Un movimiento en el interior. Un golpe sordo. Chyna se crispó.

Él no volvió a aparecer. Silencio nuevamente.

Del noroeste llegó bruscamente un fuerte olor a sangre, como si hubiera un matadero contra el viento. Pasó el hedor, y Chyna se dio cuenta de que no había sido real, sólo había recordado el olor de las sábanas empapadas en la suite de los Templeton.

La pared de aluminio era fría bajo su espalda, y se estremeció al pensar que era la frialdad del asesino la que se infiltraba en ella.

La espera la ponía nerviosa. El miedo empezaba a desplazar a la furia, y el deseo de supervivencia al de venganza. Pero lo haría. Claro que sí. Trató de aferrarse a la furia feroz y demencial que la había embargado hasta entonces.

Entonces el asesino salió de la casa rodante, pero no por la puerta más próxima a ella sino por la de la cabina, cerca de la trompa del vehículo.

Chyna contuvo el aliento, y el viento frío de la tormenta inminente le trajo el olor amargado de la derrota, aunque sabía que en realidad era el aroma del fungicida en los viñedos.

El asesino estaba demasiado lejos. Ya no lo distraerían ni el peso de Laura ni el tintineo de las cadenas, y advertiría el ataque de Chyna. Perdido el factor sorpresa, la lucha se volvía desigual.

Parado junto a la puerta de la cabina, a diez metros de ella, se desperezaba con languidez. Encogió sus anchos hombros para desentumecerlos y se masajeó la nuca.

Le bastaría volver apenas la cabeza a la izquierda para verla. Ella debía permanecer totalmente inmóvil porque aun de reojo él detectaría el menor movimiento suyo.

Situada contra el viento respecto de él, casi temía que la olfateara. La elegancia felina de sus movimientos lo hacía parecer más animal que humano, y no era difícil atribuirle destrezas salvajes y sentidos sobrenaturales. Aunque no sostenía en su mano el revólver con silenciador usado para matar a Paul Templeton, tal vez lo llevaba bajo el cinturón. Si trataba de huir, él la mataría de un tiro.

Mejor dicho, no la mataría de un solo disparo. Era demasiado rápido. Le dispararía a una pierna para derribarla y apresarla. La cargaría en la casa rodante con Laura. Jugaría con ella más tarde.

Después de desperezarse fue rápidamente hacia la casa. Subió los escalones. Cruzó la galería. Entró.

Sin mirar atrás.

Su aliento largamente contenido escapó en un estertor de miedo, y Chyna se estremeció al inhalar.

Antes de que su coraje flaqueara del todo, corrió a la cabina y se sentó detrás del volante. Esperaba encontrar la llave en el encendido; en ese caso, pondría en marcha el motor, escaparía con Laura e iría a Napa en busca de la policía.

No había llave.

Miró hacia la casa. ¿Cuánto tardaría en volver? Tal vez, concluida la matanza, buscaba objetos de valor. O recuerdos. Tardaría cinco, diez minutos, tal vez más. Acaso el tiempo suficiente para sacar a Laura de la casa rodante y ocultarla en alguna parte. De alguna manera. Aún conservaba la cuchilla. Y al introducirse en su propio terreno sin que el asesino lo supiera, había recuperado el valioso factor sorpresa.

Pero su corazón latía a mil por segundo y su boca reseca se llenaba del sabor levemente metálico de la angustia febril.

La butaca del conductor giró hasta quedar de espaldas al panel. De la cabina, Chyna pasó directamente a la salita con sillones empotrados, tapizados con tela escocesa.

El piso de acero, aunque alfombrado, crujía suavemente bajo los pies debido a los años de uso constante. Había previsto un olor como el de un guiñol sádico en el que los títeres eran reemplazados por seres humanos, pero el aire estaba impregnado del aroma de café recién preparado y de bollos de canela. Qué extraño —y qué perturbador— que semejante hombre encontrara satisfacción en placeres tan inocentes.

—Laura… —susurró, temerosa de que el asesino pudiera escucharla desde la casa. Y con angustia, pero sin levantar la voz, repitió—: ¡Laura!

Más allá de la salita y anexos a ésta había una pequeña cocina y un comedorcito acogedor; en realidad, un gabinete revestido de vinilo rojo. Una lámpara alimentada por la batería iluminaba la mesa del comedor.

Laura no estaba a la vista.

Atravesó rápidamente el comedor hacia la puerta trasera de la derecha, la misma por donde había entrado el asesino con la muchacha inconsciente en sus brazos y que aún estaba abierta.

—Laura…

Más allá de esa puerta del lado del volante, seguía un pasillo estrecho iluminado por una lámpara de seguridad. También tenía una claraboya, que en ese momento estaba oscura. Del lado izquierdo, había dos puertas cerradas y una tercera, entornada.

La primera daba acceso a un baño diminuto, una verdadera maravilla del arte del diseñador, con inodoro, lavabo, botiquín y una ducha en el rincón.

Detrás de la segunda puerta, había un armario con varias prendas colgadas de una varilla de acero cromado. De la salita se pasaba a un pequeño dormitorio revestido con paneles de símil madera; había un armario con puerta plegable de vinilo. La escasa luz del salón no alcanzaba a iluminar el dormitorio, sobre todo porque Chyna estaba parada en la puerta, pero era más que suficiente para identificar a Laura; la muchacha yacía boca abajo sobre la litera. De la sábana que la envolvía sólo asomaban su cabellera dorada y sus delicados pies descalzos.

Chyna repitió el nombre de su amiga, se acercó a la cama y cayó de rodillas.

Laura no respondió. Seguía inconsciente.

Chyna no podía alzarla como lo había hecho el asesino; tenía que despertarla. Entonces levantó un borde de la sábana y se encontró con los ojos de su amiga.

Los ojos ya no eran celestes sino azul zafiro, acaso debido a la escasa luz o quizá porque estaban apagados por la muerte. Su boca estaba abierta, sus labios, húmedos de sangre.

El degenerado hijo de puta la había llevado consigo aunque estaba muerta, y sólo Dios sabía con qué fin; tal vez para manosearla, mirarla, hablarle, para saborear su triunfo por unos días. Un recuerdo.

Una punzada de dolor atravesó su estómago; era un espasmo, no de asco ni de odio sino de culpa, de frustración e impotencia y aciaga desesperación.

—Pequeña… —susurró al oído de la muchacha muerta—. Ay, querida, perdóname.

Claro que había hecho todo lo posible. ¿Qué más hubiera podido hacer? ¿Atacar al degenerado con las manos vacías en el pasillo de la planta alta cuando él llamaba a la araña? ¿Llegar antes a la cocina, encontrar antes la cuchilla, subir la escalera de servicio a la carrera? No, imposible.

—Perdóname.

Esa muchacha hermosa, ese corazón amoroso, no hallaría al esposo de sus fantasías, no tendría los hijos que hubieran sido una bendición para el mundo por el solo hecho de ser suyos. Veintitrés años de estudios, de preparación para servir a sus semejantes, de ideales y esperanzas: todo se había perdido y el mundo era más pobre por ello.

—Te quiero, Laura. Todos te queremos.

Qué insuficientes eran las palabras, los sentimientos, las expresiones de dolor; peor aún, eran absurdos. Laura se había ido para siempre, llevando consigo su ternura y su bondad, y las palabras más sentidas no eran sino eso: palabras.

La sensación de vacío le contrajo aún más el estómago, la arrastró implacablemente a un agujero negro interior.

Al mismo tiempo, sintió que su pecho se hinchaba con un sollozo que, de soltarse, sería una verdadera explosión. Una sola lágrima desataría un torrente. Un gemido se volvería un alarido incontrolable.

No podía correr el riesgo de dar rienda suelta al dolor dentro de la casa rodante. El asesino volvería en cualquier momento. Para llorar a Laura debía salir de ahí y esperar a que el asesino se fuera. No tenía motivos para permanecer ahí porque Laura estaba indudablemente muerta y no había nada que hacer.

Una puerta cercana se cerró con violencia, estremeciendo las delgadas paredes metálicas que la rodeaban.

El asesino había regresado. Hubo un temblor. Un crujido.

Aferró con fuerza la cuchilla y se alejó rápidamente de Laura hacia la pared junto a la puerta abierta. El dolor contenido era un poderoso combustible para la furia, y al instante ardió en deseos de herirlo, derramar sus tripas, escuchar sus gritos, ver en sus ojos la alucinante conciencia de mortalidad que él había visto en los de Laura.

Va a entrar. Se la voy a clavar. Va a entrar y se la voy a clavar. No era un plan sino un ruego. Va a entrar. Se la voy a clavar. Va a entrar. Se la voy a clavar.

Las tinieblas se hicieron más densas. Su cuerpo en la puerta obstruía la escasa luz que venía de la salita.

La cuchilla silenciosa oscilaba vivamente en su mano como la aguja de una máquina de coser, dibujando en el aire la trama del pavor.

Estaba en el umbral. Ahí. Ahí. Entraría a echar una última mirada a la bella muchacha muerta, a acariciar una vez más su piel tersa, y cuando cruzara el umbral sería suyo, lo cortaría en pedazos.

Pero él cerró la puerta y se alejó.

Atónita, escuchó los pasos que se alejaban, el crujido del piso de acero alfombrado bajo sus botas, y se preguntó qué debía hacer.

La puerta de la cabina se cerró con estrépito. Se encendió el motor. Los frenos soltaron un chillido breve.

El vehículo se puso en marcha.