26

En la fría oscuridad del angosto espacio debajo de la última cabina, Joni permanecía tendida de lado. Aferraba sus rodillas contra su pecho. Tenía fuertemente encajados sus dientes para impedir que castañetearan.

El hombre nunca la encontraría allí.

Nunca.

Hacía mucho rato, cuando escapó, él no había mirado debajo de la cabeza. Pero quizá volviera.

No se atrevió a moverse.

La tierra y las piedras se clavaban en su piel, pero no se movió. A veces, hormigueantes bichos trepaban por su cuerpo. Se obligaba a creer que eran orugas y mariquitas, y los dejaba que treparan.

El frío era lo peor. La hacía temblar. Si temblaba mucho, quizá el hombre la oyera y la atrapara de nuevo.

Pasó mucho rato.

Luego oyó algo moverse cerca. Un animal.

Contuvo el aliento.

Oyó un suave «miau».

El gato se arrimó contra sus piernas en la oscuridad, peludo y cálido y ronroneando como un motor.

—Gatito —susurró ella.

Acarició su cabeza y su lomo.

El gato se dejó coger. Lo apretó ligeramente contra su pecho. El ronroneo era tan intenso que tuvo miedo de que el hombre pudiera oírlo y la descubriera.

Pronto dejó de temblar.

Un sonido arriba sobresaltó al gato. Se soltó bruscamente y desapareció.

Joni escuchó con atención.

Ruido de pasos en el suelo de la cabina.

Oyó abrirse la puerta. Vio unos pies desnudos en los peldaños de delante de la cabina.

—¿Muchacha? —llamó.

Las piernas se detuvieron al final de los peldaños.

—¿Muchacha?

Las piernas se volvieron. La chica se agachó y miró a la oscuridad del angosto espacio.

—¿Estás ahí abajo? —preguntó.

—Sí.

—¿Piensas pasarte aquí toda la noche?

—¿Se ha ido?

—Sí, supongo que sí. Hace horas. Me tomó todo ese tiempo conseguir desatarme.

Apoyándose sobre manos y rodillas, Joni se arrastró en la oscuridad hacia su amiga que la aguardaba.