Jud avanzó por el túnel, agachándose a causa de su bajo techo, intentando luchar contra la sensación de asfixia causada por sus angostas paredes. En algunos lugares, la tierra estaba apuntalada con tablones. El trabajo de seres humanos.
Wick Hapson, quizá. O Axel Kutch.
Jud sabía, incluso antes de meterse en el túnel, adonde conducía. Pero no se había dado cuenta de que la distancia fuera tanta. Por alguna razón, el túnel no era recto. Trazaba meandros como un viejo río, con giros y curvas, algunas de ellas muy cerradas. En un punto determinado, se escindía en una Y. Jud tomó a la izquierda. El túnel se curvó, volvió a unirse al otro ramal, y siguió hacia el oeste.
A cada revuelta, su dedo se tensaba en el gatillo de la pistola, preparado para responder a un brusco asalto de la bestia herida. Pero tras la curva solamente veía más túnel, y otra revuelta.
Pronto empezó a preguntarse si de alguna forma habría rebasado sin darse cuenta la abertura que esperaba encontrar. Recordó la Y. Quizá el ramal de la derecha llevara hasta la entrada de la casa antes de volver a curvarse y unirse de nuevo con el ramal que él había tomado.
Parecía improbable. Sin embargo…
Giró una nueva revuelta, y el túnel se abrió ante él. Con un barrido de su linterna, vio que estaba en un sótano. Almohadones y cojines, como islas, salpicaban la alfombra azul del suelo. En el rincón más alejado estaba la bestia.
Jud avanzó hacia ella. La criatura estaba tendida de espaldas, sus blancos brazos aferrando un cojín contra su pecho. Su larga y puntiaguda lengua colgaba de una comisura de su boca. Arrodillándose junto a ella, Jud empujó su hocico con el cañón de su arma.
Muerta.
La parte inferior de su cuerpo estaba bañada en sangre. Comprobó rápidamente, y vio que la descripción de Lilly Thorn de su órgano sexual había sido exacta. Desconcertado y asqueado, retrocedió.
Subió los peldaños de madera, y entró en la cocina de la casa sin ventanas.
Axel Kutch, agazapado como un luchador frente a la puerta del desván, sonrió a Donna. Su calva cabeza relucía a la luz de su bengala. Un pelo hirsuto orlaba sus protuberantes hombros, sus brazos y pecho y vientre… pero su pene carecía de pelo, y brillaba grueso y enhiesto. Cojeó hacia ella.
—No se acerque.
Él negó con la cabeza.
Amenazándole con la bengala, Donna intentó bajar el rifle de su hombro.
Una mano de dos dedos aferró su muñeca. La retorció fuertemente. La bengala cayó, pero él siguió retorciendo. Donna se inclinó hacia un lado, perdido el equilibrio, y cayó de espaldas. Aún aferrando su muñeca, Axel le dio una patada en el costado. Se dejó caer de rodillas junto a ella. Tomando la bengala, metió su extremo no encendido en una hendidura entre los almohadones del sofá sobre la cabeza de Donna. Luego colocó una pierna sobre ella. Sentándose sobre su vientre, clavó sus brazos al suelo.
—Eres hermosa —dijo.
Ella se debatió, intentando liberar sus brazos.
—Quédate quieta —dijo él.
—¡Suélteme!
—¡Quédate quieta!
Inclinándose, apoyó su boca contra la de ella. Donna mordió su labio, sintiendo el salado y cálido sabor de su sangre, pero él no dejó de besarla. Mordió de nuevo, desgarrando salvajemente la carne de su labio. Con un gruñido, él se apartó. Golpeó su rostro con el revés de su mano.
Debilitada por el golpe, intentó apartarle con su brazo libre.
Él apartó su brazo de un manotazo, luego le golpeó dos veces el rostro.
Cada golpe fue una intensa explosión de dolor. Apenas consciente, se dio cuenta de que él estaba desgarrando su blusa. Oyó los botones saltar y rebotar en el suelo, luego sintió el áspero contacto de sus manos. Aunque sus brazos estaban ubres, no encontraba la fuerza suficiente para alzarlos. Él tironeó de su sujetador. Cuando no consiguió soltarlo, rompió las cintas de los hombros. Donna lo sintió aflojarse, luego la fría desnudez de sus pechos. Axel los estrujó. El dolor ayudó a aclarar su mente. Notó su boca chupándoselos. Luego empezó a forcejear con el cinturón de sus pantalones de pana.
Se dio cuenta de que podía alzar sus brazos. Abriendo los ojos, vio a Axel arrodillado entre sus piernas, la cabeza baja, mientras luchaba por abrir sus pantalones.
Tanteó detrás de su cabeza. Tendió su brazo. Agarró el mango de la bengala. Con un rápido movimiento, hundió su chisporroteante extremo en el ojo izquierdo de Axel. Oyó un agudo chillido, al mismo tiempo que la habitación quedaba a oscuras. Clavó más fuertemente la bengala. Una cálida humedad se extendió sobre su mano cuando la bengala se hundió más profundamente. El rígido cuerpo de Axel se retorció en convulsiones. Lo empujó a un lado y rodó, alejándose de él.
Frente a Jud, una luz azul brotaba de la sala de estar. Se acercó silenciosamente. Miró por la esquina. La visión lo hizo tambalearse. Mirando a su izquierda, vio la puerta de entrada. No estaba a más de dos metros de distancia.
Maggie y las criaturas estaban probablemente a unos nueve metros de él. Una de las criaturas, bajo ella, sería lenta en liberarse. La bestia que estaba detrás de ella no podía verle. Pero la que estaba junto a su cabeza estaba mirando hacia allá. No podía alcanzar la puerta sin que le viera.
Se apretó contra la pared, fuera de la vista. Durante varios segundos escuchó los gruñidos y los deslizantes chasquidos. Maggie estaba jadeando. Por la violencia de los sonidos, supuso que pronto terminarían.
Una vez hubieran terminado, sus posibilidades de escapar…
¿Escapar?
Cristo, casi había olvidado qué había venido a hacer allí.
Había venido a matar a la bestia.
Había venido a impedir que siguiera asesinando.
Excepto que no es una bestia, son cinco. Quizá más. Pero eso no cambia la finalidad de la misión. No cambia la necesidad de su muerte: si acaso, incrementa la urgencia de la tarea.
Saltando fuera de la protección de la pared, Judgement Rucker se agachó y disparó. Una bestia chilló cuando la bala atravesó su cabeza. Cayó hacia atrás, su pene deslizándose fuera de la boca de Maggie, eyaculando sobre su rostro y pelo.
La otra detrás de la mujer miró. Recibió una bala en su ojo derecho. Se derrumbó sobre la espalda de Maggie.
Jud siguió disparando, observando el frenético debatirse de Maggie. La bestia muerta sobre su espalda se deslizó y cayó. Maggie rodó separándose de la que aún estaba viva, y se inmovilizó de lado de tal modo que su cuerpo la protegiera de los disparos de Jud.
Lentamente se puso en pie, cuidando de escudar en todo momento a la bestia con su cuerpo. Esta se puso en pie detrás de ella. Maggie echó a andar hacia Jud.
—Bastardo —murmuró—. ¿Quién te piensas que eres, bastardo? ¿Introduciéndote aquí por la fuerza? ¿Matando a mis queridos?
Avanzó cojeando hacia él, arrastrando una pierna que parecía como si hubiera sido semidevorada hacía años, y hubiera curado mal. Sus viejos y colgantes pechos estaban marcados con cicatrices y cortes recientes, algunos de ellos sangrando. La sangre goteaba de sus arañados hombros y nuca. Jud supo por qué siempre llevaba un pañuelo al cuello en público.
—Quieta —dijo.
—¡Bastardo!
—¡Maldita sea, dispararé!
—No, no lo harás.
Repentinamente, oyó un gruñido en la escalera detrás suyo. Giró y disparó contra la forma que saltaba contra él. La bestia chilló agudamente, pero no se detuvo. Las garras de la otra bestia que estaba con Maggie araron la espalda de Jud. Éste se inclinó, girándose, tirando del machete fuera de su cinturón. Las garras trabajaron de nuevo. Esta vez, cercenó el brazo de la criatura. Disparó una sola vez contra su pecho, luego giró de nuevo su pistola hacia la bestia que saltaba contra él desde el arranque de la escalera. La acción de su dedo horadó tres agujeros en su cuerpo. La bestia cayó.
Maggie se lanzó de rodillas a su lado. Abrazó fuertemente el blanco cuerpo, sollozando.
—Oh, Xanadú, Xanadú. ¡Oh, Xanadü!
Su espalda era una desfigurada masa de cicatrices y sangrantes cortes.
—Oh, Xanadú —sollozó, acunando la cabeza de la muerta bestia.
—¿Hay más? —preguntó Jud.
Maggie no respondió. Ni siquiera pareció oír.
Rodeándola a ella y al cuerpo de Xanadú, Jud se acercó a la escalera. Vio una suave luz azul en el pasillo de arriba. Silenciosamente, empezó a subir.
Donna bajó tambaleándose los peldaños del porche delantero. Se apoyó contra el poste de arranque de la barandilla, luchando por no caer. La correa del rifle se deslizó de su hombro. Oyó la culata de nogal golpear contra la barandilla. Probablemente se rayó.
Se preguntó, vagamente, si Jud se irritaría al saber que había rayado la culata de su rifle. Los hombres eran extraños respecto a ese tipo de cosas.
Dios, ¿llegaría a ver de nuevo a Jud alguna vez?
¿Dónde podía…?
Unos distantes estampidos interrumpieron su pregunta, y la respondieron. Alzó la cabeza. Oyó más estampidos, ahogados y distantes, y supo que eran disparos.
Disparos amortiguados por las paredes de ladrillo de la casa sin ventanas.
Mientras observaba la casa, oyó otro disparo. Luego otros tres, en rápida sucesión.
Echó a correr. El rifle que colgaba de su brazo golpeó contra su pierna. Sin detenerse, agarró el portafusil y tiró del rifle ante ella. Lo aferró sólidamente con ambas manos.
Miró al Chrysler, lejos a la derecha. La cabeza de Sandy era visible por la ventanilla. La niña estaba encerrada en él, segura.
Donna saltó torpemente el torniquete, cruzó corriendo la calle, luego subió por la callejuela de tierra. Intentó recordar si el rifle estaba armado. No podía recordarlo. Mientras corría, accionó el cerrojo. El cartucho eyectado saltó contra su rostro, su aguda punta se clavó contra su labio superior. Parpadeando para apartar las lágrimas que afluían a su rostro, metió otro cartucho en la recámara.
Acercándose a la parte delantera de la oscura casa, convirtió su carrera en un trote. Pasó el rifle a su mano izquierda. Era pesado. Apoyó la culata contra su cadera, y abrió la puerta mosquitera. Probó el pomo. Cerrado. La puerta mosquitera volvió a cerrarse a su espalda, golpeando contra su rostro.
¡Maldita sea!
Apuntó a la cerradura de la puerta, cerca del pomo.
Esto se está con virtiendo en una costumbre, pensó.
El pensamiento no le hizo ninguna gracia.
Cautelosamente, Jud penetró en el dormitorio principal. Los espejos permitían ver todos los rincones. Ninguna bestia. Miró dentro del abierto armario. Convencido de que nada podía saltar allí sobre él, se acercó a la cama.
Wick Hapson, desnudo excepto una breve chaquetilla de piel, estaba tendido boca abajo en la cama. Unas cadenas sujetaban sus brazos y piernas en cruz a los postes de la cama. Su rostro estaba vuelto hacia la izquierda.
Arrodillándose, Jud le miró a los ojos. Estaban desorbitados por el miedo. Sus labios temblaban.
—No me mate —dijo—. Cristo, no es culpa mía. Yo sólo le seguía la corriente. ¡Yo sólo le seguía la corriente!
Mientras Jud abandonaba la habitación, oyó el disparo abajo.
Donna echó de nuevo hacia atrás el cerrojo. Mientras la vaina saltaba fuera, vio que el cargador estaba vacío. Su mente relampagueó con el recuerdo del cartucho sin usar golpeando contra su rostro y cayendo al suelo de tierra del sendero. No había ninguna posibilidad de encontrarlo.
De acuerdo, nadie tenía por qué saber que el rifle estaba descargado.
Abrió la puerta con el hombro, y retrocedió instintivamente a la vista de dos horribles bestias tendidas desarticuladamente cerca del pie de la escalera. Su brillante piel relucía con un color azul pálido. El brazo cercenado de una estaba tirado cerca de la pared.
Dando un rodeo para no pisarlas, miró en la sala de estar. Otras dos.
—¿Jud? —llamó.
—¿Donna? ¡Sal de aquí! —su voz llegó desde arriba de las escaleras.
¡Maldita sea!, gritó su mente. ¿Qué estaba haciendo Donna allí?
Corrió hacia la última habitación, la habitación donde él y Larry habían oído extraños ruidos de respiración aquella tarde. La puerta estaba ligeramente entreabierta. A través de la rendija, vio una luz azul. Dio una patada a la puerta, saltó dentro de la habitación, y apuntó a una pálida figura acurrucada en un rincón.
Retuvo el dedo que iba a apretar el gatillo.
A la débil luz, vio una mata de pelo negro colgando hasta los hombros. Acunaba algo en sus brazos. Un bebé. Su hocico, agarrado al pezón, chupaba ruidosamente.
Con un gemido, Jud retrocedió hacia la puerta.
Donna, alcanzando la parte superior de la escalera, vio la desnuda y devastada forma de Maggie Kutch cojeando hacia el final del pasillo.
—¡Mamá!
Su cabeza giró hacia un lado. Sandy, toda ella lágrimas, estaba de pie abajo, mirándola.
Donna miró de nuevo hacia el pasillo. Maggie volvió la vista atrás. Donna vio un cuchillo de cocina en la mano derecha de la vieja mujer. Apoyó el vacío rifle en su hombro.
—¡Suelte eso! —gritó.
Jud se volvió, se encontró frente a frente con Maggie, y empezó a alzar su pistola. El cuchillo partió hacia delante.
Se quedó atónito. No podía creerlo.
Aquella brillante, ancha hoja, estaba realmente hundiéndose en su pecho.
Ella no puede hacer esto, pensó.
Intentó tirar de la empuñadura.
Su mano se negó a obedecerle.
¡No puede hacerlo!