24

1

—Hay un torniquete —dijo Jud—. Salta por encima.

Roy negó con la cabeza.

Jud lo pinchó con el cuchillo, y Roy alzó una pierna. Larry, al otro lado, lo ayudó a saltar por encima tirando de uno de sus atados brazos. Jud oyó un coche acercándose. Saltó el torniquete, agarró a Roy, y arrojó al corpulento hombre al suelo. Los tres permanecieron tendidos junto a la pared de la cabina de los tickets.

Jud oyó al coche reducir la velocidad. Sus neumáticos chirriaron sobre grava. Arrastrándose hacia delante, atisbo por la esquina de la cabina de los tickets.

Un coche de la policía.

Se había parado al otro lado de la carretera, pero Jud podía oír el suave ronronear de su motor. Pasaron unos instantes. Luego el coche dio media vuelta, pasó lentamente junto a la cabina de los tickets, y desapareció por donde había venido.

Pusieron a Roy en pie y lo condujeron césped arriba. Corrieron por un lado de la casa hasta la parte de atrás. Allí, subieron los peldaños del porche.

El cristal roto de la puerta de atrás no había sido ni reemplazado ni tapado con un cartón. Metiéndose el cuchillo en el bolsillo, Jud introdujo la mano por la abertura. Deslizó sus dedos hacia abajo por la rendija de la puerta hasta que encontró un pestillo. Intentó tirar de él hacia atrás. Estaba atorado. Tiró con más fuerza. Restalló hacia atrás con un chasquido que llenó el silencio.

—Eso probablemente la habrá despertado —susurró Larry.

Jud empujó la puerta y la abrió. Entró, tirando del hombre encapuchado. Larry le siguió, cerrando silenciosamente la puerta.

—¿Hacia dónde ahora? —susurró.

—Déjame quitarle esto primero.

Jud soltó el cinturón del cuello de Roy, luego tiró de la funda de almohada. La cabeza del hombre dio un brusco giro al mirar rápidamente a su alrededor.

—Esto es la Casa de la Bestia —le dijo Jud.

Roy hizo ruidos con la nariz.

—Te quitaré la mordaza. Pero recuerda que vivirás un poco más si te estás quieto.

Roy asintió.

Jud arrancó la cinta adhesiva de la boca de Roy, y se la metió en el bolsillo. Se ató el cinturón que había rodeado el cuello de Roy a la cintura, y metió en él la funda de almohada de modo que colgara a su lado como una cinta blanca. No tenía intención de dejar nada detrás.

Nada excepto a Roy.

—Vayamos arriba —susurró.

—¿Es ahí donde vive el monstruo? —preguntó Roy, y se rió.

—Ahí es donde normalmente ataca —dijo Jud.

—¿De veras? ¿Y tú crees esas tonterías?

—Chissst.

Jud salió de la cocina. Encendió su linterna. Delante estaba el vestíbulo de la entrada, con el paragüero del mono disecado montando guardia junto a la puerta delantera como un grotesco centinela. Apartó la luz de ahí. Con su mano izquierda buscó bajo la camisa en su espalda y extrajo el Colt automático de su cinturón.

—¿Qué es lo que pretendéis, amigos, asustarme?

—Chissst —repitió Larry.

—Mierda.

Al pie de las escaleras, Roy dijo:

—Huelo a gasolina.

—Es de la pasada noche —susurró Jud.

—¿Oh sí?

—Sí. Una mujer resultó muerta —dijo Larry.

—No jodas. ¿Os dedicáis a esto todo el tiempo?

—Cállate —dijo Jud.

—Sólo estaba intentando entablar conversación.

Empezaron a subir las escaleras, y los horrores de la otra noche llenaron la mente de Jud: Mary Ziegler, muerta, descendiendo suspendida hacia él; los sonidos chapoteantes que hizo rodando por las escaleras; el horrible hedor de la bestia. Miró hacia arriba de la escalera, temiendo a medias verla de nuevo allí.

—¿Alguien tiene un cigarrillo? —preguntó Roy.

—Cállate.

Llegaron a la parte superior de la escalera.

—Está bien —dijo Jud—. Tiéndete.

—¿Qué?

—Tiéndete de bruces en el suelo.

—Que te jodan.

Con una brusca patada, Jud golpeó la pierna izquierda de Roy, haciéndole perder el equilibrio. Cayó sentado pesadamente.

—Jodido bastardo.

—De bruces.

Roy obedeció.

—Espera un poco, hijo de puta. Te abriré en canal. Te cortaré los cojones y se los daré a comer a…

—Vaya ahí dentro —susurró Jud a Larry, señalando una puerta a unos pocos pasos de Roy.

—¿Solo?

—Por un segundo. —Jud se arrodilló junto al otro hombre—. Está bien, Roy. Quédate simplemente tendido aquí, muy quieto. Te diré lo que voy a hacer: si sigues vivo mañana al amanecer, te entregaré a la policía.

—Que te jodan.

—Pero la única posibilidad que tienes de seguir vivo al amanecer es quedarte realmente muy quieto, no hacer el menor sonido ni el menor movimiento. Quizás así tengas suerte y la bestia no repare en ti.

—Que te jodan.

—Nosotros estaremos ahí delante, donde podamos tenerte constantemente vigilado. Si intentas alguna jugarreta, me veré obligado a dispararte. ¿Alguna pregunta?

—Sí. ¿Cuál es tu nombre? Me gusta saber el nombre del tipo antes de destriparlo.

—Me llamo Judgement Rucker.

—Mierda.

Jud se dirigió a la puerta donde esperaba Larry. La abrió. Apuntó el haz de su linterna hacia arriba por la estrecha escalera, hasta la puerta muy por encima de sus cabezas.

—Aquí está bien —susurró—. Podemos sentarnos en los peldaños.

Entraron. Jud apartó su linterna. Tiró de la puerta hacia él hasta que sólo quedó una pequeña rendija. Acercando su ojo a la rendija, podía ver la silueta de Roy tendido en el suelo del oscuro pasillo.

Jud trasladó su automática a su mano derecha. Con la izquierda, sacó el cuchillo de Roy del bolsillo de su parka. Palmeó la parka, sintiendo el tranquilizador peso de sus cargadores de recambio de veinte balas.

—¿Judge? —susurró Larry—. ¿Vamos a dejar realmente que la bestia lo mate?

—Chissst.

2

Donna deseaba dar la vuelta, deseaba regresar a la Casa de la Bestia y aguardar allí a que todo terminara. Cuando estaba a punto de dar la vuelta, sin embargo, los faros de un coche destellaron en su espejo retrovisor. El coche se acercó rápidamente.

Donna creyó ver una barra con luces en su techo. Comprobó su velocímetro. No, no estaba yendo demasiado aprisa.

Sandy miró hacia atrás.

—O-oh —dijo.

—Sí.

—¿Vas a pararte?

—No a menos que me lo pida.

—¿Por qué va tan pegado?

—No tiene buenos modales.

El coche de la policía permaneció pegado a su cola durante todo el camino al Welcome Inn. Les siguió a través de la entrada, luego se desvió a la izquierda y aparcó junto al restaurante.

—¡Huau! —exclamó exageradamente Sandy.

—Apuesto a que simplemente tenía hambre —dijo Donna. Metió el coche en el aparcamiento de la cabina 12—. Démosle un minuto para que entre.

—¿Y entonces qué?

—Regresaremos a por Jud y Larry.

—Jud dijo media hora.

—Estaremos un poco antes.

Hizo marcha atrás y salió del aparcamiento. Echó una mirada al coche de la policía, y vio que estaba vacío. El policía no se veía por ningún lado. Giró a la izquierda.

—Si llegamos pronto —dijo Sandy—, ¿podremos entrar?

—¿Estás mal de la cabeza?

—Quizá podamos ayudar a Larry y Jud.

—Se las arreglarán sin nuestra ayuda.

—No le tengo miedo a la bestia.

—Bien, pues deberías tenerle.

—Podemos llevar el rifle de Jud con nosotras.

—Las balas no pueden herirla. ¿Acaso no escuchaste en la visita?

—Claro que sí.

—Maggie dijo que su esposo le disparó.

—Oh, no. Ella dijo solamente que oyó disparos. Probablemente falló el blanco.

—Bueno, no importa. No vamos a acercarnos por nada del mundo a esa casa.

El pueblo parecía vacío mientras Donna conducía atravesándolo. Unos cuantos coches estaban estacionados frente a las cerradas tiendas, como si sus conductores los hubieran abandonado buscando refugio contra la oscuridad. Las farolas arrojaban su luz sobre desiertos rincones. El semáforo parpadeaba constantemente con su luz amarilla de precaución.

Donna cruzó la calle girando a la izquierda y se metió en un espacio libre de aparcamiento en batería frente a la ferretería Arty’s. Los faros se reflejaron en el escaparate. Los apagó.

—¿Puedes ver la casa? —preguntó.

Sandy miró por la ventanilla lateral.

—Sólo el césped de delante.

Donna, mirando desde el otro lado del coche, podía ver poco excepto la parte frontal de la verja y la cabina de los tickets.

—Creo que voy a salir —dijo.

—Yo también.

—De acuerdo.

Cerraron silenciosamente las portezuelas y se reunieron frente al coche. Sus zapatillas de tenis no hacían ruido en la acera. En la esquina de la ferretería, llegaron a la verja de hierro forjado.

Entre la pared y la verja había un estrecho callejón que conducía a la parte de atrás de la ferretería. Una puerta baja de tablas de madera bloqueaba la entrada. Donna la abrió, y entraron en el callejón. Cerca de la pared de la tienda, se sintió bien oculta de la calle.

Sandy sujetó su mano.

Al otro lado del césped, la Casa de la Bestia estaba silenciosa. Su amplia parte lateral, bañada por la luz de la luna, parecía tan pálida y muerta como una madera arrojada a la playa por el mar. Allí donde los salientes y los balcones arrojaban sombras, la oscuridad excavaba profundas cavernas en la casa.

Donna miró hacia las oscuras ventanas. Alzó los ojos hacia las ventanas del dormitorio de Lilly Thorn, luego a lo largo de la grisácea pared hasta la ventana de Maggie, aquella que Larry había utilizado para escapar hacía tantos años. Mentalmente pudo ver la figura de cera al otro lado, luchando por alcanzar la ventana.

—¿Qué hora es? —susurró Sandy.

Donna giró la esfera de su reloj de pulsera para captar la luz de la luna.

—Las once y veinte.

—Se retrasan.

—Tranquila.

—¿Y si no salen?

3

—¡Jodida mierda! —Jud captó pánico en la voz de Roy—. ¡Maldita jodida mierda, viene alguien! ¿Amigos? ¡Hey, amigos, maldita sea!

Jud se arrodilló, dejando espacio arriba para que Larry pudiera mirar a través de la rendija. Cambiando la pistola a su mano izquierda, se secó la sudorosa palma con la pernera de sus téjanos. Luego sacó su linterna.

—¡Amigos! —Como si se diera cuenta de que lo habían dejado abandonado a sus propios recursos, murmuró en voz baja—: Oh, Jesús.

Jud oyó crujir un peldaño.

—Hey, ¿quién hay ahí? ¿Eh? ¿Puede ayudarme? Ahí hay dos tipos, me ataron y me dejaron aquí. Quiero decir, no me he metido en la casa, ellos me raptaron y me trajeron aquí. ¿Puede proporcionarme usted un…? Oh, mierda. ¡Oh, mierda! ¡AMIGOS!

Jud oyó una suave y frágil risa.

—Oh, Dios. —Roy empezó a llorar—. ¡Oh Dios, dulce Jesús! —Sollozó—. ¡Oh Jesús, aléjala de mí! ¡Aléjala de mí!

Detrás de Jud, Larry gimió horrorizado.

Roy chilló cuando la bestia saltó. El salto pareció ahogar su aliento, cortando en seco su grito.

Jud abrió la puerta de un golpe. Apuntó su linterna. La encendió. La blanca y gruñente cosa sobre la espalda de Roy giró rápidamente su cabeza para mirar. Un trozo de sangrante carne colgaba de entre sus dientes.

Detrás de Jud, Larry gritó.

Antes de que Jud pudiera alzar su automática, Larry le empujó. Trastabilló y cayó al pasillo. Larry, aún gritando, saltó por encima de él. Jud alzó su linterna. Clavó su haz en los hendidos ojos de la bestia mientras Larry corría hacia delante. Vio a Larry blandir su brazo. Vio el destello del machete. Oyó el golpe sordo, y vio la blanca y pelada cabeza caer en la oscuridad. La sangre brotó en un chorro del muñón del cuello. El torso cayó sobre la espalda de Roy. Jud oyó los golpes sordos de la cabeza rodando de peldaño en peldaño.

—La he matado —siseó Larry.

Jud se puso de rodillas.

—¡La he matado! ¡Está muerta! —Larry descargó el machete como un hacha, clavándolo en la espalda de la muerta criatura—. ¡Muerta! —Golpeó de nuevo—. ¡Muerta, muerta, muerta! —Tras cada palabra, golpeó otra vez.

—Larry —dijo suavemente Jud, poniéndose en pie.

—¡La he matado!

—Larry, lo hemos conseguido. Salgamos de aquí…

Tras él, Jud oyó un salvaje gruñido. Se volvió en redondo. Su linterna iluminó la parte superior de la escalera que conducía al desván. La puerta de arriba estaba abierta. Bajó la linterna hacia el masivo y blanco lomo de la criatura que bajaba los peldaños como una centella.

Apretó crispadamente el gatillo. Su Colt rugió, llameando al tiempo que saltaba en su mano. Un aullido desgarró sus oídos. La bestia lo arrojó hacia atrás, haciendo que su espalda golpeara el suelo. Clavó el cañón de la pistola contra su costado y disparó de nuevo. Otro aullido estridente. Luego el peso se apartó de él. Jud rodó sobre su estómago. La linterna estaba aún en su mano izquierda. Vio a la blanca cosa saltando sobre Larry, mientras la sangre manaba de dos orificios en su lomo. Larry alzó el machete. Un brazo trazó un arco y alcanzó un lado de su rostro, desgarrándole la piel. El machete cayó.

Soltando la linterna, Jud agarró el cuchillo que había tomado de Roy. Corrió hacia delante. En la oscuridad, vio la imprecisa figura de la bestia girarse, aferrando a Larry. Jud se echó a un lado. Cuando su pie no encontró más que el vacío, supo que había fallado el borde de la escalera. Soltó su cuchillo y cayó en la oscuridad.

4

Donna escuchó, horrorizada, los ahogados gritos y los disparos procedentes de la casa. Miró a Sandy. La niña estaba como paralizada, la boca muy abierta. Cuando se produjo la rotura de cristales, volvió sus ojos hacia la casa a tiempo de ver una de las ventanas del dormitorio de Maggie estallar mientras que un cuerpo la atravesaba de cabeza.

No, no un cuerpo. La figura de cera de Larry Maywood.

¡Pero estaba gritando!

La luz de la luna se reflejó en el blanco pelo del hombre que caía. Otra figura saltó por la ventana. La contempló girar en su caída, brazos y piernas inmóviles, y supo que esta era únicamente de cera. El grito de Larry se cortó con el primer golpe sordo del impacto contra el suelo.

Sin una palabra, Donna abrió la puerta baja de madera y tiró de Sandy tras ella hacia el coche.

—Dentro. Métete dentro.

—¡Pero mamá!

—¡Hazlo!

Mientras Sandy se metía en el coche, Donna fue corriendo a la parte de atrás. Abrió el maletero. Inclinándose dentro, tomó una bengala de emergencia, sacándola de su envoltorio. Se la metió en el bolsillo de atrás. Luego abrió el estuche de cuero y sacó el rifle de Jud. Cerró de golpe el capó del maletero. Echando hacia delante el cerrojo del rifle, observó cómo un largo y puntiagudo cartucho se deslizaba en la recámara. Volvió a cerrar el cerrojo y corrió hacia la ventanilla de Sandy.

—Manten las portezuelas cerradas y las ventanillas subidas hasta que yo vuelva.

La niña miraba como si su mente estuviera muy lejos, pero cerró el seguro de la puerta y empezó a subir su ventanilla.

Donna corrió hacia la cabina de los tickets.

5

A medio camino de las escaleras, donde Jud pudo agarrarse a la barandilla, oyó el ruido de los cristales al romperse y el grito de Larry. Empezó a subir de nuevo. La blanca criatura apareció sobre él y saltó. Disparó una vez, apuntando ciegamente, antes de que unas garras golpearan su mano y le arrancaran la pistola. Con un chillido de angustia, la criatura pasó volando por su lado, y siguió corriendo, tambaleándose, escaleras abajo. Asomándose por encima de la barandilla, Jud vio su pálida silueta avanzar hacia la cocina.

Corrió hacia la parte superior de las escaleras. Tanteando con el pie el suelo cerca de los cuerpos de Roy y de la primera bestia, encontró su linterna. La encendió. A su luz, localizó el machete de Larry. Corrió pasillo adelante hasta el dormitorio de Maggie. La luz de la linterna le mostró una ventana rota más allá del volcado biombo de cartón piedra. Entonces vio un cuerpo sin cabeza. Se agachaba ya sobre él cuando se dio cuenta de que era tan sólo la figura de cera de Tom Bagley, el compañero de juventud de Larry.

Jud corrió hacia la ventana y miró abajo. Dos cuerpos yacían desmañadamente en el suelo. Una mujer estaba arrodillada al lado de uno de ellos.

Donna.

—¿Está vivo?

El rostro de Donna se volvió hacia arriba.

—Jud, ¿Estás bien?

—Perfectamente —mintió—. ¿Está vivo Larry?

—No lo sé.

—Por el amor de Dios, busca ayuda. Llama a un doctor. A una ambulancia.

—¿Bajas?

—Voy a ir tras la bestia.

—¡No!

—Busca ayuda para Larry.

Se apartó de la ventana y cruzó la habitación hasta el tocador. Metiéndose el machete bajo el cinturón, abrió el cajón superior. El Colt 45 del marido muerto de Maggie estaba allá donde ella lo había dejado. Pulsando un botón, hizo caer su cargador vacío. Tomó el cargador de veinte tiros de su bolsillo y lo metió por la culata. Lo aseguró en su lugar. Pasando una bala a la recámara, salió corriendo de la habitación.

En el pasillo, saltó por encima de los cuerpos y corrió escaleras abajo. Llegó a la cocina. La luz de la linterna le mostró sangre en el suelo. Siguió su rastro hasta la despensa, a través de una puerta abierta, y bajando un tramo de empinados peldaños de madera hasta el sótano.

El húmedo aire del sótano era frío y olía a tierra. Barriendo la zona con su luz, vio montones de sacos de grano, estanterías llenas con polvorientos tarros de conserva. Movido por la curiosidad, abandonó el rastro de sangre y se dirigió hacia los sacos de grano. Tras ellos, tal como se describía en el diario de Lilly Thorn, descubrió un agujero en el suelo de tierra.

Regresó a las oscuras manchas de sangre en la tierra y las siguió hacia la derecha, donde se detenían frente a un baúl de camarote puesto de pie contra la pared. Vio rápidamente que el baúl estaba cerrado por fuera. La bestia no podía haberse ocultado dentro y cerrado luego.

Oyó dos disparos, débiles por la distancia. Por un momento se preocupó. Luego comprendió que Donna debía haber disparado su rifle para llamar la atención, para avisar a la policía y conseguir ayuda para Larry.

Dejando la linterna en el suelo de tierra a la derecha del baúl, se metió el Colt en un bolsillo de su parka. Deslizó sus dedos entre el baúl y la pared, y tiró. Con un chirriante sonido, el baúl se apartó de la pared. Había un asa de cuerda en la parte trasera del baúl. La cuerda estaba manchada con sangre fresca.

Allá donde hubiera debido haber la pared, Jud descubrió un túnel. Recogiendo la linterna, penetró en él.

6

Dándose cuenta de que Larry estaba muerto, Donna corrió hacia la puerta delantera de la casa. Disparó dos veces para reventar la cerradura de la puerta. Incluso entonces, tuvo que golpear varias veces la sólida madera con su hombro para conseguir que se abriera. Entró en el vestíbulo.

—¿Jud? —llamó.

No oyó ninguna respuesta. No oyó el menor sonido. Llamó de nuevo, más fuerte esta vez. Siguió sin recibir respuesta alguna.

Colgándose el rifle del hombro, sacó la bengala de emergencia de su bolsillo de atrás. Retiró su caperuza. Dándole la vuelta a la caperuza, frotó su rascador contra el extremo de la bengala. Al principio se produjo únicamente una chispa. Cuando frotó por segunda vez, la bengala chisporroteó y cobró vida, y su brillante lengua blancoazulada arrojó un resplandor que iluminó el vestíbulo y buena parte de la escalera. Lentamente, subió la escalera. Siguió subiendo incluso cuando la luz de su bengala iluminó los cuerpos de arriba: Roy boca abajo, su nuca reducida a una pulpa roja; una extraña criatura blanca sobre la espalda de Roy. Cuando vio el muñón de su cuello, sintió una arcada. Volviéndose hacia un lado, vomitó.

Luego siguió subiendo. Alcanzó la parte superior de la escalera y pasó por encima de los cuerpos. Caminó por el pasillo hasta el dormitorio de Maggie, dio un paso dentro.

—¡Jud! —llamó.

Cruzó el pasillo hasta la habitación de Lilly, y llamó de nuevo. Tampoco obtuvo respuesta.

Regresó al arranque de la escalera. Incluso con la bestia tendida muerta a sus pies, sintió una helada reluctancia a aventurarse por el pasillo hacia las demás habitaciones.

—¡Jud! —gritó—. ¿Dónde estás?

Cuando no obtuvo ninguna respuesta, avanzó rápidamente por el estrecho pasillo. Pasó al lado de dos de los sillones Brentwood que marcaban la futura exhibición Ziegler. Al final, se metió en la habitación de su izquierda. La bengala lanzó una luz oscilante sobre las paredes, el caballito mecedora, las camas gemelas, y las figuras de cera de los asesinados hijos de Lilly Thorn.

—¿Jud? —llamó suavemente. Nada se movió en la habitación.

Cruzando el pasillo, giró el pomo de la puerta de la habitación del bebé. Cuando no se abrió, recordó que Maggie había dicho que siempre estaba cerrada con llave. La pateó dos veces.

—¿Jud? —Luego murmuró—: Maldita sea. —Buscó un lugar seguro donde poner la bengala. Agachándose, la apoyó contra la pared. El papel de la pared empezó a ennegrecerse y arrugarse. Poniéndose en pie, bajó el rifle de su hombro y disparó contra la rendija allá donde la lengüeta de la cerradura entraba en la jamba. Volvió a amartillar el arma. Luego golpeó la puerta con el hombro. Viendo que cedía, recogió la bengala. Volvió a colgarse el rifle en el hombro y cruzó la puerta de la habitación.

—¿Jud? —llamó.

Entró en la habitación. La luz de su bengala iluminó una cuna vacía, un corralito, una casa de muñecas que le llegaba casi a la cintura. También iluminó cubos, una fregona, tres escobas, una escoba automática para alfombras, y una mesa cubierta con esponjas, trapos, cera para muebles, líquido limpiador y limpiacristales. Aparentemente, el cuarto era utilizado por Axel como almacén.

Donna retrocedió. Avanzó apresuradamente por el pasillo, pasó junto a los sillones Brentwood, y se detuvo cerca de los cuerpos. Miró hacia la puerta del desván. Estaba abierta.

—¿Jud? —llamó escaleras arriba.

Empezó a subir las escaleras. Eran muy empinadas. Las paredes parecían estar muy cerca, como si quisieran aprisionarla. Se apresuró. Encima de ella, la puerta seguía abierta. Subió hasta allá, y dudó antes de entrar.

—Jud, ¿estás ahí? ¿Jud?

Se agachó para cruzar el bajo dintel. En el círculo de luz arrojado por su bengala, vio una mecedora, una mesa con pedestal, varias lámparas, y un sofá. Se apartó de la puerta. Avanzando de costado, pasó entre la mesa y el sofá. Frente a ella había una máquina de tejer. Dio un rodeo hacia la izquierda, pasó una pierna por encima de una alfombra enrollada, y trastabilló para evitar pisar una mano. Aferrándose a una silla, dio media vuelta, vio un pelo enmarañado, unos ojos enormemente abiertos, unos hombros desgarrados y unos pechos.

No era Jud, gracias a Dios.

Mary Ziegler.

Del tobillo al muslo, poco excepto huesos quedaba de la pierna derecha de Mary. Donna apartó los ojos, se dobló sobre sí misma, y vomitó. Su estómago, ya vacío, siguió convulsionándose, sumergiéndola en dolor. Finalmente consiguió dominarse. Se secó las lágrimas de los ojos y empezó a volver hacia la puerta.

Saltó por encima de la alfombra enrollada. Pasó de lado entre la mesa y el sofá. Entonces, justo frente a ella, la puerta se cerró de golpe.