—Eso es —dijo Donna—. Lilly dejó entrar a la bestia dentro de casa, de modo que matara a los niños y a Ethel.
—Así es como parece —admitió Jud.
—Esta no es la forma en que Maggie lo contó en la visita. Maggie la situó barricándose en su habitación, ¿recuerdas?
—Creo —dijo Jud— que Maggie miente un montón.
—¿Supones que mintió también acerca de Lilly volviéndose loca?
—Lo dudo. Eso es algo demasiado fácil de comprobar. Simplemente nos basta examinar algún periódico local de aquella época para verificarlo. Lilly probablemente perdió la razón. Si estaba realmente detrás de los asesinatos de sus propios hijos, eso pudo desequilibrarla definitivamente. Por la forma en que suena todo esto, a aquellas alturas hubiera bastado un ligero codazo.
—¿Y ver a Xanadú matar a los niños fue ese codazo?
—Probablemente.
—Me pregunto qué hizo Xanadú después de que ella se fuera. ¿Crees que se quedó en la casa?
—Es posible. O quizá se fue, y siguió con la vida que llevaba antes de Lilly.
—Pero volvió —dijo Donna— cuando Maggie y su familia se trasladaron a la casa. Quizá estuvo esperando, durante todo ese tiempo, a que Lilly regresara. Cuando finalmente vio a alguien viviendo allí, debió pensar que ella había vuelto.
—No lo sé —dijo Jud—. Realmente no sé qué pensar acerca de todo esto. Por supuesto, el diario echa por tierra toda mi teoría acerca de la bestia. Suponiendo que el diario sea auténtico. Y creo que tenemos que suponer que es auténtico, al menos hasta el punto de que fue la propia Lilly Thorn quien lo escribió. Nadie más tenía ninguna razón para contar una historia como esa.
—¿No pudo haber sido Maggie?
—Ella lo mantenía guardado bajo llave. Si lo hubiera escrito ella, si lo hubiera falsificado, lo hubiera utilizado de algún modo: lo hubiera publicado, vendido ejemplares en la visita, algo. Creo que lo guardaba para su propio uso personal…
Una llamada en la puerta hizo callar a Jud. Tomó su automática.
—Pregunta quién es —susurró.
—¿Quién es?
—¿Mamá? —La voz de la niña estaba estrangulada por el miedo.
—Abre —dijo Jud.
Mientras Donna se ponía en pie, Jud se tendió de bruces en el suelo en el espacio entre las dos camas.
La observó mientras quitaba el seguro de la puerta y la abría. Sandy estaba de pie en la oscuridad… de puntillas, para aliviar en lo posible el dolor de su pelo, las lágrimas brillando en sus ojos, un cuchillo con una hoja de quince centímetros apretado contra su garganta.
—¿No te alegras de verme? —preguntó un hombre, y se echó a reír.
Empujó a Sandy delante de él a la habitación, y cerró la puerta de una patada.
—Dile a tu amigo que salga —dijo.
—No hay nadie.
—No me tomes el pelo. Dile que salga, o empezaré a tajar.
—¡Es tu hija, Roy!
—No es más que otro cono. Díselo.
—¡Jud!
Empujó su pistola bajo la cama y se alzó lentamente, las manos arriba para mostrar que estaban vacías.
—¿Dónde está tu artillería?
—¿Artillería?
—Parece que todos seamos tontos aquí. Deja de jugar a los estúpidos y dime dónde está tu arma.
—No tengo ningún arma.
—¿No? Tu amigo tenía una.
—¿Quién?
—Mierda.
—¿Quién es usted? —preguntó Jud.
—De acuerdo, olvídalo. Vosotros dos, poned vuestras manos encima de vuestras cabezas y entrelazad los dedos.
—Donna, ¿quién es este tipo?
—Mi marido —dijo Donna, como desconcertada.
—Jesús, ¿por qué no me lo dijiste? Mire, amigo, yo ni siquiera sabía que estuviera casada. Lo siento. Lo siento de veras. Comprendo muy bien que usted se haya puesto así, pero a mí mi mujer me va a matar. No va a decírselo a ella, ¿verdad? ¿Por qué no baja ese cuchillo, hombre? La niña no ha hecho nada. Ella ni siquiera conocía a Adam. Simplemente se la dejamos a ese amigo, le dimos un par de dólares para que la cuidara mientras nosotros… bueno, ya sabe, mientras pasábamos un rato agradable.
—Contra la pared, los dos.
—¿Qué va a hacer? No va usted a… ¡hey, ni siquiera hemos hecho nada! Ni siquiera la he tocado. ¿Te he tocado, Donna?
Donna negó con la cabeza.
—¿Lo ve?
—Contra la pared.
—¡Oh, Jesús!
—Así está bien. Ahora, los dos apoyando las dos manos extendidas contra ella. Así está bien. Reclinados. De modo que todo el peso descanse sobre vuestras manos.
—¡Oh, Dios bendito! —murmuró Jud—. Va a matarnos. ¡Va a matarnos!
—Cállate —restalló Roy. Hizo que Sandy se tendiera boca abajo en el suelo—. Ahora no te muevas, niña, o rajo a tu mamá.
—¡Oh, Dios bendito! —exclamó Jud.
—Tú cállate.
—Ni siquiera la he tocado. Pregúntele a ella. Donna, ¿te he tocado?
—Cállate —dijo Donna.
—¡Jesús, todo el mundo se vuelve contra mí!
—Ya ha matado al menos a dos personas —dijo Donna—, y nosotros seremos los próximos si no te callas.
—¿Ha matado a alguien? —Jud miró por encima de su hombro al hombre que avanzaba hacia él con un cuchillo—. ¿Realmente ha matado usted a alguien?
—Mira al frente.
—Mató a mi hermana y a su marido.
—¿Lo hizo? —preguntó Jud, mirando de nuevo.
La sonrisa del hombre le dijo cuánto había gozado con ello.
Jud empezó a volverse, diciendo:
—Mire, ¿por qué no…?
—¡Mira al frente!
Roy adelantó un brazo para empujar a Jud de nuevo a su posición. En el momento en que su mano tocaba el hombro de Jud, éste echó hacia atrás su mano derecha, apretó la mano de Roy plana contra su hombro, y dio un brusco giro. Roy aulló cuando su muñeca crujió horriblemente. Jud, aún girando sobre sí mismo, golpeó con su antebrazo la nuca de Roy, lanzándolo contra la pared. Con el mismo rápido movimiento, clavó su rodilla contra la espina dorsal de Roy. El cuchillo cayó al suelo. Roy se derrumbó hacia atrás, gruñendo, el pánico en sus ojos.
—Lleva a Sandy a la 12 —dijo Jud a Donna—. Ve a ver lo que le ha ocurrido a Larry.
Fuera, Donna se agachó y abrazó a su lloriqueante hija.
—¿Te hizo algún daño, cariño?
La niña asintió.
—¿Dónde te hizo daño?
—Me pinchó aquí. —Señaló a su pecho izquierdo, una prominencia apenas perceptible a través de su blusa—. Y metió su dedo ahí abajo.
—¿Dentro?
Ella asintió y sorbió sus lágrimas.
—¿No te violó?
—Dijo que luego. Y utilizó la palabra fea.
—¿Qué es lo que dijo?
—La palabra fea.
—Puedes decírmela.
—Dijo que luego. Dijo que luego me j… hasta que no pudiera andar derecha. Y luego iría y te j… a ti. Y luego nos rajaría de arriba abajo como pescados.
—Hijo de puta —murmuró Donna—. El asqueroso hijo de puta. —Abrazó suavemente a Sandy, acariciando su cabeza—. Bien, espero que no le demos la oportunidad de hacer nada de eso, ¿eh?
—¿Está muerto?
—No lo sé. Pero ahora no puede hacernos daño. Jud se encargará de eso. —Se puso en pie—. Bien, vayamos a ver a Larry.
—Larry está bien. Yo lo até bien atado.
—¿Tú lo ataste?
—Tuve que hacerlo. Papá iba a matarlo.
Echaron a andar cruzando el aparcamiento.
—Le dije a papá que si mataba a Larry gritaría. Él dijo que me mataría si lo hacía, y yo le dije que no me importaba. Dije que si él no mataba a Larry yo haría todo lo que él quisiera. Él quería que yo fingiera para obligarte a abrir la puerta.
—¿Cómo consiguió que Larry abriera la puerta?
—Fingió ser un policía.
—Magnífico —murmuró Donna, preguntándose cómo podía ser Larry tan estúpido.
Probó la puerta de la cabina 12. No estaba cerrada. La abrió.
—¿Dónde está?
—En la bañera. Fue idea de papá.
Encontraron a Larry boca abajo en la bañera vacía, con un trozo de camisa atado sobre su boca a modo de mordaza. Tenía las manos atadas juntas a la espalda, y atadas luego a los tobillos de sus pies alzados.
—¡Lo hemos cogido! —anunció Sandy.
Larry respondió con un gruñido.
Sentándose en el borde de la bañera, la niña se inclinó y tiró de los nudos. En unos breves instantes los había soltado. Larry se puso de rodillas. Apartó el trozo de camisa atado sobre su cara y escupió un calcetín negro que tenía metido en la boca.
—Un hombre terrible —murmuró Larry—. Un completo bárbaro. ¿Están bien las dos? ¿Dónde está Judgement? ¿Qué ha ocurrido?
Donna le explicó lo que Jud había hecho, y que no sabía lo seriamente herido que podía estar Roy.
—Creo que será mejor que vayamos a averiguarlo.
Atravesaron la oscuridad hasta la cabina 9, y encontraron a Jud sentado en la cama. En el suelo entre las dos camas estaba Roy, tendido boca abajo. Sus manos estaban fuertemente atadas a su espalda. Una funda de almohada cubría su cabeza, firmemente atada en torno a su cuello con un cinturón de cuero. Excepto su respiración, permanecía inmóvil.
—Veo que tiene la situación por la mano —dijo Larry.
Sandy, mirando a su padre, apretó fuertemente la mano de Donna. Donna se sentó junto a Jud. Se echaron a un lado para hacerle sitio a la niña.
—¿Qué vamos a hacer con este pillo? —preguntó Larry, dejándose caer cuidadosamente en la cama vacía.
—No es ningún pillo —dijo Jud—. Asesinó a la hermana de Donna. Asesinó a su cuñado. Abusó sexualmente de Sandy. Dios sabe qué otras cosas les hizo a Donna y a Sandy. Pero todos sabemos qué pretendía hacerles ahora. Eso no es ningún pillo, según mi libro. Según mi libro, eso es una bestia.
—¿Qué se propone hacer con él? —preguntó Larry.
—Ponerlo en el lugar donde pertenece.
—¿En la cárcel? —preguntó Sandy.
Donna, sintiendo que un frío estremecimiento recorría su columna vertebral, dijo:
—No, cariño. No creo que sea eso lo que Jud tiene en mente.
Larry comprendió repentinamente. Agitando la cabeza, murmuró:
—Oh, Dios mío.