20

1

Dejando a los otros en el interior de su cabina, Jud recorrió el perímetro del Welcome Inn. No vio ningún Rolls-Royce ni el menor signo de un hombre de metro ochenta y dos que pudiera ser el ex marido de Donna. Regresó a la cabina. Le hizo una seña a Donna de que saliera fuera.

—Ahora —dijo— vamos a ir a tu cabina y lo esperaremos.

—¿Y Sandy?

—Ella también.

—¿Es necesario? Preferiría… No quiero que lo vea, si es posible.

—Ese es el problema. No parece estar por los alrededores en este momento, pero puede que esté. Quizá yo lo haya pasado por alto. Si está vigilando, sabrá que hemos dejado a Sandy en la 12. Puede ir a por ella.

—Supongamos que ella está con nosotros —dijo Donna—, y Roy viene y de algún modo… te gana. Entonces tendrá a Sandy. Si la dejamos con Larry y ocurre eso, estará a salvo.

—Haremos lo que quieras.

—¿Crees que él lo sabrá, si la dejamos en la 12?

—Puede saberlo —admitió Jud.

—¿Pero hay posibilidades de que no lo sepa?

—También.

—De acuerdo. Entonces la dejaremos en la 12 con Larry.

—Como quieras.

Dio instrucciones a Larry de que se quedara dentro, de que mantuviera la puerta cerrada y las cortinas echadas, y que a la primera señal de problemas disparara un tiro de alarma y se encerrara con Sandy en el cuarto de baño. Metidos en la bañera, deberían estar a salvo de las balas. Jud acudiría corriendo. Estaría allí cinco segundos después del primer disparo.

—Quizá —dijo Larry— pueda cazar al tipo con mi disparo de alarma.

—Si te ofrece un buen blanco, hazlo. Pero no esperes demasiado. Estaréis seguros una vez os hayáis metido en la bañera con la puerta del cuarto de baño cerrada.

Jud le dejó el rifle. Tomó el diario de Lilly Thorn. Luego él y Donna cruzaron el aparcamiento en sombras y se dirigieron a la cabina 9.

Él entró primero, y la registró. Cuando Donna hubo entrado, cerró por dentro la puerta y se aseguró de que las cortinas de las ventanas estaban completamente echadas. Encendió la lámpara de la mesilla de noche entre las dos camas.

—¿Dónde quieres que me coloque? —preguntó Donna.

—Yo me situaré en el suelo aquí, entre las camas, a fin de estar fuera de la vista. Tú puedes ocupar una de las camas. Quizá ésta sea la mejor —dijo, palmeando la que estaba más alejada de la puerta.

—Me parece bien. ¿Qué debo hacer mientras esperamos?

—Puedes ver la televisión si quieres. No importa. Yo quiero echarle una ojeada a lo que Lilly tiene que decir.

—¿Puedo yo también?

—Por supuesto.

—¿Por qué no te lo leo?

—Estupendo. —Sonrió. Le gustaba la idea. Le gustaba mucho.

Donna se quitó las zapatillas. Sus calcetines eran blancos. A Jud sus pies le parecieron muy pequeños. La observó mientras se sentaba en la cama, con los pies doblados bajo su cuerpo y su espalda apoyada en el cabezal.

Él se sentó en el suelo entre las camas. Con la otra almohada acolchó la parte frontal de la mesilla de noche y se reclinó en ella. Colocó su colt 45 automático en el suelo, a su lado.

—¿Todo listo? —preguntó Donna.

—Todo listo.

Mi diario —empezó a leer ella—. Un relato verídico de mi vida y mis más íntimos asuntos.

2

Día 1 de enero —leyó Donna—. Supongo que será de 1903. Siendo este el primer día del nuevo año, lo he dedicado a la solemne meditación. Le he dado al Señor las gracias correspondientes por su bondad proporcionándome dos magníficos muchachos, y los medios con los que proveer a sus necesidades. Le he pedido que perdonara mis faltas, pero sobre todo que velara amorosamente por mi querido Lyle, que tiene un noble corazón y se ha apartado del buen camino únicamente porque ama a su familia hasta delinquir por ella.

—Era un ladrón de bancos —dijo Jud.

—Pero tenía un noble corazón.

—Quizá puedas saltarte algo de eso.

—¿E ir directamente a la parte interesante? —Fue pasando lentamente las páginas, examinándolas—. Oh, aquí hay algo. Día 12 de febrero. Hoy me he sentido más descorazonada que nunca. El Señor ha seguido recordándonos que somos parias en esta ciudad. Varios de los jóvenes de la localidad han atacado a Earl y a Sam cuando volvían de la escuela. Los cobardes han herido a mis chicos con piedras, han caído sobre ellos apaleándolos con puños y bastones. No sé la razón de su crueldad, solamente que su origen reside en la reputación del padre de los muchachos.

Donna pasó más páginas.

—Parece como si se hubiera pasado varios días yendo por todo el pueblo, diciéndoles a los padres lo que sus respectivos hijos les habían hecho a los suyos. Fueron educados con ella, pero fríos. Apenas había terminado de hacer su ronda cuando sus hijos fueron apaleados de nuevo. Uno de ellos recibió un mal golpe en la cabeza, así que lo llevó al doctor Ross. Escucha: El doctor Ross es un hombre amable y alegre de unos cuarenta y tantos años. Parece no sentir ningún resentimiento ni hacia mí ni hacía los chicos por ser familia de Lyle. Al contrario, nos mira con los ojos más cariñosos que he visto en muchos meses. Me ha asegurado que no tengo que preocuparme por el estado de Earl. Le he invitado a tomar el té, y hemos gozado de nuestra mutua compañía durante la mayor parte de una hora.

Jud escuchó el susurro de varias páginas al ser giradas.

—Parece como si hubiera estado viendo al doctor Ross casi cada día. Empieza a llamarlo Glen. Día 14 de abril. Glen y yo hemos preparado una cesta de picnic y hemos ido a la cima de la colina que hay detrás de la casa. Para mi sorpresa y delicia, ha sacado de su malean de medicinas una botella del más fino borgoña francés. Hemos disfrutado maravillosamente, gozando del pollo y del vino, y también de la mutua compañía. A medida que iba avanzando el día, nuestra pasión ha ido creciendo. Me ha resultado difícil frenarlo. Aunque me ha besado con un ardor que me ha quitado la respiración, no le he permitido que se tomara mayores libertades.

Donna dejó de leer. Bajó la vista a Jud, sonrió, y se sentó junto a él en el suelo.

—Te concedo la libertad de que me beses —dijo.

El la besó suavemente, y ella apretó su boca contra la de él como si estuviera hambrienta de su sabor. Cuando él apoyó una mano sobre el pecho de ella, Donna la apartó.

—Sigamos con Lilly —dijo.

Jud la observó pasar más páginas. Estaba sentada hombro contra hombro a su lado, con el libro apoyado sobre sus rodillas alzadas. El suave cabello que caía sobre su mejilla parecía oro a la luz de la lámpara. Su proximidad y su olor excitaron tanto a Jud que dejó de prestar atención a Lilly Thorn.

—No es que sea muy específica, pero pienso que fue bastante más allá del estadio del beso a estas alturas. Ya apenas escribe sobre nada excepto de Glen.

—Hummm —Jud apoyó una mano en la pierna de Donna, sintiendo el calor de su muslo a través de la pana.

—¡Aja! Día 2 de mayo. Ayer por la noche, después de que los niños se hubieran ido a la cama, salí fuera a la hora convenida y me encontré con Glen en el mirador. Tras muchas afirmaciones de su amor, me pidió mi mano en matrimonio. Acepté su oferta sin vacilar, y él me apretó gozosamente contra su pecho. Durante gran parte de la noche nos abrazamos y planeamos nuestro futuro. Finalmente, el frío empezó a ser mucho para nosotros. Pasamos al recibidor. Allí, en el diván, nos abrazamos de nuevo tiernamente, bendecidos por la plenitud del momento.

Donna cerró el diario, manteniendo el punto con el dedo.

—¿Sabes? —dijo—, me hace sentir algo así como… sucia, estar leyendo esto. Como un voyeur, o algo así. Es tan íntimo.

—Puede que nos diga quién mató a su familia.

—Es posible. Seguiré adelante. Sólo que… no sé. —Bajó la cabeza y empezó a pasar páginas—. Aquí fijan la fecha para la boda. El 25 de julio.

Jud pasó su brazo en torno a los hombros de ella.

Día 8 de mayo. Tuvimos otra cita en el mirador, ayer por la noche, al sonar la una en el campanario. Glen tuvo la presencia de ánimo de traer una manta. Vencido el frío de la noche, nuestro ardor estalló en nosotros sin freno. Fuimos atrapados como por una marea. Incapaces de resistir su empuje, permitimos que la marea nos llevara sobre su cresta y nos sumergimos en un bendito deleite como jamás había conocido. Supongo —dijo Donna— que quiere decir que jodieron.

—Cristo, pensé que su balsa había volcado.

Echándose a reír, Donna dio un puñetazo sobre su pierna.

—Eres horrible. —Volvió la cabeza hacia él, y él la besó—. Horrible —dijo en su boca.

Él pasó suavemente la yema de sus dedos a lo largo de la suave piel de la mejilla de ella, siguiendo la línea de su mandíbula y de su garganta. Ella dejó el libro. Volviéndose de modo que uno de sus pechos se apretó contra el costado de Jud, empezó a desabrochar su camisa. Luego deslizó su mano bajo ella, acariciando su estómago y pecho.

Jud se dejó caer hacia atrás, abandonando el apoyo de la mesilla de noche. Tendido de lado, con ella apretada contra su cuerpo, tiró de la parte inferior de su blusa soltándola de los pantalones, y deslizó su mano por la parte de atrás de sus pantalones de pana, sintiendo la fría suavidad de la curva de sus nalgas. Alzó su mano recorriendo su espalda y empezó a desabrochar el cierre de su sujetador.

—Espera —dijo ella.

—¿Qué ocurre?

—El suelo fue la otra noche —dijo ella, apartándose de él. Se puso en pie.

Con los ojos clavados en Jud y una sonrisa ligeramente aprensiva en su rostro, se desabrochó la blusa. La tiró sobre la cama más cercana a la puerta. Se quitó el sujetador y lo tiró también. Sentándose en el borde de la cama, se quitó los zapatos. Se puso nuevamente en pie, soltó su cinturón, y se desabrochó los pantalones. Resbalaron a lo largo de sus caderas. Alzando los pies, acabó de quitárselos. Ahora llevaba tan sólo unas brevísimas bragas. La oscuridad de su vello púbico era visible a través del fino nilón azul. Se quitó también las bragas.

—Ponte de pie —dijo. Jud observó un temblor de miedo o excitación en su voz.

Se quitó los zapatos y los calcetines. Depositó su colt 45 junto a la lámpara. Luego se puso en pie, quitándose la camisa. Mientras acababa de desabrochársela, Donna soltó su cinturón. Le bajó los pantalones, arrodillándose. Luego deslizó sus calzoncillos a lo largo de sus piernas. Su lengua chasqueó cuando tomó el miembro en su boca, chupando.

Él gimió. Cuando Donna se puso en pie, la abrazó fuertemente. Durante un largo rato la mantuvo allí sujeta entre las dos camas, besándola, explorando las laderas y las hendiduras y los orificios de su cuerpo, estrujando y sondeando mientras ella hacía lo mismo con él.

Luego se separaron. Donna apartó las mantas, y se tendieron en la cama.

No se apresuraron.

Parte de la mente de Jud permanecía alerta, escuchando cautelosamente como un soldado montando guardia. El resto de él se unió a Donna. Se hizo parte de su suavidad, de su pelo, de los suaves sonidos que brotaban de su garganta, de las partes secas y de las partes húmedas de su cuerpo, de sus muchos aromas, de sus sabores. Y finalmente de la deslizante vaina que se apoderó de su miembro, incitándolo hasta que la contenida tensión le dolió.

Arqueando su espalda, se sumergió profundamente, más profundamente que nunca. Una y otra vez. Gimiendo, Donna se agitó locamente y lo aferró. Cayó sobre ella, bombeando y bombeando, y todo el dolor acumulado entre sus muslos estalló.

Luego permanecieron tendidos durante mucho rato uno al lado del otro. Hablaron suavemente; no dijeron nada. Donna se durmió sujetando su mano. Finalmente, Jud se levantó. Se vistió, y volvió a ocupar su posición en el suelo entre las camas, el colt 45 junto a su pierna.

3

—¿He dormido mucho? —preguntó Donna.

—Media hora, quizá.

Ella se sentó en el borde de la cama y le besó.

—¿Quieres volver a Lilly? —preguntó.

—Te he estado esperando.

—Te he fallado como narradora.

—Aja.

Ella sonrió.

—Todo por culpa tuya.

Alargó un desnudo brazo hacia el libro.

—Quizá sería mejor que te vistieras.

—Hummm. —Sonó como si no le importara mucho.

—Si tenemos visita…

—Dios, ¿has tenido que recordármelo?

Él le palmeó una mejilla.

—Vístete, mientras voy a echar un vistazo a Sandy y Larry.

—De acuerdo.

Se cubrió con una sábana mientras Jud abría la puerta.

En algún momento, mientras hacían el amor, había llegado la oscuridad. Se veía luz por la ventana de la cabina 12. Jud se detuvo al lado del Maverick de Donna y escrutó el aparcamiento. Una mujer con dos niños salió de la cabina 14. Se metieron en un coche familiar. Aguardó a que el coche se fuera, luego cruzó hasta la cabina 12 y llamó suavemente a la puerta.

—Soy Jud —dijo.

—Un segundo.

Un momento más tarde, Larry abrió la puerta. Jud miró al interior. Vio a Sandy sentada con las piernas cruzadas frente a la televisión, mirándole por encima del hombro.

—¿Todo bien?

—Hasta que tú me provocaste un ataque de nervios hace un segundo, todo iba maravillosamente.

—Estupendo, te veré más tarde.

Regresó a la cabina de Donna. Estaba sentada en el suelo entre las dos camas, vestida con sus pantalones de pana y su blusa, el diario apoyado contra sus rodillas alzadas. Se sentó a su lado, y colocó el Colt 45 junto a su pierna derecha.

—Están bien —dijo.

—Estupendo. Volvamos a Lilly. Si lo recuerdas, su bote acababa de volcar.

—Exacto. Y ella se había ahogado en olas de pasión.

—Lo cual te dio a ti la idea de crear unas cuantas olas por ti mismo.

—¿Eso es lo que pasó?

—Creo que sí.

Jud la besó rápidamente, y ella sonrió.

—Nada de eso —dijo—. Volvamos a Lilly.

—Volvamos a Lilly.

—De acuerdo. Una vez lo hubo hecho con Glen aquella primera noche, «mimaron su pasión» sobre una base regular. De hecho, casi cada noche. No creo que quieras oírlo.

—En mis actuales condiciones, no especialmente.

—Está bien, veamos lo que viene a continuación. —Giró varias páginas mientras las ojeaba—. Día 17 de mayo. Hoy le he enviado una carta a Ethel, pidiéndole que asista a los esponsales. Espero que se decida por fin a viajar desde Portland

Donna leyó el resto para sí misma y pasó la página. No dijo nada. Mirándola, Jud vio que sus ojos seguían las palabras. Sus labios estaban fuertemente apretados.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Los ojos de Donna se fijaron en los de Jud.

—Algo ocurrió —dijo.

Volvió a leer en voz alta.

Día 18 de mayo. Una turbadora visión me ha recibido esta mañana, cuando he bajado al sótano a buscar un tarro de manzanas de las que preparé el pasado otoño. A la luz de mi lámpara de gas, he visto que dos de mis tarros de conserva estaban rotos en el suelo. Otro estaba abierto con toda pulcritud, y vacío. Mi primera inclinación, naturalmente, ha sido echarles la culpa a los chicos. Sin embargo, la etiqueta del tarro vacío me ha indicado que contenía remolachas, un vegetal que mis dos chicos aborrecen. Este descubrimiento me ha helado el corazón, porque sé que un desconocido ha entrado en mi casa, y no conozco la naturaleza de sus intenciones. Resistiendo mi impulso de correr escaleras arriba y atrancar la puerta, he buscado por todos los rincones del sótano.

En un rincón cerca de la pared este, oculto a la vista debajo de media docena de sacos de grano, he descubierto un agujero en el suelo de tierra… un agujero lo suficientemente grande como para permitir el paso de un hombre o de un animal de buen tamaño. Rápidamente he cogido mis manzanas en conserva y he huido del sótano.

Día 19 de mayo. Lo he pensado mucho antes de informar a Glen de la visita del desconocido a mi sótano. Al final, he decidido mantenerlo en la ignorancia, porque sé que sus instintos protectores se impondrán sobre él para destruir al visitante. Yo no podría tolerar una medida tan drástica. Después de todo, el visitante no ha hecho hasta ahora daño a nadie.

He decidido arreglar el asunto yo misma, tapando el agujero de entrada. Para realizar esta tarea, he cogido una pala del cobertizo de las herramientas. He bajado al sótano. Otros dos tarros de conservas estaban abiertos y vacíos en el suelo. Esta vez, el visitante se ha dedicado a mis melocotones. Mirando los tarros vacíos, he sentido un repentino y cálido sentimiento de compasión.

El visitante, me he dado cuenta, no pretende causarme ningún daño. Su único deseo es evitar los estragos del hambre. Quizá sea algún infortunado chico, uno de esos desheredados de la sociedad. Yo misma he conocido el dolor de ser un desheredado. He conocido la soledad y el miedo producidos por este hecho. Mi corazón se ha puesto de parte de la desafortunada, desesperada alma que ha entrado en mi sótano para conseguir unos cuantos bocados de mis conservas. He sentido deseos de conocerle, y de ayudarle si puedo.

Día 30 de mayo.

—Hay un lapso de once días, Jud.

—Aja.

Día 30 de mayo. Dudo, tiemblo, ante el pensamiento de trasladar mis acciones al papel. ¿A quién puedo confiárselas, de todos modos? ¿Al reverendo Walters? Él sólo confirmará lo que ya sé, que mis acciones son impuras a los ojos de Dios y que he condenado mi alma a las llamas eternas. Seguro que tampoco puedo decírselo al doctor Ross. No sé qué terrible venganza arrojaría sobre mí y Xanadú.

El 19 de mayo, decidí hacer un intento de ayudar al visitante a mi sótano. Glen vino, después de que los niños se fueran a la cama. Me utilizó a su manera habitual.

—¿Qué fue de las mareas crecientes? —preguntó Donna.

Inmediatamente siguió leyendo.

Cuando hubo terminado conmigo, charlamos de banalidades durante un rato. Finalmente, se fue.

Me dirigí a la despensa, y abrí silenciosamente la puerta del sótano. Allá en la oscuridad, aguardé, escuchando. No brotaba el menor sonido del sótano. Descendí los peldaños, tanteando cuidadosamente el camino, aunque llevaba una lámpara apagada.

Cuando sentí, el suelo de tierra del sótano bajo mi desnudo pie, me senté en el último peldaño y proseguí mi espera.

Mi paciencia, finalmente, fue recompensada. El sonido ahogado de una respiración cansada por el ejercicio brotó de las inmediaciones del agujero. Pronto llegaron débiles ruidos, como los que hace un cuerpo arrastrándose sobre tierra dura. Entonces vi una cabeza asomarse por encima de los sacos de grano.

La oscuridad ocultaba sus rasgos. Tan sólo pude discernir la forma pálida de la cabeza. E incluso ésta distaba mucho de ser precisa. Juzgué por su palidez que era la cabeza de un hombre que no gozaba mucho de los benditos rayos del sol.

Se alzó en toda su altura, y me sentí henchida de temor, porque no era un hombre. Tampoco era un mono.

Al acercarse, decidí descubrir más completamente su identidad, aún a riesgo de mi seguridad. Con este fin, prendí un fósforo. Llameó, proporcionándome una visión momentánea de su horrible semblante antes de que se girara, gruñendo.

Mientras estaba así vuelto de espaldas, contemplé su espalda y sus cuartos traseros. Si era una de las exóticas criaturas de Dios, o una maligna perversión vomitada directamente por el demonio, no lo sé. Su horrible apariencia y desnudez me impresionaron. Sin embargo, me sentí empujada, por una fuerza irresistible, a apoyar mi mano sobre su deforme hombro.

Dejé que el fósforo se apagara. En la oscuridad, sin ninguna clase de visión, sentí que la criatura se volvía. Su cálido aliento en mi rostro olía a tierra y a selváticos bosques. Apoyó sus manos sobre mis hombros. Unas garras se clavaron en mí. Permanecí de pie frente a la criatura, indefensa, llena de miedo y maravilla, mientras ella rasgaba la tela de mi camisón.

Cuando estuve desnuda, husmeó mi cuerpo como un perro. Lamió mis pechos. Me olisqueó, incluso mis partes más íntimas, que sondeó con su hocico.

Se trasladó detrás de mí. Sus garras se clavaron en mi espalda, obligándome a ponerme de rodillas. Sentí el resbaladizo calor de su carne apretarse contra mí, y supe con certeza lo que iba a hacer. Aquel pensamiento me consternó hasta lo más profundo y, sin embargo, de alguna forma, su contacto me estremeció de emoción, haciéndome sentir extrañamente ansiosa.

Me montó por detrás, una forma tan inusual entre los humanos como habitual es entre muchos animales inferiores. Al primer contacto de su órgano, el miedo me retorció las entrañas, no por la seguridad de mi carne sino de mi alma eterna. Y sin embargo le dejé que continuara. Sé, ahora, que ningún poder a mi alcance le hubiera impedido hacer su voluntad conmigo. Sin embargo, no hice ningún intento por resistirme. Al contrario, acogí con satisfacción su entrada. La ansié, como si de alguna forma presagiara su magnificencia.

¡Oh, Señor, cómo me expolió! ¡Cómo sus garras desgarraron mi carne! ¡Cómo sus dientes se clavaron en mí! ¡Cómo su prodigioso órgano golpeó mis tiernas entrañas! ¡Cuan brutal fue en su salvajismo, cuan tierno en su fondo!

Supe, mientras yacíamos exhaustos en el suelo de tierra del sótano, que ningún hombre —ni siquiera Glen— podría jamás despertar mi pasión de aquel modo. Lloré. La criatura, desconcertada y sorprendida por mi reacción, se deslizó en su agujero y desapareció.

4

A la noche siguiente, cuando descendí las escaleras del sótano, lo encontré esperándome. Me desnudé inmediatamente para salvaguardar mi camisón del arrebato de sus garras. Lo abracé, saboreando el resbaladizo calor de su piel. Luego caí sobre mis manos y rodillas, y él me tomó con no menos fervor que la otra noche. Cuando el delirio hubo pasado, yacimos juntos hasta que me recobré.

Finalmente, entonces, le mostré mi lámpara. Le indiqué que se diera la vuelta para proteger sus ojos. Entonces encendí la lámpara, y la cubrí con un capuchón índigo que había preparado durante el día. La azulada lámpara no hería sus ojos, mientras que me proporcionaba a mí suficiente luz para mis propósitos.

Vi, mientras lo estudiaba, que era una criatura a todas luces curiosamente conformada. Algunos de sus extraños rasgos contaban, sin duda, para su magnificencia como amante. Su larga lengua lanceolada era uno de ellos. Su órgano sexual, sin ninguna duda, era el más singular y prodigioso de sus rasgos, contando tanto para su ardor como para el mío. No sólo era asombroso en tamaño y en sus inusuales contorno y pliegues, sino que su orificio era también distinto al de cualquier otra criatura conocida por mí. El orificio, configurado como una mandíbula, poseía un miembro parecido a una lengua con una extensión de casi cinco centímetros.

—Tonterías —dijo Jud—. ¿Qué demonios está intentando vendernos?

—¿Un pene con una boca? —sugirió Donna.

—Pues no es tan mala idea —dijo Jud, y se echó a reír tensamente.

—Siempre que no tenga dientes —dijo Donna.

—Buen Dios, ¿cuánto de esto se está imaginando?

—¿Qué crees tú?

—No lo sé. Mucho de lo que dice, las garras y la piel resbaladiza, la reacción a la luz… concuerda con lo que yo vi.

—¿Qué hay acerca del pene?

—No lo vi. Por supuesto, la casa estaba a oscuras. Apenas podía ver nada.

—Seguiré. Este orificio, y lengua, estoy segura, le permitían no sólo cosquillearme en lo más profundo, sino que realzaba también su ardor con el sabor de mis jugos.

—¡Buen Dios! —murmuró Jud, agitando la cabeza.

Una vez hube satisfecho mi curiosidad contemplando su cuerpo, él me exploró a mí con la misma intensidad. Luego nos rendimos a una nueva marea de pasión.

Cuando terminamos, me presenté a él con un surtido de comida. Comió queso con gran deleite. Mordisqueó el panecillo, y lo desechó. Rechazó la carne de ternera tras olisquearla brevemente. Como descubrí más tarde, tan sólo la carne cruda era aceptada por su paladar, y aquella había sido bien cocinada. Lamió el agua de un bol, luego se sentó sobre sus cuartos traseros, aparentemente satisfecho.

Tendiéndome de espaldas, me abrí a él. Pareció confuso, porque estaba acostumbrado a abrirse camino a la manera de las criaturas inferiores. Lo animé a que se tendiera sobre mí, sin embargo, a fin de poder mirar la extraña belleza de su rostro y sentir su resbaladiza piel contra mis pechos mientras me tomaba.

Cuando hubimos terminado, lo observé deslizarse al interior del agujero detrás de los sacos de grano. Me arrastré hasta el borde del agujero. Escuché, oyéndole descender profundamente. Lo llamé en voz baja. No sabía cuál podía ser su nombre, así que lo llamé Xanadú, según la extraña y exótica tierra descrita por el señor Coleridge en su inacabada obra maestra. Se había ido, pero sabía que volvería a la noche siguiente.

He estado con Xanadú cada noche, bajando muy silenciosamente al sótano después de que los niños estuvieran dormidos. Saciamos nuestras pasiones con una frecuencia e intensidad que no conoce límites. Cada mañana, antes del amanecer, Xanadú regresa a su agujero, no sé por qué, ni tampoco hacia dónde. Mi creencia es que se trata de una criatura de la noche, que pasa sus días durmiendo. Yo también he empezado a actuar de este modo.

La luz del día me descubre debilitada hasta la última fibra. Esto no ha pasado desapercibido a Earl y Sam. Les he explicado, no sin cierta verdad, que últimamente me resulta difícil dormir.

Glen Ross fue mi principal preocupación, al principio. Inmediatamente expresó su preocupación por mi lasitud. Pidió examinarme por si tenía alguna dolencia física, pero me resistí hasta el punto de mostrarme ruda. Retiró su demanda, y me dio polvos para dormir.

Sus demandas nocturnas de atención amorosa se acentuaron, y me asustaron más allá de todo lo que pueda decir. Sus abrazos me hacían estremecer. Sus besos me resultaban repugnantes. Sin embargo, hubiera soportado esas torturas y le hubiera permitido libertades únicamente para alejar sus sospechas, de no haber sido por la evidencia visible dejada en mi cuerpo por Xanadú: los moretones, los arañazos y los cortes de sus garras, las marcas de mordeduras. Más abajo de mi cuello, ni siquiera un centímetro de mi cuerpo no había sido herido por la pasión de nuestro amor. En presencia de mis hijos y del doctor Ross, llevaba una blusa de cuello alto con manga larga, y una falda hasta los pies. E incluso eso no era suficiente protección. En una ocasión tuve que atribuir los arañazos en mis manos y rostro a un gatito que luchó desesperadamente para huir cuando quise tomarlo en mis brazos.

Hace tres noches, el doctor Ross me pidió saber el significado de mis gélidos rechazos. Aunque había esperado hacía días tal planteamiento, resultó difícil ofrecerle una respuesta que no despertara sospechas de la verdad. Finalmente, con una exhibición de modestia y vergüenza, divulgué que nuestros pecados de fornicación ponían en peligro nuestras almas y que ya no podía seguir soportando tanta maldad. Para mi sorpresa, sugirió que nos casáramos inmediatamente. Dije que no podía vivir con un hombre que me había hecho caer de aquel modo. Con una risa burlona, respondió que yo me había mostrado muy satisfecha viviendo con un bandido y un asesino. Utilicé su difamación sobre mi fallecido esposo como un pretexto para arrojar al doctor Ross de mi casa. No creo que regrese.

Ayer, envié una carta a Ethel. Le informé que el doctor Ross había retirado su propuesta de matrimonio, y que yo estaba profundamente dolida por ello. Le pedí que se quedara a Sam y a Earl un par de semanas, a fin de que yo pudiera efectuar un viaje de descanso a San Francisco. Ahora estoy aguardando ansiosamente su respuesta. Con los chicos lejos en Portland, podré abandonar mis agotadores disimulos. Xanadú y yo seremos reyes de toda la casa.

Día 28 de junio…

—¿Qué es eso, casi un mes después de la última anotación? —exclamó Donna.

Mañana, los niños volverán de Portland en compañía de Ethel, que desea visitarme por un período de tiempo no especificado. He estado esperando con dolor su regreso.

Durante casi tres semanas, Xanadú y yo hemos estado solos en la casa. Con la llegada de los demás, él deberá volver al sótano. No sé cómo podrá soportar mi corazón tal separación.

Día 1 de julio. La pasada noche, mientras Ethel y los niños dormían, visité el sótano. En vez de recibirme con un abrazo, Xanadú me miró ceñudamente desde el rincón cercano a su agujero. Tomó la ternera cruda que le ofrecí. Sujetándola entre sus mandíbulas, se arrastró al agujero y desapareció. Aunque estuve aguardando hasta el amanecer, no regresó.

Día 1 de julio. Xanadú no ha vuelto.

Día 3 de julio. Tampoco ha aparecido esta noche.

Día 4 de julio. Si está intentando destruirme con su ausencia, lo está consiguiendo. No sé qué voy a hacer si no regresa pronto.

Día 12 de julio. Han pasado diez noches, y temo que no tenga intención de regresar. Sé, ahora, que fue una locura permitirle salir del sótano. Se acostumbró a la comodidad de la casa y a mi constante presencia. ¿Cómo podía comprender la necesidad de su regreso al sótano? ¿Cómo podía considerar esto más que como un rechazo?

Día 14 de julio. La pasada noche, en vez de mantener mi vigilancia en el sótano, vagué por las boscosas colinas de detrás de la casa. Aunque no hallé signo alguno de Xanadú, seguiré buscando esta noche.

Día 31 de julio. Mis búsquedas nocturnas por la colina no han conseguido nada. Estoy tan débil. Con la pérdida de Xanadú, toda alegría ha desaparecido de mi vida. Ni siquiera en mis hijos encuentro felicidad. Los odio, con todo mi corazón, porque ellos fueron los instrumentos de mi pérdida. Seguramente no les hubiera dejado nacer de mi seno, si hubiera sabido la agonía que su presencia iba a proporcionarme.

Día 1 de agosto. Pasé la última noche en el sótano, esperando el regreso de Xanadú. Hubiera rezado, pero no me atreví a insultar al Señor de tal manera. Finalmente, llegué a la determinación de terminar con mi vida.

Día 2 de agosto. Ayer por la noche aguardé hasta que Ethel y los chicos estuvieron dormidos. Entonces llevé un trozo de cuerda abajo al sótano. Lyle me había hablado a menudo de la ejecución por la horca. Era una forma de morir que siempre había temido hasta el mismo día en que fue abatido a tiros. Hubiera elegido otra forma de terminar con mi vida, pero ninguna parecía tan segura como el ahorcamiento.

Trabajé durante largo rato con la cuerda, pero fui incapaz de conseguir un nudo adecuado para colgarme. Un simple lazo, decidí, bastaría. El dolor de la asfixia sería grande, pero sólo por un tiempo.

Conseguí, tras muchos problemas, echar el lazo por encima de una de las vigas que soportaban el techo del sótano. Até el extremo libre de la cuerda al poste central. Luego me subí a una silla que había bajado al sótano con ese propósito. Con el lazo en torno a mi cuello, me preparé para el final.

Pero me di cuenta de que no podía partir de esta vida sin hacer un último intento de ver a mi amado Xanadú.

Con este fin, bajé de la silla y me encaminé hacia la boca de su agujero en la tierra. Me arrodillé en su borde. Le llamé. No oyendo ninguna respuesta tras una espera de varios minutos, decidí ir a buscarle. Si debía perecer en el intento, que así fuera. Tal fin lo único que haría sería ahorrarme el dolor del ahorcamiento.

Despojándome de mis ropas, me metí de cabeza en el agujero, tal como había visto hacerlo a él en muchas ocasiones. La tierra estaba fría y húmeda contra mi piel desnuda. Su oscuridad era completa. El apretado confinamiento del agujero hacía imposible el arrastrarse sobre manos y pies, así que fui avanzando como una serpiente, apoyándome en mi vientre. No sé durante cuanto tiempo me debatí para abrirme paso hacia las profundidades. Las paredes del túnel parecían apretarse a mi alrededor, como si quisieran aplastar mi respiración. Sin embargo, me obligué a seguir.

Cuando ya no pude moverme más, llamé a gritos a Xanadú. Grité con todo el dolor de mi amor y mi desesperación. Grité una y otra vez, aunque cada respiración hacía arder mis pulmones, porque odiaba morir sin decirle adiós a mi amante.

Finalmente, oí el bienaventurado sonido de su resbaladiza piel deslizándose en la arcilla. Oí el silbar de su respiración. Apretó su hocico contra mi rostro, gimiendo y lamiendo.

Aferrando mi pelo con sus poderosas mandíbulas, fue retrocediendo, arrastrándome. El dolor de aquello fue una bendición para mis ofuscados sentidos. Cuando finalmente soltó mi pelo, no descubrí más paredes oprimiéndome. El aire era fresco. Supe, más tarde, que me había llevado a su morada subterránea, un espacio excavado en el suelo no más grande que lo que necesitaba para estar de pie y tenderse, localizado justo más allá del límite de mi propiedad y a varios metros bajo la superficie de la tierra. El aire fresco procedía de una abertura oculta encima de su cabeza, y de otros túneles que conducían a la parte superior de la colina. Sin embargo, todo esto lo supe por la mañana. En el momento en que Xanadú me trajo a su morada, yo apenas era consciente y temblaba de frío. Con el abrazo de mi amante, el frío desapareció. Me sumí en un sueño bienhechor.

Él me despertó, en algún momento antes del amanecer. Me sentía muy recuperada. Xanadú entró en mi cuerpo, y me amó más suavemente de lo que nunca antes lo había hecho, aunque no sin un extremo de pasión. Cuando hubimos terminado, me condujo a una abertura. Por la forma en que nos despedimos, sé que volverá a mí esta noche.

Me abrí camino a través de la hierba cubierta de rocío, sola y desnuda en el grisor de la primera hora de la mañana.

He pasado la mañana en soledad, planeando. Poco después del mediodía, mis pensamientos se han visto interrumpidos por un joven llamado Gus, que me ha ofrecido trabajar a cambio de la comida. Había qué cortar leña, así que le he dado el trabajo. Durante buena parte de la tarde el chirrido de su carretilla llevando la leña me ha acompañado. Mientras tanto, he seguido planeando.

Ahora está anocheciendo. Gus ha cenado con nosotros y luego se ha ido. Los chicos duermen. Ethel aún no se ha retirado, pero eso no importa. Xanadú espera. Le voy a dejar salir del sótano, y seremos de nuevo reyes de la casa.

—¿Eso es todo? —preguntó Jud.

Donna asintió.