18

Por encima del sonido de la televisión, Donna oyó acercarse un coche. Sandy la miró, preocupada. Dejando a un lado el periódico, Donna saltó de la cama y se dirigió a la ventana. Un Chrysler verde oscuro se detuvo justo delante de la puerta.

—Son Jud y Larry —dijo. Les abrió la puerta.

—¿Alguna señal de él? —preguntó Jud.

Donna negó con la cabeza.

—No. ¿Cómo os ha ido?

—No demasiado mal.

—¡No demasiado mal, por supuesto! —dijo Larry—. Llegamos hasta allá incólumes, nos introdujimos como ladrones, y echamos nuestros ojos a esto —agitó un libro encuadernado en piel—. Esto es el diario de Lilly Thorn. Sus propias palabras. ¡Dios bendito, qué hallazgo! —Se dirigió al borde de la cama y se sentó junto a Sandy—. ¿Cómo ha ido tu tarde, mi querida damita?

Donna se volvió a Jud.

—¿Encontrasteis el disfraz de la bestia?

—No.

—¿Y el cuerpo de Mary Ziegler?

—Tampoco. Sin embargo, hubo un par de lugares en los que no pudimos mirar.

—¿Volvió alguien?

—No. Una de las habitaciones estaba ya ocupada, y no registramos el sótano porque había luz allí.

—¿Entonces había alguien en la casa?

—Varios alguien al parecer.

—Sólo están Maggie, Axel y Wick —dijo la mujer.

—Y dos de ellos estaban con la visita en la Casa de la Bestia.

—Entonces, ¿quién había en la casa?

—Axel, supongo. Y al menos otros dos.

—¿Pero quiénes?

—No lo sé.

—Eso es un poco inquietante.

—Aja. A mí tampoco me gustó.

Se sentaron en el borde de la cama de Jud.

—¿Cómo es la casa por dentro? —preguntó Donna.

Escuchó atentamente, intrigada por lo que él le contaba de las luces azules, la sala de estar sin ningún mueble excepto almohadones, la bañera con sus extrañas asas. Pero principalmente se sintió fascinada por el dormitorio.

—Una jamás pensaría que Maggie Kutch fuera de ese tipo. ¡Y Hapson! El tipo es un viejo depravado. Ya resulta difícil imaginárselos haciendo el amor, y mucho menos bajo espejos. Lo de la dominación y el sometimiento lo acepto, sin embargo. El sadismo. ¿Viste la expresión de su rostro cuando fue hacia Mary Ziegler con su cinturón?

Jud asintió.

—Siempre pensé que eran una pandilla de degenerados. Quiero decir, tienen que serlo, ¿no?, viviendo de las visitas a un lugar como la Casa de la Bestia.

Excepto un paseo de media hora por la colina que dominaba el océano, pasaron toda la tarde en la cabina 12. Larry leyó el diario en menos de una hora, agitando de tanto en tanto la cabeza, incrédulo, y murmurando. Sandy observaba la televisión. Donna permaneció sentada junto a la ventana con Jud.

A las cuatro y media, Donna mencionó que le gustaría ir a ver como seguía su coche. Los cuatro se dirigieron a la estación de servicio Chevron. Al acercarse, Donna vio su Maverick azul aparcado a un lado del garaje junto con otros tres coches.

—Apuesto a que todavía no lo han tocado —dijo.

Jud la acompañó hasta la oficina, donde el delgado mecánico estaba ocupado al teléfono. Aguardaron fuera hasta que terminó.

—Todo listo, señora —anunció, saliendo.

—¿Quiere decir que ya está arreglado? —preguntó Donna, incapaz de creer la sorprendente noticia.

—Naturalmente. El radiador llegó al mediodía. —Caminó delante de ellos hacia el coche y alzó el capó—. Aquí está. Lo he probado, y funciona perfectamente.

Regresaron a la oficina. Le entregó la factura, detallando el coste de los materiales y de la mano de obra.

—¿Pagará en efectivo o con tarjeta?

—Con tarjeta. —Buscó en su bolso la tarjeta de crédito adecuada.

—¿Dónde se aloja usted? —preguntó el hombre.

—En el Welcome Inn.

—Eso es lo que imaginé. No hay ningún otro lugar donde ir. —Tomó la tarjeta de crédito—. Eso es lo que le dije al tipo que preguntaba por usted.

Las palabras fueron como un latigazo. Donna se quedó mirando al hombre, desconcertada, hasta que la firme presión de la mano de Jud sobre su brazo la hizo reaccionar.

—¿Quién? —preguntó.

—Un tipo que vino conduciendo un Rolls del 76. Dijo que conocía su coche. ¿No la encontró?

Ella negó con la cabeza.

—¿Da siempre información acerca de sus clientes? —preguntó Jud.

—No se presenta muy a menudo la ocasión. —El hombre entrecerró los ojos—. ¿Tienen algún tipo de problema, amigos?

—No —dijo Jud—, pero usted sí podría tenerlos.

El hombre devolvió la tarjeta de crédito a Donna, luego le tendió las notas de cargo para que las firmara. Lentamente, se volvió hacia Jud.

—Será mejor que se largue, amigo, antes de que lo envíe a usted de aquí a Fresno de una patada en su jodido culo.

—¡Cállese! —le gritó Donna a la cara—. ¿Qué derecho tenía usted de decirle a ese hombre nada… nada… sobre mí?

—Maldita sea, señora, yo no le dije nada. El hombre sabía su nombre. Vino aquí a buscarla. Como he dicho, no hay otro lugar donde quedarse más que el Inn. La hubiera encontrado de todos modos. —El mecánico lanzó una dura mirada a Jud, luego volvió a mirar a Donna—. La próxima vez que se largue del lado de su marido, señora, debería ser usted un poco más cuidadosa. —Sonrió y se alejó.

—¡Vamonos! —Donna llamó a su hija y a Larry. Estaban al otro lado de la calle, mirando escaparates. Mientras se reunían con ellos, Donna dijo—: No quiero que Sandy se entere, ¿de acuerdo?

—Será más precavida si lo sabe.

—Está aterrada por ese hombre. Y después de todo lo que ha pasado…

—No se lo diremos. Pero tenemos que ser condenadamente cuidadosos a partir de ahora. Especialmente en el Inn.

Donna agitó la cabeza, y encontró confianza en los ojos del hombre. Recibió a Sandy y a Larry con una sonrisa.

—Milagro de milagros —dijo—. El coche está listo.

En el camino de regreso al Welcome Inn, Donna miró hacia todos lados buscando un Rolls-Royce, pero no vio ninguno. No había tampoco ningún Rolls en el aparcamiento.

—Aparca frente a tu cabina —dijo Jud.

Así lo hizo. Luego Jud los condujo a todos cruzando el asfalto hasta su propia cabina. Entró el primero, y efectuó un rápido registro antes de dejarles pasar.

—Necesito ir a la oficina —dijo—. Estaré de vuelta en un minuto.

Estuvo de regreso en menos de cinco. Agitando ligeramente la cabeza, le hizo saber a Donna que nadie había estado preguntando por ella en la oficina.

—¿Por qué no vamos ahora a cenar? —sugirió.

—¡Yo estoy muerta de hambre! —exclamó Sandy.

—Eres un pozo sin fondo —le dijo Larry a la niña—. Un abismo.

—Tú eres el pozo —dijo ella, riendo.

—Sandy —advirtió Donna—, no utilices ese tipo de lenguaje.

—Él lo hace.

—Es diferente. Él no dice «pozo» de la forma en que lo haces tú.

—Apuesto a que no.

Mientras se dirigían al restaurante del motel, Donna pasó su brazo en torno a la cintura de Jud. Su mano tocó un objeto duro y protuberante justo encima de su cinturón. Palpó su contorno.

—Así que es por eso por lo que llevas la camisa por fuera.

—En realidad, la llevo por fuera porque soy un desaliñado.

—Un desaliñado muy bien armado, por lo que veo.

El comedor estaba casi vacío. Mientras la encargada les conducía por entre las mesas, Donna observó todos los rostros. Roy no estaba allí.

—Nos gustaría una mesa en un rincón, por favor —dijo Jud.

—¿Les va bien ésta? —señaló la encargada.

—Estupendo.

Jud, observó Donna, ocupó una silla que le permitía dominar todo el comedor.

Una camarera joven y rubia se acercó.

—¿Algún cóctel?

Donna pidió un margarita.

Sandy una pepsi.

—A mí me gustaría un martini doble —dijo Larry—. Muy seco. Seco hasta los huesos. De hecho, pásese completamente del vermut.

—Eso es una ginebra doble, a palo seco, con una oliva.

—Exactamente. Es usted una joya.

—¿Y usted, señor? —preguntó la camarera a Jud.

—Tomaré una cerveza.

—¿Budweiser, Busch, o Michelob?

—Que sea una Bud.

—Un incorregible esnob —murmuró Larry.

Donna se echó a reír. Rió muy fuerte, más de lo que merecía la observación, pero parecía como si hiciera mucho tiempo que ninguno de ellos reía, y su risa sentó bien. Al cabo de un momento, una risita escapó de labios de Larry. Eso contagió a Sandy. Muy pronto los tres estaban riéndose inconteniblemente. Jud les sonrió, pero sus ojos seguían escrutando el local.

Durante toda la comida, Jud permaneció atento como si no formara parte del grupo, sino que fuera su guardián. Luego insistió en pagar la cuenta.

Cuando salían, Donna lo sujetó del brazo y lo retuvo antes de que siguiera a Sandy y Larry fuera.

—¿Qué…?

—Gracias por la comida. —Lo abrazó fuertemente y lo besó. Pudo notar que se relajaba, que se abría, que ponía algo de emoción al devolverle el beso. Luego la apartó de él.

—Será mejor que nos mantengamos cerca de Sandy —dijo, haciendo pedazos de tal modo la ilusión que Donna sintió deseos de echarse a llorar.