El letrero metálico, verde, decía: «BIENVENIDOS A MALCASA POINT, población 400 habitantes. Conduzca con cuidado». Roy disminuyó la velocidad a 50 kilómetros por hora.
Vio a una docena de personas aguardando junto a una cabina de tickets frente a una vieja casa victoriana. Miró el cartel. Las rojas letras ondulaban y chorreaban como sangre reciente. LA CASA DE LA BESTIA. Sonrió y se preguntó qué infiernos sería aquello.
Reduciendo la marcha, estudió los rostros de la gente junto a la cabina de los tickets. Ninguna de ellas se parecía a Donna o a Sandy, ni siquiera con los cambios que seis años podían producir. Siguió avanzando.
Observó las aceras en su busca; observó la calle y los aparcamientos en busca de su coche. Un Ford Maverick azul, había dicho Karen. Y no estaba mintiendo. A aquellas alturas, estaba mucho más allá de cualquier mentira.
Cuando vio un Maverick azul aparcado en una estación de servicio Chevron no pudo creer en su suerte. Karen había mencionado problemas con el coche, pero una reparación no suele llevar tanto tiempo: había esperado que Donna hubiera pasado un día allí, como máximo.
Se detuvo frente a una hilera de surtidores de gasolina. Un hombre delgado y sonriente se acercó a su ventanilla.
—Llénelo con extra —dijo Roy, y se preguntó si el Rolls funcionaba con gasolina extra. Decidió que el tipo de la gasolinera haría alguna observación si no era así. El tipo no dijo nada.
Roy salió. Era bueno poder ponerse en pie y estirar un poco las piernas. Sus téjanos estaban aún húmedos en los bolsillos. Se rascó su hormigueante piel y se dirigió a la parte de atrás del coche.
—Ese Maverick que hay ahí —dijo—. ¿No pertenecerá por casualidad a una mujer que viaja con su hija?
—Puede.
—Una mujer de unos treinta y tres años, rubia, muy guapa. La niña de unos doce años.
El tipo se alzó de hombros.
Roy sacó un billete de diez dólares de su billetero. El hombre lo miró por un momento, luego lo tomó y se lo metió en el bolsillo de su camisa.
—¿Cuál es el nombre de la mujer? —preguntó Roy.
—No puedo comprobarlo en este momento.
—¿No será Hayes? ¿Donna Hayes?
El hombre asintió.
—Sí, sí lo es. Recuerdo el Donna.
—¿Y lleva a una niña con ella?
—Una chiquita rubia.
—¿Llevan mucho tiempo reparando el coche?
—Un par de días. Lo trajimos el lunes por la mañana. Es decir ayer. El radiador estaba roto. Hemos tenido que pedir uno nuevo a Santa Rosa, acaba de llegar.
—¿Así que siguen todavía en el pueblo?
—No sé en qué otro sitio podrían estar.
—¿Dónde están?
—Sólo hay un motel. El Welcome Inn, a un kilómetro siguiendo la carretera, a su derecha.
Roy le entregó al hombre otros cinco dólares.
—Eso es para que mantenga la boca cerrada.
—¿Para qué la busca usted?
—Soy su marido.
—Oh, ¿sí? —Se echó a reír—. ¿Se le escapó?
—Exacto. Y he venido a dejar arregladas las cosas.
—No se lo reprocho. La mujer es de campeonato. Yo echaría chispas si me hubiera abandonado a mí.
Roy pagó la gasolina, luego condujo un kilómetro carretera adelante. Vio primero el restaurante, un edificio rústico rodeado de árboles. «Restaurante del Welcome Inn. Especialidades». A corta distancia más allá había una cafetería. Luego un sendero conducía hasta una explanada con aproximadamente media docena de cabinas a cada lado. Junto a la entrada del sendero estaba la oficina del motel. El letrero de neón indicando «Hay habitaciones» estaba encendido.
Roy siguió conduciendo, repentinamente nervioso.
Demasiado cerca. No quería estropearlo todo, ahora. Necesitaba tiempo para pensar.
Siguió la carretera hasta que encontró un lugar donde el arcén se ensanchaba. Llevó el coche hasta allí y apagó el motor. Miró su reloj de pulsera. Casi las tres y cuarto.
El coche de Donna está en la Chevron, pensó. Eso está bien. Si está arreglado hoy, o se marchará inmediatamente o se quedará a dormir. Si se marcha, pasará por aquí. Podía simplemente aguardar allí y detenerla de algún modo. ¿Y si se dirigía al sur? No, no iba a hacer aquello. No después de haber recorrido tanto trecho hacia el norte.
Sin embargo, podía hacerlo.
O podía pasar otra noche en el Inn.
Eso sería fácil de saber. Bastaría simplemente comprobarlo en la oficina del motel. Si había decidido quedarse, a aquellas horas ya se habría registrado.
Pero no podía ir a comprobarlo en la oficina. Ella podría descubrirle.
Bueno, no necesariamente. Podía ir a la oficina, obtener el número de su cabina, y conducir directamente hasta delante de su puerta antes de que ella tuviera oportunidad de descubrir nada, tomar precauciones, llamar a la policía. Podía entrar, agarrarla a ella y a la niña, y salir de nuevo antes de que nadie se diera cuenta de lo que ocurría.
No era posible. La gente podía verlo. Tendría a la policía inmediatamente tras él…
¿Y por qué llevarlas a ningún lugar? Simplemente entrar, cerrar la puerta a sus espaldas, y quedarse dentro. Más intimidad no podía pedir. Incluso camas. Podría quedarse tanto tiempo como quisiera.
¿Y si estaban fuera?
Si estaban fuera, podían preguntar en la oficina, y enterarse así de que él había estado haciendo averiguaciones.
—Mierda —murmuró, viendo que su plan se hacía pedazos.
De acuerdo, obtener el número en la oficina quedaba fuera de toda cuestión. Eso sólo le dejaba una forma de saber qué cabina era la suya: vigilar el lugar. Esperar a que ella entrara o saliera.
Dejó pasar unos instantes preguntándose acerca de la mejor forma de espiar las cabinas, luego salió del coche. Tomó su mochila del asiento de atrás y pasó sus brazos por las correas. Luego abrió el maletero. Joni estaba consciente. La alzó por los brazos.
Caminaron siguiendo el arcén hasta que Roy vio la oficina del Welcome Inn a unos cincuenta metros al frente. Entonces condujo a Joni por entre los árboles. Las ramas y las pinas del suelo se clavaron en sus pies desnudos, y empezó a llorar.
—Cállate.
—Duele.
—¿Quieres que te lleve?
La niña asintió.
Roy sonrió, recordando como había rechazado una oferta similar la noche antes. Quizás estaba empezando a confiar en él. Se agachó. Ella pasó un brazo por su nuca, como si tuviera mucha práctica. Roy deslizó un brazo por su espalda y el otro por debajo de sus rodillas. La alzó, y empezó a caminar con ella por entre los árboles.
Le gustaba llevar a Joni de esta forma. Era lo suficientemente ligera como para causarle poco esfuerzo. Su brazo en su nuca parecía casi amistoso, aunque sabía que sólo lo hacía por su propia seguridad. Su rostro estaba muy cerca del de él. Inclinando ligeramente su cabeza hacia delante, podía rozar su mejilla contra la suavidad del pelo infantil. La parte de atrás de sus piernas estaba desnuda bajo su brazo derecho. Mientras caminaba, acarició la textura de terciopelo de su muslo. La mano libre de la niña hizo un esfuerzo por detenerle.
Pronto se ofreció a su vista una hilera de cabinas. Estaban pintadas como madera de secoya, con techos inclinados. Había ventanas en la parte de atrás, pero no puertas.
Manteniéndose alejado de las cabinas, Roy se abrió camino pasada la última. Un claro entre los árboles le ofreció una vista del aparcamiento. Se curvaba ligeramente hacia el sur por entre las cabinas. Desde aquel ángulo, imaginó que las ventanas de la cabina más cercana de la derecha le ofrecían una vista de la parte frontal de todas las demás cabinas.
Trazó un amplio arco entre los árboles, y llegó directamente tras ella. Sonrió. El ángulo de la parte de atrás de la cabina le ocultaba de la parte frontal de las demás cabinas. Depositó a Joni sobre sus pies.
—¿Qué estás haciendo? —susurró ella.
Un susurro. Le gustó aquello.
—Estoy buscando un lugar donde quedarnos un rato.
El alféizar de la ventana estaba al nivel de la cabeza de Roy. La ventana estaba cerrada.
—Voy a alzarte un poco —susurró a la niña—. Dime quién hay dentro. —Depositó la mochila en el suelo y se palmeó los hombros.
Joni trepó a sus hombros. Se sujetó a su cabeza. Cogiéndola por las rodillas, Roy se puso lentamente en pie hasta que los ojos de la niña quedaron al nivel de la parte inferior de la ventana.
—Más cerca —dijo ella. Se inclinó hacia delante, apretando con sus muslos la cabeza de él. Haciendo pantalla con sus manos ante sus ojos, miró por el cristal de la ventana—. Más arriba —susurró.
Él la alzó un poco más.
—¿Quién hay dentro?
—Nadie.
—¿Estás segura?
—¿Eh?
—¿Hay alguien dentro?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí.
La volvió a bajar al suelo, y ella se apartó ligeramente de él.
—No estarás mintiendo, ¿verdad?
—Yo no digo mentiras —dijo la niña solemnemente.
—De acuerdo. Será mejor que no.
—Tengo hambre.
—Comeremos cuando estemos dentro.
—¿Qué?
—Llevo muchas cosas de comer en la mochila. Pero primero tenemos que entrar ahí.
—¿Cómo?
No respondió. La condujo hacia el lado derecho de la cabina. Había dos ventanas, pero podían ser vistas desde la cabina al otro lado del aparcamiento. No deseaba correr el riesgo de ser visto. Regresó a la única ventana de la parte de atrás.
Sólo podía entrar rompiéndola.
Eso significaba ruido.
¿Cuáles eran las alternativas? Podía caminar hasta la puerta de una cabina ocupada, llamar, y abrirse paso con el cuchillo. Pero alguien podía verle. Y si empleaba la violencia podía producirse algún grito. Eso sería peor, con mucho, que romper un cristal.
Quizá pudiera meterse debajo de la cabina y espiar a Donna desde allí. Arrodillándose, miró el angosto espacio que había debajo del suelo elevado de la cabina. Un poco más de medio metro. Suficiente. Obtendría una buena vista del frente.
Pero sería sucio. Todo tipo de bichos y arañas. Babosas. Quizá incluso ratas. Sin contar el tiempo que tal vez debería esperar: quizá horas. ¿Y qué haría con Joni? Al infierno con aquello.
Con su cuchillo, soltó las dos abrazaderas inferiores de la mosquitera. Liberó la mosquitera y la quitó, depositándola en el suelo contra la pared.
Buscando en su mochila, sacó la linterna.
—Bien —dijo—, sobre mis hombros.
Joni trepó.
Roy le tendió la linterna. Ella se irguió.
—¿Ves ahí arriba? ¿Donde acaba la ventana?
—¿Aquí? —la niña señaló el palo transversal de la parte inferior de la ventana.
—Exacto. Rompe el cristal justo encima, de modo que puedas pasar la mano y soltar la aldaba. Utiliza el extremo de la linterna. Golpea fuerte.
—¿Aquí?
—Un poco más a la izquierda.
—¿Aquí?
—Aja. Ahora golpea fuerte de modo que se rompa a la primera.
Sujetándose a la frente de él con una mano, la niña golpeó. Roy oyó el sordo ruido de la linterna chocando contra el cristal. No se rompió.
—¡Fuerte! —murmuró—. ¡Golpéalo fuerte! Tan fuerte como puedas. —Aguardó—. ¡Adelante, maldita sea!
La linterna golpeó contra su cabeza. Y otra vez. Y otra vez. El dolor resonó en todo su cráneo. Alzó una mano. La linterna se aplastó contra sus dedos.
Agachándose, golpeó a Joni contra la pared. Ella lanzó un grito y dejó caer la linterna. Roy alzó una mano. Agarró la blusa de la niña y tiró. Joni dio una voltereta. Su espalda golpeó contra el suelo.
—¡Hey!
Roy miró hacia la esquina. Una chica quinceañera estaba de pie allí, llevando varias toallas al brazo.
—¿Qué demonios están haciendo? —preguntó. Sonaba más irritada que asustada.
En un instante, Roy tenía su cuchillo en la mano. Lo apretó contra el vientre de Joni.
—Voy a matar a la niñita a menos que tú vengas aquí.
—No se atreverá.
—Echa a correr o grita, y la abriré en canal como un pescado.
La chica empezó a agitar la cabeza.
—Está usted enfermo —dijo.
—Ven aquí.
Con cortos y vacilantes pasos, la chica empezó a acercarse. Sus ojos lo examinaban atentamente, como si intentara hallar una explicación a todo aquello.
Él observó como la brisa de la tarde agitaba su pelo. Observó como sus pequeños pechos se bamboleaban seductoramente bajo su camiseta blanca. Observó sus esbeltas y bronceadas piernas.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
—Yo podría hacerle la misma pregunta.
—Simplemente responde.
—Soy la propietaria.
—¿Tú?
—Mi familia.
—Entonces tienes las llaves —dijo Roy, y sonrió.